sábado, 13 de diciembre de 2014

Los casos particulares

Un diálogo entre Santiago Sylvester y Rafael Gutiérrez
sobre  Los casos particulares

                El día 3 de setiembre Santiago Sylvester convocó a los interesados en la poesía a asistir a un diálogo en torno a su último libro de poesía, Los casos particulares. La cita se concretó en el salón auditorio del Complejo de Archivos y Bibliotecas de Salta, en la esquina de las avenidas Sarmiento y Belgrano.

                El diálogo fue más o menos así:
Santiago Sylvester: - Antes de pasar el micrófono, quiero agradecer al Complejo de Archivos y Bibliotecas de Salta que cedió el espacio para esta charla y al Prof. Rafael Gutiérrez por prestarse a ella, porque no es fácil encontrar con quien hablar sobre estos temas. También agradezco al público que ha venido a participar de este diálogo, por suerte no un monólogo.
Rafael Gutiérrez: - Buenas noches, agradezco al público que viene a participar de esta charla que es la continuación de una que comenzamos en un café, ahora seguimos con agua sin el café, aunque espero que con el mismo entusiasmo ya que es difícil encontrar con quien hablar sobre poesía. Acordamos con Don Santiago que presentar un libro es un género devaluado, entonces qué mejor que compartir con el público un diálogo entre el autor y un lector que tuvo la suerte de acceder al poemario completo, antes que el resto. Quienes tuvieron suerte de acceder a algún avance leyó uno u otro poema pero no el libro completo, eso es lo que compartimos ambos y nos va a dar pie a seguir la conversación.
                Para obviar lo que pasa en las presentaciones de libros no vamos a hablar del autor porque quienes vinieron ya conocen a Don Santiago y quienes no lo van a conocer de un modo muy íntimo porque aún a su pesar su poesía habla de él. Es un libro que requiere cierto aliento porque se trata de cincuenta y un poemas, ¿cuánto le demandó reunirlos?
S.S.: - Reunirlo me llevó diez minutos, pero escribirlos dos años, incluso darle forma de libro, porque hay un problema en diferenciar un verdadero libro de un rejunte. En ese sentido Stevenson decía que en un libro todas las palabras tienen que mirar en una misma dirección y eso se nota al diferenciar al uno del otro, porque de repente aparece una palabra que apunta para el otro lado de una manera inesperada –porque también puede estar puesta de una manera deliberada- y ahí surge el tropiezo. Armar el libro, imaginarlo, titularlo llevó dos años, ya que poner el título que tiene que funcionar como una síntesis de lo que viene y que tiene que representar a los poemas que precede. No son tantos tampoco, si uno piensa en el Canto General de Neruda no es mucho.
R.G.: - Bueno, Neruda es de escribir largo, pero en este caso cuento cincuenta y un poemas y me preguntaba cómo hizo para acertar con un título que fuera una invitación a leer, que condensara la matriz semántica de todo lo que se va a leer: Los casos particulares. Aprovecho que hay gente de filosofía entre el público para reiterar algo de nuestra conversación previa en la que atribuíamos a la filosofía su interés por lo general y universal, mientras que la poesía patentiza lo particular y en este caso hay un trabajo que va desde el relevamiento de lo más particular y cotidiano hasta llegar a la dimensión de la búsqueda de respuestas a los grandes interrogantes de la humanidad, lo que en definitiva engendró tanto la filosofía, como la religión, la ciencia y la literatura. 
S.S.: - Recordábamos que Borges decía que el arte no es platónico porque atiende a lo particular, no tanto a los principios generales, a las abstracciones, sino que va a lo concreto. Yo tengo una tendencia a eso, aunque suene un poco pedante, mi análisis es por el método inductivo, muy pocas veces aplico el método deductivo, porque en primer lugar desconozco los principios generales. Más bien me pasa el revés, tengo que ir a lo concreto, a las cosas, y de ahí voy buscando eventuales respuestas. Lo que Ud. decía recién, hay grandes preguntas que se repiten y por eso existe el arte, porque esas preguntas están condenadas a no tener respuestas, eso es parte de la condición humana puesto que vivimos en un mundo con preguntas fundamentales pero que no tienen respuesta y eso también lo sabemos; incluso hay preguntas tan absolutamente determinantes para la humanidad que se termina matando por ellas, por ejemplo hay dos afirmaciones que me parecen imposibles de probar: una “Dios existe” y la otra “Dios no existe”. Sin embargo la humanidad se ha matado por esas dos preguntas y las eventuales respuestas y ese es el destino de la humanidad, estar formulando permanentemente preguntas que no tienen respuestas y que además lo sabemos.
R.G.: - El título del poemario parte del poema que refiere a la filosofía, al tratamiento de lo universal: “La fe laica de Francis Bacon…” y de ahí da un salto impresionante de esa reflexión citada, entrecomillada aparece otra reflexión citada:
“…en la banda del río Pilcomayo, la temperatura de la charla y el
método infalible de Martín Arraya: ‘si usted ve un anima con
escamas, aletas, branquias, y sabe nadar,
aunque no sepa
qué es seguro que es pescado’.”
Es una irreverencia desde el punto de vista de la filosofía pero es lo que hace la poesía, ser irreverente, porque va de la gran reflexión del afamado filósofo Francis Bacon a la de una persona común, vulgar y silvestre -como cualquiera de nosotros que está acá- para llegar a la gran conclusión de:
“No me gusta la naturaleza mitificada: la prefiero como es,
con ejemplos para todo:
                                               mucho respeto entonces
por la cantidad continua de casos particulares.
que son todos
y nos rodean.”
Porque no en vano toma a Bacon, porque se trata de partir de la experiencia para llegar a esa afirmación de que somos el género humano y somos cada uno de nosotros.
S.S.: - Martín Araya es un gaucho que vive a la orilla del Pilcomayo a quien conozco hace mucho y le oí esa frase que me parece genial y por eso la he usado algunas veces para responder a esa pregunta que tampoco tiene respuesta, aunque ha sido contestada miles de veces y de miles de maneras “¿Qué es la poesía?”. La respuesta de Martín Araya -que es puro método inductivo- es lo único que puedo decir acerca de qué es la poesía: si usted ve un animal que tiene branquias, que tiene escama y nada, aunque no sepa qué es, de seguro es pescado. Más aún en un momento complejo, tal como lo decía Eliot: la poesía es compleja porque la sociedad en la que vivimos es compleja. Entonces una expresión tan importante como es la reflexión a través de la poesía sobre la sociedad, ya que toda poesía va o viene de ella, no puede ser sino compleja en este momento y es por eso que resulta difícil identificarla en este momento. Antes, cuando la forma estaba escandida, medida, todo parecía más claro. Soy partidario de la forma medida, me gusta el siglo de oro español y lo sigo leyendo como a mis contemporáneos, pero sé que en este momento hay una dificultad añadida para ir identificando qué está dentro del género y qué no, porque no es lo mismo el verso libre que un mal verso, son dos cosas totalmente distintas.
R.G.: - Claro, uno sería el verso libro y el otro sería un verso libertino. Hay un poema que se titula “baño en el río” y que he subtitulado “arte poética” ya que condensa una toma de posesión sobre qué es poesía:
“Moverse con suavidad de sábalo para no golpearse en las piedras,
evitar la exageración como si estuvieras escribiendo un poema: que
no retumbe, que no sea enfático
para que las cosas se vuelvan auténticas.”
Se trata de buscar moverse como un pez en el agua con el lenguaje para conseguir la fluidez de un lenguaje auténtico que patentice las cosas y las vuelva auténticas.
S.S.: - Eso también es una opinión sobre el lenguaje poético porque de las muchas maneras de escribir poesía a mí no me gusta que esté sobrecargada poesía, lo que tal vez se note desde el mismo título “Los casos particulares”, un título seco; tengo un libro anterior que se llamaba La palabra y, siempre me preguntaban por qué ese título y tenía que ponerme a dar explicaciones. Lo que digo ahí es que la poesía me gusta así, con escasa retórica, que no retumbe con un énfasis en las palabras. En definitiva las palabras son las mismas pero hay un énfasis por detrás, su forma de usarla, altisonantes o tras escalones más abajo. Tiendo a bajarlas de escalones porque me da la impresión en que de ese modo entran con más eficacia y como lector me gusta que las palabras entren a la realidad a ras de tierra, que no tengan un vuelo sobrelevantado, que no retumben demasiado, lo que en general me indica que ya las he leído, hay una retórica que se repite, delatan una huella previa; que aunque inevitable me gustaría escribir como Quevedo -para hablar de huellas previas- pero sabemos que no podemos, tenemos la obligación de no hacerlo, tenemos que buscar un atajo, tal vez hasta inesperado. No sé tampoco si tengo razón, profesor.
R.G.: - A propósito de la razón leía “dificultades de la convivencia” que comienza diciendo:
“No es necesario que estemos de acuerdo…” y eso va para todo el auditorio porque está dando su opinión ya que nos parece paradójico que trate de hacer una poesía sin retórica, buscar no repetir lo que dijeron otros y recordaba un ensayo suyo con un título que me parece genial El oficio de lector.
S.S.: - Es lo mejor que tiene el libro.
R.G.: -No crea, puedo opinar otra cosa, recuerde que no es necesario que estemos de acuerdo. En ese libro hay algo que lo define, que ha decidido asumir un oficio de lector ya que si puede escribir estos cincuenta y un poemas es que en el fondo hay una gran cantidad y profundidad de lecturas que voy notando a medida que recorro su libro. Hay una diversidad de lecturas no sólo de libros porque va desde la cita erudita a la de un gaucho a orillas del río, de las frases célebres a las frases cotidianas y las noticias ¿Alguien recuerda en este momento el bosón de Higgs? Y veo entre el público seños fruncidos que traslucen la pregunta de ¿qué es eso? Bueno, se trata de la conocida vulgarmente como “la partícula de Dios” que fue noticia cuando los científicos se ufanaban en decir “ya llegamos al momento de la creación”, pero resulta que se quedaron diez minutos antes.
S.S.: - Diez minutos que da lo mismo que sean cinco o cuatro mil horas porque seguimos sin saber cuál es el origen de la creación. Creo absolutamente que detrás de todo lo que estoy diciendo hay un montón de lecturas. No es que me crea totalmente original, cuando digo que trato de escribir cosas inesperadas es una búsqueda sobre un montón de lecturas que uno tiene por cuestiones de edad. A mis años es imposible no haber leído mucho, me pasé la vida leyendo y creo que esa base de lecturas es funcional a la búsqueda de una especie de novedosidad que uno pueda traer, no porque tenga obsesión por ser novedoso.  No soy vanguardista, ya pasó la época de la vanguardia, la ruptura ya está hecha y rehecha, no podemos seguir jugando a los rompedores y ya también se ha intentado la recomposición. Los ismos han confundido mucho, por ejemplo el futurismo con Marinetti que vino a Buenos Aires y se encontró con la horma de su zapato. Era un hombre que quería romper todo, decía que un coche bramando era más bello que “La Batalla de Samotracia” que está en el Louvre, una estupidez. Ahí estaba un poeta peruano llamado Alberto Hidalgo que después de la conferencia sobre futurismo le dijo que para ser consecuente no tendría que mostrarle los poemas que había escrito sino los que va a escribir. Hay una consecuencia de todo ese ismo que es un precio a pagar. Creo que la ruptura se ha hecho pero creo en toda la construcción más que en la ruptura.
R.G.: - Eso me hizo acordar al poema el recuento que comienza así:
“Estar sentado en esta piedra tiene algo de recuento: aquí estuve de
niño,
luego de muchacho y aquí los años
se juntan de golpe si canta un chalchalero
o al viento azora las hojas del nogal.

No puedo jactarme de que el río y yo hayamos envejecido a la par:
él tiene otra vejez, no sé si más histórica
o tal vez lo contrario, precisamente sin historia: puro presente que
                se va y sigue yéndose: no como desperdicio sino
parte de un paisaje que nos abarca a todos: este río que pasa y pasa,
y yo vuelvo a él
por lo que tiene de circular una vida ya larga.
                                                                                              Me gusta
que siga por aquí: hay ríos de mi infancia que han desaparecido:
este río
podría ya no estar
y hubiera sido un desencuentro cuando
un desencuentro ya puede ser para siempre.

No hemos envejecido juntos, ni de la misma manera,
pero hay un recuento que nos obliga a los dos: por eso estoy de
                nuevo aquí.”
Me gustó mucho por la recuperación que hace del tópico de la vida como río y en especial el cierre “…por eso estoy de nuevo aquí”, como una definición en un aquí tan particular.
S.S.: - Ese poema tiene que ver con la recuperación que hago de Leser, el lugar al que voy cada vez que vuelvo a Salta. El río Castellanos es el que no está nombrado aunque podría ser cualquier río porque en definitiva es simbólico pero me ha tocado irme y volver, por eso digo “recuento”. Asé me salió, no es que la vida sea eso. En este poema estoy hablando de mi vida, que la he vivido aquí, así como me ha tocado irme por largo tiempo, llevo treinta años o más fuera de Salta, pero no me he desarraigado, hubo algo circular realmente en mi vida. Para mí ha sido una suerte porque creo que en los trastierros uno puede perder tierra pero lo mejor es ganarlas a todas y eso es en todo caso lo que me ha pasado. No he perdido la tierra de la que he venido y a la vez he ganado las tierras en las que he vivido, por ejemplo he vivido en Madrid veinte años y ahora estoy en Buenos Aires y vuelvo aquí. De modo que hay algo de circularidad en mi vida que está contada en ese poema. No tiene que ver con el tiempo histórico sino conmigo, el aquí permanente que uno es. Digo que entre tanto ir y volver he llegado a la conclusión de que mi lugar soy yo, por eso del lugar donde estoy no me puedo ir, al menos por ahora, cuando me vaya ya va a ser en serio.
R.G.: - También conversábamos en el café previo sobre esta cercanía que tuvo con los poetas de la generación anterior entre quienes estaba Manuel J. Castilla y cuando leía sus poemas anotaba “esto me hace acordar a tal o cuál poema de Castilla”, en especial el sueño:
“El sueño empieza en una casa de Salta, y sigo hasta llegar a la casa
                itinerante que soy yo
donde vivo como un verbo cualquiera que se hizo carne.”
Y nos hizo acordar a La casa donde soy de Manuel J. Castilla.
S.S.: - Sí, el tema de la casa es el tema del hogar, es como el hueco original. El soneto de Manuel es una maravilla absoluta, es uno de los grandes poemas de la lengua española. Es la casa perdida y en mi caso también. Ese sueño que cuento en el poema es un sueño que he recuperado así y se refiere a la casa donde he nacido, en la calle Deán Funes Nº 26. Soñé que recorría la casa larga, de varios patios y al llegar al final oía la voz de mi madre, pero no la veía que me día con cierto fastidio y hasta con cierta obviedad: “hijo, hay que aceptar que las cosas se acaban”. Y es la verdad, se acababa la casa. Cuando desperté tomé nota porque el poema ya estaba terminado, sólo tenía que corregir algún adjetivo. El tema de la casa creo que lo tenemos todos, como hogar, como hueco, como tribu, en fin como una metáfora que condensa muchas cosas.
R.G.: - Realmente la casa donde soy es toda una construcción de identidad, soy yo y mi lugar y ese lugar inmediato es la casa, el hogar.
S.S.: - Usted se acordaba, recién en el café, de Ulises que se pasó toda su vida tratando de volver a su casa y es que quería volver pero no tanto porque tardaba un montón de años. Entonces se trata de un quiero volver pero no ya y eso también en una manera de volver a la casa. Ulises volvió pero se tomó su tiempo.
R.G.: - Claro, la casa nos identifica, nos acoge y nos protege, pero si no salimos a hacer el viaje, no vivimos.
S.S.: - Sí, de todas maneras el gran viaje es la propia vida. Usted puede pasarse como Kafka viviendo toda su vida en Praga y mire el viajón que hizo. Todo depende de como encare la vida, lo demás son adornos, uno puede ser París –lindo adorno- o Madrid o Buenos Aires, en fin, uno puede ir a lugares pero el gran viaje, el gran aprendizaje donde uno va descartando cosas, tomado experiencias para llegar como pueda al final, ese gran viaje es la vida.
R.G.: - ¡Suerte que contamos con las palabras y sólo nos queda por corregir algunos adjetivos!
Hay poemas que le dedica a este enfrentamiento constante entre el escritor y las palabras, el primero de la serie se llama Palabras y comienza diciendo
“Hay palabras que no me gustas: feas de sol a sol
y usadas sin remedio; pero no me ensaño, ninguna tiene la culpa:
                las quiero igual, mal vestidas, peladas, rapadas en la nuca:
sencillamente las desplazo, sigo sin ellas si tienen
la mirada suelta o retumban con sentido erróneo
y capto mi esperanza en otro parte: en las que se puede confiar:
las que ayudan
por si estamos solos.”
S.S.: - Y bueno, estamos solos. Pesoa decía que el arte es una prueba de que algo nos falta. Fuimos expulsados simbólicamente de algún paraíso, al menos creemos que esto es así, y vivimos con la sensación de que hay un pedazo nuestro que nos falta permanentemente y por eso escribimos para ver si lo hayamos. Es como la pregunta que no tiene respuesta. Sabemos que a ese pedazo no lo vamos a encontrar pero irremediablemente tenemos que buscarlo. Esa búsqueda es el arte, el pensamiento, la filosofía y todo este trabajo. Son viejas frases, no estoy descubriendo nada. Todo esto existe por la muerte, Borges escribió ese cuento “El inmortal”, en el que el personaje que no necesita moverse y por eso no hace absolutamente nada, hasta un pájaro le termina anidando en la barriga o en el pecho. Es un hombre que no tiene hambre, no tiene necesidades, es inmortal. Lo peor que nos podría pasar es ser inmortales ya que la muerte da un enorme sentido a la vida para vivirla de modo intenso, en la búsqueda de ese pedazo que no tenemos, de esa amputación. Es como el dolor del amputado que está pero con un miembro ausente.
R.G.: - Claro, falta algo pero duele ahí, por la falta. Hay un trabajo ineludible del arte de escribir buscando las palabras. En ejemplos:
“La palabra promontorio: hay palabra que tienen la forma de lo que
ofrecen: la misma resonancia, incluso su secreto.
La palabra promontorio tiene altura: permite ver
a lo lejos … (salteo un poco)
La palabra refucilo:
la naturaleza se incendia de punta a punta, un brochazo de trazo
                amplio,
y bruscamente se apaga:
                                               la palabra
es la forma
aún sabiendo que todo gran gesto suele estar por debajo de sus
                intenciones …”
y termina con un verso enigmático:
“Ejemplos sobran, pero hay algunos que me irritan:
no sé que hacer con la palabra acápite.”
S.S.: - Yo no sé por qué la odio. Es una palabra que me suena mal, no sé si es esdrújula o tiene ahí algo que no sé que ofrece. Es una palabra engañosa, en cambio “promontorio” sí ofrece algo, el “refucilo” bueno, pero “acápite” no es la única, hay otras palabras que también me parecen enigmáticas. Me confieso urgador de las palabras pues si hay algo que me divierte y que me brinda ratos entretenidos es el tiempo que dedico a los diccionarios, en especial los etimológicos, el del indoeuropeo que brinda un juego paradojal. De dónde vienen las palabras y por qué. Por ejemplo en el diccionario etimológico del indoeuropeo que manejo, me interesé, por una cuestión de oficio, por el origen de la palabra “lector”. Encontré una remotísima sílaba “leg”, que nos remontan a la caverna, y significa “acarrear”. Derivaría en leer como acarrear conocimiento, pero de la misma raíz deriva “reloj” que es acarrear tiempo. Además viene “sortilegio” que de algún modo también acarrea, por eso es una palabra desconfiable. Por todo eso me parece que el juego de la palabra me parece importantísimo y realmente me divierte.
R.G.: - Por eso es que considera que si hay un strep tease auténtico es el de la poesía porque desnuda el alma.
S.S.: - Involuntariamente.
R.G.: - Contrariamente a un streaper que voluntariamente se desnuda, acá a través de su poesía lo estamos desnudando en el alma –aclaramos- ya que nos está mostrando su arte desde adentro. Nos está dando una clase de cómo hacer poesía, a través de la revisión de la etimología, escarbar en las palabras, llevarlas hasta la caverna y traerlas de vuelta. Los casos particulares parte de cosas muy cotidianas, como por ejemplo el escarabajo que comienza no con el insecto sino con la palabra que lo nombra:
“La palabra escarabajo, como cualquier palabra, esconde un dilema.
No sólo la palabra sino
el propio escarabajo…”
Comienza por la palabra y de ahí va hacia el bicho y en ese poema leo el mito de Sísifo y a la vez como una expresión de la finalidad de la poesía porque:
“no hay fracaso ni desperdicio:
la palabra escarabajo, como el propio escarabajo,
responde por la totalidad: de ahí
que enhebremos palabra en representación de lo que sucede
hasta hacer un acontecimiento
de lo imperceptible.”
S.S.: - Ahí también hay una poética. También debo decir que a mí me gusta travesear con las palabras, pero no es la única manera de escribir poesía. Hay quienes lo hacen de otra manera. Sí puedo decir que no me gusta que se confunda poesía con catarsis. Usted hablaba de strep tease. La catarsis me parece que es sólo contar qué me pasa todo el tiempo o llorar porque algo me duele o reírme por lo que me causó gracia. La catarsis es algo que hay que resolver por otro lado, vaya y cuente a otros sus problemas, en todo caso sí me interesa cuál es su opinión sobre las cosas, aunque sea falible pero me parece un aporte al mundo, aún más que el hecho de que las palabras me desnuden. Son tendencias.
R.G.: - Para volver a parafrasear su poema “no tenemos por qué estar de acuerdo”. Hay formas y formas de hacer poesía y nosotros asistimos tanto a su poesía como a su forma de hacerlo y en este libro en particular, dedicado a Los casos particulares, así como pasa por el escarabajo pasa por el perro en autorretrato con perro cuyos versos finales me impactaron muchísimo:
“este perro alternativamente manso y feroz
compenetrado con este hombre alternativamente feroz
y manso:

para que ladre un perro, para que esta noche haya silencio en
cualquier idioma.”
S.S.: - Creo que si hay silencio tiene que ser en todos los idiomas. No puede callarme sólo en castellano, me callo en todos los idiomas, inclusive como diría Borges, desde mi inocencia del hebreo. No tengo ningún conocimiento de otro idioma pero el silencio del mundo se dice en todos los idiomas y también es necesario oír ese silencio porque es más impresionante. En fin es un autorretrato. Me alegro que haya leído mi libro, lo felicito como lector y le agradezco muchísimo. Lo que no sé es que aquí me han dicho que iban a convidar un vino y creo que ya es hora de poner un plazo de tres minutos para que vamos a brindar, ¿les parece?
R.G.: - Yo leí los cincuenta y un poemas y el autor dice que los leí bien, en todo caso si quiere leer alguno por el que tenga un particular aprecio, dedicándoselo a su público.
S.S.: - Suerte que tengo un público, porque si hay tarea solitaria es la de escribir y no estoy haciendo una broma. Leo dos poemas y vamos a que nos conviden un vino en la Biblioteca Provincial.
Lectura de Peripecia del cuerpo y La lección del pato.
S.S.: - Muchas gracias.
R.G.: - Gracias por compartir esta conversación y gracias por invitarme a conversar. Ahora los invitamos a brindar para celebrar la poesía.


 El diálogo sobre LOS CASOS PARTICULARES fue publicado en la revista CLAVES, noviembre de 2014, salta, Año XXIII Nº 235- Director: Pedro González.
Las fotos son una gentileza de Eduardo Robino (a la derecha de Santiago Sylvester)

jueves, 6 de noviembre de 2014

Un salteño ingresa como miembro de número

Incorporaciones recientes en la Academia Argentina de Letras 



​PARTE DE PRENSA


La Academia Argentina de Letras acaba de incorporar como miembros de número al poeta salteño Santiago Sylvester y al poeta platense Rafael Felipe Oteriño, quienes ocuparán respectivamente los sillones Olegario V. Andrade y Carlos Guido y Spano.
Se acompaña al pie curriculum de ambos.
Buenos Aires, 26 de Octubre de 2014


Santiago Sylvester nació en Salta en 1942, estudió derecho en Buenos Aires donde recibió el título de abogado, residió veinte años en Madrid y actualmente vive en Buenos Aires. Es autor de catorce libros de poesía (el último, Los casos particulares, 2014), un libro de cuentos y dos de ensayos, publicados en Argentina y España. Recibió los Premios de la Provincia de Salta, del Fondo Nacional de las Artes, el Sixto Pondal Ríos, el 3er. Premio Nacional de Poesía, el Premio Internacional Jorge Luis Borges y el 1er. premio de la Ciudad de Buenos Aires. En España, el Premio Ignacio Aldecoa y el Jaime Gil de Biedma. Es autor de las antologías Poesía del Noroeste Argentino-Siglo XX, y Poesía Joven del Noroeste Argentino, y de ediciones de obras de Manuel J. Castilla, Néstor Groppa, Juana Manuela Gorriti y Federico Gauffin. Dirige la colección Pez Náufrago, de poesía, y codirige la colección Época, de ensayos. En la  Academia Argentina de Letras tendrá el sillón que fue ocupado la primera vez por el salteño Juan Carlos Dávalos.


                                                             
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Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata en 1945, estudió derecho en su ciudad natal, y reside en Mar del Plata, donde se desempeñó como Juez, y luego como Juez de Cámara. Ha publicado doce libros de poesía, el último se titula Viento extranjero, de 2014. Su obra se encuentra reunida en Antología poética En la mesa desnuda.Recibió los siguientes premios: Primer Premio Regional de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (1985/88), Konex de Poesía (1989/93), Consagración de la Legislatura bonaerense (1996), Premio Nacional Esteban Echeverría (2007), Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía (2009) y Rosa de Cobre de la Biblioteca Nacional (2014). Ejerce la docencia universitaria y la crítica literaria. Codirige la colección Época de ensayos sobre poesía.
Como miembro de número de la Academia Argentina de Letras, ocupa el sillón Carlos Guido y Spano. 
               
                                                   

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Juan L. Ortiz según Victoria Robador

Juan Laurentino Ortiz

“Para que los hombres”
Para que los hombres no tengan vergüenza
de la belleza de las flores,
para que las cosas sean ellas mismas: formas sensibles
o profundas de la unidad o espejos de nuestro esfuerzo
por penetrar el mundo,
con el semblante emocionado y pasajero de nuestros sueños,
o la armonía de nuestra paz en la soledad de nuestro pensamiento
para que podamos mirar y tocar sin pudor
las flores, si, todas las flores
y seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada,
para que las cosas no sean mercancías,
y se abra como una flor toda la nobleza del hombre: iremos todos hasta nuestro extremo límite,
nos perderemos en la hora del don con la sonrisa
anónima y segura de una cimiente en la noche de la tierra.

El poeta entrerriano nace en 1896 y vive y crece rodeado de una abundante naturaleza, que luego inundará sus versos. Toda su poesía está marcada por los paisajes de la selva en la cual pasó gran parte de su infancia.
                Juanele estudió filosofía y participó de la bohemia porteña así como de movimientos políticos en su provincia natal, mientras escribía versos influidos por la estética simbolista y la poesía oriental. Su escritura poética se caracteriza por presentar cierta tensión entre el paisaje monótono, de contemplación y los conflictos sociales, por los que mostró una especial sensibilidad, inclinándose por los niños que sufren la pobreza y las injusticias.   
                En este sentido, el poeta siempre tuvo la conciencia de que su escritura debía atender a los aspectos sociales y de que la literatura, la poesía fundamentalmente, son medios poderosos para expresar las dolorosas percepciones del afuera: “No olvidéis que la poesía (…) es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin”
En el poema “Para que los hombres”, se percibe un tono de frescura, de vitalidad junto a cierta delicadeza natural.
El yo lírico comunica en forma de leve arenga una acción futura y plural, un hacer conjunto, colectivo, que implica “perderse en la hora del don, en la noche de la tierra”, ir hacia el extremo límite y en ese gesto de solidaridad quedará expresada la nobleza del hombre como ser viviente, tal como lo hace una flor al abrirse y mostrar su plenitud. En este movimiento hermanado, avanzan sonrientes y cada sonrisa singular se fusiona en una sonrisa anónima, que no ignora el dolor del mundo, pero lo siente como una fuerza que los atraviesa.
Ahora bien esta acción tiene un fin concreto: que seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada; y así se revela esa veta humanista y política del poeta, que intenta una sentida sensibilidad hacia la otredad.
Por otro lado, el yo lirico exalta con delicadeza y seguridad la necesidad de un cambio en la relación con la naturaleza, en el ritmo y el modo de vincularse con la tierra, una vuelta a la unidad del hombre con la naturaleza, de manera que los hombres no tengan vergüenza de la belleza de las flores y entonces podamos tocar y mirar sin pudor todas las flores.
Finalmente puede leerse también una crítica al devastador y devorador avance capitalista y su lógica de lo instantáneo y lo efímero; Ortiz entiende un uso distinto de los objetos según el cual las cosas no sean mercancías, sino que sean ellas mismas concebidas e integradas desde una sensibilidad como: formas sensibles de la unidad o bien, considerando el trabajo del hombre sobre el mundo como: espejos de nuestro esfuerzo por penetrar el mundo. En esto último vemos también una postura política asumida por el poeta, que atiende a la relación del hombre con su entorno natural y comprende a la naturaleza como un imperativo ético para la creación (estética) poética.


“Tarde”
El mundo es un pensamiento
Realizado de la luz.
Un pensamiento dichoso.
De la beatitud. El mundo
Ha brotado. Ha salido
Del éxtasis, de la dicha,
Llenos de si, esta tarde,
Infinita, infinita,
Con árboles y con pájaros
De infancia ¿De qué infancia?
¿De qué sueño de infancia?

En este segundo poema el yo lírico se expresa inicialmente en tono aseverativo y se encamina hacia un cierre interrogativo, característico del estilo de Ortiz.
El poema nace de una actitud contemplativa en la reflexión en torno del acaecer vespertino, la tarde. El poeta canta el goce, la dicha del mundo, concebido éste como pensamiento realizado de la luz… de la beatitud.
Y como bien se señaló en uno de los programas de la cátedra, se observa aquí que su poesía no se limita a describir el paisaje, sino que éste se constituye en punto de partida para transformar en poesía lo que ya ha penetrado en su alma.
Entonces, el mundo que ha surgido, ha brotado a raíz de la meditación y del entre ser en el paisaje, es- en palabras de Juan Jose Saer- “enigma y belleza, pretexto para preguntas y no para exclamaciones, lamento del cosmos por el que la palabra avanza sutil y delicada, adivinando en cada rastro o vestigio aúnen lo más diminuto la magia misteriosa de la materia”
Así, en esta tarde infinita, infinita, el poema realiza una proyección universal y atemporal, una tarde de dicha, éxtasis, plena, brillante¸ de árboles y pájaros de infancia. De una infancia no individualizada, no personalizada, sino de un tiempo humano, común a todos los seres y es por eso que allí se abre la pregunta ¿De qué infancia?
La interpelación al lector, lo mueve también al recuerdo dela suya propia, de aquel tiempo de niñez, de pureza e inocencia… Y entonces ¿de qué infancia? La de todos, podríamos responder.
Como también lo enseña Ortiz en una entrevista: “… Apenas si somos agentes de una voluntad de expresión  y ritmo que está en la vida, en la vida de todos, en la vida del mundo y de las cosas”
                Acá podemos ver la amplitud del poeta que también expresa en el poema, liberándose de las restricciones geográficas e incluso temporales.

                Finalmente el último verso interrogativo ¿De qué sueño de infancia? Conlleva la reflexión sobre cómo pensamos el mundo cuando lo contemplamos con ojos del alma, y entonces ese pensamiento nos crea un mundo semejante al que soñamos cuando niños: un mundo claro, dichoso, melodioso, fresco, nuevo…  Se refleja allí también la actitud mística del autor, la mirada que pasa por la relación entre el afuera y el adentro, en ese salirse hacia afuera de sí y desde se construye el sentido del poema.

Victoria Robador

lunes, 20 de octubre de 2014

Borges y el escritor argentino

La problemática del canon en la constitución de la literatura argentina es un estudio recurrente dentro del ámbito de las letras. Desde el reconocimiento del Martín Fierro  por parte de Lugones hasta nuestros días, el canon está rodeado de  varias controversias. Borges en su ensayo “El escritor argentino y la tradición”, plantea ciertas cuestiones que atienden al escritor argentino sumergido en un “deber ser nacional” y la tradición.
 Comienza hablando sobre el Martin Fierro, del cual no discute su canonicidad, y establece en cierta forma las diferencias entre la poesía gauchesca y la poesía de los payadores. Dentro del primer tipo de poesía mencionada, encontramos nombres tales como Ascasubi, Hidalgo, Estanislao del Campo y, por supuesto, José Hernández. Creo que para Borges las diferencias radican tanto en el léxico como en los temas que se tratan en ambos casos, es decir que hay una diferencia en el propósito de los poetas. “Los poetas populares del campo y del suburbio versifican temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del amor y lo hacen en un léxico muy general también; en cambio, los poetas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente popular, que los poetas populares no ensayan. No quiero decir que el idioma de los poetas populares sea un español correcto, quiero decir que si hay incorrecciones son obra de la ignorancia. En cambio, en los poetas gauchescos hay una busca de las palabras nativas, una profusión de color local. La prueba es ésta: un colombiano, un mejicano o un español pueden comprender inmediatamente las poesías de los payadores, de los gauchos; y en cambio necesitan un glosario para comprender, siquiera aproximadamente. A Estanislao del Campo o Ascasubi.” (Borges, 1974: 268).
Otra caso que resalta en este ensayo es la comparación del Martin Fierro con La urna  de Enrique Banchs. En esta oportunidad se plantea cual de los dos poemas es mas argentino. En primera instancia el poema de Hernández pareciera ser el que más cumple con el deber ser nacional. Esto por la constante aparición de los paisajes argentinos, el léxico, etc. Pero Borges causa sorpresa al indicar que no sólo se es argentino cuando se describen paisajes o se usan ciertos vocablos, propios de una identidad nacional, sino también cuando la escritura está atravesada  por temáticas universales, como el amor, el gran dolor del abandono, etc. Es decir que el escritor argentino no debe limitarse solo a su tierra sino a encontrarse en el mundo, en el universo. No se es menos argentino por no decir “aquí me pongo a cantar al compas de la vigüela”. Borges cuenta una anécdota bastante particular referida a uno de sus cuentos: La muerte y la brújula, una suerte de pesadilla detectivesca en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla: aparecen allí el Paseo Colon, las quintas de Adrogué, etc. Los amigos del escritor alabaron este cuento diciéndole que por fin habían encontrado en su escritura un color local, a lo que él responde que no había sido esa su intención. Para Borges, cuando el escritor se despoja de la presión de escribir con un color local determinado, con un nacionalismo exacerbado, recién tiene una libertad mental para escribir lo que antes no podía.
Por último, él se preocupa  por un tema polémico: la tradición argentina. Respondiendo esta cuestión como central, Borges aduce que nuestra tradición es toda la cultura occidental, inclusive va mas allá diciendo que “tenemos derecho a esta tradición, mayor que el pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental”. Es decir, Borges no pretende que olvidemos de dónde venimos, sino que logremos despojarnos como escritores, lectores de los prejuicios y abandonarnos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística.

 José Manuel Díaz Watson

viernes, 8 de agosto de 2014

Para conocer de la literatura a través de un autor

Recomendamos visitar el siguiente link para escuchar una entrevista muy buena sobre la literatura por regiones: http://www.taringa.net/posts/arte/8966030/Santiago-Sylvester-poeta-argentino-contemporaneo-grosso.html

jueves, 26 de junio de 2014

EL GOZANTE de Manuel J. Castilla

La antología compuesta por Santiago Sylvester sobre la poesía de Manuel J. Castilla se puede leer en Internet en: http://www.colihue.com.ar/fichaLibro?bookId=417 Reseña: La celebración de la tierra y el canto en los versos de este arraigado y entrañable poeta salteño. Su vasta obra -de la que sobre todo se conoce masivamente aquella parte que ha nutrido la cancionística folklórica del Noroeste- es además hija de todo un movimiento cultural surgido en las provincias norteñas en la década del 40. Este movimiento fue el que dio origen al grupo La Carpa, fundado con el propósito manifiesto de celebrar el paisaje, la naturaleza primordial, y dar testimonio del hombre de la región. En Castilla, como destaca en el prólogo Santiago Sylvester, siempre va a estar presente ese deseo de construirse una patria: es "el poeta que funda un lugar para que, a su vez, le sirva de fundamento". Recordemos que sus letras para canciones son numerosísimas, y entre las más difundidas se destacan "La zamba de Balderrama", "La arenosa", "Zamba de Anta", "La pomeña", etc. pero si en el imaginario ha perdurado sobre todo el letrista folklórico, esta selección rescata fundamentalmente al poeta extraordinario y prolífico que fue, relevando creaciones de sus tempranos Luna muerta (1943) y La niebla y el árbol (1946), de ese libro fundamental en su desarrollo poético que es Copajira (1949), y de los sucesivos La tierra de uno (1951), Norte adentro (1954), De solo estar (1957), El cielo lejos (1959), Bajo las lentas nubes (1963), Posesión entre pájaros (1966), Andenes al ocaso (1967), El verde vuelve (1970), Cantos del gozante (1972) -que incluye el poema que da nombre a esta antología-, Triste de la lluvia (1977), y el póstumo Canto del cielo, que a cada instante crece y se derrumba.

lunes, 23 de junio de 2014

PARA PENSAR LA REGIÓN

CONFERENCIA DE RAÚL DORRA PARA PENSAR LA REGIÓN En septiembre de 2012, el narrador y ensayista estudioso de las teorías literarias Raúl Dorra brindó una interesante conferencia en el Complejo de Bibliotecas de nuestra provincia. Radicado en México pero oriundo de San Pedro de Jujuy, visitó el NOA y propuso a su auditorio una serie de “acercamientos” para pensar lo regional. A continuación, compartimos las reflexiones suscitadas: • Podemos acercarnos a la región desde lo conceptual o estrictamente etimológico: región, régimen, regencia… En el campo semántico, a veces se confunde el término con los de “pago” o “nación”. El término “región” se utilizó por primera vez en el campo de la Geografía. Su sema principal, la naturaleza, posibilitaba la clasificación de regiones a partir de lo geográfico. El geógrafo determinaba cuál era el rasgo que definía la región. En simultáneo, en cada región geográfica hay otras regiones dentro, por lo que la región se convierte en tema obligado para la Geografía Social: del territorio geográfico al territorio del espíritu. Cabe preguntarnos, entonces, si la naturaleza sigue determinando hoy la región, o si se trata más bien de una diálectica cultura-natura. Consideremos que en una región cabe tanto lo dado como lo construido; así es como existen clasificaciones que privilegian lo natural y otras lo cultural. Si el punto de vista determina la región, regionalizar implicaría establecer articulaciones y organizaciones. ¿Quién regionaliza y quién resulta regionalizado ante cada mirada? Hablar del NOA implica que pensemos en algo que trasciende lo meramente cartográfico. Existen rasgos míticos que atraviesan, incluso, cuestiones económico-sociales. La Literatura resulta de sumo provecho para reflexionar respecto del NOA como región. El maestro Juan Alfonso Carrizo recorrió sus zonas más alejadas y recopiló cancioneros, configurando un “folklore afirmativo” (en palabras de Dorra). Debemos tener en cuenta que a partir de 1890, la explotación de la tierra y los intercambios comerciales de nuestra región sufrieron un giro clave, y para Carrizo resultaba vital recoger las canciones de una cultura que estaba desapareciendo. En estas compilaciones se relevan dichos valores culturales, fuente indispensable para pensar en el NOA como región, determinada, en última instancia, por la memoria. Carrizo se desenvuelve en el marco de la antinomia memoria/olvido, combatiendo a este último y configurando al NOA como la región de la resistencia y la memoria. Dorra señaló, no obstante, que Carrizo reivindica la hispanidad como “la” cultura por excelencia; es por eso que se nutre, también, de recopiladores españoles como Rodríguez Mariño y Menéndez Pidal. En tanto se erige mero observador, el estudioso resulta conservador para Dorra. Por otro lado, el poeta y militante Atahualpa Yupanqui resulta observador y protagonista (estuvo exiliado). Configura un “folklore de impugnación y de denuncia” ya que problematiza la antinomia campo/ciudad, considerando a Buenos Aires como el foco urbano por excelencia, y presentando, así, a las regiones restantes como saqueadas. • También podemos acercarnos a la región desde la focalización y aplicación del término: así, lo regional se encuentra en estrecha relación con lo universal. De lo universal a lo local y de lo local a lo global. La autorreferencialidad se contempla en el verso: por ejemplo, en el Martín Fierro <>, enunciado antitético de la fórmula ritualizada <>, en tercera persona, allá lejos y hace tiempo. Dorra señaló que el antropólogo Levi-Sträuss explicó el mito de Edipo aplicado a la historia de Brasil, lo que demuestra que el mito de una determinada región puede explicar el mito de otra, incluso distanciada espacial y/o temporalmente, pues comparten una misma “gramática”. Lo universal se aloja en lo particular así como también las particularidades están regidas por leyes universales. El cancionero español posee rasgos universales que se irradian a otros lugares del mundo, y esto funciona en la copla norteña así como también en tantos otros lugares. El inicio de la situación enunciativa parece universal: <>; <>; <> Instala al “yo” (el cantor, elemento fijo) y al interlocutor, su auditorio (elemento móvil). Este auditorio puede estar conformado por un grupo de personas que comparte los valores del cantor, o, más bien, que se distancia y considera el cantar como alegato. A Cosquín, Córdoba, asisten copleros, rockeros, tangueros… con sus particularidades que, a su vez, encuentran unión bajo lo nacional. Las regiones se intersecan; no hay purismo posible ante semejante permeabilidad. Estos cruces culturales pueden crecer y trascender la Nación. Muestra de ello son los festivales internacionales de payadores, por ejemplo.

lunes, 9 de junio de 2014

Juan Carlos Dávalos

(Salta, 1887-1959) fue narrador, poeta, ensayista y ocasional autor de teatro. A los dieciséis años, junto con David Michel Torino, fundó el periódico Sancho Panza. Más tarde, se desempeñó como profesor de Literatura y otras asignaturas en el Colegio Nacional de Salta, del que llegó a ser vicerrector. Fue director del Archivo General de la Provincia y de la Biblioteca Provincial "Dr. Victorino de la Plaza". Falleció en Salta, en 1959. Escribió sus primeros versos entre los trece y catorce años. En 1914 publicó su primer libro: De mi vida y de mi tierra, con prólogo de Carlos Ibarguren, y en 1917 se inicia como dramaturgo con Don Juan de Viniegra. Es autor de La guerra en armas, que narra las luchas del caudillo salteño Martín Güemes, y de diversos ensayos sobre la historia y el paisaje de su provincia: Los gauchos (1924); Los valles de Cachi y Molinos (1937); Salta, su alma y sus paisajes (1947). Su labor de poeta y narrador lo catapultó a la fama y lo ubicó como la figura patriarcal de la literatura salteña. La lírica de Dávalos se nutre de dos corrientes contrapuestas aunque no excluyentes. Por un lado podemos encontrar en su poesía un carácter universal evidenciado por una intención reflexiva y filosófica común a todos los hombres; por otra parte, se observa una corriente regionalista tanto en el paisajismo costumbrista como en la incorporación del lenguaje propio de su tierra. Es en la síntesis de ambas corrientes donde el poeta encuentra su voz, su estilo personal. Observada en su totalidad, la obra de Juan Carlos Dávalos parece oscilar entre un sentido trascendente, universal y un impulso vital afirmativo de la existencia. Se afirma en cierta sabiduría popular, sin desdeñar el humor ni las formas y la intención de los copleros. Su obra poética está conformada por: De mi vida y de mi tierra (1914), Cantos agrestes (1917), Cantos de la montaña (1921), Otoño (1935), Salta, su alma y sus paisajes (1947), Antología poética (1952), Últimos versos (1961). Las mismas características de su poesía se reiteran en la prosa de Dávalos aunque dominadas por la expresión realista y el lenguaje directo. Sus textos narrativos publicados son: Salta (1918), El viento blanco (1922), Airampo (1925), Los casos del zorro (1925), Los buscadores de oro (1928), Los gauchos (1928), Relatos lugareños (1930), Los valles de Cachi y Molinos (1937), Estampas lugareñas (1941), La venus de los barriales (1941), Cuentos y relatos del norte argentino (1946), El sarcófago verde y otros cuentos (1976). En el año 1997, el Senado de la Nación editó, en tres tomos, sus Obras Completas. http://www.bn.gov.ar/abanico/A10407/Davalos.htm .

El viento blanco

El viento blanco Juan Carlos Dávalos Antenor Sánchez dio la voz de alto. Disciplinada por seis días y cinco noches de viaje, la remesa detúvose al mismo tiempo que los arrieros. Incluso el patrón, los hombres eran cuatro; número suficiente para arrear los cien toros de que constaba la tropa. El trabajo de arrear es fatigoso durante el primer día, al salir del valle de Lerma, después de la herrada. Los novillos están entonces en la plenitud de su fuerza, gordos y levantiscos, aquerenciados en los verdes alfalfares de las fincas, donde algunos han invernado hasta cinco meses. Pero una vez encajonados en la Quebrada del Toro, se van acostumbrando gradualmente a caminar despacio y en orden; y como el terreno es áspero y pedregoso, allí se acaban las tentativas de fuga, las pesadas cabriolas en dos patas y el goce de marchar a la loca, merodeando al pasar en las retamas. Ahora, la voz del patrón ha detenido a la remesa junto a una vega, más allá de Cauchari, en el territorio de Los Andes. Lentamente, ahorrando fuerzas, hundiendo las pezuñas en el médano ardiente; las fauces resecas, los ojos llorosos, las ancas enjutas, el testuz vencido, paso ante paso, los toros van apartándose del camino para acercarse al agua. Es un día de pleno sol a fines de junio, un día de invierno en la altiplanicie andina. Son las dos de la tarde. Solo a esta hora empieza el deshielo de las vegas y hay entre las espesas matas de "iros" 1 algunos pocitos de agua cristalina. —Buen sitio es éste para un real —dijo Sánchez, y él y sus hombres echaron pie a tierra. Cada cual sacó de la montura su bolsita de avío, desató de los tientos su barrilito de agua dulce, y luego de aflojar las cinchas, quitar los frenos y asegurar las mulas, sentáronse en corro a preparar la merienda. —¿Qué te parece, Loreto; llegará el hosco a Catua? —preguntó Sánchez. Extrajo de la bolsa unas cucharadas de azúcar, echólas en el jarro, añadió luego el agua y la harina cocida y comenzó a revolver prolijamente el contenido. —De llegar, hay llegar, aunque está medio "despiao". Aquellos hombres hablaban con grave cachaza, meditando las preguntas, reflexionando las respuestas, como si el esfuerzo que exige tal género de vida hiciera necesario reservar todas las energías de que dispone el organismo; y así, eran parcos en el ademán como sobrios de imaginación y de palabras. Mientras gustaban ellos su ración de "ulpada", los novillos andaban dispersos por la vega. Algunos se entretenían sorbiendo el agua de los charcos fangosos, algunos buscaban un sitio limpio donde echarse a descansar. —Baquiana su "moina"2 pa comer, patrón —observó uno de los arrieros. —Van doce viajes que me acompaña. Sabe buscarse la vida —contestó Antenor, mirando a su mula, que manoteaba en una mata de "iro" para darla vuelta de raíz y así comerla sin hincarse el hocico. La atmósfera estaba serena, diáfana, como en los mejores días de enero. Sólo se conocía que era invierno por el tono amarillento del "iro" en los cerros próximos y por la nieve que cubría, hacia occidente, los picos más altos de la cordillera. Una brisa tenue y helada bajaba de las cumbres rasando los médanos, caldeados momentáneamente por el sol. Era sobre las vastas planicies como una leve sensación de escalofrío, tan sutil, que donde una mata hace sombra la escarcha no se derrite, y donde el sol asienta, el aire y la arena vibran como al soplo de una llama. Exhalaban los campos un hálito remoto de jarillas y de tolas3 atormentadas junto a las vegas por la sequedad casi absoluta de la atmósfera. Más de una hora duró el descanso de la tropa. El primer novillo punteó por la huella, unos cuantos le imitaron y al grito de arreo de los peones, poco a poco, toda la remesa se puso en marcha. Iban en simétricas filas, moviendo pesadamente los toscos remos, guardando distancias para no estorbarse con las astas, regimentados por el hábito de andar así, leguas y leguas, uno tras otro. Ocuparon los hombres sus sitios habituales: uno a vanguardia de la tropa, dos a los flancos, y a la zaga el patrón. A intervalos regulares, el grito de ¡huella…! Prolongado, agudo, estimulaba a aquella lenta masa de carne pasiva y melancólica. Veíase hacia delante, extendida a lo largo del campo inmenso, la faja parda y recta del camino, que en suave cuesta ascendente iba a esfumarse en una abra, allá lejos, entre unos cerros chatos y rojizos. De cuando en cuando los arrieros miraban polvear a ras del horizonte esas ligeras nubecillas que levantan, al huir, salvajemente ariscas, las tropas de vicuñas. Antenor Sánchez recordaba, al verlas, sus correrías de Semana Santa en las montañas del Incañán y del Chañe, cuando, acompañado a veces por amigos puebleros de Salta, pasábase los días "cerreando" de cumbre en cumbre, para bajar a su finca con veinte o treinta pieles. A mil metros de la tropilla, en aquellas punas, donde Antenor ponía el ojo, ahí mismo metía la bala. Pero cuando se viaja con hacienda no es bueno perder tiempo en cacerías, ni hay a qué llevar máuser. Andar, andar siempre, caminar noche y día, es el afán constante del arriero, pues a cada legua la novillada merma de peso y es necesario llegar a Chile en las condiciones exigidas por los contratos. Al cerrar la noche se detuvieron en una hoyada. Como arreciara el frío, los hombres hicieron fuego con "cuerno de cabra"4 que traían en las alforjas. El cuerpo les pedía algo caliente. Fabián Martínez rondaba el ganado. Anastasio Cruz aliñaba en una olla pequeña la sopa de harina cocida y "charque". Antenor Sánchez, arrodillado en la arena, defendía el fuego con su poncho, de espaldas al viento. En cuanto a Loreto Peñaloza, permanecía montado, ahí cerca, teniendo las riendas. —¿Qué hacís áhi como fantasma? —preguntole Sánchez. —Me está cascando el chucho —contestó Loreto con voz temblona. El pobre muchacho, dando diente con diente, se sacudía estremecido por el acceso. —Echá pie a tierra. Vení, acostate un rato. Allegate al fuego. —¡Bah!, si ya me hay pasar… Si me acuesto va a ser pa pior. Más decaicido voy a quedar… Más vale déme algún remedio, si hubiera… —¡Sí, hay! Yo tengo quinina. Sánchez le convidó con una pastilla de medio gramo y puso a hervir un jarro de vino con canela. El enfermo echóse al pecho, de un envión, aquel brebaje, y se quedó dormitando, aletargado por la fiebre, inmóvil sobre su mula. Los otros, recostados en la arena, tomaron sopa, galleta, unos tragos de vino y un jarro de café. Comieron en silencio, mirando absortos el encanto del fuego, calentándose las manos y exponiendo sucesivamente al calor de la llama las canillas, los costados y las plantas de los pies. Luego de comer pusieron sendos "acullicos"5, armaron cigarrillos y se pusieron a fumar concienzudamente, imbuidos de la honda laxitud nocturna. Anastasio y Fabián se acomodaron juntos y se durmieron acurrucados como dos perros debajo de sus ponchos. Antenor dormitó unos instantes y se levantó a rondar. De noche, por mucho que se abrigara, se le enfriaban los pies y no podía dormir. Una hora más tarde, Loreto Peñaloza, de espaldas al viento, continuaba plantado en el mismo sitio. Antenor llegose a él: —¿Cómo va el cuerpo? —Ya estoy aliviao, patrón. —¿Te sentó el vino? —Harto me ha hecho sudar. También he dormío. —¿Querís un chilcán6? —No se moleste, patrón. Velay, ya me bajo pa hacérmelo yo. —¡Vaya, hombre! Me alegro que ya estís mejor. Antenor Sánchez hacíase querer de sus peones porque, siendo superior a ellos, los trataba de igual a igual, con afecto de amigo. Lo respetaban porque era más hombre que todos ellos, y lo admiraban porque era capaz de acciones bellas y generosas. Toda su persona respiraba franqueza; sus grandes ojos negros expresaban perspicacia y lealtad. Era hidalgo de raza y gaucho por educación y por temperamento. Sin perder las cualidades de su casta, habíase asimilado todas las aptitudes físicas y espirituales del nativo. Y era sobrio como un indio, aguerrido como un indio, conocedor como un indio de las cosas del campo. Al otro día a media tarde la remesa llegó a Catua. Un peón quedó cuidando los toros en la vega, en tanto que Sánchez con los otros se adelantaron un trecho hasta la casa, la cual era tan rústica que apenas se diferenciaba, por el color y el aspecto, de los barrancos circunvecinos, y de estatura tan chata que el edificio parecía más bien hundirse que levantarse del suelo. Pero la arquitectura correspondía cabalmente a los rigores del clima. Levantábase la casa junto a un manantial de agua dulce y unos barrancos a pique la resguardaban de las nevadas y los vientos. Antenor entró en el patio haciendo cantar las espuelas. Densa humareda y un tufillo de churrasco salían por la puerta de la cocina. En medio del desamparo de la puna, después de caminar treinta leguas sin ver alma viviente, cómo reconforta el ánimo llegar a las vegas de Catua y ver a su sencilla y hospitalaria gente, mirar sus verdes y abundantes pastaderos, sus tolares, olorosos y, como flores vivas, alegrando la desnudez de los cerros, sus inquietas majadas de cabras multicolores. —¡A ver! —gritó Antenor, dando palmadas—. ¡Dónde está la gente! En esto abrióse una cribada puerta de cardón y apareció medio encorvada, bajo el dintel enano, la robusta figura del dueño de casa. —¡El "guatón"7 Calloja! —exclamó Antenor. —¡Velay, pues! ¡Aquí está Sanchecito! —¡Que tal, don Heriberto! Echose éste con zurdo ademán el poncho al pescuezo y avanzó riendo al encuentro del visitante. Y los dos amigos, trenzados en cordial abrazo, se sobaron los lomos enérgicamente a la manera gaucha. Luego entraron en el boliche, pieza en la que había, frente a la puerta única, un mostrador y una estantería de almacén. En los estantes habían riendas y frenos chilenos, sogas de lana, cortes de barracán, botas de arriero, medias y chulos de vicuña, latas de conservas y dulces, gruesas de fósforos, cajas de cigarrillos, un tambor de coca, una ristra de ajos y un blanco sombrero de ovejón para novia, adornado con un tul rosa de mosquitero. El suelo y los rincones estaban atestados de aperos, caronas, cueros salados y pieles de zorros y de vicuña. En las paredes terrosas veíanse pendiendo de unas estacas de palo, correones, cinchas, una guitarra y algunas pieles de "choschoris"8 y de chinchilla ordinaria. Y de todo aquel cúmulo de trastos limpios y sucios, nuevos y viejos, emanaba, con la sequedad, un olor mixto capaz de hacer cejar a cualquiera que no siendo arriero asomare las narices por el boliche. —Aquí se está bien —observó Antenor. —Es la pieza más abrigada de la casa. Calloja brindó con su huésped unos tragos de pisco de una botella que guardaba cuidadosamente oculta en cierto agujero de la pared. Mandó a su hijas que preparasen café, obsequió a los peones con achura fresca para asado y racionó a la mula de su amigo con un morral de maíz. La gente de Catua pasábase el invierno comiendo churrasco. Toro que caía por ahí cerca, de puna o de frío, quedaba para Calloja y la remesa seguía viaje. A trueque de tan valiosos cuanto obligados obsequios, el buen hombre prestaba a los remeseros sus servicios como baqueano. Muchos años hacía que se instalara en Catua, posta ineludible de viajeros, contrabandistas, cazadores y mineros, y como en aquellos tiempos la caza era abundante y no estaba prohibida, el negocio de Calloja comprendía ramos tan importantes como el comercio de pieles de vicuñas y chinchillas. Había realizado con tal fin devastadoras y lucrativas correrías, en las que aprendió a conocer la cordillera como a sus manos, en veinte leguas a la redonda. Predecía con certeza de augur los cambios de tiempo y solo él sabía hallar el rumbo de salida cuando la nieve, tapando las huellas, transformaba por completo los aspectos habituales del camino. A instancias de Calloja, Sánchez habíase acostado a dormir siesta en el aposento de aquél. Era oración cerrada, cuando Heriberto entró a despertarle para ofrecerle un asado. Trajeron una mesa y sobre ella colocaron una fuente de hierro enlozado en la que venían chirriando y oliendo bien un suculento pedazo de "visacara" y un troncho de costilla. Todo lo cual fue devorado con un picante a la moda de Tarija y asentado con dos o tres jarros de excelente vino tinto. Habiendo mandado Sánchez a sus peones que se alistasen para reanudar el viaje, Calloja quiso disuadirlo: —Quédese hasta mañana, don Antenor. —No voy a poder, compañero. El lunes tengo que estar en San Pedro de Atacama. —Pero… ¿qué, no ha divisao pa la cordillera? —El tiempo está lindo nomás. —Sí. Pero esta noche cambia la luna. El otro mes se nos viene encima y todavía no ha nevao. —Pasando pronto al otro lao de Lari, aunque nevara no importa. No es la primera vez que voy a trastornar la cordillera. —Ta güeno, entonces. Pero con "esa" no hay jugarse. Ya los peones pasaban con la tropa por frente a la casa y se oían el ajetreo de la marcha y los gritos: —¡Aióo…! ¡Ah, matrero, buscá la huella! —¡Arre, buey…! —¿Y el hosco? —preguntó Sánchez en alta voz, incorporándose a la tropa. —Estropeao venía —dijo una voz. —Se le ha cambiao callo y va bien nomás. —A la huella, huella… ¡Toroo! Y se adentraron de nuevo lentamente en el sombrío desierto, mientras en la altura infinita las estrellas temblaban como flores de nieve irisadas de luz. Caminaron toda la noche, con pocos descansos en el trayecto. Al rayar el alba sentaron real al pie de una cuesta, junto a un arroyo donde el ganado tenía agua buena y pasto en abundancia. Era en el cañadón de Huatiquina, profundo tajo entre cerros de arenisca roja que destacaban al alto cielo sus ásperos crestones de escoria grisácea. No lejos del arroyo, buscando abrigo en las oquedades de unas rocas, los hombres se habían echado a dormir sobre sus monturas. Andaban los novillos desparramados por los contornos. Rumiaban y dormitaban algunos apaciblemente recostados en tierra. Otros parecían gozar hundiendo las patas en los fangales escarchados. Dos torunos pesados y viejos mirábanse frente a frente con obstinada y muda terquedad. Un corpulento b buey chaqueño, plantado inmóvil en medio camino, levantó las babeantes fauces al viento y lanzó un balido largo, agudo, gemebundo: grito arisco y doliente en que el alma salvaje de la bestia lloraba la ausencia de la fértil pradera natal. Al fondo de la quebrada no llegaban todavía los rayos del sol, pero allá arriba los picachos enhiestos empezaban a teñirse de una intensa claridad anaranjada. Ya se oía a lo lejos el arrullo de los "quegües"9 acompasado y triste. Una hora después la remesa ascendía penosamente por la cuesta rumbo al "alto del polviadero". Iba deteniéndose en masa, a trechos cortos e iguales, envuelta en vaho cálido que exhalaban, al acezar como fuelles, los pulmones distendidos por la asfixia de la altura enorme. Ya no volverían a encontrar, en seis días de camino por tierras de Chile, ni una brizna de hierba, ni una gota de agua, ni un lugar de refugio. Les esperaba la desolación inerte de los yermos de piedra, el desamparo glacial de las cordilleras, en cuyas agrias cimas ni los cóndores se asientan. A mediodía se hallaban en el "losal de Lari ", el punto más elevado de la ruta, a una legua de altura sobre el mar. Una ráfaga de aire tibio los tomó de flanco. Luego sopló una ventolera fría del lado de Chile. Y los cuatro hombres sintieron de golpe que sus rudos corazones se achicaban. —Heriberto Calloja tenía razón —pensó Sánchez, divisando allá abajo, a inmensa distancia, una nube oscura que flotaba revuelta en jirones sobre la cumbre de un cerro. Las ráfagas se hicieron cada vez más fuertes y continuas. El huracán zumbó furiosamente en los peñascos, aventando la arena. En ciertos instantes su violencia fue tal que los arrieros apenas podían sostenerse sobre sus mulas. Las puntas de los ponchos flameantes estallaban al aire como latigazos. Las mulas se encogían y apagaban las orejas. Hostigada por el frío, cegada por los golpes de tierra, la novillada se arremolinó mugiendo, perdido el rumbo. —¡A la huella! —¡A la huella! —comenzaron a gritar los hombres, avanzando encorvados de cara al viento. Por el horizonte del oeste, erizado de conos volcánicos, fueron apareciendo poco a poco montones de nubes que gravitaban como el humo negro de una erupción gigantesca. Y era como si todos aquellos cráteres helados para siempre se hubieran puesto a rememorar, en mudo simulacro, el horror nunca visto de sus antiguas convulsiones. Al comenzar el descenso de Lari, Anastasio Cruz quedose esperando a Sánchez. —¿No le parece mejor que se volvamos? ¡Hay tiempo! Catua está cerca —gritole para hacerse oír. El indio tenía malos presentimientos, porque la noche anterior, al salir de Catua, un zorro se le cruzó por delante, de derecha a izquierda. —Yo tengo contrato y no me vuelvo —contestó Antenor—. Cuando uno se mete en el baile ¡hay que bailar! Anastasio bajó la cabeza, resignado. Picó la mula y fue a ocupar su puesto junto a la tropa. —Yo también tengo trato de palabra con don Antenor —pensó—. No hay más remedio que seguirlo. Como el frío arreciara, los hombres echaron mano de sus abrigos de reserva. Sustituyeron las botas con medias y rodilleras de punto, caláronse guantes y chulos de vicuña, envolviéronse el cuello con bufandas y se pusieron las antiparras de vidrio oscuro. Y después sobrevino lo que temían. Apenas alcanzaron a trastornar la cuesta, cuando el nublado los envolvió y empezó a nevar. Habiendo cesado el viento, ya no sentían tanto frío como en el alto. Un silencio inmenso, un reposo amenazante, una penumbra de sueño reinaron entonces en la Naturaleza, infundiéndose en aquella taciturna recua de almas que una voluntad audaz empujaba a través del hosco desierto. En adelante era preciso avanzar a toda costa, avanzar sin tregua, descansando lo menos posible, para salir cuanto antes de la cordillera. El nublado tapó todos los rumbos, el camino se borró bajo la nieve. Tuvieron que guiarse por las osamentas que en muchos años de tráfico habían ido amojonando el camino con su espanto grotesco. Veíanse, de pasada, montones de costillas y de vértebras, grandes huesos que los zorros habían roído, cornudas calaveras que aún guardaban en el cuero momificado del hocico la mueca torturada de una agonía solitaria, brutal. Caminaron así toda la tarde; caminaron así toda la noche, cruzando llanos, salvando cuestas, bordeando laderas, siempre bajo el mismo cendal de nieve silenciosa, sutil, continua, inacabable. Caminaron hasta el momento en que la cerrazón, cada vez más tupida, se anticipó a la noche del segundo día. La tropa al detenerse fue derritiendo la nieve con el calor de los cuerpos y quedó como encerrada en un corral fantástico. Ahora el trabajo era impedir que los animales se echaran. Tenían que moverlos a gritos y a guascazos. Sánchez recontó el ganado. A Dios gracias, no faltaba ninguno. —La mano es dura —pensó—; pero tal vez el tiempo despeje esta noche. Venía calado hasta el alma. Sentía los labios duros; las orejas, quemadas, le ardían; le dolían los dedos, de tener las riendas; a ratos movía los pies para sentirlos sobre los estribos. Encajado en el apero, encorvado, aterido, soñoliento, iba y venía, paso ante paso, por entre la tropa. De cuando en cuando tomaba de la caramañola un trago de vino para entonarse un poco. Cerró la noche y seguía nevando. Los hombres convinieron en que, por turno, mientras uno dormía, los otros habían de rondar. Descansaban y velaban sin pensar en apearse, y únicamente lo hacían cuando tocaba racionar a las mulas con un morral de maíz. ¡Quién se hubiera atrevido a caminar o tender el ensillado en el suelo! Un suelo penetrado de orines y de estiércol. —¡Toro!… —¡Toritoo! —gritaban "de un tesón" los rondadores. —¡Aquí ha caído uno! ¡Ayudenmé! —clamó la voz de Cruz. En medio de las tinieblas yacía tumbada una gran masa negra que se quejaba y resoplaba. Loreto acudió. Le dieron una soba con las chicoteras. Le buscaron la cola y se la retorcieron. Le picanearon las ancas con las espuelas. ¡No hubo caso! La pesada masa negra quedose por fin inmóvil, muda. La novillada, olfateando la muerte, comenzó a balar. Fueron al principio desgarradores alaridos: luego un clamor quejumbroso, apagado, constante. Todavía nevaba al amanecer del tercer día. Y todo aquel día nevó y en la noche de aquel día. Y el cuarto día amaneció nevando aún. La muralla de nieve ya era tan alta como un toro. Hombres y bestias lloraban. Éstas con un mugido lúgubre; los hombres con una que otra lágrima silenciosa, al recuerdo del hogar, allá muy lejos, en la tierra hermosa y benigna. Antenor Sánchez, mudo de abatimiento, sentía en su conciencia la responsabilidad de aquella aventura absurda. Veíase arruinado por su propia culpa. Habíase empeñado en seguir adelante, más por altiva testarudez que por necesidad, pues al fin y al cabo su contrato preveía en su favor las causas de retardo forzoso. ¿Por qué había desechado con tanta ligereza los pronósticos de Calloja? ¿Por qué éste habíale dejado arrostrar el temporal, sin insistir apenas? Sánchez conocía quizá mejor que el indio la cordillera. Habíala cruzado muchas veces, incluso en invierno; pero a decir verdad, con su optimismo de hombre blanco, nunca la hubiera creído tan brava. Ahora reconocía, aunque tarde, la implacable hostilidad de aquella Naturaleza con quien él habíase familiarizado hasta perder todo recelo. Y recordó las palabras de Calloja: "No hay que jugarse con la cordillera". Consideró la triste situación de los peones, estos seres pasivos y leales en cuyas rudas almas el sufrimiento era un hábito heroico. Ellos no le dijeron ni una palabra de queja, pero Sánchez les había visto en diversos momentos ocultar su aflicción y sacudirse sollozando en silencio. Loreto le inspiraba, más que los otros, una profunda lástima. Como el pobre muchacho venía enfermo, había tenido que prestarle un poncho y en dos ocasiones racionarle la mula para que no pisara el suelo mojado. Esto pensaba cuando fijó su atención en un toro. Le vio los ijares hundidos, las ancas estragadas, el espinazo en arco. El cogote filoso, enclenque, habíase curvado en una contracción tan violenta, que los cuernos tocaban casi el lomo. Mostraba los dientes con la boca abierta, con las narices arremangadas, la lengua rígida, los ojos vueltos al cielo. El pobre animal se tambaleó sobre las patas y cayendo de rodillas se volcó a un costado con un quejido, desfalleciente, profundo. Con éste, iban cinco. Los peones continuaban moviendo a la tropa. Si algún novillo se echaba lo dejaban descansar un poco y lo obligaban pronto a levantarse. A eso de las doce la atmósfera pareció despertar de su sombrío letargo y unos ligeros y helados soplos de brisa comenzaron a reanimar el aire inerte. Poco a poco disminuyó la nieve y no tardó en cesar. Las nubes, enrarecidas, se soliviaron por encima de los cerros, y una clara vislumbre de resolana iluminó la vasta extensión de los páramos abiertos. Los novillos empezaron a mugir con toda la fuerza de sus pulmones, como en los rodeos, cuando mugen y esperan que algún eco lejano les responda. Las mulas, llenas de impaciencia, rebuznaban y tascaban nerviosamente el freno. — Esto es laguna Lejía —dijo Cruz—. Allá está el volcán. ¡Vea, patrón! —Y señaló la escueta mole de ásperas escarpas. Vieron que se hallaban a la orilla misma de la laguna, en un bajío donde la nieve, al caer en suelo parejo, había alcanzado mayor espesor que en las laderas. Sobre la blancura de las nubes y de los montes, resaltaban las líneas de las cumbres sinuosas y negras. —Aquélla es la cuesta —exclamó Antenor, acabando de orientarse—. Allá está la "apacheta"10. Por aquel filo hay salida. —Por ahí va el camino. Pero de aquí… ¿cómo vamos a sacar la tropa? Antenor calculó la distancia que los separaba de la cuesta, que no sería más de diez cuadras, y se le ocurrió un medio: —No hay más que abrir un callejón, quitando la nieve con las caronas. Así la tropa se salvaría… Pero ustedes, por mi culpa, han corrido peligro de dejar aquí los huesos. Yo no puedo exigirles más. Ahora puede empezar a correr viento y en tal caso el peligro sería mayor. Si quieren dejar la tropa, la dejemos y nos salvemos nosotros… Los hombres lo escucharon atentamente. Meditaron un rato, hasta que Anastasio Cruz habló: —Patrón Antenor, usted también ha padecido a la par de nosotros… ¿Cómo cree que vamos a dejarle la tropa botada aquí? Hagamos otro esfuerzo. Por mi parte, yo estoy a lo que usté ordene. —A lo que usté ordene, patrón —afirmaron los otros. —Gracias. En estas ocasiones se prueban los hombres y si son amigos o no son amigos —respondió Antenor—; ¡gracias! No perdamos más tiempo entonces. ¡A desensillar! Y se entregaron a la ardua tarea, desplegando una actividad premiosa, febril. Con las caronas de cuero hicieron palas y empezaron a cavar en la nieve una zanja en línea recta a la cuesta. No sentían la fatiga de la puna, ni el frío cada vez más penetrante. Toda la tarde trabajaron con un ahínco tenaz, desesperado, hasta llegar al pie de la cuesta, donde encontraron en suelo firme la salida que habían previsto. Regresaron al lugar en que la tropa permanecía acorralada, ensillaron las mulas y comenzaron a arrear. Los toros más huelladores puntearon por la zanja; los demás a fuerza de azotes los siguieron. La remesa se salvaba. Pero ya la noche se les venía encima y el cierzo helado de las primeras horas había ido por grados adquiriendo impulsos de ventarrón. De repente oyeron a gran distancia el fragor tremendo de los aludes que se despeñaban. —¡El viento blanco! —¡El viento blanco! —clamaron los hombres. Y vieron que el huracán desnudaba las rocas y que la inmensa sábana blanca se revolvía ondulante, proyectando al espacio raudos jirones de nieve pulverizada que corrían por las laderas, en la penumbra, como legiones de fantasmas enloquecidos. —La ráfaga llegó, cerráronse los bordes de la zanja y la remesa íntegra desapareció de golpe bajo la nieve. En medio de aquel turbión infernalmente blanco, aquí y allá sobresalían como puntos negros los hocicos de los toros. Y se apagaron sin eco su mugidos de zozobra y en sus oscuras pupilas dilatadas por el espanto, se reflejó la luz de las estrellas innumerables. Antenor Sánchez que, como siempre, habíase quedado a retaguardia, fue el último en llegar a un altozano donde los otros ya lo aguardaban, al pie de la cuesta. Los halló como él cubiertos de nieve. Estaban mudos, quietos, anonadados. Daban diente con diente y apenas tenían ánimo para resguardar del viento, con el ala del chambergo, sus caras hinchadas por la quemadura. —¡A componer las cinchas! —ordenó. Maquinalmente, descabalgaron. —Patrón, yo tengo mucho frío —dijo Loreto con voz aniñada. —Espérate, ya voy yo —le respondió Sánchez. Apenas podía moverse, entumecido. Sentía dolores atroces en los dedos de las manos y en los pies. Cuando acabó de cinchar volviose hacia el muchacho, y lo vio en el suelo, sentado en cuclillas, chiquitito, hecho un atado: —¡Loreto! Pero Loreto ni respondió, ni se movió. —¡Vengan!, le demos friegas con nieve gritó Antenor. Se le allegó, quitole el chulo de un tirón; le palpó las mejillas; lo miró en los ojos—. No hay caso —dijo—; ya ha pasao… ¡está muerto! No podían perder tiempo. Le quitaron los ponchos, lo acostaron en sus jergones, le cruzaron las manos sobre el pecho, y la ventisca glacial cubrió su cuerpo como un sudario. Y los tres hombres siguieron viaje, luchando mano a mano con la muerte, aturdidos por el azote que les helaba la sangre, compelidos por la necesidad instintiva de vivir. El viento blanco y otros cuentos - Eudeba - Buenos Aires - 1971 1 Pasto de las punas. 2 Color de mula negra. 3 Arbusto que crece en las laderas de las montañas. 4 Leña del desierto andino. 5 (De acullis). Bolo de coca, que se mantiene en la cavidad bucal. 6 Harina de maíz cocida en agua caliente (voz quichua). 7 Barrigón. Se usa en Salta y Chile. 8 Ratón de piel fina y muy apreciada. 9 Paloma de los Andes. 10 Montón artificial de piedras.