BIBLIOGRAFÍA

CIEGO EN LA RESOLANA de Héctor Tizón
Ahora está el ciego otra vez sentado al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa. En eso consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo un aria en su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a saber cuándo había aprendido. Enseguida del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación. Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego —horas, a veces—, tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de acuerdo al ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas, quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose, vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría ya el ciego estaba impaciente, y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas por las lágrimas gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz dulce: —¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín! Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las montañas. Los cuentos “El traidor venerado”, “Mazariego” y “Ciego en la resolana” fueron tomados del libro Obras escogidas, tomo I, Ed. Libros Perfil.

MAZARIEGO de Héctor Tizón
¡Abríos puertas inmortales!... porque Dios se dignará visitar muchas veces con placer las moradas de los hombres justos y con frecuente comunicación enviará a ellos sus alados mensajeros. Milton, El paraíso perdido, Libro VII La anciana Lambra levantábase mucho antes del alba y permanecía en el umbral de su casa, justo a la entrada del pueblo, mirando hasta el cielo, como adivinando la luz que ya vendría. Por estas razones (por vivir a la entrada del callejón y por madrugadora) fue la primera en observar la llegada de Mazariego, ocurrida un día cualquiera. Con su increíble pañuelo negro cubriéndole la cabeza, sus viejos ojos hundidos sin brillo, apenas si emitió un graznido cuando al llegar pasó a su lado saludando alegremente. Mazariego —nieto de uno de los fundadores del pueblo— había resuelto instalar en la antigua casa familiar un negocio de venta de bicicletas. Para ello remozó la ruinosa construcción de adobes, uniendo las dos habitaciones anteriores (una de las cuales había servido de sala), abrió dos grandes ventanales habilitándolos como escaparates, y en esos cuartos dispuso el salón de exposición y ventas. Calculó Mazariego que, con buena suerte, podría vender dos bicicletas por mes y que así —en un año, que era el término de vida que sus médicos le vaticinaron, pues padecía una extraña enfermedad incurable— habría vendido un par de docenas de bicicletas, con una ganancia excelente para estos tiempos. Transformada la casa, cuyos venerables muros de adobes se elevaban sobre la única calle del pueblo, Mazariego colocó con la ayuda de nadie ese letrero que decía: “Mazariego - Rodados” en fuertes caracteres de imprenta, blancos sobre fondo azul. Mandó imprimir en la ciudad unos carteles de atrayentes colores, en los cuales se veían ciclistas montados en sus bicicletas, todos con atuendos distintos y ocupados en diversos menesteres: una dama con un abanico en la mano, un señor con pipa mondando una naranja al tiempo que pedaleaba, otro quitándose el sombrero en cortés reverencia, uno más, en fin, llevando un pesado baúl en el portaequipaje. Esos carteles aparecieron por todo el pueblo: en los muros, en los troncos de los árboles, en el portal de la capilla. Y un viernes, el comerciante anunció que al día siguiente inauguraría el local de ventas, el que sólo permanecería abierto medio día, por ser sábado. Muy temprano, el sábado ya tenía Mazariego dos clientes que, boquiabiertos, contemplaban las flamantes bicicletas en los escaparates, sin animarse a entrar. Mazariego los alentó con gritos cordiales proferidos desde adentro y ampliados con un altavoz; hasta que finalmente, y luego de intercambiar pareceres, uno de ellos entró, saliendo al cabo con una bicicleta. La primera. Algún trabajo costó a este hombre aprender a montar y, ayudado por el propio Mazariego que lo sostenía y empujaba, arrancó de pronto para desaparecer a golpes de pedal en el polvoriento recodo del camino. Y ya no se lo volvió a ver. No había concluido el vendedor de contar el dinero cuando tenía dos clientes más, en uno de los cuales creyó reconocer al propio al propio agente de policía que lo autorizara a fijar los afiches de propaganda y en el otro, al Juez de Riego. Cada uno salió con su bicicleta y ambos desaparecieron como tragados por el polvo. Transcurridas dos semanas y pese a que Mazariego a partir del cuarto día suprimiera toda clase de propaganda, las ventas habían superado los cálculos más ambiciosos. Diariamente —de la mañana a la noche— frente al negocio se agolpaban los pobladores de ambos sexos, sin contar los niños que, como suele ocurrir, eran los que más alborotaban con su vocinglería. Todos, salvo dos —al cabo de tres meses— habían desfilado lo menos una docena de veces frente a los rutilantes escaparates. Esos dos eran el bolichero y su mujer, ambos obesos y pálidos, quienes, taciturnos, combatieron sordamente el advenimiento de Mazariego, un poco por espíritu conservador y otro tanto porque, al cabo de algunos días, comprobaron la enorme disminución de sus propias ventas de vituallas y licores. La llegada del otoño no hizo menguar el entusiasmo por la compra de bicicletas, sino todo lo contrario. La maestra de escuela se llevó una con el cuadro niquelado, el ingeniero otra, de carrera; también el jefe de la estación ferroviaria y la anciana Lambra obtuvieron las suyas. Algunos —los más pudientes— incluso adquirieron dos, alegando posibles fallas que les impidieran seguir rodando en mitad del camino. Otros llegaron a vender todas sus pertenencias —en general semovientes— para poder comprar la bicicleta. Las hojas de los árboles languidecieron como era de esperar y el éxodo comenzó a causar grandes males: cementeras estériles, techos que se derrumbaban por falta de reparación en las viviendas abandonadas por los ciclistas; el propio Jefe del Registro Civil y su mujer partieron, pedaleando a su vez, y desde entonces dejaron de anotarse defunciones y nacimientos, sin mencionar los matrimonios que, para peor, desde el comienzo de la venta de bicicletas aumentaron. Fue cuando las calamidades empezaron a asolar el pueblo: depredaciones y robos provocados por una banda de salteadores, impunes por falta de resguardo policial; una invasión de serpientes que —según se sabe— se animan a rondar por viviendas deshabitadas, cinco muertos en seis meses quedaron insepultos, las aves del corral desamparadas huyeron, la campana de la iglesia dejó de doblar. Después del otoño llegó el invierno adulterando la claridad del cielo, convirtiendo en escarcha sutil y quebradiza los rocíos de todos los largos amaneceres y cuando no había culminado aún el décimo mes, Mazariego se sintió morir. Pero ya no había quedado nadie y el pueblo, vacío y oscuro, también languidecía con sus casas derruidas y cubiertas de amarillentas, duras plantas trepadoras. Ese día el vendedor de bicicletas vomitó y supo que era el fin. Serían las nueve de la mañana inicial del invierno, particularmente plomiza y fría cuando, arrastrándose, trató de cruzar el salón de ventas para cerrar las persianas de los escaparates y la puerta. En ese momento distinguió los rostros demacrados, los codiciosos ojos del bolichero y su mujer. Desde el suelo los contempló horrorizado, trató de gritar algo, pero sólo pudo hacerlo con el último brillo de sus ojos, con esa postrera luz con la que vio impotente —las inútiles manos crispadas sobre el suelo de baldosas— cómo ambos, ávidamente, dispuestos a todo, penetraban en el local y apoderándose de la última bicicleta que restaba, huyeron pedaleando a gran velocidad (la mujer trepada a los hombros de su marido) hasta desaparecer en el recodo del camino, de ese camino que ya sólo era senderillo angosto entre el yuyaral.

EL TRAIDOR VENERADO de Héctor Tizón
Aquella sería la última comida juntos. El que era indigno de ajustarle el cordón de los zapatos estaba ebrio. Toda esa noche la pequeña campana de la estación ferroviaria sonó incesantemente, a lo lejos, sacudida por el viento. Llovía a ratos. El Chaguanco abrió una lata de picadillo, lo fue untando con su cortaplumas sobre el pan que les quedaba y luego repartió los pedazos. “Yo no tengo hambre” —dijo. Quispe, un hombre inquieto y de poca talla que ya estaba borracho, tomó el primero y se lo tragó con buen apetito; después permaneció mudo y apartadizo, contemplando el débil movimiento de las ramas delgadas —agitadas por el aire— del ceibal. La fama del Chaguanco había cundido no sólo en Yala, sino también en las comarcas vecinas desde donde la gente acudió hasta formar multitudes albergadas en carpas y vehículos, o debajo de las copas de los árboles alrededor del miserable rancho, a cuya puerta se asomaba, abandonando sus meditaciones, en los amaneceres. Entonces los que habían perdido la salud, los que aún esperaban algo, caían de rodillas ante su mano levantada. Pero al poco tiempo comenzó la persecución, elu¬dida hasta hoy en que se cumplía un año de peregrinaje; un año de penoso ocultamiento, mudando siempre de lu¬gar, durmiendo a la intemperie o bajo las alcantarillas en los caminos, desde Tilquiza hasta Valle Grande, de Tumbaya a Susques, seguido por algunos fieles desesperados, enfermos, opas y ladrones arrepentidos. Cuando un alegórico ladrar de perros anunció a los perseguidores, el Chaguanco concluía también su sentencia postrera, y el hombrecito enjuto y nervioso a quien iba dirigida, exclamó, más bien para sí: “Esa palabra es dura. ¿Quién la puede oír?”. Ahora los agentes del destacamento estaban cerca. Era la noche de San Roque y una botella de ginebra ya¬cía, seca, en el suelo. El ladrar se convirtió en aullido mientras el viento, a lo lejos, seguía torturando a la campana. Cuando Quispe desapareció, entendiendo el Chaguanco que había llegado el fin y que en seguida lo conducirían a la ciudad, a la cabeza de una multitud de curiosos —como un político—, preguntó a los que quedaban si también ellos querían irse; después se apartó a corta distancia, pero sin ocultarse. La campana y los perros dejaron de hacerse oír y la partida cayó sobre él. No opuso resistencia ninguna y —esposado— llegó sobre un camión maderero a la ciudad. Allí debió esperar turno porque el Tribunal estaba distraído con otros delincuentes, pero, el día señalado, fue sometido a proceso y juzgado. Pocas personas acudieron al plenario y entre ellas Quispe, principal testigo de cargo, que, antes de escuchar la sentencia, se ahorcó colgándose de una viga en el retrete del Palacio de Justicia. Finalmente el Tribunal, al no hallar mérito suficiente para sostener una condena, lo absolvió. Y cuando el Chaguanco —deshonrado y solitario—, después de mucho tiempo regresó a Yala, encontró que muy pocos se acordaban de él y que la gente ya encendía velas pagando promesas en la tumba del otro.

Sitios web donde encontramos poemas de Juan L. Ortíz.

http://www.paginadepoesia.com.ar/clas_ar_ortiz1.html

http://www.elortiba.org/juanele.html#SELECCION_POETICA_

http://www.poeticas.com.ar/Directorio/Poetas_miembros/Juan_L_Ortiz.html

https://es-es.facebook.com/JuanLOrtizJuanele

http://www.autoresdeconcordia.com.ar/bioautor.php?idAutor=89

http://www.bibliele.com/CILHT/jlpoemas.html


JUAN L. ORTIZ
Poemas
A la orilla del río ...

A la orilla del río
un niño solo
con su perro.
A la orilla del río
dos soledades
tímidas
que se abrazan.
¿Qué mar oscuro,
qué mar oscuro,
los rodea,
cuando el agua es de cielo
que llega danzando
hasta las gramillas?
A la orilla del río
dos vidas solas
que se abrazan.
Solos, solos, quedaron
cerca del rancho.
La madre fue por algo.
El mundo era una crecida
nocturna.
¿Por qué el hambre y las piedras
y las palabras duras?
Y había enredaderas
que se miraban,
y sombras de sauces,
que se iban,
y ramas que quedaban…
Solos de pronto, solos,
ante la extraña noche
que subía y los rodeaba:
del vago, del profundo
terror igual,
surgió el desesperado
anhelo de un calor
que los flotara.
A la orilla del río
dos soledades puras
confundidas
sobre una isla efímera
de amor desesperado.
El animal temblaba.
¿De qué alegría
temblaba?
El niño casi lloraba.
¿De qué alegría
casi lloraba?
A la orilla del río
un niño solo
con su perro.


A Teresita Fabani
La sombra, al fin, la sombra en que ya casi flotabas,
te cubrió, frágil niña, con la ola temida
que golpeaba contra tu cabecera en el desvelo visionario.
Ah, la luz del alba celeste, en las cortinas, qué vana,
qué vana la franja de oro desvaído en la pieza,
y qué vanas las flores, y qué vano el gesto largo de tus brazos,
llamando, ay, llamando sobre tu cabellera ya medio anegada.

Los finos brazos de cera hacia una luz con alas, apenas luz,
pero donde temblaban jardines y campanas de media tarde,
hacia, a pesar de todo, la esperanza, otro ángel,
que solía traerte un chal para los breves hombros al crepúsculo,
un aire amigo, lírico, para la asfixia de la noche,
y un ligero conjuro para los fantasmas últimos de la noche…

Qué solos, frágil niña, qué solos los largos brazos llamando!
¿Se desesperaron frente a la crecida extraña, extraña?
¿O encontraste en lo hondo, en la pálida aurora abisal,
que “todo tenía nombre”, el nombre, ay, cambiante pero el
    único de nuestro amor
y del amor de todo con los números de que tu alma ya estaba
    melodiosa?
Oh, si esa melodía oscura de tu alma
se hubiera fundido dulcemente, y en seguida
con las ondas que traerían ahora el día profundo, musical
—esas ondas que habías sentido y que rehuías, marea etérea,
    infinita, de estrellas en el vértigo—,
 y estarás ya, frágil niña, de vuelta en estas ramas que se mecen,
 serena ya, de aire sobre nuestra tristeza
 y nuestra inquietud vaga por ser dignos de ti
 hasta en los menores gestos grises de una mañana de invierno:
 criatura toda de música, de la música de aquí y de la música
     de allá,
 atravesada como un lirio sobre la corriente del límite,
 crucificada largamente, largamente, sobre el filo mismo del
 límite:

del aire, frágil niña, del aire y de estas ramas,
la sonrisa sin herida, y la voz sin penumbra rota ahogada…
   al fin, al fin?



  Ah, esta tarde encendida...

Ah, esta tarde encendida, amigos, esta tarde,
de un oro vegetal iluminada toda
y toda penetrada de la gracia celeste
qué dulce, ah, qué dulce! entre el follaje frágil:
lluvia pálida o fluido casi primaveral
con una muy secreta y fragante nostalgia
de alma. Luz celeste y sensible mirando
entre la irradiación de la muerte suntuosa.
...Fue en Abril, sí, en Abril, en los primeros días
en que empieza a reinar un orden aún tierno
en las cosas. Venía distraído. De pronto
al volver de una esquina suburbana aquel árbol
me sorprendió con una presencia tan perfecta,
tan acabada, que, en un milagro hube
de creer. Parecía destacado con un
equilibrio, un ritmo, del todo musical,
en la plenitud grave y frágil de sus formas.
Y todo al punto se ordenó en torno de él
en una paz que hubiera madurado el sensible
pensamiento latente ya del mediodía.



   Ah, los crepúsculos de allá...
Ah, los crepúsculos de allá. Iguales a los de acá.
La misma tristeza primaveral, límpida.
Y los grillos, los grillos...
Y la brisa, casi el viento,
con la misma melancolía, de qué agua invasora?
en las islas de los follajes.


Ah, mis amigos, habláis de rimas...
Ah, mis amigos, habláis de rimas
y habláis finamente de los crecimientos libres...
en la seda fantástica os dan las hadas de los leños
con sus suplicios de tísicas
sobresaltadas
de alas...

Pero habéis pensado
que el otro cuerpo de la poesía está también allá, en el Junio
    de crecida,
desnudo casi bajo las agujas del cielo?

Qué haríais vosotros, decid, sin ese cuerpo
del que el vuestro, si frágil y si herido, vive desde “la división”,
despedido del “espíritu”, él, que sostiene oscuramente sus
    juegos
con el pan que él amasa y que debe recibir a veces
en un insulto de piedra?
Habéis pensado, mis amigos,
que es una red de sangre la que os salva del vacío,
en el tejido de todos los días, bajo los metales del aire,
de esas manos sin nada al fin como las ramas de Junio,
a no ser una escritura de vidrio?

Oh, yo sé que buscáis desde el principio el secreto de la tierra,
y que os arrojáis al fuego, muchas veces, para encontrar el
    secreto…
Y sé que a veces halláis la melodía más difícil
que duerme en aquellos que mueren de silencio,
corridos por el padre río, ahora, hacia las tiendas del viento…
Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la
    poesía
igual que en un capullo...
No olvidéis que la poesía,
si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,
es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin,
cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin
y tendida humildemente, humildemente, para el invento del
    amor…



Al Paraná
                  Yo no sé nada de ti...
Yo no sé nada de los dioses o del dios de que naciste
         ni de los anhelos que repitieras
antes, aún de los Añax y los Tupac hasta la misma
                                         azucena de la armonía
                           nevándote, otoñalmente, la despedida
                                                            a la arenilla...

                        No sé nada.. .
ni siquiera del punto en que, por otro lado, caerías
                                           del vértigo de la piedra
                                             bajo los rayos...

                                 No sé nada...
                                            O sé, apenas, que el guaraní te
                                                    asimiló
                                    al mar de su maravilla...
y que ese puma de tu piel que te devuelve, intermitentemente,
   el día
                         lo tomas en un rodeo, no?,
                                        de tu destino. . .

                                 No sé nada.. .
                           Aunque me he oscurecido, en ocasiones, al
                                  sentirte, arriba,

                           entre un miedo de basalto,
                           buscándote,
                                       buscándote
                                       sin el ángel del sabiá,
                                                    aún. . .

         Y me he recobrado, luego, contigo, en la Anaconda que
            decían.. .
                         y hasta cuando denunciabas
                   sobre ti
                         a los máuseres de las Compañías...

                       No sé nada. ..
      Aunque te conocí, ha mucho, allá, donde mi río
                                      es de tu eternidad
                                            de Palmas...
               y por el salmón o por el rosa de Ibicuy
                                            y por las lunas de Zárate
y por la línea de tu agonía en el estuario, finalmente,
                                                     del alba...
Mas éste sería
                       tu sentimiento,
         y éste, acaso, el misterio que pareces bajar desde los
                 mismos
                              torbellinos del círculo?

          No sé nada de ti. . . nada de ti. . .
Es, acaso, decirte enteramente, decir tus avenidas, sólo,
                                      al fin,
                             de silencios sin orillas,
que podrían ser, es verdad, derivaciones de gracia corriendo a
    redimir
                                     oh Canals,
                           la palidez del Norte?

                 Es, por ventura, presente, siquiera,
el acceder únicamente a las escamas de tus minutos,
                                             bajo lo invisible, aún,
                                                      que pasa…
           o a las miradas de tus láminas
                             o de tus abismos,
         en los vacíos o en las profundidades de la luz,
                                           de tu luz?
                       Y se podría hablar de ti,
         intimando, aún por años, con las figuraciones que reviste,
               diríase,
                  aquí y allá, la corriente
                                                      de tu ser?

Oh no...
no se podría, me parece,
tocarte todavía
         así…


                         Cómo,
                        entonces, cómo,
                  asumir tu duración sin probabilidad de disminuir
                          tu tiempo, tal vez, de dios?

         Y en el tiempo de un dios, qué de los que vinieron a
                apagar
                            las hogueras que te amanecían...?
y qué de los monosílabos que presumiblemente respondían a
     las gamas
                                   de tus espesuras de flautas
                                    y que se desconocían entre sí,
                          al llegar a interponerles; tú, las seis o siete
                              leguas
                                que entonces te abrían...?

         Y qué de los dueños que arriaban, de arriba, todo un
                río de mugidos
                                   hacia los potreros que fluían, aquí,
   y que sólo detenía tu hermano con esa vena del naciente o ese
        azul
                        del surtidor de las avecillas...?

         Y qué de aquél de la “Rinconada” enfrentándolos, el
                único,
                           más “adelante” que el siglo
                         y junto a la aorta del “país”?

                  Y qué del otro que te cruzara por tres veces
                                                para salvar a Mayo
         de los cuernos de la derecha y de los cuernos del sur…?

                          Qué, pues, todo ello y lo demás,
         si tú no sabes y no podrías saber, por otra parte, de las
              milicias de la ceniza,
                            ni de una sociedad de sílabas
                                                ni de una codicia de millas...
                       ni menos de los intercesores de los últimos,
         como tampoco de la caballería que se atreviera a rescatar
                                    el sol... de las neblinas,
                        para el “interior” al “exterior” no?, por ahí:
                              del azar o del olvido:
                                               qué…?

         “Maya”, entonces, asimismo,
                                               para ti...
                  “Maya” las llamas y el vocabulario que se
                         entendía…
                                             “Maya” la cuaresma
                    sobre las lenguas de tus orillas...
                   “Maya” el despojo y la lujuria de praderías…
y la vista en alto, y la orden de las cañas, triplemente
    vadeándote,
                                        por los derechos del día...?
“Maya”, con más motivo, esos celestes de tus pupilas,
                              o de concentración,
en que, místicamente, desaparecerías, o poco menos, con tu
     tarde, sí
                          en la palidez del uno,
                                               allá,
           a no ser unas pestañas empequeñeciéndose en un cielo
                               o en un infinito de islas...?

                                    Y “Maya”, así,
esa, si se quiere, sensibilización de la ausencia, ésa en que tú
      libras
                                     o recreas,
                        con unos signos que huyen,
                              el rostro mismo, diríase,
                                               del éter...?

         Pero no sé nada de ti.
                  Nada. Nada.
Y hace, sin embargo, diecinueve setiembres que te miro y te
    miro.
                  Mas, es cierto, te miro
                         con los ojos de aquél a cuyo borde abrí los
                                  míos…
                              No podría hacerlo sino así.
         He de llevarlo, bien íntimamente, y a la izquierda, claro,
                  del latido,
                              y es él, sin duda, el que me haría preferir
                                       tu enajenamiento en el cielo
         a esa piel que hubiste, muy significativamente, de investir
                     por ahí...
         y que asorda los momentos en que debes de sentirte
                                      más leoninamente contigo...
Pero por veces, es verdad, sin una pluma que lo explique
                 desde el secreto, aún, del aire,
         flotas por el atardecer no se sabe qué alma
                   que suspendiese como el fluido
                                       de una inmanencia de cisne...

                  Mas ve, ve:
                  sigo mirándote, mirándote, con las niñas del
                       origen…
                                Y todavía de aquí,
                                                 de aquí,
                         en que por ceñir, o poco menos, a la ciudad
                                 a la que hubiste,
                                sacramentalmente, de “alzar”
una “debilidad” más que de padrino, no podrías, no
     naturalmente, reprimir...
                                      Y es así
         que aun en la tempestad que te estira hasta el confín,
              diríase,
                               en una unidad de siena
                          que quemase el caos... el caos...
         pareces desplegarte lo mismo que una “cinta” para ella
                                detrás de los vidrios
                          y sobre la barranca que le cincelaran
                                todavía…

                             Pero perdóname que insista
                                               e insista:
    no sé nada de ti. Nada, en realidad, de ti. Y no podré
          decirte jamás...
                         No es una “madera”
sino un “metal”, o los metales, mejor, o más de acuerdo, aún,
                               las ráfagas de unas tuberías,
                   o las ondas de unos hechiceros,
                                lo que requeriría eso que recelas
                    bajo lo femenino que te prestan las veleidades de
                           las horas
                     en complicidad con las estaciones
                                     y con tu infidelidad misma
                                       al que nombras
       y con la visión de un mediterráneo que vela
                           el idilio, ay,
                   de unos sauces en ojiva
sobre el sueño de unas muselinas que espectralmente despabila
                                        el después, sólo,
                                                 del cachilito,
                     plegándolas en seguida, y envejeciéndolas al
                     punto, en un final
                                                        de escalofríos
      que marchita hasta las cejas, hasta las cejas, ahí,
               del anochecer...
                            No sé nada de ti...

               Y no podré decirte nunca, probablemente. ..
                                   nunca…

     Pero deja que, al menos, te despida unos pétalos
                      de ese ángelus de mis gramillas
                      que desciende casi hasta el agua
                                 cuando ésta
                       pierde sus ojeras
y da en hilar, fúnebremente, con la primicia que deslíe
                          el duelo de arriba,
                                  la raíz
                          de la lágrima...

        No sé nada de ti…
                          Nada…



Alma, sobre la linde...
Alma,
        sobre la linde de ese aparecido de amarillo
                                    en una acequia de limbo,
alma,
        por qué tiritas,
si la melancolía, no lo ves?, pasa a su cielo, allá,
                                           casi en seguida
       encima del platino que pareciera el en sí
                                             del río.
                   y encima del infinito que se redime,
                                                    agónicamente,
                                     de las islas?...:
                                    don de amor, por qué no?,
                                                   ella,
don de amor que se revela, es cierto, luego de cernirse
                                     por un imposible de hojillas
                    y un imposible de nomeolvides,
pero que no puede menos de estirarse y estirarse, arriba,
                                            en una iluminación
                                                    de hilas
                   que querrían curar la lividez, aún,
                          de la frente del anochecer
con una demora de rosa solamente, ay, solamente, todavía,
                                      para la veladura del fin...

Es que Junio, en este momento, por ahí
                                              sube, sube de los juncos,
y afila hasta el hielo las pestañas de la soledad
                                 contra las “ánimas” de la crecida,
                                                todas las “ánimas”
que ni al unirse, paradojalmente, y ser la propia desesperación
                                                                  del aire
                                                    yéndose por sus heridas,
              no han de tener otros ecos que ésos de sus letanías
                                 en una invocación como a sí mismas,
                                                                          se dirá,
           en la misma espiral que anhelaría tocar, ay,
                                                             el sentimiento de Sirio. ..
         ello en la línea de ese juego que ha de repetir
                                    en la mirada del miedo
o en la pupila, si quieres, del destino de esas lástimas,
                                los guiños de la eternidad
      o las raicillas que hundirán los años-luz,
                                               en la quimera, también,
                                                de la piedad de un abismo,
cuando los narcisos del origen, tal vez, con sus vigilias de
     milenios,
                                                              y mares de silencio
                                                               entre sí,
        desaparecieran, en qué antes?, bajo los remolinos de las
            tinieblas,
                                                  en las avenidas del éter...
                            o volviesen a su llamamiento del principio
                                                           por los países de Alicia
                                                    hacia el amor de una nube…

Pero qué podrías hacer desde aquí, o desde tras de los visillos…
                                 qué podrías hacer, siquiera,
                                 por esos prójimos de silencio
                         que en este momento han de atar a su “cubil”
                                          para una vela sin vela
                                 entre una vela de estertores y de chasquidos
                                      por ceñirles,
                                                       serpentinamente, las pajas?
                                                     Qué podrías hacer, di?
Podrías, acaso, desenredar ese silencio
                                                      a los fines de la voz
                                           que enfrentará a las “diademas del sur”,
                                                         sí, del mismo “sur”?

—Mas mi privación del presente
no me induce, no, a olvidar la privación que “fantasmea”, me
     permitiríais,
                                     que “fantasmea “ las lamentaciones,
         o que “fantasmea”, mejor, lo que el pajonal ha de decir
                                                              al aguzar una brisa...
Pero quién declararía, quién, que los mismos suspiros
que atraviesan unas muselinas
y se niegan, en realidad, de alguna manera,
                                                                     los suspiros
al unirse y presionar, aunque misteriosamente, sobre las
     ligaduras del atardecer
                                            o la mudez de los anegadizos
                       no pudieran ayudarles, así, a liberar su metal,
                                                         para cuando, a su vez,
deban ellas inundar las constelaciones de las vías
                                                          o del propio frío,
                                             con el coro de las cuentas?
—Sí, pero mientras,
    cuántos, cuántos, sin alcanzar una ramilla
    sobre la espuma y los nudos...
    los nudos...
—Quién sabe... las callosidades hoy día
    se habitúan, ligerísimamente, a calzar las siete leguas…
—Y hacia ellos, después,
    la invasión de lo que ahora sólo ha de dar contra su llanto
                   en el rebote del llanto?
—Si continuasen, desde luego, cerrando la “familia”
                                          a las “compañías” del viaje
                           que deben de esperar, a cada diluvio, desde
                                    lo espectral o lo invisible,
y bajo las lunas, aún,
lo que en el Arca ha de venir
alguna vez, no?:
               las cepas de ese linaje que irá salvando de su noche
                                                        a las sensitivas del agua,
                            en el camino de la mirada que no temblará,
                                  no, en la relación,
                                                           ni en la participación,
                              fuera de los niveles y de la tristeza,
                                                                tal vez...
                              o en el camino del reencuentro, a través del
                                  azul,
                                                              con el presente,
                                                                      quizás,
                   de las criaturas de las profundidades...
y en esa caña, consecuentemente, sin divisiones, del sufí,
                   el hálito, nuevamente, uno, uno,
                       con la melodía...



Colinas, colinas...
Colinas, colinas, bajo este Octubre ácido...
Colinas, colinas, descomponiendo o reiterando matices aún
   fríos.
O no pudiendo decir plenamente el oro y el celeste, fluidos, de
   los cultivos.
Nos dueles, oh paisaje que no puedes cantar en la tarde agria
   e indecisa,
lleno de escalofríos bajo las nubes tenaces e inquietas todavía
   de tu sueño
y estás solo, solo, solo, con la angustia y el desamparo de tus
   criaturas.
Pero aun si cantaras el canto no se oiría casi.
Oiríamos sólo el ruido de los carros largos con su carga de
   desesperación.
Oiríamos sólo el silencio de los niños y de las mujeres junto
   a los ranchos transparentes.
Veríamos sólo la figura deshecha con la bolsa al hombro sobre
   la cima de la loma.
Veríamos sólo esos arrabales de las Estaciones, oh campos de
   Entre Ríos con aún países absolutos de injusticia,
oh campos de Entre Ríos hechos para la dicha
de los que os evocaron esa aurora florecida que aún no canta
   y que es extraña al día.
Otro será el paisaje mañana en las mismas líneas puras.

Cantará con un múltiple canto entre las casas próximas con
   mesas, ah, seguras y con libros y músicas.
Como de la noche de su alma del sueño de los campos el
   hombre extraerá toda la maravilla.
No más dividido, no, con el hermano ni consigo mismo ni
   con la tierra, el hombre.
Uno consigo mismo y con el mundo para crearse sin fin en la
   gracia más alta de la criatura,
y sonreír al rostro cejante de la sombra.



Deja las letras ...

Deja las letras y deja la ciudad...
Vamos a buscar, amigo, a la virgen del aire...
Yo sé que nos espera tras de aquellas colinas
en la azucena del azul...
Yo quiero ser, amigo,
uno, el más mínimo, de sus sentimientos de cristal…
o mejor, uno, el más ligero, de sus latidos de perfume…
No estás tú también
un poco sucio de letras y un poco sucio de ciudad?
Sigue, sigue, por entre la bencina, sobre la lisa pesadilla
de las calles extremas, hacia la gracia de las huellas...
Ay, la ternura de Octubre, a las nueve,
ya hace, por aquí, flotar a la pesadilla
en celeste de agua...
Pero derivemos rápido, del lado de los caminos del rocío,
invisible, casi, lo adivino, en el seno mismo de la luz...
Sentémonos, mi amigo, entre estas niñas rubias
que suben y bajan, altas, por unas orillas de jardín,
apoyadas, contra los cercos, sobre un rumor de enredaderas...
El sol ha bebido sus propias perlas
y hay apenas de ellas una memoria por secarse...
No temas, no temas, y mira, mira hasta las islas...
Viste alguna vez la melodía de los brillos?
La viste ondular, todavía de gasa,
desde tus pies al cielo, sobre el río?
Oh, la misma ciudad, a lo lejos, es una música blanca
con unos silencios amatistas...
Y ahora, ahora, torna la vista alrededor…
Saluda como un aura a estas humildes gracias de miel,
capaces, sin embargo, de atraer hacia sí
a las abejas todas del día
y de volver de margaritas a la melancolía más flotante…
No las sientes curvarse bajo un amor transparente
en un hálito de alas?
O es sólo la cortesía más misteriosa
entre esa que inclina, alternadamente, a los otros finos tallos,
ante algo que al parecer es la respiración de un dios?
Saluda, también, a sus vecinas menos subidas y más pálidas:
qué delicadísimo sueño de amapolillas más pálidas,
sobre un rastreo de tases, serpentino?
Y a las apenas malvas, medio escondidas entre las espiguitas:
pétalos de alba, a su pesar, con sus secretos amarillos...
Y a las apenas níveas, por bordadas, del país de Liliput,
pero que visten, igual que a una novia, a toda la gramilla...
Y ah, a las más sin nombre que se van
con los alambres libres
en una fuga preciosa de piedritas...
Y al trébol de allí, loco de verde, y miniado de sol,
increiblemente miniado de sol en primores casi íntimos
pero que extenúan a la brisa...
Y a las verbenillas, por cierto, de aquí:
oh, la más dulce sangre labrada por los misterios
para los misterios de las hierbas.. .
Y a estos emblemas de llama, perdidos de los trigos
mas que blasonan, del mismo modo, todo el aire...
Y a esos recuerdos de la luna,
aparecidos de seda, ay, en una vigilia de espejo
que se busca, a su vez, en su infinito todavía…
Pero no olvidemos, mi amigo,
a las esbeltas criaturas que arden el azul, allá,
delante no se sabe qué sacramento etéreo:
no olvidemos, mi amigo, a las criaturas de los cardos...
Ni olvidemos a aquéllas que ya parecen abisales
con su “pasión” de cielo sobre el susurro trepador:
rêveries de qué abismo hacia otro abismo las de mburucuyá?
Y no habremos comprendido, es cierto, a todas. ..
Cómo abrazar, mi amigo, a estas miríadas del beso
que van estrellando, se diría, todos los minutos
con todos los pétalos y todos los fuegos del suspiro?
Y si nos corriéramos hasta el arroyito del otro lado de la loma?
Allí, lo veo, las redes hondas sin bautizo
con su penumbra colgada y su casi vía láctea de jazmines
sobre una huida de vidrios, poco menos que nocturna,
con las navecillas de cita. ..
Y los laberintos de los taludes, aún con su sin fin
de pequeñísimas miradas en los iris más inéditos,
dando no sé qué números de no sé qué otra noche
o qué mareo de gemas entre unos miedos de crepúsculo…
Mas no oyes al silencio, ahora, mi amigo?
Qué ave de diamante, di, sobre la línea del sueño,
se deshace dulcemente?
O qué llamado para el sacrificio, di
de campanillas de humo?
Oh, todo dorado de misivas sobre las alas del azar
es el mismo amor que no teme perderse
como la propia gracia ya, libre, sobre su propio cielo de
corolas…
Y no oyes en este momento, di, al silencio o al amor más allá
de las lianas que tejiera para vencer su abismo,
asumiendo justamente la muerte con los modos de un espíritu?
Sí, en los amantes invisibles está asimismo la otra flor
o el otro lado de esa flor,
llama, serena llama, que viviría de su sombra...
Dónde, entonces, aquí, nuestras debilidades hechas dioses?
Aquí, lo que llamamos “horror”, o lo que llamamos
“amenaza”,
sonriendo desde la semilla, se diría,
o equilibrando a las mariposas, si quieres,
con un frío que nos duele, es cierto, en lo uno de la sangre...
Pero aquí también enfrentando a lo innombrable,
algo como los honores de un ángel...
Mas es en nosotros, mi amigo, que la agonía es dividida,
terriblemente dividida, y expedida a la ventura...
Y aquella música blanca con unos silencios de jacarandaes?
Allí y aquí, a la vez, la condena “de la rueda”,
desde las madres del río y desde las madres de las zanjas...
Y aquí, ay, asimismo, lo que vinimos a buscar..
Si el lirio da a los precipicios, qué le vamos a hacer?
Hay que perder a veces “la ciudad” y hay que perder a veces
“las letras”
para reencontrarlas sobre el vértigo, más puras
en las relaciones de los orígenes...
O más ligeras, si prefieres, como en ese domingo
y en esa fantasía que serán...
Hay que perder los vestidos y hay que perder la misma identidad
para que el poema, deseablemente anónimo,
siga a la florecilla que no firma, no, su perfección
en la armonía que la excede...
O para ser el arpa de Lungmen
eligiendo ella sola los temas de su música,
lejos de los tañedores que se cantan a sí mismos
o que no oyen con los suyos a los recuerdos de las ramas
ni lo que dice el viento…
ni menos ven lo que el viento, por ahí, pone de pie. ..
Y aquí, además, las rimas entre los escalofríos de las briznas,
con los hilos temblando, siempre más allá de nuestra luz..
Y el rostro de Ella no escrito,
oh, recién nacido, con unos signos por hallar
y que serán, oh amigo, los que han de llevarte hasta su esencia
como las mismas, las mismas letras de tu alma...
Pero la viste a Ella,
amaneciendo aquí, Ella, de la espuma de las matas,
Venus de las colinas. Ella, sobre un flujo de jardín,
virgen profunda ésta toda aún de cabellos?



Dulce es estar tendido...
Dulce es estar tendido
fundido en el espíritu del cielo
a través de la ventana
abierta
sobre los soplos oscuros...

Dulce, dulce...
El pensamiento amarillo de allá
es nuestro mismo silencio casi póstumo
libre
sobre los abismos...

Dulce, dulce haber en alguna manera muerto
hasta el primer jazmín de arriba
que titila de súbito
en la misma brisa del poema que leemos...

Dulce, dulce...
¿Pero has olvidado, alma, has olvidado?
Dulce, dulce, bajo el vértigo
de las enredaderas celestes
estar solo con Keats,
bajo Keats, mejor bajo otra liana eterna...

Oh melancolía, oh melancolía que se enciende como un jardín
sobre la terraza que flota en una luz pequeña…

¿En qué urnas etéreas, alma,
olvidaste tu tiempo y tu piedad?

Bajo la breve dicha algo en el aire:
las ramas de la angustia, alma, que llaman...

Una angustia que quiere dejar de ser en todas partes,
en todos, en todos los grados de la soledad...
desde la piedra, acaso, alma,
hasta el ángel que se contrae herido…
La vida quiere unirse, alma, de nuevo, por encima de los
    suplicios…
¿No oyes los gritos profundos del edén que quiere ser
con la lucecita desvelada, sí pero tierna, sin el fruto de la
    muerte
y libre al fin de sí misma?

Alma, dulce es el sueño,
pero no se roba ahora, ahora, a la memoria del amor?

Ay, el amor, ahora, con los ojos abiertos sobre el infierno,
sin poder alzarlos, serenos, hacia el cielo de todos,
o bajarlos, serenos, hacia su cielo íntimo para más puramente
devolver…



El Aguariba y florecido

Muchachas de ojos de flores y de labios de flores.
En la sombra exhalada—¿de qué su dulce hálito?—
los vestidos ligeros, muy ligeros, con pintas.
Arde de abejas el aguaribay, arde.
Ríen los ojos, los labios, hacia las islas azules
a través de la cortina
de los racimos
pálidos.
Ríen los ojos, los labios. ¿Veis las muchachas o es
la tenue sombra ebria
y bordoneada
que se alucina de muselinas claras
y de otras flores vivas—extrañas flores vivas—
riendo, riendo, riendo hacia las islas?
Muchachas de ojos de flores y de labios de flores.
Arde de abejas el aguaribay, arde.



El manzano florecido
…Y lo creíamos muerto, abatido por la tormenta.
Oh, la herida profunda que separaba casi el tronco,
y el tejido de las ramas, sobre el suelo. en un anhelo, al parecer,
   seco.

Bajo el balconcito, en el sitio hondo, su melancolía ida,
breve reposo sólo de algunas tacuaritas, o encanto oscuro
de algún escalofrío súbito de mariposas amarillas...

En otro mundo, se hubiera dicho, ya
—cuál es, niños, el cielo bajo de los árboles?—,
su indiferencia era gentil para el ramillete de tártago
que quería subir bien a su lado y entre su urdimbre.
¿Qué vida, bajo sus brazos, dulce, se humedecía
que había allí caminitos afanosos
y hierbas para ahuecar, discretas, el sueño de los gatos?

Y él había sido, para la ventana alta, la nieve de la primavera
en las primeras locuras del azul entre sus dibujos ligeros
sobre la ilusión reciente, verde, tenue, del confín de las islas:
¿líneas de Hokusay o imágenes de Tchou chou-Tchenn
en el aire ebrio de las diez?
Y él tendiera sombras de encaje y diera
las palideces nilo y los fuegos del amanecer
en las formas mismas de la delicia, puras,

y él fuera luego, sin “dueño”, con esa delicia,
más que el agua de la “canilla” de al lado para la sed alada o
   pobre…
Y algunos chicos después, sobre su gracia ya caída, ay,
equilibran sus juegos de la siesta o de la media tarde...

Pero vino Septiembre y una mañana apareció así lo mismo que
   una novia,
y abría los ojos pálidos, de seda, sobre el sueño lastimado...
Oh, la invencible luz de la vida que ascendía de la noche herida
en copos que eran tímidas miradas hacia arriba, sí, tímidas. ..
No podía, no, mirar de un poco más allá como antes,
el río sensible y las lejanías sensibles entre los hálitos celestes,
pero el paraíso grande, ahora más cerca, inclinaba sobre él
en todos los momentos del silencio un leve amor morado...
Oh, este amor cuando la sombra dormida se había mullido más
y las flores se hacían más blancas, abajo, como preguntas hacia
   el amor,
y no eran ya la luz fiel a la ritual cita de arriba
sino una humilde fe, algo sorprendida aún, de comulgantes…
mientras él, todo él, también, en una presencia que dolía casi,
era la voluntad feliz, desde el lecho mismo del martirio,
de seguir dándose, dándose, a los labios desconocidos del
   tiempo…



El pueblo bajo las nubes

Duerme el pueblo. ¿Es ello cierto bajo esta luz
casi nevada de un jardín algodonoso
que flota, se abre, y ciérrase sobre las calles solas
en una fantasía toda infantil de pura?
Yo sé, oh, que las cosas, sólo las cosas, sólo
se iluminan en esta irradiación alada
y cándida—Grandes cisnes efímeros
sobre un sueño de cal y de follajes?



Ella…
Ella anuda hilos entre los hombres
y lleva de aquí para allá la mariposa profunda
—ala del paisaje y del alma de un país, con su polen…

Ella hace sensible el clima de los días, con su color y su
   perfume…
a su pesar, muchas veces, como bajo un destino.
Testimonio involuntario, ella,
de un cierto estado de espíritu, de un cierto estado de las cosas,
en que la circunstancia da su hálito. ..

Pero se dirige siempre a un testigo invisible,
jugando naturalmente con la tierra y el ángel,
el infinito a su lado y el presente en el confín...

Mas es el don absoluto, y la ternura,
ella que es también el término supremo y la última esencia
con las melodías de los sentidos y los símbolos y las visiones y
    los latidos
para el encuentro en los abismos...

Mas tiene cargo de almas, y es la comunicación,
el traspaso del ser, “como se da una flor”, en el nivel de los
    niños,
más allá de sí misma, en el olvido puro de ella misma…

Y no busca nunca, no, ella…
espera, espera toda desnuda, con la lámpara en la mano,
en el centro mismo de la noche...



        Ella…

Ella estaba enamorada de sí misma…
Oh, los espejos...
Oh, la embriaguez de plata
de ella
en el aire de los zarcillos…
Luego fue de los velos…
Las nubes del otoño
sólo,
sólo, ay, para una novia...
Los velos...
Y fue más tarde de las hojas...
pero de las hojas como joyas
del viento...
Las hojas...
Y con el tiempo fue del río…
mas lo mismo que un ala,
a veces invisible,
sí....
o una ramilla, al ras, midiendo
la danza...
Un ala y una ramilla
únicamente… ay,
del río…
El río…
Después, después, las cosas
con su perfume
séptimo…
Y ella, las cosas mismas
buscándose,
para la comunión?,
para la adoración?
Y ella, las almas mismas
también,
buscándose las manos
en los laberintos,
tras de todas las rejas,
a través de todos los órdenes.. .
a través de todos
los mundos...
Las cosas y las almas...
Y al fin, ay, al fin.. .
el grito hacia el mar
o la noche...
El grito de la niña,
o de algo
que ya no se veía,
sobre el último
hilo…
En la ribera, es cierto,
sólo un hilo
llamando?
La pregunta a las estrellas
perdida, es cierto,
en el jamás?
Pero por qué, por qué,
a la vez,
menos que una vibración,
menos,
ella,
en la corriente de las profundidades
hacia la edad
verde…
sube, sube de repente, sube...
sin nombre,
desde todas las presiones?
Y por qué, por qué,
de repente en la luz,
quemada por un ángel,
por qué
sale de la luz, ella, corriendo...
corriendo
a los caminos de la sed,
con el vaso de agua en las manos
y descalza,
por qué?...


Ella iba de pana azul...
Ella iba de pana azul entre las manzanillas. Ella.
La mañana pesaba ya dulcemente.
¿De qué color la sombrilla contra el amor de Octubre?

Entre las manzanillas ella iba.
Entre la nieve ardiente ella iba.

¿En qué ligerísima penumbra sus labios florecían?

(Oh, sin la penumbra,
toda la abeja del aire,
toda, sobre sus labios...)

Entre las manzanillas ella iba.
La voz, la voz de niña, algo indecisa aún,
con pudor, con cierto pudor, de los pétalos ebrios…

Esa edad de Jacinto, ay, y ese aire…
Entre las manzanillas ella iba toda de pana azul,
de un azul más grave que el del Domingo, azul, porque ya era
    el destino
de ojos a veces bajos o turbados.. mi destino.
Mi destino... Y yo a su lado, qué?
Ella iba de pana azul entre las manzanillas. Ella.



En las gargantas del Yan-Tsé
Qué oyó Tou-Fou, qué oyó
en estos silencios que no dejan de subir y a la vez de caer,
fluidos de iris,
así,
a pesar de su espanto sin tiempo?

Sintió, solamente, como Li-Tai-Pe, que se prendían unos gritos
   por ahí?
Y el vértigo de la piedra,
y el vórtice de la angustia
que no admite, de improviso, ni siquiera su agonía,
                                         de paja,
                            aleteando, invisiblemente, casi,
                                                 en un junco...
que no admite ni eso para perderse, para perderse, en seguida,
   en un sin límite
                              de congoja. . . o de niebla?



Es Otoño, muchachos...

Es Otoño, muchachos. Salid a caminar.
Otoño en su momento inicial, más hermoso.
No os engañará este azul casi alegre?
¿Alegre?
¿La profundidad tiene alguna vez alegría?
¿No os engañará este verde joyante por momentos?
¿O esta invitación alada de la tarde?
No, una honda presencia deshace las azules sombras
y apaga la alegría del campo
—un luminoso, puro sueño que tiembla.
¿Cómo, y la tarde no se corona de flores
como de un fuego quieto de ángeles guardianes?
Ya está el viento, muchachos, el viento del otoño, del otoño,
violento o suave casi como un suspiro,
una enfermiza alma
de qué oscuros reinos?
que revela en las cosas
un herido pensamiento
de sorprendidas criaturas.
El viento,
niño fúnebre que juega con las últimas ilusiones del cielo
hasta darle una aguda limpieza de extraña agua final.
El viento, muchachos, el viento infinito.



Entre diamante y Paraná
                             Un cielo de prelluvia
                   demora y demora un estupor de grises
           y de azules... de azules, es cierto en inminencia aún
               de decidirse...
                                        lo demoraría
                   hasta esa penumbra en que habrá de desleír
                    su silencio, al fin,
           apenas, éste, apenas, muy apenas, caído
o negado en una poco menos que adivinación de arpas, o de
     brillos
                     a soñar pero que flotarían
en hilados, quizás, con intermitencias, por ahí,
                        en una casi ceguera, entonces, por encima
del tecleo que habrá de cristalear, por su parte, se diría
                                               en abismamiento
                    a los lados de las banquinas?:
                                            las ramitas
                     deberán por él, consecuentemente, de seguir
digitando su llamamiento, o qué?, de junto o en medio de un
                                                                     misterio de marismas
                                                             sobre una nada de vidrios?

                                   Pero el camino
            se enciende, ahora, en la irradiación de una agonía
                                                    que fija
           altísimamente una nube o un cisne
más bien, de gloria, o mejor, una suerte de capullo del cual no
      se sabría
                                        si se despide
        o si en un fluido de oro y rosa, transcielamente, ya replica
                                             el amanecer de sus suspiros...
         Y son allá y más allá unos pasajes, no?, de trigo
                                               en subida
       o en vaporización o espectralmente en fuga entre las cintas
                            de un verde por anochecer y todos en la misma
                                                                    melodía
       que despliegan y despliegan lateralmente los minutos
                                   que armonizándose en otra línea,
                                             hacia arriba,

llegan a extasiarse en una como transfiguración de rayos de
     jardín
                                o de recuerdos, en un haz, de visos…
      Mas he aquí que uno de éstos se extravía
                                                   al abatirse
                  y da en descubrir
     lo que quedaba a un lado del asfalto, en un equívoco
              de denuncia, al exaltarlo precisamente así:
                              lo que quedaba de un perrito
     que alguien, quién?, separase de la madre y de los otros
         de la cría:
            consignados, me dijeran, sobre una bolsa, en un
                  declive
     a la margen de la ruta y contra un grupo de arbolillos…:
                           consignados en la prisa,
   entonces, del desasimiento y del endoso, que se sigue,
                                        del fastidio..
                      consignados a lo fortuito
        de una “piedad” que, por su parte, en el vacío que la
             aspira
             sólo puede, a lo sumo, ir delante de sí
                                 y oír
                         únicamente el zumbido
               de un tiempo que quisiera apurar hasta el límite
                     y ello siempre que no lo asimile
        éste, y a lo largo, ensordecedoramente, del día…
Y entonces, me parece que la puérpera hubo de preguntar en
     medio de hipos
                                                      a ese desconocido
                    que le alzara su hijo
                                                      a un destino
       al que sólo le fuera dado lamer casi en seguida
                                              entre acaso fintas
           que le impusiera el tráfico, ciertamente, ay, obstruido
                                por ellos allí
     desgarradas aquéllas de su parte por gritos
ante el horror que aún quizás se le infligiera de que ella debería
                                  lacrar con su vida
        eso a cuyo misterio no pudiese sino despertar más los
             latidos
                   y tenderlos no solamente por todo el curso, diríase,
          de la luz, pero asimismo
         por el de la propia sombra con el juego entre sí
    de la fascinación de los faros hasta la corrida
                              de la vigilia
     por desprender la última a tiempo que la vela asimismo
                        de las luciérnagas fosforecía
                                              el fin
                               de los escalofríos
       sobre el propio, en correspondencia, de las briznas...
Y fuera en ese momento cuando probablemente más habrá
    sentido
               la ausencia de aquel, de cualquier modo, calorcillo
                           que les asignaran por ahí
la dispensa de lo que, ciertamente, significase un “abuso de
     familia”
                               pues el descendimiento para asistirlos
de ese cielo que llegaba por momentos aun a adherírseles,
                                no llegaba, a fuer de “animitas”
        que era, a tocar justamente, el lado de su frío,
ese que le hiciera desesperar en la ocasión, más si cupiese, los
     aullidos
                      en la necesidad de oír
allende los vanos que abrieran, fugitivamente, los ruidos
                del amanecer de la vía
                                                 un posible
         de respuesta, a pesar de los pesares, de alguna viejecita
                             o de algún linyera, desprendidos
                                             de su pesadilla,
           pero sin duda ellos, con oídos,
a los que siempre, siempre, no se sabe, no, qué nadie,
          tras la reverberación misma,
les vuelve solamente, ay, solamente, a los gemidos...:
                           ellos así
los únicos, o casi, conforme a la experiencia que de por ahí
              tuvieran los fieles de las otras jerarquías
                                                del Olimpo...
     capaces de cortar a tiempo el lazo de lo definitivo
                         por correrse sobre unos hálitos...:
                        ellos así
como ángeles en trapos en esa lividez que profundiza
                                      todos los precipicios
          en que el alba va cediendo, ya, a los pies
                     de los forzados de la intemperie
cuando sin saber cómo no son éstos aspirados, de improviso,
                                  entre los espartillos...:
                          ellos así
para escuchar o adivinar bajo o entre la circulación, todavía,
                                   del ruido
                            los silencios que tiritan
         desde el extremo, se dijera, ya, del hilo...:
                           ellos los aparecidos,
literalmente, de este lado, para hacer que aún no pasen al otro
      de su limbo
                                           sus hermanos de aquí
        si para ello bastara algo de lo recogido
de las bolsas de la noche de bajo las aceras cuando en la
     amanecida
                   del volcadero, bajo un verde de volidos
       ya, o en medio de un crema ya también de ensortijados en
            hilitos
                  y entre el óseo de los otros digitales, asimismo

           urgando, pero todos nivelados, madrugadoramente, allí,
                                   por las urgencias de la bulimia...:
                    aparecidos
además, en esa eternidad de un segundo de la ausencia bajo el
      filo
                                          del juicio
                   a los olvidados, por ellos asumido...:
                             o aparecidos
   de qué providencia, sencillamente, aunque en equilibrio
                                      acaso también para asistir
                                                   en su desliz
          a los anónimos de siempre o que parecieran elegidos
        de las caídas...
        Pero elegidos
       ellos, a la vez, por qué no?, para que el alba se redima
                          y así
       que la luz de la leche siquiera en algún sitio
                     sensibilice
en ese azulamiento de la fuga hacia lo alto que habré luego de
    cernir
                       el desdén, casi, del “espíritu”...
           sensibilice o vaya sensibilizando lo que a éste, al fin,
                                                   justificaría
por los desheredados, paradójicamente, de sus “títulos”
                                entre los grumos de su nadir
inclinándose para lavarle a través de las figuras
            de su piedad, con el rocío
que, llorase, desde sus estrellas, ella misma…
                    para lavarle lo que, después de todo, fueran por
                         allí
                  humanamente, sus pies...

Aunque ello, es cierto, en las antípodas, y más que
   espacialmente, del continuo
                                 que allá vuelve las arcillas
            y las lianas y los aires de un revés de apocalipsis
                                  en los estallidos
           de una de arañas de teratología o gigantismo
                                 y la llovizna
           de los desfoliantes de amarillo, sólo, a no dudar, para
                amarillos
                                     y las “flechitas”
           con aletas para demorar por tres lunas el cruce a la otra
                orilla,
                                      y un lo inasible
                   de salientes por la noche ya de los tejidos…
                                     y todavía
                    los globos en deshojamiento de esquirlas
           ajenas al metal pero en familiaridad, sin embargo, con
                   el secreto de los gritos. .:
                                       todas las “técnicas”, en fin,
            de la desintegración y de la perennidad de la agonía
                                                            para reducir
             a los condenados a un infierno de tres décadas, ya,
                                        y por estar, al último, en el círculo
                                       de la estrategia de la ceniza
                                                        que hundiría
                 para siempre, después, en cavidades de cosmogonía,
                                         a lo demás del continente con la única
           culpa de haber ensayado recuperar, colectivamente,
                   y aun abrir
                                                         las líneas
                                               del yan y del yin...
Y más, hacia el Este “cercano” de la “civilización”, las mujeres
        y los niños,
                                       reos de discurrir,
           desde luego, sin saberlo, sobre el oro de las
                   profundidades, cuyo viento necesita
                               aquélla ilustrar e invertir
               en las llamas de la purificación para el dominio:
                                  reos, pues en el suplicio
            de los pronunciamientos de fósforo cayendo de unas
                alas en la apertura
                                                               de unas villas…
             Y en otro nivel, la “civilización” que se inflige,
          en el mejor de los casos, por el señuelo de unos “bienes”
                  a cortar el circuito
                                de una sabiduría
                que florece a su hora, bien que en lo invisible,
que debe, quizás, a unas corrientes que presionan
    silenciosamente, desde siglos...
          Y eso cuando ella no revierte contra la propia cetrería
                            las artes de sus neblíes
           pero superándolas, progresivamente, hacia la caza de
                los miedos,
                                     o de los monstruos de por encima
                     de por dentro y de por bajo si en los infinitos
                                que acechan asimismo...
       Y, ah, por añadidura, de este lado, en la Amerindia,
igual descendimiento de los “súper”, para horror de la floresta,
                                                                  a ras de los que pisan
              o poco menos, ignorándolo también, unas minas
                                                     del combustible.
Y ello por entre los claros que tapa a continuación, de
     improviso,
                                    una fatalidad de aluminio que todavía
acosa, si cabe, de más bajo, a las familias,
                          hasta la ilusión de las barquillas,
pues entonces aquélla habiendo encontrado una manera de
     vacío
                        sobre el afluente en fiebre al blanco, por
                         minutos del mediodía
         le adelanta un crepúsculo, en dehiscencia, de cobrizos…
                Y es más arriba
                                           el suicidio
              en comunidad de las tribus
        ante el solo trueno que anuncia el genocidio...
                 Y es ahora mismo
                               el expatriamiento, en inminencia, de las
                                   dríadas del origen
                                               a la aventura de una orilla
                                                            del mar de energía
              o de la “presa” a alimentar o a sangrar, de verdad,
                                      bajo la desnudez de algunos ríos
                               por los fantasmas, acaso, ya, del fin
                                        de Nandurú—Arandú...

Hay, pues, Stefan George, algún momento, en realidad,
                                                               que dé todo de sí
         cuando al curvar, jardinadamente, un recuerdo de círculo,
                  deja caer un eco, diríamos,
      de uno de sus pétalos sobre la propia palidez también en ida
               de la ruta y enciende como un casi imposible
                       de memoria más que abre unas líneas
                                que nos toca seguir
         vueltos, súbitamente, a pesar nuestro, del olvido
                                                        del Estigia,
y con todo que a aquél, en nuestro caso, le hubiésemos,
                                                        naturalmente, de abrir
                     hacia los espacios, por qué no?, del devenir
                                                            o de su devenir
                     con el concurso de hadas y silfos
            a través de la penumbra y a través aun de la misma
                     sombra: ellos, entonces, en instrumentistas
                                                        de lo invisible?…
aunque… aunque… es cierto que las ondas que ahora no
      inmunizarían
                              despliegan, concéntricamente, a la vez,
                                                     la amanecida
                               en una rosa aun de cinc
                  que toca, en verdad, muy apenas las orillas,
pero en la presión, ya, no puede negarse, desde el fondo del río,
                      de una piedad que se decide
         a amartillar el propio corazón de los siglos...



Fui al río...
Fui al río, y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.
Regresaba
—¿Era yo el que regresaba?—
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!



Grillo en marzo

Oh, solo de Marzo,
qué nos quieres decir, así, tan persistentemente, así
                   por encima: del nadie
                   que palidece…
o desde allí donde se hacina, apenumbrándose, y parece tener
     frío, él,
                     a pesar de eso, frío, frío,
                              ya, frío?

Qué?…
acaso que la flauta ha de asumir, crepuscularmente, el aire
                      que, sin aviso, no?,
                      enajena a la eternidad
                      el silencio...
o que la propia caña, por otra parte, se debe a la vigilia o al
     peligro
                     de un hilo por quemarse
                     sobre las huellas mismas
                     de un ángel?

Qué?…:
que la hebra de los llamados, desde los milenios, continúa
                      sin recogerse jamás,
                       jamás, frente a los precipicios…
y que si a veces no se oyen, no dejan, por eso,
    nunca, nunca,
    de tocar los oídos
                     que los esperan sobre la noche...?

Qué?…
que la gota, siempre, tiene el tiempo consigo
                       para hacer que crezcan
raíces sobre el éter, y ramas, ramas, debajo del abismo..
                      y todavía
                      para abrir las alas de la piedra...
o que, multiplicándose hasta la avenida sigue ella conservando
     últimamente la palabra
                       sobre las siete murallas
o la muralla que amasan y cimentan, y aún, escalan, los huesos
     de los siglos
                      con cadenas, ay todavía?

Qué?…
que algo igual a una sonrisa atraviesa los límites
                    y es, quizás, una florecilla
que sobrevive, por el anochecer, a su tallo...
y sigue flotando, flotando más allá de la llama y más allá de la
      ceniza,
                          desde el “centro”, tal vez, de la “cinta”,
                          y del otro lado del miedo
                          y del terror mismo,
porque sería, ahora, una con la serenidad y la ligereza y la
      alegría,
                      en la “línea” que no ondea
                             ya?



PARA QUE LOS HOMBRES

Para que los hombres no tengan vergüenza de la belleza de las flores, para que las cosas sean ellas mismas: formas sensibles o profundas de la unidad o espejos de nuestro esfuerzo por penetrar el mundo, con el semblante emocionado y pasajero de nuestros sueños, o la armonía de nuestra paz en la soledad de nuestro pensamiento, para que podamos mirar y tocar sin pudor las flores, sí, todas las flores y seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada, para que las cosas no sean mercancías, y se abra como una flor toda la nobleza del hombre: iremos todos hasta nuestro extremo límite, nos perderemos en la hora del don con la sonrisa anónima y segura de una simiente en la noche de la tierra. 


TODOS AQUI


Todos aquí para mirar arder y consumirse ese fuego.
Fuego sólo?

No es un corazón apasionado que se ilumina en los cielos?

La pasión de la luz antigua abriéndose en flores encendidas
para mirarse en el espejo humano.

El corazón dice: criaturas terrestres, la vida es gloriosa,
alzaos hasta el fuego armonioso como hasta la sangre
del éxtasis para que todos seáis como simientes ardiendo
para las cosechas sucesivas de la luz común que encenderá hasta la sombra
y la estrellará como un jardín.
 

OH, ALLA MIRARIAS


Oh, allá mirarías
con un noviembre de jacarandaes… sí, sí.

Pero, amigo,

si no habrá, del otro lado, domingos
de niñas…
ni menos en lo ido
lilas
de prometidas…
O mirarías
con un infinito de islas y otra vez morirías, sin morir
en unas como ultra-islas?

Mas amigo, qué otro infinito, allá, podría repetirme

y aun desdecirme
en el juego con un confín
que no sería
confín?
O entonces con lo que restase
de río
en el estuario que dicen?
Qué tiempo, amigo,
qué tiempo, por Dios, para los tiempos
en lo que a ellos los ahogara… todavía?
Ni con un junco, así?

Dónde los juncos, niño mío, en un inconcebible

de orillas?
Un sentimiento, pues,
soñado por el no, el no, sin límites?
O un crecimiento, allá, en un modo de existencia y no de vida?
O donde nada, por tanto, sería,
de la negación misma, una manera de fermentación hacia el sí
de unas espumas de jardín…
o hacia ése que las ramas y las hojas, póstumamente, habrían
perdido
pero en un ir
sin fin… :
espíritus, entonces, por momentos, de unas
azucenas a la deriva…
Mas, qué allí…
qué de los ojos de violeta, y de los ojos de verdín,
y de los ojos de los narcisos,
y de esos ojos que les transfiguran,
en iris
de la eternidad, sus minutos,
mas desde las arenillas
de aquí?



EL JACARANDA


Está por florecer el jacarandá… amigo…
Es cierto que está por florecer… lo has acaso sentido?
 

Pero dónde ese anhelo de morado, dónde, podrías
decírmelo?

En realidad se le insinúa en no se sabe qué de las ramillas…
 

Cómo, si no, esa sobre-presencia, o casi, que aún de lo invisible,
obsede, se aseguraría,
el centro de la media tarde misma,
sobre qué olvido?
llamando desde el sueño o poco menos, todavía,
cuando un rosa en aparecido,
lo cala, indiferentemente, y lo libra, lo libra
a su limbo.

DIOS SE DESNUDA EN LA LLUVIA...


Dios se desnuda en la lluvia
como una caricia
innumerable.
Cantan los pájaros entre la lluvia.
Las plantas bailan de alegría mojada.

La tierra
como una hembra
se disuelve en los dedos penetrantes
con una palidez de mil ojos desmayados.

Camino bajo la lluvia, todo mojado, cantando,
hacia mirajes que huyen en un rumoroso sueño.

¡Lluvia, lluvia!
Desnudez del dios
primaveral,
que baja danzando, danzando,
a fecundar la amada
toda abierta de espera, quebrada ya de ardor
amarillo y largo.

Sí, mi amiga…

 
Sí, mi amiga, estamos bien, pero tiemblo
a pesar de esas llamas dulces contra junio…

Estamos bien… sí…
Miro una danzarina en su martirio, es cierto,
con los locos brazos, ay, negando la ceniza
y el crepúsculo íntimo…

Estamos bien… Cummings que se va, muy pálido,
al país que nunca ha recorrido,
mientras Debussy enciende el suyo, submarino…

Estamos bien… Pero tiemblo, mi amiga, de la lluvia
que trae más agudamente aún la noche
para las preguntas que se han tendido como ramas
a lo largo de la pesadilla de la luz,
con la vara que sabes y la arpillera que sabes,
en las puertas mismas, quizás, de la poesía y de la música…

Estamos bien, sí mi amiga, pero tiemblo de un crimen…

Cuándo, cuándo, mi amiga, junto a las mismas bailarinas del fuego,
cuándo, cuándo, el amor no tendrá frío?




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