domingo, 29 de marzo de 2020

“Algunas cartas de Plinio el Joven ya son poemas en sí mismos”


José Ioskyn: “Algunas cartas de Plinio el Joven ya son poemas en sí mismos”

Entrevista realizada por Rolando Revagliatti


José Ioskyn nació el 20 de agosto de 1962 en la ciudad de La Plata (donde reside, alternando con la ciudad de Buenos Aires), la Argentina. Es Licenciado en Psicología (1991) por la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de La Plata. Artículos suyos de psicoanálisis han sido publicados en medios digitales, tales como la revista de psicoanálisis y filosofía Consecuencias, de la Escuela de la Orientación Lacaniana, la revista de la NEL de México, el blog Liter-a-tulia de España, y Acheronta, de su país. Asimismo, un artículo suyo integra el volumen colectivo “Las fórmulas del deseo” (Editorial Tres Haches). Fue incluido en la antología de ensayos “Viel Temperley” (Ediciones del Dock, 2017) y en la de cuentos “Textos 1” (La Comuna Ediciones, 2017). Publicó los libros “El mundo después” (cuatro cuentos largos, Editorial Paradiso, 2013); “Literatura y vacío. Psicoanálisis, escritura, escritores” (ensayo, Editorial Letra Viva, 2014); “Nunca vi el mar” (poesía, Editorial Huesos de Jibia, 2014), “Acerca de un imperio” (poesía, Ediciones del Dock, 2016); “Manual de jardinería” (novela, Editorial Barnacle, 2016), “Un lugar inalcanzable” (novela, Editorial Griselda García, 2018).                                                                                                                      



          1 — ¿Sos de acordarte de tus primeros años…?

          JI — Soy de esas personas que tienen cierto grado de intimidad con su infancia. Tengo recuerdos nítidos. Como si más allá de esos recuerdos no hubiera grandes secretos por descubrir. Me asombra cuando alguien dice que no se acuerda casi nada de sus primeros años. Sin embargo, esa claridad de mis recuerdos son los picos, momentos recortados por su carga afectiva. Pero de las grandes mesetas que son la vida cotidiana yo tampoco me acuerdo nada. En esa medianía de lo cotidiano estaría la tonalidad del conjunto.
          Mi familia funcionó como protección frente a todo lo que pasaba afuera de la casa. Ese cuadro es constante. Por supuesto estaba la escuela, los parientes, los vecinos; y todo el circuito de una infancia burguesa donde los chicos salen para aprender un montón de cosas innecesarias. En casa se hablaba constantemente del afuera y casi nada de nosotros. La mesa familiar era un discurrir diario sobre lo que les había pasado durante el día a los mayores. Los adultos eran los protagonistas. La televisión estaba prohibida en la cena. En cambio, se proyectaba esta serie diaria, donde aparecían los mismos personajes: el entorno de mis padres. Cuando entraba un personaje nuevo estaba en relación con los personajes ya conocidos y aumentaban la potencia de la trama general. Era una narración muy eficaz, ya que todavía me alimento de esos personajes que no eran en realidad personas, no podían ser gente de verdad como nosotros, sino una especie de actores que trabajaban sin parar. Me acuerdo perfectamente de los nombres y las anécdotas. Lo que palpaba era el tono de burla, de ironía, sobre esa obrita llamada sociedad. Los otros. La ironía a veces se torcía y apuntaba hacia adentro. Entonces aprendí a esconder lo que pensaba. Escondía lo que pensaba y sentía, y si bien había muchos gestos de cariño me sentía expuesto. Pero al mismo tiempo fui muy mimado por mi familia, mis padres y mis abuelas. Esa ambigüedad fue formativa, o deformativa. Cuando la sensación de estar adentro de la familia pasó, dejé de ser un chico. Fue así, como abrupto. Mi mamá me empezó a decir “el extranjero”. Estoy tratando de ver la infancia como la narración de los otros, tomando ese aspecto repetitivo del que tomé plena conciencia mucho más tarde. Cuando la infancia terminó, lo único que quería era salir de ese relato.


          2 —Y fuiste saliendo de ese relato.

          JI — Escribí un cuento, inédito, sobre el momento bisagra, el del fin del romance con los padres y la vida que ellos proponían, cuando de repente se me hizo evidente la presión de tener que ser un hombre, sin saber que era eso exactamente. Ahora lo veo ridículo. Por supuesto, este es el costado patético de la cosa. Después vino otra cosa. Me acuerdo de escenas en que no sabía muy bien qué estaba haciendo, pero iba, un poco ciego. Tenía períodos en los que no me importaba casi nada. No era alcanzable. Hubo pelo largo, la gran aventura de años setenta a mi alrededor, una secundaria en los años de la dictadura y rebeldías contra todo. Música, lectura, cine, noches y noches. Mi ciudad era, y sigue siendo, universitaria, hippie, rockera, militante. Medianamente culta y provinciana a la vez. Limitada y también pretenciosa. En un clima social tan pesado, andaba a cualquier hora con amigos por la calle. Ahora lo veo muy extraño a eso de andar tan suelto en aquel momento. Escuchabas los tiroteos, escuchabas que tal o cual había sido llevado por la cana. “Si escuchan balas tírense al piso”, me dijeron en algún momento. En tu ciudad, a los trece años iba con un primo por la calle cuando dos tipos en un Falcon nos subieron al auto, nos pegaron, amenazaron y nos dejaron atrás de la Facultad de Derecho, alertándonos que iban a volver para tirarnos al río. Era el año 75 o 76. Pero realmente no me importó mucho, porque sentía que me estaban pasando cosas, a mí, por primera vez. Estaba suelto por el mundo, fuera de la familia y sus reglas. Había maneras de esquivar un poco un país militarizado. Creo que lo pude hacer sin tanto riesgo porque en realidad era un chico de trece años, un poco más. Me acuerdo por ejemplo de un casamiento en una quinta, los novios caminando por una alfombra larga y angosta en el pasto, la alfombra pasaba debajo de arcos con flores. En una carpa tocaba una banda de rock. Suspendieron las clases en el colegio por una bomba que explotó en la puerta y la destrozó. Me pasaba días escuchando música o leyendo. Cuando salía podía pasar que me subieran a un micro de la policía, una razzia callejera. Podía —y me pasó—  terminar la noche en una comisaría.
          A esa edad manda el cuerpo. Las emociones manejando las situaciones, las hormonas y la ambición de autoafirmarse, aunque no sea más que una mentira. En fin. Cuando terminó mi secundaria y volvió la democracia me di cuenta que culturalmente estábamos fuera del mundo.


          3 — ¿Y cuando ahora observás el transcurrir de otros por la adolescencia?

          JI — Cuando ahora veo a otros pasar por su adolescencia, o saliendo a la vida, me veo a mí mismo en retrospectiva con más empatía y complicidad. Fui uno más que se refugiaba de los demás al tiempo que los necesitaba. El equilibrio era difícil. Al final, uno es un misterio al que hay que tratar bien. Pero la primera juventud, contrariamente a la infancia, no se va del todo. No puedo hablar del que era a los quince como si fuera otro. Sigo siendo ese. Hay continuidad. Pero el chico que fui termina siendo un extraño que, sin embargo, vive en uno. Pero no me reconozco, no soy ese. Lo tengo que deducir. ¿Soy ese, el de las anécdotas familiares? Cuando hablaban de mi infancia hablaban de otro. Pero no de mí. Hablaban del hijo que tuvieron alguna vez. Los padres no se cansan nunca de contar lo mismo, y me pasó igual cuando fui padre, porque la infancia de los hijos es un idilio apasionante. Para bien o para mal, es así.


          4 — Ioskyn. Poco común tu apellido por estos lares.

          JI — Sí, no hay muchos, y están todos por La Plata. Mis hijos, por ejemplo: Justina, de veinticinco años, y Pedro, de diecinueve. Mi papá —abogado— era hijo de inmigrantes rusos; también mi mamá —docente— era descendiente de rusos. Es decir, cuatro abuelos rusos o hijos de rusos. Acá, cuando pasaban por migraciones, como se sabe, te ponían la grafía que se les ocurría o la que escuchaba el oficial de Inmigración, de modo que hay algunas variantes, pocas sí, de mi apellido. Mis parientes rusos o ucranianos son Oskin. ¿Cuál es el verdadero? Una prima consiguió una genealogía del apellido a partir del siglo 16. Pero por el lado de mi mamá se contaba que venían de una zona de Rusia lindante con China o Mongolia, y siempre se habló de una foto en las que las mujeres tenían el pelo atado con palitos, a la usanza china. Así que el origen es un poco remoto, como un punto de fuga. Al final hay que hacerse a la idea de que el origen se escapa, no se puede alcanzar.


          5 — Rockero, dijiste. Y podías pasar varios días escuchando discos. ¿Tenés formación académica?

          JI — En música clásica en el Conservatorio de Música Gilardo Gilardi, fundado por Alberto Ginastera. También tocaba la batería en una banda de rock. En el conservatorio me formé en percusión, algo que todavía suena raro. Siempre estoy acompañado de música, la que sea, rock, sinfónica, ópera, o lo que me vaya gustando. La música te puede acompañar siempre, ni siquiera es necesario un soporte físico, puede sonar en tu cabeza, aunque no quieras. A veces se nos impone una melodía boba que odiamos. Pero está ahí y no se va.


          6 — Siendo clase ‘62, acaso hayas tenido que hacer el servicio militar más o menos cuando lo de la Guerra de las Malvinas.

          JI — Lo hice. En Granaderos. Estuve a pocas horas de ir a Malvinas. No me imagino ahora entregar a un hijo de dieciocho años para ir a la guerra. Pero en ese momento había una locura colectiva, una aceptación demente de la situación. Andaba por la calle con el uniforme, sentía la lástima de los civiles, o el entusiasmo loco por esa guerra maldita. En las casas de comida me regalaban morfi. Fui a rendir una materia, me acusaron de querer sacar provecho del uniforme (era cierto), en fin, toda una confusión. Tal vez todo ese delirio fue solamente una excusa para que Rodolfo Fogwill escribiera “Los pichiciegos”. Pero pasó, lamentablemente pasó de verdad.
          Una tarde me dejaron salir con la condición de no irme a más de una hora de distancia. A las tres de la tarde llamaron a mi casa, tenía que volver urgente, íbamos a Malvinas. Mi mamá fue a comprar calzoncillos largos, para protegerme del frío austral. Fuimos a cenar, por lo que llegué al regimiento a eso de las tres de la mañana. Pero no había nadie. Sorpresa. Casi ninguno de mis compañeros había vuelto. Parece que lo mismo pasó en todo el regimiento. Alguien pensó que sería buena idea mandar a los nuevos, los que habían entrado hacía unos días. Chicos sin instrucción militar. No volvieron nunca.


          7 — He sabido que antes de decidirte por la Carrera de Psicología, primero en línea con la profesión de tu padre, estudiaste en la Facultad de Derecho, y luego probaste durante un tiempo en la Carrera de Filosofía.

          JI — Esta es una ciudad universitaria. La clase media va a la facultad casi siempre. Dicen que la vocación es como el enamoramiento, y a la edad en la que empecé a estudiar era demasiado chico. No sabía qué es lo que quería hacer. Estuve en las carreras que dijiste, hasta que me di cuenta de que el psicoanálisis me interesaba mucho. Pensé que había encontrado una especie de filosofía que curaba a las personas. Eso me entusiasmó, aunque por supuesto me equivoqué de plano. Ni es una filosofía ni es una medicina. Es algo diferente. Pero esa idea me sirvió para terminar la carrera de un tirón y ponerme a trabajar y tratar de formarme como analista. De las carreras no me acuerdo casi nada.
          Algunos recuerdos sueltos de esa época: una chica daba una materia en Derecho. Yo miraba sentado en la primera fila. La chica hablaba bajito para que no la escuchen, pero no se entendía, porque lloraba. También me acuerdo de ir saliendo disimuladamente del edificio de la facultad, escapando de un final del que no me sentía seguro. En Filosofía fumaban marihuana en la terraza o directamente en clase. Me acuerdo de un profesor de Lógica, un genio, que sin que viniera a cuento se puso a leer a Sófocles en griego. A medida que leía iba traduciendo al castellano. O sea, una genialidad traducir sobre la marcha del griego antiguo. Y así, ese tipo de cosas, algunas sorprendentes. Pero en general la universidad me resultó anodina, no muy interesante. Un mandato sin sustancia.


          8 — Y por esos años, ¿trabajabas?

          JI — Desde 1986. Trabajé mucho, sí. Fui perito psicólogo del Poder Judicial de la Provincia de Buenos Aires. La oficina se llamaba Curaduría Oficial de Alienados. Un nombre medieval, ¿no? Veía a pacientes sin familiares que se pudieran hacer cargo. Un abandono absoluto. Pacientes crónicos, muy deteriorados, sin futuro.
          Siendo estudiante dirigí los primeros dispositivos públicos de externación de la provincia. Fue a iniciativa de un jefe muy animado. Empezamos con una Casa de Pre Alta, donde iban a vivir pacientes mujeres que sacábamos de los hospitales psiquiátricos. Iban a ese lugar donde vivían en grupo. Monitoreábamos todo el proceso, con un equipo. Después hicimos algo que se llamó Casas de Convivencia, lugares a los que las pacientes ya vivían solas. Era la última etapa de la externación.
          Creamos también un Centro de Día. Funcionaba para juntar a todos los pacientes que circulaban por la ciudad en distintas etapas de su salida. Había talleres, grupos de distintas actividades (laborales, de discusión o de capacitación en alguna tarea). Casi ninguno de los que trabajaron como coordinadores, acompañantes terapéuticos, etc., tenía formación. Había estudiantes de psicología, un tallerista, alguna que otra trabajadora social. Yo mismo sin ir más lejos, no era ningún experto. Lo cuento medio en detalle porque esto no es conocido, pero fue la primera experiencia de esa clase. Un poco inconscientes también. Te lo cuento también por eso, porque esto no se sabe, no se enseña, no se tiene registro, y fuimos pioneros casi sin querer, y sin saber bien lo que estábamos haciendo.


          9 — En un reciente mail me decías que estabas abocado a traducir poemas de una autora brasileña. ¿Es tu primera incursión en esa tarea o has traducido ya a otros poetas?

          JI — Estuve traduciendo una selección de textos de Adélia Prado. La Editorial Griselda García prevé la publicación de un volumen para el año próximo. Antes había intentado otras traducciones, del portugués o del inglés, pero fueron cosas sueltas. Lo de Adélia me lo pidieron, es decir, me puse a full desde el principio, me organicé, le dediqué mucho tiempo, me apasioné, y ahora ya está lista, esta semana quedó terminada, fue casi un año entero de trabajo. Adélia es genial, mística, coloquial, carnal. Pero su poesía está llena de dificultades. Ella dice que el poema le viene dado, pero parece muy trabajada su poesía, y está plagada de expresiones que no llegan a entender ni siquiera los hablantes nativos con los que consulté. De todos modos, me sirvió para sentir la traducción, la pasión que implica, tan diferente que la de leer o escribir. Lo terminé viviendo como una reescritura, una versión lo más afinada posible del ritmo y la melodía de otro. Te terminás metiendo en el estilo de un autor de una manera única, palabra a palabra. Tal vez debiéramos hacer eso con todos los autores que amamos.


          10 — ¿Cuáles serían, digamos, las líneas básicas de tu poesía?

          JI — Sencillez, ritmo, precisión. Trato de llegar al sentimiento y la lucidez de algo que viene no sé de donde. No sé si lo logro. Es más una intención.


          11 — En un reportaje que Julio Carreras (h) le realizara a Mempo Giardinelli, publicado en el nº 7 (1991) de la santiagueña revista “Quipu de Cultura”, el entrevistado manifiesta que un escritor tiene más bien deudas no tanto con otros autores, sino con determinados libros. Y que cabría distinguir a los escritores que a uno le gustan, de aquellos a los que se admira y de aquellos que lo han influenciado. ¿Acordás, sí, no, hasta dónde?

          JI — No sé si acuerdo. Cuando me gusta un estilo o un autor es algo más tipo amoroso, algo como te decía antes, de descubrimiento y enamoramiento. Me vuelvo a reconciliar con toda la literatura a través de un autor. Ese. Trato de leer todo lo que pueda de su obra. Si admirás a James Joyce, por ejemplo, pero no te llega, tampoco te va a influenciar. Creo que uno ama a ciertos autores, a veces te acompañan un tiempo, otros toda la vida, se convierten en una especie de amigos, consejeros, es algo íntimo a pesar de tratarse de libros publicados que han pasado por la mano de editores, lectores, libreros, etc. La relación es de intimidad, casi de cuerpo. 


          12 — ¿Suerte perra, meter el perro, solo como un perro, llevar una vida de perros, hacer una perrada, estar con un humor de perros, echar como a un perro o tratar a cara de perro?

          JI — A otro perro con ese hueso.


          13 — ¿Podrías definir los procedimientos narrativos que utilizás?

          JI — Hay ideas o argumentos que perduran durante años, a veces van cambiando, pero empiezo a escribir cuando tengo escenas concretas, y, sobre todo, una voz encarnada y concreta. Es decir, cuando establezco un contacto casi físico con lo que voy a escribir, si no no me sirve, si empiezo algo sin sentirlo, a las pocas páginas se frena. Tiene que aparecer todo un mundo ficticio que pueda dispararse en varias direcciones sin mi ayuda, sin mi empuje, debe ir casi solo para adelante. Ejemplo: el libro “Acerca de un imperio”, donde concebí una poesía que recrea el mundo antiguo, latino y griego, me surgió después de cierto lapso de recopilar literatura de la época, sobre todo cartas, libros de historiadores antiguos, filosofía, etc. Fui entrando en ese mundo, tan distinto al nuestro y a la vez reconocible, como si uno advirtiera algunas marcas de familia, pero a la vez un poco extranjera. Lo inicié al irme durante unos días a la costa, fue una temporada solitaria, y el libro vino solo: me hacía el almuerzo y venían cosas ya hechas, como dictadas, estaba durmiendo y me despertaba un poema ya listo. Era un poco una tortura, porque quería descansar, estaba de vacaciones, y el personaje romano que yo fui por entonces no me dejaba en paz. Por suerte, no demoré en escribirlo, por lo cual mantiene una voz homogénea. Fue una felicidad hacerlo, una inspiración (esa palabra está tan demodé que ya se puede volver a usar) y al mismo tiempo un juego con mi propia identidad.


          14 — En su libro “Rebeldes exquisitos” (Inteatro, editorial del Instituto Nacional del Teatro, Buenos Aires, 2009), José Tcherkaski adujo que Alberto Ure (1940-2017) “representa lo más importante que ocurrió en mi vida como periodista y autor. Me partió el cerebro a pedazos y gracias a él empecé a barajar de nuevo”. ¿De alguien dirías que influyó en vos, en algún orden, de una manera similar?

          JI — A ver, creo que el teatro tiene esa cosa de maestros y discípulos, un poco esa es también mi experiencia como psicoanalista. En psicoanálisis pasa eso, seguís a un maestro que te va enseñando a leer los textos y la clínica de una manera sólida, tal vez como en la edad media o en la antigüedad griega. Es algo propio de ciertos ambientes. A mí me pasó con el psicoanálisis, aprendí con una especie de maestro durante muchos años. Me enseñó a entender la clínica y la teoría, y después de eso puedo ver a la práctica del psicoanálisis como un mundo al que si no me lo explicaban y enseñaban no iba entrar nunca del todo. Es una relación rarísima la de ser discípulo, no es de esta época, pero entiendo que en algunos ámbitos es necesaria y también reconfortante. En literatura no sé cómo es, porque no hice talleres, no tuve esa experiencia.


          15 — ¿Cuál es tu primer recuerdo de una librería? ¿Y de una biblioteca?

          JI — Qué bueno eso. Seguramente no fue la primera librería, pero sí la primera a la que entré solo. Un verano en Mar del Plata, yo tendría doce años, encontré plata en la calle. Lo primero que se me ocurrió fue entrar a una librería. Compré “Las tumbas”, de Enrique Medina, para gran escándalo de mis padres, por gastar plata que no era mía, y por comprar ese libro escandaloso. Biblioteca, primera, la de mi casa, con esos tomos de Aguilar con tapa de cuero y papel arroz o biblia, un papel finito al que había que tratar con cuidado y usando los dedos y algo de saliva. En esa colección estaban las obras completas de grandes escritores. Clásicos. Y también leía los libros que apilaba mi mamá, más contemporáneos. Ella era muy lectora. Fue una mujer culta, con mucho buen gusto. De los de Aguilar me gustaba el de Shakespeare, supongo que porque no entendía nada, tal vez porque era teatro y tiene ese lenguaje arcaico que contribuía a la incomprensión. Hace poco escuché a alguien decir que el placer que genera leer algo que no se entiende es una cosa infantil. Aunque no creo que el enigma sea signo de inmadurez, sino algo humano que algunos sentimos más. Me acuerdo que la bibliotecaria de la escuela primaria vino al aula, nos habló de la importancia de la lectura, preguntó si leíamos. Yo dije que estaba leyendo esos tomos, seguramente aproveché para darme corte ante los demás, pero la buena mujer me desautorizó, me salió el tiro por la culata, dijo que no estaba bien leer eso, que había libros específicos para cada edad. Literatura infantil.


          16 — ¿De quienes te animarías a afirmar que en el campo de la ensayística, aprendiste?

          JI — No sé. La verdad, no sé eso. Siempre estuve cerca del pensamiento racional, transmisible. Me gusta la transmisión entendible, lisa. Como dijo alguien, lo complejo tiene que ser la idea, no el estilo. En ese sentido el siglo veinte fue muy confuso, cierto barroquismo y la moda de lo abstruso fueron bastante nefastos para el pensamiento. De lo que me gusta, me viene a la cabeza Freud, que expuso sus ideas de una manera muy clara, casi escolar, en forma de diálogos consigo mismo o de réplicas, o en desarrollos bastante simples en su forma. Me gusta también Elias Canetti, que tiene un estilo potente y muy claro también. Aunque escribí un solo libro de ensayo, el formato se me da bien; antes de ese libro había redactado bastantes artículos y me complace esa manera de exponer razonamientos; hay distintas técnicas, y considero que fui aprendiendo un poco por mí mismo, al principio tratando de que un artículo fuera como un razonamiento: saliendo desde aquí llego hasta allá, fundamentando cada paso como si fuera un silogismo. Aunque un ensayo puede ser de estilo narrativo como una novela, incluyendo a un narrador en primera persona, y tener también momentos líricos. Hay distintos métodos, desde luego, y el ensayo se ha vuelto tan interesante, ya que mezcla ahora distintos formatos: la narrativa, el libro de viajes, el cuento, la poesía, la autoficción. Es increíble lo que ha sucedido en los últimos años con este género. La transbiografía, por ejemplo. La renuncia a la verdad absoluta. La filosofía como epigrama, algo breve y contundente. Es el género más creativo y tal vez el que llega más al público actual, es consonante con nuestra sensibilidad.


          17 — Cuatro cuentos extensos conforman tu único libro de narrativa breve: “El mundo después”. Y el cuentista Ioskyn después…, ¿escribió otros?... Y, de paso, ¿qué estás escribiendo ahora?

          JI — En realidad, para mí “El mundo después” eran cuatro nouvelles, pero el editor consideró que eran cuentos. Fue una sorpresa para mí cuando vi el libro publicado y constaté que eran cuentos. Me desilusionó no ser novelista. Después aprendí que la extensión no es importante, y la denominación del género, menos todavía.
          Tengo tres libros inéditos, dos de poesía y uno de relatos. Uno de los de poesía es sobre la revolución rusa, y me demandó bastante lectura de época, como el de la antigüedad clásica, pero esta vez en Rusia. Volví a la diversión apasionada de leer correspondencia, y diarios de intelectuales que visitaron Rusia en esa época. El de relatos se llama “Cómo hacerse hombre”, tal vez salga el año que viene; es una especie de retrato un poco demasiado naturalista para mi estilo, de la época en que me fui a vivir la mitad de la semana a tu ciudad. El tema ronda lo que ya dice el título, la cuestión de ser un hombre, cómo serlo, es algo que en este momento de la historia y de la sociedad no está tan claro, ya que el empuje del feminismo deconstruye el lugar del hombre hasta tocar su esencia. ¿Quién sabe ahora con exactitud lo que es ser un hombre? De todas maneras, mis temas no los elijo por interés intelectual, tiene que aparecer algo de una manera inevitable, sentida y tal vez enigmática para que me ponga a escribir. Algo que me moleste e incentive lo suficiente.
          Ahora mismo, me preguntabas, estoy escribiendo algo en la onda de “Un lugar inalcanzable”, el último: fragmentario, tratando de ir a fondo, enfocando percepciones mínimas, que todos tenemos, pero a las que no les damos entidad. Dejamos pasar cosas de una riqueza muy grande en nuestro sentir diario. Ese es mi campo en este momento, lo mínimo, poner la lupa ahí y viajar hacia dentro de algo que advierto como al pasar, detener la acción y ver adonde lleva. Me sorprendo a mí mismo cuando la acción del mundo se detiene. En lo intrascendente está el mundo. Algo así.


          18 — ¿Sería factible que nos expliques cómo está armada, construida tu novela “Manual de jardinería”? ¿En qué aspectos difiere de la última y que acabás de nombrar, la titulada a partir de una cita de Walter Benjamin, “Un lugar inalcanzable”?

          JI — Sí, claro. En realidad, tienen una base en común, que es el formato del diario personal. Me gusta leer diarios y correspondencias, esas formas menores de la literatura, o subliteratura, que consiguen una gran efectividad y verosimilitud. Como sabrás, hay escritores que solo se desarrollaron en ese formato, como Madame de Sevigné. En “Acerca de un imperio” recurrí a la correspondencia de Plinio el Joven, algunas de esas cartas ya son poemas en sí mismos, tal vez sin consciencia de serlo, o tal vez sí, no sé qué habría en la mente del autor. Nuestro Adolfo Bioy Casares se despliega mejor en sus diarios y cartas que en el resto de su obra, bueno, esa es mi impresión. Ese es mi gusto.
          En cuanto al “Manual de jardinería”, empezó con anotaciones de charlas que iba teniendo con dos amigas. En algún momento me encontré con que hablábamos de cosas que iban más allá de la conversación común, y a mí siempre me interesó la sensibilidad femenina, la manera que las mujeres tienen de sentir los temas, sobre todo los emocionales, amorosos, o de la vida en general. Son más cuidadosas, tiernas, compasivas, es una dimensión que me atrae y que en parte es la mía. Así que empecé a anotar las conversaciones en un archivo, sin saber qué iba a pasar con eso. Transcribía porque me agradaba. Parecía un diario, o un simple registro, que quedó así por algún tiempo. Después, con eso hice un cuento, pero alguien que lo leyó pescó que la voz del narrador daba para una extensión más larga, de modo que lo estiré y quedó una novela corta. Lo único que hice fue introducir un narrador en primera persona, masculino, que interactúa con las dos mujeres.
          “Un lugar inalcanzable” es más fragmentaria, solamente se puede tomar como una novela si uno es benévolo con el texto. Tanto el “Manual…” como “Un lugar…”, portan la intención de obtener un verosímil fuerte; en el “Manual de jardinería” a través del sexo, en “Un lugar inalcanzable” a través del sueño. Lo que hice en “Un lugar…” fue transcribir sueños propios como si fueran la realidad, con lo cual se disloca el realismo. Necesitamos pensar variantes nuevas al realismo sin caer en una cosa demasiado loca.


          19 — En una frase o diez: ¿nos armarías tu retrato de ese poeta del que concebiste tu ensayo “Héctor Viel Temperley, un místico de nuestro tiempo”?

          JI — Viel es un fenómeno, tal vez el último fenómeno de la poesía argentina. Es quien más ha vendido en cantidad, según escuché. Es un fenómeno post mortem ya que en vida Viel era conocido en un círculo reducido. Parece una cosa eterna de nuestra literatura la de existir primero en los márgenes. En algunos casos como el de Viel, otros escritores lo atesoran como un prodigio y lo hacen circular. En un principio inferí que el atractivo de Viel era su misticismo, un misticismo tal vez fuera de tiempo ya que no es algo contemporáneo lanzarse a esas experiencias radicales, fuera del mundo. Pero ahora no lo veo así, sino que acaso su catolicismo podría haberle jugado en contra, sobre todo para la clase biempensante que es anti iglesia. O que cree que debe serlo. Ahora me inclino más a pensar que las experiencias de comunión o de disolución de Viel han influido en su poesía quebrando la sintaxis, y así liberando la semántica, logrando que el texto se mueva hacia otro terreno, hacia un lugar un poco inestable para la poesía convencional. Los fragmentos que brillan, por ejemplo “Hospital Británico”, “larga esquina de verano”, etc., repetidos cada tanto, empiezan a tomar un sentido extranjero, raro, como de slogan o mantra. Si el mismo fragmento estuviera en un verso una sola vez, al pasar, no tendría ese efecto. Ese procedimiento, repetido y repetido, intercalado, y que vuelve a estar en conexión con otras frases, culmina adquiriendo un clima o un aire que atraviesa al lector y lo confunde.
          En su caso, no creo que solamente se trate de una cuestión de método sino de cómo su experiencia vital rompió su poesía, que al comienzo era bastante clásica y terminó siendo absolutamente irregular, innovadora. Las generaciones nuevas reciben de Viel esa autenticidad y la aprecian. Aun a gente que habitualmente no lee poesía, su obra salió del guetto y toca a la gente, como antes pasó con muy pocos.


          20 — Te traslado un par de interrogantes que se formula el ensayista colombiano Jaime García Maffla: ¿Cómo y cuándo el lenguaje del habla cotidiana se convierte en poético? ¿Por cuáles leyes una organización de palabras llega a ser el poema?

          JI — A ver, interesante cuestión. Vos hablás de una transformación, y eso seguramente no tiene que ver con una ley. La ley en el sentido de una retórica tipo aristotélica. Lo que sucede en la poesía lo asimilo a las artes plásticas, pero no tanto a la novela o al cuento, que en lo formal no han cambiado tanto. Un poco sí, pero no tanto como en la plástica, que se ha renovado hasta cuestionar el estatus de lo que pertenece o no a su campo. Ellos lo plantean seriamente. No es fácil a veces distinguir lo que está dentro, en la plástica. Creo que el estatus de una obra, plástica o poética, tiene que ver con la intención del autor, después con la validación de la crítica, y la opinión de los pares. El público acepta esto. Pero en general me parece que en el salto desde lo más personal, vivido, a la poesía, tiene que haber una transformación del dato de la realidad. La creación o la transformación existe. Corrijo lo anterior: es el lector el que acepta o no. Siente la sintonía, le llega, y recién ahí la cosa se completa. Antes no es una obra. Es un germen. El lector le da el estatus al incorporarla, cuando lo que otro hizo pasa a ser parte de su cuerpo. Cuando “larga esquina de verano” es la letanía de un trepanado, ese que tiene visiones, que agoniza y ve claro. Vos como lector lo acompañás, o más bien es el autor el que te acompaña o te lleva a un lugar que nunca imaginaste, pero terminás por entrar y sentirlo. El mundo se transforma, por un rato. Ahí está el poema vivo, existe. Esto no es una ley, no depende de algo que sepamos de manera consciente, no sabemos qué es, no se deja atrapar. Si lo hiciera perdería la magia en un instante.


*

José Ioskyn selecciona poemas de su autoría —uno, el primero, de “Nunca vi el mar” y cuatro del libro inédito “Mi revolución rusa”— para acompañar esta entrevista:


Cargamos manzanas
y libros
los árboles cuidan
que nada nos pase

hay temblores
un respirar de la bolsa con frutas
al moverse
con manzanas y libros
en lugar de casas y chicos

de repente
yo dentro tuyo
y vos dentro de vos misma
como dos seres de juguete
nos enredamos
dos manzanas rojas, brillantes, jugosas
y nada más


*


Volkov y yo comíamos medio pan
los dos sobre mi caballo
la mañana goteaba como gotea
el cloroformo sobre la mesa de operaciones
ametralladoras y carros de combate
Volkov me pregunta por mi esposa
me adormilé y la vi en sueños
durmiendo en una cama negra
el caballo da tumbos
en menos de dos verstas nos dejaría a pie
escuché a mi compañero hablar entre dientes
que habíamos perdido la campaña
y que caminar no es de soldado
yo dije sí, sí, y volví a entrar en mi sueño


*


Al alba – el pillaje
salen los hombres, prometen volver con alimentos
o lo que sea
a la tarde vuelven, cansados, pálidos y rojos
manteca, oro, paño, paño, oro, manteca
¿y el vino? No había – dicen
las mujeres: la patrona, la empleada, la suegra
sirven la mesa
la sirvienta canta, dice que tiene miedo de todo
miedo de agarrar un hacha
cuando ve el cuello blanco y largo de la patrona
los hombres le prometen un vagón con harina
palabra de soldado
ella cuenta en silencio el botín del día:
dieciocho libras de mijo, quince libras de harina
cuatro libras de manteca, ámbar, oro
y tres muñecas para su hija, cuando la tenga


*


El palacio con los techos agujereados
las pinturas con marco de oro, tapadas con trapos rojos
el salón de ceremonias
unas cincuenta mujeres cortaban y cosían, cosían y cortaban
banderas y estandartes
para los muertos de la revolución
lloraban mientras hacían su trabajo
en un pasillo un obrero joven estaba acostado sobre una colchoneta
nadie le prestaba atención
a cada latido brotaba sangre del pecho perforado
con cada respiración decía: viene la paz, viene la paz
en la Plaza Roja
el Kremlin temblaba, había ruido
de palas y picos
cientos de obreros cavaban fosas a lo largo de los muros
iluminados por fogatas
cantaban: enterramos ahora a quinientos
muertos de la revolución
bajamos por la Tverskaya, banderas al viento
nada de popes para los funerales rojos
ningún sacramento para los muertos
el canto hizo gritar a la multitud
como una onda sobre el agua
majestuosa y solemne
vimos pasar bajo La Puerta a los obreros
con sus féretros color sangre
toscos ataúdes de madera sin cepillar
pintados de rojo
sobre los hombros de esos seres rudos que caminaban
y lloraban
hasta llegar por fin a las fosas
escalando con sus cargas los montones de tierra
detrás venían mujeres, jóvenes y rotas
otras viejas y arrugadas
lanzando gritos de animales heridos
queriendo enterrarse con sus muertos
ya que esa es la manera de quererse de los pobres
uno por uno fueron bajados
los quinientos
la música subió el volumen
la masa aumentó los cantos:
mientras venia la terrible noche
coronas fueron colgadas de ramas desnudas
como extrañas flores multicolores
se escuchó la tierra a montones cayendo sobre los ataúdes
a los que miraban con aterradora ansiedad
se les dijo que este era el reino
por el cual era glorioso morir
la anestesia, la morfina lavada y roja


*


Fue cuando terminó la batalla de Berestechko
caminé entre los cuerpos destripados
los vivos gritaban la revolución mundial
me acosté en un pajar dorado como el sol de la molienda
los haces de trigo volaban por el cielo
no sé si me dormí o las caricias del heno me volvieron loco
las puertas del cobertizo se abrieron
y entre el silbido de la madera una mujer
vestida para una fiesta se acercó
sacó un pecho del encaje negro del corsé
lo puso contra el mío
el calor sacudió los cimientos de mi alma
gotas de un sudor vivo hirvieron entre nuestros pezones
quise gritar, pero mis mandíbulas estaban cerradas
ella puso dos monedas en mis ojos
se apartó de mí y de rodillas dijo
Jesús recibe el alma de este siervo:
de ese sueño nunca pude despertarme


*
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de La Plata y Buenos Aires, José Ioskyn y Rolando Revagliatti.




miércoles, 18 de marzo de 2020

Horacio Kalibang o los autómatas

HORACIO KALIBANG O LOS AUTÓMATAS

Eduardo Ladislao Holmberg

Argentina
—...Es completamente falso —dijo el burgomaestre, llevando a sus labios la copa verde, en la que su sobrino acababa de servirle el delicado vino del Rhin.
—¿Y lo creéis fuera de los límites de lo concebible? —preguntó Hermann, con malicia.
—¡Lo concebible!, ¡lo concebible!, todo es concebible, sobrino, pero no todo es posible.
—Así he oído decir más de una vez; pero desde que conocí el hecho, con su aterradora realidad, he llegado a comprender que existen fenómenos extraños que la ciencia humana no explica y que tal vez no podrá nunca explicar.
—Tu opinión no es más que la de un niño de escuela.
—¡Mi tío!
—¿Y qué? ¿Te imaginas, por ventura, que pueda ser otra cosa?
—¿Qué, si no un mequetrefe, es el que niega las verdades reveladas al hombre por su contracción y aplicación incesantes al estudio de la Naturaleza, aceptando una necedad, como la que acabas de manifestar? ¿Crees acaso, que mis canas son de ayer? ¿Has pretendido sospechar que hablas con un religioso, fanático, que va a admitir tus preocupaciones a título de creencias o de fe? No, Hermann, no; estás muy equivocado. Pero, ¿por qué no sirves al mariscal? Y tú, Luisa, ¿has perdido el paladar, después de lo que has oído? Kasper, pásame aquel jamón. ¡Capitán! ¿Rhin?
—Gracias; estoy servido ya.
—Mariscal, ¿una tajada de jamón? Excelente, mi mariscal; es del mejor que se fabrica en Pomerania, con pechuga de ganso.
El burgomaestre tenía razón. Era aquél un bocado exquisito, que todos juzgaron con rigor, sin poder llegar a otro resultado que el de declarar que era exquisito, con lo cual puede afectarse igualmente a una linda mujer y a un rico jamón de Pomerania.
Razón tendrá el lector, y mucha, para quejarse por la extraña introducción que me he permitido regalarle, antes de haberle presentado a Horacio Kalibang, con toda la solemnidad que el personaje y el lector merecen; pero no era posible comenzar de otra manera, porque al penetrar en el recinto en que aquella conversación se desarrollaba, en ese mismo momento, desmentía el burgomaestre Hipknock a su sobrino el teniente Hermann Blagerdorff, y, fiel retratista, no he podido hacer otra cosa que tomar, sin antecedentes, las palabras consignadas.
Aunque hay personas de mala voluntad que sostienen que mi pariente y amigo, el burgomaestre Hipknock, lleva este nombre debido a la circunstancia de haberse atragantado con un hueso uno de sus antepasados, en tiempo de Carlos V, sostengo que es falso, aunque no tengo interés en demostrar lo contrario.
Luisa, la hija de mi pariente, cumple hoy quince años. Es una preciosa criatura, muy parecida a las lindísimas muñecas que fabrican en Nüremberg, mi ciudad natal. Con esto he dicho todo. Sus ojos de cielo tienen ese candor de la inocencia sin límites; su cabellera de oro cae en rizos a los lados de sus mejillas, rosadas como una aurora y frescas como la hoja de una lechuga, y sus labios, cual esas guindas de la Selva Negra, no sé qué reminiscencia despiertan en el paladar, a tal punto que algo húmedo se estremece y se desliza por el ángulo derecho de la boca.
¡Quince años! La edad más deliciosa para una mujer, porque no obstante tener ya en punto ese inconsciente que llamamos corazón humano, su cabeza goza del más etéreo y divino de los vacíos.
¡Quince años! La edad en que no se piensa en nada, so pena de pensar en algo menos... y sin embargo, no hay caso que más preocupe, después de los veinte. ¿Por qué? Misterios insondables del endurecimiento de aquel inconsciente y de los huesos.
A pesar de todo, la hija de mi pariente no es un hongo. Sus manos de algodón saben fabricar unos pastelitos con almíbar por fuera, y manzana por dentro, tan ricos y tan incitantes, que hacen honor al hueso que no se tragó el antepasado de su padre.
Para festejar su natalicio, el burgomaestre ha reunido una concurrencia de buen apetito. Opina, como yo, que la mesa moderna tiene muchas piruetas y poco jugo; que no hay vino como el del Rhin, y que el jamón es excelente cuando no es de mala calidad. Así es que, al entrar en el comedor, me he detenido un momento en el umbral, para observar el cuadro que la familia y los amigos presentan.
En la cabecera de la mesa está sentado mi pariente; a su derecha, Luisa, vestida de blanco, con lazos azules; frente a ella, su primo Hermann, que la mira con toda la ferocidad de un teniente enamorado con consentimiento del mariscal Vogelplatz, sentado junto a Luisa, y deseando comulgar con el teniente.
El mariscal es un personaje tremendo: tiene todo el color y temperatura de un sol poniente, en la nariz, y en el vientre, todas las dimensiones de un elefante bien educado. Engulle como un palmípedo y bebe como una tromba. El capitán Hartz, el párroco de la aldea, Kasper, secretario del burgomaestre, y su esposa, el maestro de escuela, y el director de la parada más próxima, con su señora, y, frente al dueño de casa, su compañera... he ahí el conjunto brillante, reunido en casa del burgomaestre.
Mi asiento no ha sido ocupado, y sólo consigo que nadie se mueva del suyo, tomando rápidamente aquél.
—Vamos, Fritz —me dice mi pariente, sonriendo con aire burlón—, al fin, ¿eh? Ya creía que te quedabas rascando miserablemente ese violonchelo infame, que te da todo el aspecto de un sapo sentimental, cuando te sientas a mi lado.
—Está visto, pariente, que usted se empeña en detestar la música.
—Déjate de músicas, Fritz; la música no significa nada. Mira, esto es lo positivo, lo sólido, lo que puede digerirse bien, ¡y esto!, pásame tu copa, esto es Liebfrauenmilch, la mejor marca del Rhin, la gloria de Alemania y de los paladares como los de los dioses.
—Muy bueno está; pero veo que he interrumpido una conversación interesante, tal vez, y no quisiera...
—Nada de eso; es una de tantas preocupaciones de mi sobrino.
—¿Cómo así?
—Figúrate que pretende convencerme de que un hombre puede perder su centro de gravedad; ¡ja! ¡ja! ¡ja!...
—¿Y por qué no? Si se lo colocara, por ejemplo, en el punto en que se neutralizan las atracciones de la tierra y de la luna.
—Ni he pensado en tal cosa —interrumpió el teniente Blagerdorff—. ¿No conoce usted a Horacio Kalibang?
—Un personaje de nombre muy parecido figura en La Tempestad, de Shakespeare.
—Eso es escaparse por la tangente —observó el mariscal, tragando con facilidad un enorme bocado—. ¿Conoce usted a Horacio Kalibang, el hombre que ha perdido su centro de gravedad? ¿Sí o no?
—No, señor mariscal, ni espero conocerle.
—Es un prodigio de la fantasía de Hermann. ¡Vamos! coliflor y asado; eres un mentecato, sobrino; sirve vino al mariscal. Luisa, atiende, hija mía, al señor mariscal. ¡Capitán!, ¿quiere usted pasarme ese pollo que, no obstante la acción del fuego, salta en la fuente, como si también hubiera perdido la gravedad? Fritz, bebe, hijo, bebe.
—Gracias, pariente; no quisiera parecerme a Horacio...
—¡El señor Kalibang! —interrumpió uno de los criados entrando, espantado, en el aposento.
—¡Adelante, adelante! —exclamó el burgomaestre, poniéndose de pie, como ya lo estábamos todos, y dejándose caer en un sillón, cual si una bala le hubiera herido los pulmones.
Pero no había nada de eso.
El personaje que se presentaba en escena podría tener cinco pies de altura, es decir, 1 metro, 443 milímetros, y formas proporcionadas. Su rostro carecía completamente de expresión y, al verle, se diría que acababa de salir del molde de una fábrica de caretas. Ni un solo movimiento de los párpados revelaba las sensaciones que determina el cambio de luz o la variación de las imágenes. Sus pupilas no se alteraban con el punto de mira; eran como las de esos retratos que fijan al frente y que tanto pavor causan a los niños que por primera vez los observan. Era la expresión del plano en el relieve.
—Muy buenos noches, señoras y caballeros —dijo mirando simultáneamente a todos.
—Excelentísimas las pase usted, señor Kalibang —balbuceó mi pariente, el burgomaestre, al ver que los labios del recién llegado se movían de idéntico modo al pronunciar cada una de las sílabas de aquellas palabras—. Tome usted asiento.
—Gracias; como carezco de peso, cualquier posición me es igual.
En aquel momento, sólo había dos rostros que no manifestaron el más profundo terror: el del teniente Blagerdorff y el de Horacio Kalibang. El primero brillaba con el relámpago de la victoria; el segundo tenía estampada la eterna sombra de la indiferencia. Yo no me cuento. Kalibang hizo un movimiento con el brazo derecho, y al instante su cuerpo se inclinó de tal manera que la línea de gravedad cayó a medio metro de sus pies.
—¡Imposible! —exclamó el burgomaestre—. Esto está fuera de todas las leyes físicas.
—A no ser que... —insinuó Kasper.
—Que..., que... a no ser que seas tan mentecato como mi sobrino.
—¡Mi tío!
—Calla, Hermann —dijo Luisa, haciéndole un gesto que dominó al teniente.
—A no ser —repitió Kasper— que el señor Kalibang sea hueco o lleve pies de platino.
—¿Qué?
—Opino así, porque teniendo el platino un peso específico de 21, puede servir de resistencia a la gravedad del cuerpo, en una inclinación de este grado, teniendo las piernas bastante energía para no ceder.
—No digas tal cosa, Kasper... El señor Kalibang nos ha declarado, al ofrecerle asiento, que careciendo de peso, cualquier posición es igual.
—Señores y caballeros, muy buenos noches; ya ven ustedes que no soy un mito.
Y girando sobre uno de sus talones, el señor Kalibang se retiró, inclinado de la misma imposible manera.
El mariscal había perdido el apetito, no obstante tocar a los postres, y los demás concurrentes, excepto Hermann y yo, guardaban el más extraño silencio y revelaban el más estúpido pavor.
—¿Sabes lo que es eso, Hermann? —pregunté al teniente.
—¿Si lo sé? ¡Vaya si lo sé! Es lo más estupendo que puede verse; la maravilla mayor entre todos los fenómenos: ¡perder la gravedad!
Sonreí.
—Y qué indiferencia a toda opinión —dijo entre dientes el burgomaestre.
—¡Y qué mirada!... —agregó Luisa.
—¡Parece un búho! —dijo uno.
—¡Dos búhos! —insinuó otro.
Aquel preludio no me desagradaba, porque semejantes a los pajarillos que se despiertan entre sí, cuchicheando ocultos por las hojas, al despuntar el alba, los dueños de casa y sus invitados parecían animarse, mutuamente, después de un instante de terror, que había durado un minuto tan largo como un siglo.
—Yo sabré quién es Horacio Kalibang; entre tanto, mariscal, terminemos lo casi terminado. ¡Vino! ¡Vino! ¡Café!... ¡Ea, muchachos, no dormirse!

Brille en la copa el vino transparente
Y a raudales difunda la alegría...

—¿Ve usted, pariente, cómo no hay contento posible sin música? Usted mismo nos da el ejemplo.
—Son emociones, Fritz, emociones de otro género, que se traducen en notas destempladas. No sé si me comprendes, pero ya sabes que el exceso de impresión tiene que transformarse de algún modo. Yo canto, aquél ríe, otro llora...
—Yo tiemblo...
—Yo como...
—Yo bebo vino del Rhin y amo la música porque sí...; el bien por bien..., la música por ella... ¿Qué significa la música? No sé, ni me importa saberlo... ¡Vino aquí!... Se canta y se goza...
—Yo miro a Luisa...
—Pero el teniente no se escapa a mi mirada —agregó el mariscal, destellando un crepúsculo encendido.

Las penas mayores,
los hondos quejidos,
los pechos dolientes,
se curan, se acallan, se borran con vino.

—¡Bravo!
—¡Otra!
—¡Bis!
—¡Horacio Kalibang! ¡Otra! ¡Bis!... El hombre que ha perdido la gravedad... ¡Ea! sois todos unos mentecatos.
Y tomando el sombrero y el bastón, el burgomaestre salió precipitadamente del comedor.
Un momento después, me retiré también, pensando que no es necesario llamarse Horacio Kalibang para perder la gravedad...
Para que el lector pueda apreciar la conducta de mi primo, el burgomaestre Hipknock, es necesario que me permita hacerle su retrato moral en dos plumadas.
El burgomaestre es uno de aquellos hombres que siguen con toda su alma los progresos del materialismo en Alemania. No cree en Dios ni en el diablo; está excomulgado hasta la quinta generación y asegura que nada pierde ni gana su raza con semejante regalo. Es un hereje, un condenado, un miserable, un canalla, un estúpido, un ignorante y todo lo que la indignación irracional puede sugerir a sus enemigos, que tales blasfemias le envían desde las sombras del incógnito.
Pero todos los que hemos tratado al burgomaestre sabemos que tiene un carácter incomparable... insisto —tiene un carácter— es el mismo en presencia del Emperador y en presencia de sus amigos.
Incapaz de cualquier indignidad, practica el bien en todas sus formas y asegura, no sé por qué razón, que su mayor gloria es la de tener tantos enemigos a los que, por cierto, no conoce ni de vista. Pero, en cambio, sus amigos son numerosos, y tanto más sinceros, cuanto que no necesitan de él, ni él de ellos. Si ataca, lo hace a cara descubierta, porque no es un cobarde, y si alaba, jamás lo hace con intención de lucrar. Lo que ha dicho una vez, lo ha dicho porque tal era su opinión, y si ésta se modifica, es por la fuerza de las razones, jamás por un capricho.
No aspira a los altos puestos, porque no sabe qué haría en ellos; comprende que en la lucha por la vida, todo sacrificio voluntario reclama recompensa doble, y como vive contento y feliz con lo que tiene, su límite está en ello. Jamás diría al pueblo congregado lo que no fuera su opinión, y tendría un verdadero disgusto en tener que decir del pueblo lo que no había dicho al pueblo. En ninguna de las ceremonias, en que ha tomado la palabra, se ha apartado nunca del centro en que gira todo su anhelo para la humanidad.
El trabajo sin descanso —dice— es el azote de los tiranos. Trabajad, pues, y seréis libres y felices. Y cuando algún amigo le ha pedido su opinión respecto de gobierno, no ha vacilado en contestar: "Los pueblos se forjan su gobierno. No hay más derecho divino que el del pueblo; los pueblos tienen, pues, el gobierno que quieren o el que merecen. Como la providencia es un mito, no se preocupa de ningún pueblo. Todas las formas de gobierno son buenas, cuando los gobernantes no son unos tontos, pero hay congregaciones que prefieren a tales gobernantes, para pantallas de sus maquinaciones."
No ama la demolición cuando no sabe qué construir sobre las ruinas formadas, ni cuando no va a mejorar una situación.
Por eso no ha querido tomar parte, jamás, en propaganda alguna de cuestión religiosa. Es materialista por la fatalidad de las razones, pero no cree que exista pueblo alguno ateo, ni que deba o pueda existir. "Las sociedades científicas —dice— tienen derecho de ser la razón; el pueblo no tiene más derecho que ser el sentimiento; para el sentimiento, hay Dios; para el sentimiento, hay un alma inmortal."
Hipknock figura en las listas de socios de numerosas corporaciones ilustradas de Europa y de América, lo que prueba que sus enemigos se equivocan. Los sabios que de cuando en cuando pasan por el pueblo, le visitan con placer, porque es ilustrado, y lo que es más, incansable para resolver una duda. La ataca de mil maneras, la comprime, la estudia, la estruja, y en este combate, que en muchas ocasiones ha dado a otros, como resultado, una triste pérdida de tiempo, el burgomaestre sale siempre victorioso. No cuadrará jamás el círculo, no porque sea o no cuadrable, sino porque está persuadido de que perdería su tiempo, que puede dedicar a sus obligaciones oficiales, a su familia que ama, o a sus tareas científicas.
En su lenguaje, en el seno de la intimidad, suele morder, pero jamás hiere, porque estima, y cuando estima, es franco "La franqueza —dijo un día a su antiguo amigo el viejo mariscal— es el cañón del alma. Se puede ser charlatán sin ser franco, como se puede ser callado e indiscreto, o charlatán y discreto. Hablar mucho, o no decir algo; a veces se habla para no decir."
Éste es, en pocas palabras, mi primo el burgomaestre. El lector puede seguir, de un modo lógico, todo el desenvolvimiento de aquellas ideas fundamentales, ligadas íntimamente para formar su carácter.
Ahora comprenderá también por qué razón se retiró mi primo del comedor de una manera tan brusca. Iba a resolver una duda. Iba.

La noche estaba oscura y una llovizna tenuísima acariciaba el rostro de los transeúntes.
Por la calle de X... dos individuos caminaban en dirección a la Plaza de Federico el Grande.
Detrás de ellos, y a distancia suficiente para no perderlos de vista, un hombre de cierta edad se dirigía hacia la misma plaza que ellos. Cualquiera, al verle, hubiera dicho que era indiferente a los dos que le precedían; pero un fisonomista habría reconocido en su semblante todos los signos que revelan el observador en observación. Sus ojos fijos en parte velados por las cejas, los labios apretados, cual si creyera que sus investigaciones podían escapársele en palabras indiscretas, la cabeza algo inclinada y de cuando en cuando un movimiento convulsivo de los dedos, entre la barba, no podían expresar otra cosa que lo que en realidad había.
De pronto se detuvo, apartándose un tanto para no ser visto, al observar que los que le precedían se acababan de detener. Uno de ellos sacó con cautela el sombrero de la cabeza del otro, lo colocó en uno de sus bolsillos, y, llevando ambas manos a la cara del segundo, pareció sacar algo pequeño de ella, y examinándolo con cuidado, prorrumpió en una maldición formidable, que hizo estremecer al observador.
—Donnerweter! —exclamó—. Ich habe ihn jetz gefunden...(¡Rayos y centellas, ya lo encontré!)
Sacó entonces del bolsillo otro objeto pequeño y, colocándolo en el cuello de su dócil acompañante, hizo los movimientos que hubiera hecho al dar cuerda a un reloj. Terminaba la operación, guardó la presunta llave.
Llamamos Oscar Baum al de la maldición y guardemos en silencio, por un momento, el nombre del otro.
A los pocos pasos volvieron a detenerse.
Oscar Baum dijo algo al oído de su compañero, y éste repuso:
—Muy buenas noches, señoras y caballeros.
El observador oculto dio un salto en la oscuridad.
Pero lo que éste no había observado era que el que acababa de hablar llevaba el cuerpo inclinado hacia delante, de tal modo que cualquiera, al pasar a su lado, le habría adelantado la mano o el brazo para que no cayese, si no hubiera sabido de quién se trataba.
Un nuevo movimiento de Baum arrancó al otro estas palabras: "Gracias; como carezco de peso, cualquier posición me es igual".
—¡Horacio Kalibang! —murmuró el observador—. Horacio Kalibang, ¡ya sé que no eres más que un autómata!...
Y satisfecho de aquella observación, cambió de rumbo y se encaminó a su casa.
El burgomaestre Hipknock volvía vencedor. Ya sabía quién era Horacio Kalibang.
El burgomaestre acababa de levantarse.
El velo de la incertidumbre había desaparecido de su semblante, ya risueño.
—¡Hum! Es hábil el artista. Veamos ahora qué se propone.
Y en aquel momento, cual si las circunstancias se reunieran para satisfacer su curiosidad, un criado entró en el aposento trayendo una carta.
Hipknock abrió el sobre y leyó:

"Señor burgomaestre Hipknock.
Establecido en este pueblo, desde hace dos días, con el objeto de trabajar más tranquilamente que en Berlín, me tomo la libertad de invitar a usted, para las 2 de la tarde, a ésta su casa, calle X..., donde tendré el honor de hacerle ver mis obras.
Fabricante de autómatas, desde hace algunos años, los últimos descubrimientos de Edison han herido mi amor propio nacional, estimulándome a dirigir mis investigaciones en un sentido definitivo: estoy en vísperas de fabricar un cerebro con funciones propias.
Conociendo, como conozco, las ideas filosóficas y la ilustración del señor burgomaestre, he creído que a nadie mejor que a él podría pedir un juicio sobre algunos de mis trabajos.
Saluda al señor burgomaestre con su más alta consideración,
Oscar Baum
Fabricante de autómatas"

—¡Hola! Señor Baum, y usted había sido el desconocido de anoche, ¿eh? Muy bien; veremos sus autómatas. ¿Y Kasper habrá salido con la suya? ¿Y qué dirá mi sobrino el teniente cuando lo sepa? —Dirigiéndose entonces al criado, le dijo:— Corre a casa de Fritz y dile que le espero a almorzar; agrégale, también, que es necesario que venga, aunque se esté muriendo.
El criado salió y el burgomaestre quedó solo, entregado a sus reflexiones, las que, por cierto, no eran muy favorables ni a los espiritualistas ni a los clericales.
—Donnerweter! —dijo, repitiendo las palabras que había oído a Baum en la noche anterior—. Ich habe ihn jetz gefunden. He ahí lo que vamos a grabar en una lámina de oro, si el fabricante de autómatas dice la verdad.
—Muy buenos días, pariente —dije al ver a Hipknock en el comedor de su casa, momentos después—. ¿Qué acontecimientos motiva esta llamada?
—¿Qué acontecimiento? Lee esta carta.
Y entregándome la de Baum, la leí agradablemente sorprendido, según juzgó mi pariente: primero, por el anuncio de una obra tan grande como era la fabricación de un cerebro, y segundo, porque yo bien sabía que Horacio Kalibang no era sino un autómata; no pudiendo explicarme, por cierto, cómo había pasado ello inadvertido para mi primo.
Después del almuerzo, conversamos largamente sobre los últimos descubrimientos de los fisiologistas y llegamos al resultado siguiente: si Oscar Baum, para muchos, ha emprendido un desatino, para pocos no puede negarse que las probabilidades de éxito se encuentran a su favor.
A las dos de la tarde, el burgomaestre, a quien acompañaba yo, entraba en casa de Oscar Baum.
—¿Está el señor Baum? —preguntó a un individuo alto que salió a recibirnos.
—Pase usted adelante, señor burgomaestre.
—Ésa no debía ser la respuesta —dijo Hipknock—; somos dos.
—Pariente, ¿no ve usted que es un autómata? Esa respuesta prueba, por lo menos, que usted era esperado solo.
—Entonces estoy ciego, porque no he podido reconocerlo.
Al entrar en el salón, un individuo rubio, con anteojos azules, se levantó de una silla, en la que estaba sentado, y dirigiéndose al burgomaestre, le extendió la mano.
—¿El señor burgomaestre Hipknock? —preguntó.
—Para servir a usted ¿Es con el señor Baum con quien tengo el honor de hablar?
—El honor es para mí, caballero. Me he tomado la libertad de invitar a usted, porque antes de lanzar al mundo mis obras, deseo conocer la impresión que le causan.
—¡Terrible, señor Baum, terrible! Horacio Kalibang me ha producido toda la ilusión de un hombre vivo, y, a no ser por una circunstancia especial, aún guardaría su misterio.
—Horacio Kalibang es el más imperfecto de todos, pero llama mucho la atención porque camina fuera del centro de gravedad.
—¿Nada más que por eso?
El señor Baum guardó silencio.
Sus ojos hicieron una revolución en las órbitas, sus labios se apretaron, sus brazos cayeron inertes, mientras que una de sus piernas, por no sé qué movimiento del resorte, se desprendió de su cuerpo y cayó al suelo.
El burgomaestre dio un salto sobre su asiento.
Por mi parte, prorrumpí en una carcajada tremenda. Mi pariente no había reconocido que conversaba con un autómata. Verdad que está ya algo corto de vista.
—Donnerweter! —dijo una voz en la pieza inmediata, cual si la ira le hubiera arrancado aquella expresión poco amable, y abriéndose la puerta, el burgomaestre vio aparecer otro individuo, idéntico al que acababa de deformarse, que acercándose a mi pariente, le dijo:
—Disculpe usted, señor burgomaestre, esta segunda libertad que me he tomado, de hacerme representar por un autómata; pero no dudo que ya lo estaré, porque la excelencia de la obra, rápidamente construida, es una garantía de mi respeto por usted.
—Está usted disculpado.
—La mecánica, señor burgomaestre, es una ciencia sin límites, cuyos principios pueden aplicarse no sólo a las construcciones ordinarias y a la interpretación de los cielos, sino también a todos los fenómenos de la materia cerebral.
—Es mi opinión.
—¿Qué es el cerebro, sino una máquina, cuyos exquisitos resortes se mueven en virtud de impulsos mil y mil veces transformados? ¿Qué es el alma, sino el conjunto de esas funciones mecánicas? La acción fisicoquímica del estímulo sanguíneo, la transmisión nerviosa, la idea, en su carácter imponderable e intangible, no son sino estados diversos de una misma materia, una y simple sustancia, inmortal y eternamente indiferente, al obedecer a la fatalidad de sus permutaciones, que producen un infusorio, un hongo, un reptil, un árbol, un hombre, un pensamiento, en fin.
—Todo está muy bueno, señor Baum; pero yo deseo ver sus autómatas, porque se hace tarde. Soy materialista y sus palabras no me causan espanto ni novedad.
El señor Baum se puso de pie y dirigiéndose a la puerta llamó a un criado.
—Avise usted a los maquinistas que el señor burgomaestre desea que comiencen las manifestaciones.
Al instante una de las paredes del aposento se elevó como un telón, y vimos frente a nosotros una gran sala, en las que no faltaba nada: caballetes, pianos, flautas, fusiles, espadas, libros, etc.
El señor Baum volvió a tomar asiento.
—¡Música!... ¡Baile!
—¡Fritz!, vas a salir tú de autómata —me dijo el burgomaestre.
Sonreí, porque aunque fuera cierto, mi pariente no sabía lo que le estaba pasando.
Y así fue. Uno de los autómatas, con un violonchelo en la mano izquierda y una silla en la derecha, se sentó en medio del salón; pero lo que más agradó a mi primo fue que su cara y su cuerpo eran mi propio retrato.
El músico ejecutó con maestría una preciosa introducción, después de la cual un pianista le acompañó de tal modo que no pudimos menos de aplaudir.
Un tercer autómata se acercó al piano, y dando vuelta una de las hojas del libro, la música continuó, agregando el canto, y tan hermosa fue la pieza que ejecutaron, que mi tío no sabía cómo expresar su admiración al señor Baum, que se mantenía callado.
Los músicos se retiraron.
En su lugar aparecieron dos hermosas niñas que, con traje de ilusión y guirnaldas de flores, bailaron con tal gracia y soltura El despertar de las hadas que los músicos invisibles producían, que yo mismo tuve tentaciones de lanzarme en medio de ellas para acompañarlas. Se retiraron.
—¡Duelo! —dijo el señor Baum.
Dos gallardos jóvenes entraron al salón, por puertas opuestas, y después de saludarse, cruzaron sus armas y luego se detuvieron un momento.
—Era tu destino morir en mis manos.
—No tal, que la herida no es cierta en tus armas.
—¿Cobarde me has dicho?
—¿Cobarde? No debes cambiar mis palabras.
—He dicho y repito: las iras te ahogan, te ciega la rabia.
—Defiende tu pecho.
—¡Jo! ¡jo!, que en el tuyo te hundo tu espada.
Y desarmando a su adversario, al decir estas palabras, tomó el arma que acababa de caer y le cortó una oreja.
—¡Basta! ¡Basta! —exclamó el burgomaestre— no puedo permitir que continúe; ¡primera sangre!
—¡Pintura! —dijo Baum.
Dos maniquíes desnudos penetraron al taller.
Uno de ellos llevaba en la mano, paleta con colores, pinceles y tiento, y sentándose frente al caballete, ya pronto, comenzó a copiar a su compañero, con toda la precisión de un artista consumado. Terminado el cuadro salieron del taller.
—Si estos son autómatas, es necesario confesar que no se diferencian mucho de nosotros —dijo Hipknock.
—Si el señor burgomaestre me permite —observó Baum—, yo invertiría la proposición.
No cansaré a mis lectores con la enumeración de los diversos cuadros que allí presenciamos; batallas, parlamentos, academias, paseos, bailes, escenas amorosas, cuadros místicos, etc., etc., todo se presentó a nuestra admiración, con ese tinte especialísimo de verdad, que sólo revisten las grandes obras de los grandes maestros.
Próximos a retirarnos, el burgomaestre, sonriendo de placer, más por hallar una especie de confirmación a la Teoría del inconsciente de su amigo Hartmann, que por lo que había presenciado, dijo a Baum:
—Pero observo que ha faltado un cuadro de familia.
—Si el señor burgomaestre lo permitiera, la propia suya aparecería al punto.
—Como usted guste.
Y haciendo una seña, el salón se empezó a llenar de autómatas que, sentados luego alrededor de una mesa, desarrollaron, ante los ojos estáticos del burgomaestre, la mismísima escena de la noche anterior, con los mismos movimientos y las mismas palabras de la discusión sobre Horacio Kalibang, que entró un momento después, y pronunció las palabras que todos le habían oído.
Mi pariente no pudo menos que soltar una carcajada cuando vio a su propio autómata hacer un gesto de espanto, al entrar Kalibang, y llevando la mirada al autómata de Luisa, dijo:
—Pero observo, señor Baum, que mi hija mira demasiado al teniente Blagerdorff, mi sobrino.
—El señor burgomaestre notará también que su sobrino no paga con moneda falsa.
—Pero eso...
—Dejarían de ser autómatas, señor burgomaestre, si alteraran un solo pasaje.
El señor burgomaestre se puso de pie, tal vez para manifestar al señor Baum su indignación, de una manera positiva, cuando éste echó a correr hacia la mesa, y trepándose sobre ella, se desarticuló uno de los brazos y lo lanzó sobre la cabeza del burgomaestre autómata, que, irritado ante aquel atrevimiento, pronunció estas palabras:
—Donnerweter! Ich habe ihn jetz gefunden. He ahí lo que vamos a grabar en una lámina de oro, si el fabricante de autómatas dice la verdad; las mismas que había dicho, en esa misma mañana, cuando recibió la carta de Oscar Baum.
Una escena terrible tuvo lugar entonces y comprendiendo mi pariente que era inútil luchar con aquellos muñecos feroces, me dijo:
—Fritz, es necesario retirarnos, pues no sabemos hasta dónde puede llegar la habilidad de estos energúmenos. Ahí quedamos, batiéndonos en descomunal batalla. Si son ellos los autómatas o si los somos nosotros, no lo sé; pero te aseguro que cantan, bailan, gritan, saben y se baten con una habilidad tal, que más parece natural que de resortes.
Y ya nos retirábamos, cuando un autómata, más alto y fornido que los otros, se acercó a la mesa y gritó:
—¡Basta, señores!, soy el más fuerte y tengo la razón; si alguno de vosotros me la nega, le partiré el cráneo, aunque la tenga. No soy solamente un autómata, soy la humanidad entera y cuando la humanidad habla con la fuerza, la razón el más despreciable de los juguetes de los niños.
¡Aquel autómata era un bestia!... ¡pero si era un autómata!
La calma reinó en el salón.
—Ahora, señor burgomaestre Hipknock, ¿tiene usted alguna duda respecto de la habilidad de nuestro constructor? —preguntó.
—Ninguna, señor, ninguna.
—¿Tiene usted alguna pregunta que hacer?
—¡Oh!, ¡sí!... ¿hace mucho tiempo que se han fabricado estos autómatas?
—¡Mucho!
—¿Y están todos aquí?
—No; hay algunos miles de ellos que andan rodando por el mundo. Cuando se les acaba lo que ustedes llaman la cuerda, y que nuestro constructor llama su habilidad, volverán a recibir nueva fuerza y entonces, señor burgomaestre, entonces..., buenas noches.
Mi tío y yo nos miramos. Era lógico.
Entonces... entonces... nos retiramos, complacidos de las maravillas de que habíamos sido testigos, y terriblemente desagradados con estos pensamientos:
—¿Será Fritz un autómata? —el burgomaestre.
—¿Será el burgomaestre un autómata? —yo.
Al llegar a casa del primero, me despedí de él.
—¿No nos acompañas a comer, Fritz?
Pero yo ya estaba lejos.
Poco tiempo después, la casa del burgomaestre Hipknock se llenaba de gente, para festejar un gran día de familia.
El capitán Herman Blagerdorff unía, a sus destinos, los de la señorita Luisa Hipknock.
Era muy natural.
Habían leído Werther y se amaban.
Cuando dos jóvenes alemanes o de cualquier nacionalidad se aman, aunque hayan leído o no el Werther se casan o no se casan; sólo sí, que hay que notar esto: cuando se van a casar, nunca se preguntan si son autómatas o no.
—Todos vienen, menos Fritz, ¿dónde estará Fritz? —se preguntaba el burgomaestre, haciendo un gesto de desagrado.
Cuando se sentaron a la mesa, Hipknock, de pie aún, dijo en tono solemne:
—¡Amigos míos! permitidme una pregunta: ¿hay entre vosotros algún autómata? ¡Decídmelo, por favor!
Todos se miraron entre sí: los unos porque no sabían lo que era un autómata; los otros porque lo sabían demasiado.
—¿Y Fritz? ¿Por qué no ha venido Fritz?
Nadie lo sabía.
Horacio Kalibang entró a los postres y entregó al burgomaestre una carta de Fritz. Decía así:
"Mi querido primo, burgomaestre Hipknock.
Hermann se me ha anticipado en el corazón de Luisa —no importa— tengo su autómata, que me amará perpetuamente, sin cambio, ni mudanza, porque será mi amor grabado de un modo indeleble en las respuestas sinceras de sus resortes. Que sean felices, serán mis votos. Te he acompañado como autómata durante la noche en que, reunidos en tu casa, celebramos el natalicio de Luisa; como autómata he ido contigo, al día siguiente, a la fiesta de Oscar Baum. Oscar Baum, soy yo: no te espantes, pariente. Ya que Horacio Kalibang es un autómata, también. Cuando Luisa tenga hijos, esa máquina humana les enseñará, con métodos especiales, todo lo que deban aprender. Para ello lo envío, es un regalo de boda. Aunque con forma de hombre, es un libro. Es el único ser a quien se le debe confianza. Soy bastante grande, noble y rico para que me creas poderoso. Tú has sido testigo. Tengo el mundo en mis manos, porque lo manejo con mis autómatas.
Cuando, sumergido en el torbellino de la política, encuentres algún personaje que se aparte de lo que la razón y la conciencia dictan a todo hombre honrado... puedes exclamar: es un autómata.
Cuando, sumergido en las grandes batallas del pensamiento, tu adversario científico llame en su apoyo los misterios de la fe, puedes exclamar... ¡es un autómata!
Cuando veas un poeta que te pinta lo que no siente, un orador que adula al pueblo; un médico que mata, un abogado que miente, un guerrero que huye, un patriota que engaña, un ilustrado fanático y un sabio que rebuzna... puedes decir de cada uno de ellos ¡es un autómata! Sí, Hipknock, sí: he llenado el mundo con los productos de mi fábrica.
Recuerda con frecuencia a Oscar Baum, o si quieres, a tu primo Fritz. Persiste en tus ideas: ¡son la luz del porvenir!
Un abrazo a todos."
Al leer esta carta, las lágrimas corrían por las mejillas del burgomaestre.
Cuando su hija Luisa, ya esposa de Blagerdorff, se despedía, le dijo estas palabras al oído:
—Serás feliz, hija mía, porque hay algo grande y noble que vela por ti. Tendrás hijos, si obedeces, como todo el mundo, al automatismo orgánico; yo seré el más feliz de los abuelos, ya que soy el más desgraciado de los primos; y cuando tenga un nieto, que será mi gloria y encanto, yo sabré decirle, y si muero, díceselo tú: "Hijo mío, antes de esparcir los aromas que broten de tu corazón, examina con cuidado si no es un autómata la copa que los recibe".
El lector tocará los demás resortes.


Eduardo Ladislao Holmberg nació en Buenos Aires en 1852. Fue un destacado naturalista que se desempeñó con éxito, además, como escritor y hombre público. Creció en el seno de una familia de hombres que amaban las plantas, por lo que heredó la pasión botánica de su padre y abuelo, pero que él extendería a todas las ciencias naturales. Se recibió de médico en 1880, pero nunca ejerció la profesión porque le repugnaba ganar dinero gracias al dolor ajeno. Se dedicó a la botánica, la zoología, la mineralogía y la geología, en tiempos en que, según él mismo decía, la zoología era tarea de carniceros, la botánica de verduleros y la mineralogía de picapedreros.
En 1872 en la misma época en que iniciaba su actividad científica con un viaje por el sur argentino, cuyos resultados publicó en la obra Viajes por la Patagonia, comenzó también una intensa y exitosa actividad literaria. Fue incluido en la llamada generación del '80; positivista, que en él fructificaría de un modo original, ya que fue el creador en la Argentina de un género que se consolidaría medio siglo más tarde: el del cuento fantástico, y específicamente de ciencia ficción. "Horacio Kalibang" fue un notable primer paso en la construcción de una literatura nacional con definidos rasgos especulativos.
Algunas de sus novelas fueron publicadas como folletines. También se destacó por sus ensayos, estudios sobre arte y poemas, con lo que queda demostrado que fue un hombre múltiple, a quien ninguna actividad creativa le resultaba indiferente. Entre sus obras pueden destacarse "Viaje maravilloso del señor Nic-Nac" (1875), "La pipa de Hoffman" (1876), "Horacio Kalibang o los autómates" (1879). "Viaje por la Patagonia" (1872), "Dos partidos en lucha: fantasía científica" (1875); "Resultados científicos, especialmente zoológicos y botánicos de los tres viajes llevados a cabo en 1881, 1882 y 1883 a la sierra de Tandil", (1884-1886), "Flora de la República Argentina" (1895), "La bolsa de huesos" (1896), "Olimpio Pitango de Monalia: edición príncipe" (1991), "Cuentos fantásticos" (1994).
Como dominaba varios idiomas se permitió traducir los Documentos del Club Pick-Wick, de Dickens, uno de sus autores preferidos. Entusiasta impulsor de las ciencias naturales, fue el primer profesor de Historia Natural que hubo en la Argentina y desarrolló esta tarea a lo largo de 40 años.
Eduardo Ladislao Holmberg murió en 1937. Había llegado a formar parte de la Sociedad Científica Argentina y fue presidente honorario de la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales.

Axxón 162 - mayo de 2006
Cuento de autor argentino (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Experimentos: Clásico: Argentina: Argentino)