CIEGO EN LA RESOLANA de Héctor Tizón
MAZARIEGO de Héctor Tizón
¡Abríos puertas inmortales!... porque Dios se dignará visitar muchas veces con placer las moradas de los hombres justos y con frecuente comunicación enviará a ellos sus alados mensajeros. Milton, El paraíso perdido, Libro VII La anciana Lambra levantábase mucho antes del alba y permanecía en el umbral de su casa, justo a la entrada del pueblo, mirando hasta el cielo, como adivinando la luz que ya vendría. Por estas razones (por vivir a la entrada del callejón y por madrugadora) fue la primera en observar la llegada de Mazariego, ocurrida un día cualquiera. Con su increíble pañuelo negro cubriéndole la cabeza, sus viejos ojos hundidos sin brillo, apenas si emitió un graznido cuando al llegar pasó a su lado saludando alegremente. Mazariego —nieto de uno de los fundadores del pueblo— había resuelto instalar en la antigua casa familiar un negocio de venta de bicicletas. Para ello remozó la ruinosa construcción de adobes, uniendo las dos habitaciones anteriores (una de las cuales había servido de sala), abrió dos grandes ventanales habilitándolos como escaparates, y en esos cuartos dispuso el salón de exposición y ventas. Calculó Mazariego que, con buena suerte, podría vender dos bicicletas por mes y que así —en un año, que era el término de vida que sus médicos le vaticinaron, pues padecía una extraña enfermedad incurable— habría vendido un par de docenas de bicicletas, con una ganancia excelente para estos tiempos. Transformada la casa, cuyos venerables muros de adobes se elevaban sobre la única calle del pueblo, Mazariego colocó con la ayuda de nadie ese letrero que decía: “Mazariego - Rodados” en fuertes caracteres de imprenta, blancos sobre fondo azul. Mandó imprimir en la ciudad unos carteles de atrayentes colores, en los cuales se veían ciclistas montados en sus bicicletas, todos con atuendos distintos y ocupados en diversos menesteres: una dama con un abanico en la mano, un señor con pipa mondando una naranja al tiempo que pedaleaba, otro quitándose el sombrero en cortés reverencia, uno más, en fin, llevando un pesado baúl en el portaequipaje. Esos carteles aparecieron por todo el pueblo: en los muros, en los troncos de los árboles, en el portal de la capilla. Y un viernes, el comerciante anunció que al día siguiente inauguraría el local de ventas, el que sólo permanecería abierto medio día, por ser sábado. Muy temprano, el sábado ya tenía Mazariego dos clientes que, boquiabiertos, contemplaban las flamantes bicicletas en los escaparates, sin animarse a entrar. Mazariego los alentó con gritos cordiales proferidos desde adentro y ampliados con un altavoz; hasta que finalmente, y luego de intercambiar pareceres, uno de ellos entró, saliendo al cabo con una bicicleta. La primera. Algún trabajo costó a este hombre aprender a montar y, ayudado por el propio Mazariego que lo sostenía y empujaba, arrancó de pronto para desaparecer a golpes de pedal en el polvoriento recodo del camino. Y ya no se lo volvió a ver. No había concluido el vendedor de contar el dinero cuando tenía dos clientes más, en uno de los cuales creyó reconocer al propio al propio agente de policía que lo autorizara a fijar los afiches de propaganda y en el otro, al Juez de Riego. Cada uno salió con su bicicleta y ambos desaparecieron como tragados por el polvo. Transcurridas dos semanas y pese a que Mazariego a partir del cuarto día suprimiera toda clase de propaganda, las ventas habían superado los cálculos más ambiciosos. Diariamente —de la mañana a la noche— frente al negocio se agolpaban los pobladores de ambos sexos, sin contar los niños que, como suele ocurrir, eran los que más alborotaban con su vocinglería. Todos, salvo dos —al cabo de tres meses— habían desfilado lo menos una docena de veces frente a los rutilantes escaparates. Esos dos eran el bolichero y su mujer, ambos obesos y pálidos, quienes, taciturnos, combatieron sordamente el advenimiento de Mazariego, un poco por espíritu conservador y otro tanto porque, al cabo de algunos días, comprobaron la enorme disminución de sus propias ventas de vituallas y licores. La llegada del otoño no hizo menguar el entusiasmo por la compra de bicicletas, sino todo lo contrario. La maestra de escuela se llevó una con el cuadro niquelado, el ingeniero otra, de carrera; también el jefe de la estación ferroviaria y la anciana Lambra obtuvieron las suyas. Algunos —los más pudientes— incluso adquirieron dos, alegando posibles fallas que les impidieran seguir rodando en mitad del camino. Otros llegaron a vender todas sus pertenencias —en general semovientes— para poder comprar la bicicleta. Las hojas de los árboles languidecieron como era de esperar y el éxodo comenzó a causar grandes males: cementeras estériles, techos que se derrumbaban por falta de reparación en las viviendas abandonadas por los ciclistas; el propio Jefe del Registro Civil y su mujer partieron, pedaleando a su vez, y desde entonces dejaron de anotarse defunciones y nacimientos, sin mencionar los matrimonios que, para peor, desde el comienzo de la venta de bicicletas aumentaron. Fue cuando las calamidades empezaron a asolar el pueblo: depredaciones y robos provocados por una banda de salteadores, impunes por falta de resguardo policial; una invasión de serpientes que —según se sabe— se animan a rondar por viviendas deshabitadas, cinco muertos en seis meses quedaron insepultos, las aves del corral desamparadas huyeron, la campana de la iglesia dejó de doblar. Después del otoño llegó el invierno adulterando la claridad del cielo, convirtiendo en escarcha sutil y quebradiza los rocíos de todos los largos amaneceres y cuando no había culminado aún el décimo mes, Mazariego se sintió morir. Pero ya no había quedado nadie y el pueblo, vacío y oscuro, también languidecía con sus casas derruidas y cubiertas de amarillentas, duras plantas trepadoras. Ese día el vendedor de bicicletas vomitó y supo que era el fin. Serían las nueve de la mañana inicial del invierno, particularmente plomiza y fría cuando, arrastrándose, trató de cruzar el salón de ventas para cerrar las persianas de los escaparates y la puerta. En ese momento distinguió los rostros demacrados, los codiciosos ojos del bolichero y su mujer. Desde el suelo los contempló horrorizado, trató de gritar algo, pero sólo pudo hacerlo con el último brillo de sus ojos, con esa postrera luz con la que vio impotente —las inútiles manos crispadas sobre el suelo de baldosas— cómo ambos, ávidamente, dispuestos a todo, penetraban en el local y apoderándose de la última bicicleta que restaba, huyeron pedaleando a gran velocidad (la mujer trepada a los hombros de su marido) hasta desaparecer en el recodo del camino, de ese camino que ya sólo era senderillo angosto entre el yuyaral.
EL TRAIDOR VENERADO de Héctor Tizón
Ahora está el ciego otra vez sentado al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa. En eso consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo un aria en su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a saber cuándo había aprendido. Enseguida del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación. Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego —horas, a veces—, tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de acuerdo al ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas, quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose, vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría ya el ciego estaba impaciente, y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas por las lágrimas gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz dulce: —¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín! Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las montañas. Los cuentos “El traidor venerado”, “Mazariego” y “Ciego en la resolana” fueron tomados del libro Obras escogidas, tomo I, Ed. Libros Perfil.
MAZARIEGO de Héctor Tizón
¡Abríos puertas inmortales!... porque Dios se dignará visitar muchas veces con placer las moradas de los hombres justos y con frecuente comunicación enviará a ellos sus alados mensajeros. Milton, El paraíso perdido, Libro VII La anciana Lambra levantábase mucho antes del alba y permanecía en el umbral de su casa, justo a la entrada del pueblo, mirando hasta el cielo, como adivinando la luz que ya vendría. Por estas razones (por vivir a la entrada del callejón y por madrugadora) fue la primera en observar la llegada de Mazariego, ocurrida un día cualquiera. Con su increíble pañuelo negro cubriéndole la cabeza, sus viejos ojos hundidos sin brillo, apenas si emitió un graznido cuando al llegar pasó a su lado saludando alegremente. Mazariego —nieto de uno de los fundadores del pueblo— había resuelto instalar en la antigua casa familiar un negocio de venta de bicicletas. Para ello remozó la ruinosa construcción de adobes, uniendo las dos habitaciones anteriores (una de las cuales había servido de sala), abrió dos grandes ventanales habilitándolos como escaparates, y en esos cuartos dispuso el salón de exposición y ventas. Calculó Mazariego que, con buena suerte, podría vender dos bicicletas por mes y que así —en un año, que era el término de vida que sus médicos le vaticinaron, pues padecía una extraña enfermedad incurable— habría vendido un par de docenas de bicicletas, con una ganancia excelente para estos tiempos. Transformada la casa, cuyos venerables muros de adobes se elevaban sobre la única calle del pueblo, Mazariego colocó con la ayuda de nadie ese letrero que decía: “Mazariego - Rodados” en fuertes caracteres de imprenta, blancos sobre fondo azul. Mandó imprimir en la ciudad unos carteles de atrayentes colores, en los cuales se veían ciclistas montados en sus bicicletas, todos con atuendos distintos y ocupados en diversos menesteres: una dama con un abanico en la mano, un señor con pipa mondando una naranja al tiempo que pedaleaba, otro quitándose el sombrero en cortés reverencia, uno más, en fin, llevando un pesado baúl en el portaequipaje. Esos carteles aparecieron por todo el pueblo: en los muros, en los troncos de los árboles, en el portal de la capilla. Y un viernes, el comerciante anunció que al día siguiente inauguraría el local de ventas, el que sólo permanecería abierto medio día, por ser sábado. Muy temprano, el sábado ya tenía Mazariego dos clientes que, boquiabiertos, contemplaban las flamantes bicicletas en los escaparates, sin animarse a entrar. Mazariego los alentó con gritos cordiales proferidos desde adentro y ampliados con un altavoz; hasta que finalmente, y luego de intercambiar pareceres, uno de ellos entró, saliendo al cabo con una bicicleta. La primera. Algún trabajo costó a este hombre aprender a montar y, ayudado por el propio Mazariego que lo sostenía y empujaba, arrancó de pronto para desaparecer a golpes de pedal en el polvoriento recodo del camino. Y ya no se lo volvió a ver. No había concluido el vendedor de contar el dinero cuando tenía dos clientes más, en uno de los cuales creyó reconocer al propio al propio agente de policía que lo autorizara a fijar los afiches de propaganda y en el otro, al Juez de Riego. Cada uno salió con su bicicleta y ambos desaparecieron como tragados por el polvo. Transcurridas dos semanas y pese a que Mazariego a partir del cuarto día suprimiera toda clase de propaganda, las ventas habían superado los cálculos más ambiciosos. Diariamente —de la mañana a la noche— frente al negocio se agolpaban los pobladores de ambos sexos, sin contar los niños que, como suele ocurrir, eran los que más alborotaban con su vocinglería. Todos, salvo dos —al cabo de tres meses— habían desfilado lo menos una docena de veces frente a los rutilantes escaparates. Esos dos eran el bolichero y su mujer, ambos obesos y pálidos, quienes, taciturnos, combatieron sordamente el advenimiento de Mazariego, un poco por espíritu conservador y otro tanto porque, al cabo de algunos días, comprobaron la enorme disminución de sus propias ventas de vituallas y licores. La llegada del otoño no hizo menguar el entusiasmo por la compra de bicicletas, sino todo lo contrario. La maestra de escuela se llevó una con el cuadro niquelado, el ingeniero otra, de carrera; también el jefe de la estación ferroviaria y la anciana Lambra obtuvieron las suyas. Algunos —los más pudientes— incluso adquirieron dos, alegando posibles fallas que les impidieran seguir rodando en mitad del camino. Otros llegaron a vender todas sus pertenencias —en general semovientes— para poder comprar la bicicleta. Las hojas de los árboles languidecieron como era de esperar y el éxodo comenzó a causar grandes males: cementeras estériles, techos que se derrumbaban por falta de reparación en las viviendas abandonadas por los ciclistas; el propio Jefe del Registro Civil y su mujer partieron, pedaleando a su vez, y desde entonces dejaron de anotarse defunciones y nacimientos, sin mencionar los matrimonios que, para peor, desde el comienzo de la venta de bicicletas aumentaron. Fue cuando las calamidades empezaron a asolar el pueblo: depredaciones y robos provocados por una banda de salteadores, impunes por falta de resguardo policial; una invasión de serpientes que —según se sabe— se animan a rondar por viviendas deshabitadas, cinco muertos en seis meses quedaron insepultos, las aves del corral desamparadas huyeron, la campana de la iglesia dejó de doblar. Después del otoño llegó el invierno adulterando la claridad del cielo, convirtiendo en escarcha sutil y quebradiza los rocíos de todos los largos amaneceres y cuando no había culminado aún el décimo mes, Mazariego se sintió morir. Pero ya no había quedado nadie y el pueblo, vacío y oscuro, también languidecía con sus casas derruidas y cubiertas de amarillentas, duras plantas trepadoras. Ese día el vendedor de bicicletas vomitó y supo que era el fin. Serían las nueve de la mañana inicial del invierno, particularmente plomiza y fría cuando, arrastrándose, trató de cruzar el salón de ventas para cerrar las persianas de los escaparates y la puerta. En ese momento distinguió los rostros demacrados, los codiciosos ojos del bolichero y su mujer. Desde el suelo los contempló horrorizado, trató de gritar algo, pero sólo pudo hacerlo con el último brillo de sus ojos, con esa postrera luz con la que vio impotente —las inútiles manos crispadas sobre el suelo de baldosas— cómo ambos, ávidamente, dispuestos a todo, penetraban en el local y apoderándose de la última bicicleta que restaba, huyeron pedaleando a gran velocidad (la mujer trepada a los hombros de su marido) hasta desaparecer en el recodo del camino, de ese camino que ya sólo era senderillo angosto entre el yuyaral.
EL TRAIDOR VENERADO de Héctor Tizón
Aquella sería la última comida juntos. El que era indigno de ajustarle el cordón de los zapatos estaba ebrio. Toda esa noche la pequeña campana de la estación ferroviaria sonó incesantemente, a lo lejos, sacudida por el viento. Llovía a ratos. El Chaguanco abrió una lata de picadillo, lo fue untando con su cortaplumas sobre el pan que les quedaba y luego repartió los pedazos. “Yo no tengo hambre” —dijo. Quispe, un hombre inquieto y de poca talla que ya estaba borracho, tomó el primero y se lo tragó con buen apetito; después permaneció mudo y apartadizo, contemplando el débil movimiento de las ramas delgadas —agitadas por el aire— del ceibal. La fama del Chaguanco había cundido no sólo en Yala, sino también en las comarcas vecinas desde donde la gente acudió hasta formar multitudes albergadas en carpas y vehículos, o debajo de las copas de los árboles alrededor del miserable rancho, a cuya puerta se asomaba, abandonando sus meditaciones, en los amaneceres. Entonces los que habían perdido la salud, los que aún esperaban algo, caían de rodillas ante su mano levantada. Pero al poco tiempo comenzó la persecución, elu¬dida hasta hoy en que se cumplía un año de peregrinaje; un año de penoso ocultamiento, mudando siempre de lu¬gar, durmiendo a la intemperie o bajo las alcantarillas en los caminos, desde Tilquiza hasta Valle Grande, de Tumbaya a Susques, seguido por algunos fieles desesperados, enfermos, opas y ladrones arrepentidos. Cuando un alegórico ladrar de perros anunció a los perseguidores, el Chaguanco concluía también su sentencia postrera, y el hombrecito enjuto y nervioso a quien iba dirigida, exclamó, más bien para sí: “Esa palabra es dura. ¿Quién la puede oír?”. Ahora los agentes del destacamento estaban cerca. Era la noche de San Roque y una botella de ginebra ya¬cía, seca, en el suelo. El ladrar se convirtió en aullido mientras el viento, a lo lejos, seguía torturando a la campana. Cuando Quispe desapareció, entendiendo el Chaguanco que había llegado el fin y que en seguida lo conducirían a la ciudad, a la cabeza de una multitud de curiosos —como un político—, preguntó a los que quedaban si también ellos querían irse; después se apartó a corta distancia, pero sin ocultarse. La campana y los perros dejaron de hacerse oír y la partida cayó sobre él. No opuso resistencia ninguna y —esposado— llegó sobre un camión maderero a la ciudad. Allí debió esperar turno porque el Tribunal estaba distraído con otros delincuentes, pero, el día señalado, fue sometido a proceso y juzgado. Pocas personas acudieron al plenario y entre ellas Quispe, principal testigo de cargo, que, antes de escuchar la sentencia, se ahorcó colgándose de una viga en el retrete del Palacio de Justicia. Finalmente el Tribunal, al no hallar mérito suficiente para sostener una condena, lo absolvió. Y cuando el Chaguanco —deshonrado y solitario—, después de mucho tiempo regresó a Yala, encontró que muy pocos se acordaban de él y que la gente ya encendía velas pagando promesas en la tumba del otro.
A la orilla del río
un niño solo
con su perro.
A la orilla del río
dos soledades
tímidas
que se abrazan.
Ah, esta tarde encendida, amigos, esta tarde,
de un oro vegetal iluminada toda
y toda penetrada de la gracia celeste
qué dulce, ah, qué dulce! entre el follaje frágil:
Deja las letras y deja la ciudad...
Vamos a buscar, amigo, a la virgen del aire...
Yo sé que nos espera tras de aquellas colinas
en la azucena del azul...
Yo quiero ser, amigo,
uno, el más mínimo, de sus sentimientos de cristal…
o mejor, uno, el más ligero, de sus latidos de perfume…
No estás tú también
un poco sucio de letras y un poco sucio de ciudad?
Muchachas de ojos de flores y de labios de flores.
En la sombra exhalada—¿de qué su dulce hálito?—
los vestidos ligeros, muy ligeros, con pintas.
Duerme el pueblo. ¿Es ello cierto bajo esta luz
casi nevada de un jardín algodonoso
que flota, se abre, y ciérrase sobre las calles solas
en una fantasía toda infantil de pura?
Ella estaba enamorada de sí misma…
Oh, los espejos...
Es Otoño, muchachos. Salid a caminar.
Otoño en su momento inicial, más hermoso.
No os engañará este azul casi alegre?
¿Alegre?
¿La profundidad tiene alguna vez alegría?
Todos aquí para mirar arder y consumirse ese fuego.
Fuego sólo?
No es un corazón apasionado que se ilumina en los cielos?
La pasión de la luz antigua abriéndose en flores encendidas
para mirarse en el espejo humano.
El corazón dice: criaturas terrestres, la vida es gloriosa,
alzaos hasta el fuego armonioso como hasta la sangre
del éxtasis para que todos seáis como simientes ardiendo
para las cosechas sucesivas de la luz común que encenderá hasta la sombra
y la estrellará como un jardín.
Oh, allá mirarías
con un noviembre de jacarandaes… sí, sí.
Pero, amigo,
si no habrá, del otro lado, domingos
de niñas…
ni menos en lo ido
lilas
de prometidas…
O mirarías
con un infinito de islas y otra vez morirías, sin morir
en unas como ultra-islas?
Mas amigo, qué otro infinito, allá, podría repetirme
y aun desdecirme
en el juego con un confín
que no sería
confín?
O entonces con lo que restase
de río
en el estuario que dicen?
Qué tiempo, amigo,
qué tiempo, por Dios, para los tiempos
en lo que a ellos los ahogara… todavía?
Ni con un junco, así?
Dónde los juncos, niño mío, en un inconcebible
de orillas?
Un sentimiento, pues,
soñado por el no, el no, sin límites?
O un crecimiento, allá, en un modo de existencia y no de vida?
O donde nada, por tanto, sería,
de la negación misma, una manera de fermentación hacia el sí
de unas espumas de jardín…
o hacia ése que las ramas y las hojas, póstumamente, habrían
perdido
pero en un ir
sin fin… :
espíritus, entonces, por momentos, de unas
azucenas a la deriva…
Mas, qué allí…
qué de los ojos de violeta, y de los ojos de verdín,
y de los ojos de los narcisos,
y de esos ojos que les transfiguran,
en iris
de la eternidad, sus minutos,
mas desde las arenillas
de aquí?
Está por florecer el jacarandá… amigo…
Es cierto que está por florecer… lo has acaso sentido?
Pero dónde ese anhelo de morado, dónde, podrías
decírmelo?
En realidad se le insinúa en no se sabe qué de las ramillas…
Cómo, si no, esa sobre-presencia, o casi, que aún de lo invisible,
obsede, se aseguraría,
el centro de la media tarde misma,
sobre qué olvido?
llamando desde el sueño o poco menos, todavía,
cuando un rosa en aparecido,
lo cala, indiferentemente, y lo libra, lo libra
a su limbo.
Sitios web donde encontramos poemas de Juan L. Ortíz.
http://www.paginadepoesia.com.ar/clas_ar_ortiz1.html
http://www.elortiba.org/juanele.html#SELECCION_POETICA_
http://www.poeticas.com.ar/Directorio/Poetas_miembros/Juan_L_Ortiz.html
https://es-es.facebook.com/JuanLOrtizJuanele
http://www.autoresdeconcordia.com.ar/bioautor.php?idAutor=89
http://www.bibliele.com/CILHT/jlpoemas.html
JUAN L. ORTIZ
Poemas
A la orilla del río ...
A la orilla del río
un niño solo
con su perro.
A la orilla del río
dos soledades
tímidas
que se abrazan.
¿Qué mar oscuro,
qué mar oscuro,
los rodea,
cuando el agua es de cielo
que llega danzando
hasta las gramillas?
A la orilla del río
dos vidas solas
que se abrazan.
Solos, solos, quedaron
cerca del rancho.
La madre fue por algo.
El mundo era una crecida
nocturna.
¿Por qué el hambre y las piedras
y las palabras duras?
Y había enredaderas
que se miraban,
y sombras de sauces,
que se iban,
y ramas que quedaban…
qué mar oscuro,
los rodea,
cuando el agua es de cielo
que llega danzando
hasta las gramillas?
A la orilla del río
dos vidas solas
que se abrazan.
Solos, solos, quedaron
cerca del rancho.
La madre fue por algo.
El mundo era una crecida
nocturna.
¿Por qué el hambre y las piedras
y las palabras duras?
Y había enredaderas
que se miraban,
y sombras de sauces,
que se iban,
y ramas que quedaban…
Solos de pronto, solos,
ante la extraña noche
que subía y los rodeaba:
del vago, del profundo
terror igual,
surgió el desesperado
anhelo de un calor
que los flotara.
ante la extraña noche
que subía y los rodeaba:
del vago, del profundo
terror igual,
surgió el desesperado
anhelo de un calor
que los flotara.
A la orilla del río
dos soledades puras
confundidas
sobre una isla efímera
de amor desesperado.
dos soledades puras
confundidas
sobre una isla efímera
de amor desesperado.
El animal temblaba.
¿De qué alegría
temblaba?
El niño casi lloraba.
¿De qué alegría
casi lloraba?
¿De qué alegría
temblaba?
El niño casi lloraba.
¿De qué alegría
casi lloraba?
A la orilla del río
un niño solo
con su perro.
un niño solo
con su perro.
A Teresita Fabani
La sombra, al fin, la sombra en que
ya casi flotabas,
te cubrió, frágil niña, con la ola
temida
que golpeaba contra tu cabecera en el
desvelo visionario.
Ah, la luz del alba celeste, en las
cortinas, qué vana,
qué vana la franja de oro desvaído en
la pieza,
y qué vanas las flores, y qué vano el
gesto largo de tus brazos,
llamando, ay, llamando sobre tu
cabellera ya medio anegada.
Los finos brazos de cera hacia una
luz con alas, apenas luz,
pero donde temblaban jardines y
campanas de media tarde,
hacia, a pesar de todo, la esperanza,
otro ángel,
que solía traerte un chal para los
breves hombros al crepúsculo,
un aire amigo, lírico, para la
asfixia de la noche,
y un ligero conjuro para los
fantasmas últimos de la noche…
Qué solos, frágil niña, qué solos los
largos brazos llamando!
¿Se desesperaron frente a la crecida
extraña, extraña?
¿O encontraste en lo hondo, en la
pálida aurora abisal,
que “todo tenía nombre”, el nombre,
ay, cambiante pero el
único de nuestro amor
y del amor de todo con los números de
que tu alma ya estaba
melodiosa?
Oh, si esa melodía oscura de tu alma
se hubiera fundido dulcemente, y en
seguida
con las ondas que traerían ahora el
día profundo, musical
—esas ondas que habías sentido y que
rehuías, marea etérea,
infinita, de estrellas en el vértigo—,
y estarás ya, frágil niña, de vuelta en estas
ramas que se mecen,
serena ya, de aire sobre nuestra tristeza
y nuestra inquietud vaga por ser dignos de ti
hasta en los menores gestos grises de una
mañana de invierno:
criatura toda de música, de la música de aquí y
de la música
de allá,
atravesada como un lirio sobre la corriente
del límite,
crucificada largamente, largamente, sobre el
filo mismo del
límite:
del aire, frágil niña, del aire y de
estas ramas,
la sonrisa sin herida, y la voz sin
penumbra rota ahogada…
al fin, al fin?
Ah, esta tarde encendida...
Ah, esta tarde encendida, amigos, esta tarde,
de un oro vegetal iluminada toda
y toda penetrada de la gracia celeste
qué dulce, ah, qué dulce! entre el follaje frágil:
lluvia pálida o fluido casi primaveral
con una muy secreta y fragante nostalgia
de alma. Luz celeste y sensible mirando
entre la irradiación de la muerte suntuosa.
con una muy secreta y fragante nostalgia
de alma. Luz celeste y sensible mirando
entre la irradiación de la muerte suntuosa.
...Fue en Abril, sí, en Abril, en los primeros días
en que empieza a reinar un orden aún tierno
en las cosas. Venía distraído. De pronto
al volver de una esquina suburbana aquel árbol
me sorprendió con una presencia tan perfecta,
tan acabada, que, en un milagro hube
de creer. Parecía destacado con un
equilibrio, un ritmo, del todo musical,
en que empieza a reinar un orden aún tierno
en las cosas. Venía distraído. De pronto
al volver de una esquina suburbana aquel árbol
me sorprendió con una presencia tan perfecta,
tan acabada, que, en un milagro hube
de creer. Parecía destacado con un
equilibrio, un ritmo, del todo musical,
en la plenitud grave y frágil de sus formas.
Y todo al punto se ordenó en torno de él
en una paz que hubiera madurado el sensible
pensamiento latente ya del mediodía.
Y todo al punto se ordenó en torno de él
en una paz que hubiera madurado el sensible
pensamiento latente ya del mediodía.
Ah, los crepúsculos de allá...
Ah, los crepúsculos de allá. Iguales a los de acá.
La misma tristeza primaveral, límpida.
Y los grillos, los grillos...
La misma tristeza primaveral, límpida.
Y los grillos, los grillos...
Y la brisa, casi el viento,
con la misma melancolía, de qué agua invasora?
en las islas de los follajes.
con la misma melancolía, de qué agua invasora?
en las islas de los follajes.
Ah, mis amigos, habláis de rimas...
Ah, mis amigos, habláis de rimas
y habláis finamente de los crecimientos
libres...
en la seda fantástica os dan las
hadas de los leños
con sus suplicios de tísicas
sobresaltadas
de alas...
Pero habéis pensado
que el otro cuerpo de la poesía está
también allá, en el Junio
de crecida,
desnudo casi bajo las agujas del cielo?
Qué haríais vosotros, decid, sin ese
cuerpo
del que el vuestro, si frágil y si
herido, vive desde “la división”,
despedido del “espíritu”, él, que
sostiene oscuramente sus
juegos
con el pan que él amasa y que debe
recibir a veces
en un insulto de piedra?
Habéis pensado, mis amigos,
que es una red de sangre la que os
salva del vacío,
en el tejido de todos los días, bajo
los metales del aire,
de esas manos sin nada al fin como
las ramas de Junio,
a no ser una escritura de vidrio?
Oh, yo sé que buscáis desde el
principio el secreto de la tierra,
y que os arrojáis al fuego, muchas
veces, para encontrar el
secreto…
Y sé que a veces halláis la melodía
más difícil
que duerme en aquellos que mueren de
silencio,
corridos por el padre río, ahora,
hacia las tiendas del viento…
Pero cuidado, mis amigos, con
envolveros en la seda de la
poesía
igual que en un capullo...
No olvidéis que la poesía,
si la pura sensitiva o la ineludible
sensitiva,
es asimismo, o acaso sobre todo, la
intemperie sin fin,
cruzada o crucificada, si queréis,
por los llamados sin fin
y tendida humildemente, humildemente,
para el invento del
amor…
Al Paraná
Yo no sé nada de ti...
Yo no sé nada de los dioses o del
dios de que naciste
ni de los anhelos que repitieras
antes, aún de los Añax y los Tupac
hasta la misma
azucena de la armonía
nevándote,
otoñalmente, la despedida
a la arenilla...
No sé nada.. .
ni siquiera del punto en que, por
otro lado, caerías
del
vértigo de la piedra
bajo los rayos...
No sé nada...
O
sé, apenas, que el guaraní te
asimiló
al mar de
su maravilla...
y que ese puma de tu piel que te
devuelve, intermitentemente,
el día
lo tomas en un rodeo,
no?,
de tu
destino. . .
No sé nada.. .
Aunque me he oscurecido,
en ocasiones, al
sentirte,
arriba,
entre un miedo de
basalto,
buscándote,
buscándote
sin el ángel del sabiá,
aún. . .
Y me he recobrado, luego, contigo, en
la Anaconda que
decían.. .
y hasta cuando
denunciabas
sobre ti
a los
máuseres de las Compañías...
No sé nada. ..
Aunque te conocí, ha mucho, allá, donde mi río
es de tu
eternidad
de
Palmas...
y por el salmón o por el rosa de
Ibicuy
y
por las lunas de Zárate
y por la línea de tu agonía en el
estuario, finalmente,
del alba...
Mas éste sería
tu sentimiento,
y éste, acaso, el misterio que pareces
bajar desde los
mismos
torbellinos del
círculo?
No sé nada de ti. . . nada de ti. . .
Es, acaso, decirte enteramente, decir
tus avenidas, sólo,
al fin,
de silencios sin
orillas,
que podrían ser, es verdad,
derivaciones de gracia corriendo a
redimir
oh Canals,
la palidez del
Norte?
Es, por ventura, presente,
siquiera,
el acceder únicamente a las escamas
de tus minutos,
bajo lo invisible, aún,
que pasa…
o a las miradas de tus láminas
o de tus abismos,
en los vacíos o en las profundidades
de la luz,
de
tu luz?
Y se podría hablar de ti,
intimando, aún por años, con las
figuraciones que reviste,
diríase,
aquí y allá, la corriente
de tu ser?
Oh no...
no se podría, me parece,
tocarte todavía
así…
Cómo,
entonces, cómo,
asumir tu duración sin
probabilidad de disminuir
tu tiempo, tal vez,
de dios?
Y en el tiempo de un dios, qué de los
que vinieron a
apagar
las hogueras que te
amanecían...?
y qué de los monosílabos que
presumiblemente respondían a
las gamas
de tus espesuras
de flautas
y que se
desconocían entre sí,
al llegar a
interponerles; tú, las seis o siete
leguas
que entonces te
abrían...?
Y qué de los dueños que
arriaban, de arriba, todo un
río de mugidos
hacia los
potreros que fluían, aquí,
y que sólo detenía tu hermano con esa vena del naciente o ese
azul
del surtidor de las avecillas...?
Y qué de aquél de la “Rinconada”
enfrentándolos, el
único,
más “adelante” que
el siglo
y junto a la aorta del
“país”?
Y qué del otro que te cruzara por tres veces
para salvar a Mayo
de los cuernos de la derecha y de los
cuernos del sur…?
Qué, pues, todo ello
y lo demás,
si tú no sabes y no podrías saber, por
otra parte, de las
milicias de la ceniza,
ni de una sociedad
de sílabas
ni de una codicia de millas...
ni menos de los
intercesores de los últimos,
como tampoco de la caballería que se
atreviera a rescatar
el sol...
de las neblinas,
para el “interior” al
“exterior” no?, por ahí:
del azar o del olvido:
qué…?
“Maya”, entonces, asimismo,
para ti...
“Maya” las llamas y el
vocabulario que se
entendía…
“Maya” la cuaresma
sobre las lenguas de tus
orillas...
“Maya” el despojo y la
lujuria de praderías…
y la vista en alto, y la orden de las
cañas, triplemente
vadeándote,
por los
derechos del día...?
“Maya”, con más motivo, esos celestes
de tus pupilas,
o de
concentración,
en que, místicamente, desaparecerías,
o poco menos, con tu
tarde, sí
en la palidez del
uno,
allá,
a no ser unas pestañas
empequeñeciéndose en un cielo
o en un infinito
de islas...?
Y “Maya”, así,
esa, si se quiere, sensibilización de
la ausencia, ésa en que tú
libras
o recreas,
con unos signos que
huyen,
el rostro mismo,
diríase,
del éter...?
Pero no sé nada de ti.
Nada. Nada.
Y hace, sin embargo, diecinueve
setiembres que te miro y te
miro.
Mas, es cierto, te miro
con los ojos de
aquél a cuyo borde abrí los
míos…
No podría hacerlo
sino así.
He de llevarlo, bien íntimamente, y a
la izquierda, claro,
del latido,
y es él, sin
duda, el que me haría preferir
tu
enajenamiento en el cielo
a esa piel que hubiste, muy
significativamente, de investir
por ahí...
y que asorda los momentos en que debes
de sentirte
más
leoninamente contigo...
Pero por veces, es verdad, sin una
pluma que lo explique
desde el secreto, aún, del
aire,
flotas por el atardecer no se sabe qué
alma
que suspendiese como el
fluido
de una
inmanencia de cisne...
Mas ve, ve:
sigo mirándote, mirándote,
con las niñas del
origen…
Y todavía de
aquí,
de aquí,
en que por ceñir, o
poco menos, a la ciudad
a la que
hubiste,
sacramentalmente, de “alzar”
una “debilidad” más que de padrino,
no podrías, no
naturalmente, reprimir...
Y es así
que aun en la tempestad que te estira
hasta el confín,
diríase,
en una unidad de
siena
que quemase el
caos... el caos...
pareces desplegarte lo mismo que una
“cinta” para ella
detrás de los
vidrios
y sobre la barranca que le cincelaran
todavía…
Pero perdóname que
insista
e insista:
no sé nada de ti. Nada, en realidad, de ti. Y no podré
decirte jamás...
No es una “madera”
sino un “metal”, o los metales,
mejor, o más de acuerdo, aún,
las ráfagas de
unas tuberías,
o las ondas de unos
hechiceros,
lo que requeriría eso que
recelas
bajo lo femenino que te
prestan las veleidades de
las horas
en complicidad con las
estaciones
y con tu
infidelidad misma
al que
nombras
y con la visión de un mediterráneo que vela
el idilio, ay,
de unos sauces en ojiva
sobre el sueño de unas muselinas que
espectralmente despabila
el
después, sólo,
del cachilito,
plegándolas en seguida, y
envejeciéndolas al
punto, en un final
de
escalofríos
que marchita hasta las cejas, hasta las cejas, ahí,
del anochecer...
No sé nada de ti...
Y no podré decirte nunca,
probablemente. ..
nunca…
Pero deja que, al menos, te despida unos pétalos
de ese ángelus de mis
gramillas
que desciende casi hasta
el agua
cuando ésta
pierde sus ojeras
y da en hilar, fúnebremente, con la
primicia que deslíe
el duelo de arriba,
la raíz
de la lágrima...
No sé nada de ti…
Nada…
Alma, sobre la linde...
Alma,
sobre la linde de ese aparecido de
amarillo
en una
acequia de limbo,
alma,
por qué tiritas,
si la melancolía, no lo ves?, pasa a
su cielo, allá,
casi
en seguida
encima del platino que pareciera el en sí
del río.
y encima del infinito que se
redime,
agónicamente,
de las
islas?...:
don de
amor, por qué no?,
ella,
don de amor que se revela, es cierto,
luego de cernirse
por un
imposible de hojillas
y un imposible de
nomeolvides,
pero que no puede menos de estirarse
y estirarse, arriba,
en
una iluminación
de
hilas
que querrían curar la
lividez, aún,
de la frente del
anochecer
con una demora de rosa solamente, ay,
solamente, todavía,
para la veladura del fin...
Es que Junio, en este momento, por
ahí
sube, sube de los juncos,
y afila hasta el hielo las pestañas
de la soledad
contra las
“ánimas” de la crecida,
todas las “ánimas”
que ni al unirse, paradojalmente, y
ser la propia desesperación
del aire
yéndose por sus heridas,
no han de tener otros ecos que
ésos de sus letanías
en una
invocación como a sí mismas,
se dirá,
en la misma espiral que
anhelaría tocar, ay,
el sentimiento de Sirio. ..
ello en la línea de ese juego que ha
de repetir
en la
mirada del miedo
o en la pupila, si quieres, del
destino de esas lástimas,
los guiños de
la eternidad
o las raicillas que hundirán los años-luz,
en la quimera, también,
de la piedad de un
abismo,
cuando los narcisos del origen, tal
vez, con sus vigilias de
milenios,
y mares de silencio
entre sí,
desaparecieran, en qué antes?, bajo los
remolinos de las
tinieblas,
en las avenidas del éter...
o volviesen a su
llamamiento del principio
por los países de Alicia
hacia el amor de una nube…
Pero qué podrías hacer desde aquí, o
desde tras de los visillos…
qué podrías hacer, siquiera,
por esos
prójimos de silencio
que en este momento
han de atar a su “cubil”
para
una vela sin vela
entre una vela de
estertores y de chasquidos
por
ceñirles,
serpentinamente, las pajas?
Qué podrías hacer, di?
Podrías, acaso, desenredar ese
silencio
a los fines de la voz
que
enfrentará a las “diademas del sur”,
sí, del mismo “sur”?
—Mas mi privación del presente
no me induce, no, a olvidar la
privación que “fantasmea”, me
permitiríais,
que
“fantasmea “ las lamentaciones,
o que “fantasmea”, mejor, lo que el
pajonal ha de decir
al aguzar una brisa...
Pero quién declararía, quién, que los
mismos suspiros
que atraviesan unas muselinas
y se niegan, en realidad, de alguna
manera,
los
suspiros
al unirse y presionar, aunque
misteriosamente, sobre las
ligaduras del atardecer
o
la mudez de los anegadizos
no pudieran ayudarles, así, a liberar su
metal,
para cuando, a su vez,
deban ellas inundar las
constelaciones de las vías
o del propio frío,
con el coro de las cuentas?
—Sí, pero mientras,
cuántos, cuántos, sin alcanzar una ramilla
sobre la espuma y los nudos...
los nudos...
—Quién sabe... las callosidades hoy
día
se habitúan, ligerísimamente, a calzar las siete leguas…
—Y hacia ellos, después,
la invasión de lo que ahora sólo ha de dar contra su llanto
en el rebote del llanto?
—Si continuasen, desde luego,
cerrando la “familia”
a las “compañías” del viaje
que deben de
esperar, a cada diluvio, desde
lo
espectral o lo invisible,
y bajo las lunas, aún,
lo que en el Arca ha de venir
alguna vez, no?:
las cepas de ese linaje que irá salvando de
su noche
a las sensitivas del agua,
en el camino de la
mirada que no temblará,
no, en la relación,
ni en la participación,
fuera de los
niveles y de la tristeza,
tal vez...
o en el camino del reencuentro, a
través del
azul,
con el presente,
quizás,
de las criaturas de
las profundidades...
y en esa caña, consecuentemente, sin
divisiones, del sufí,
el hálito, nuevamente, uno,
uno,
con la melodía...
Colinas, colinas...
Colinas, colinas, bajo este Octubre
ácido...
Colinas, colinas, descomponiendo o
reiterando matices aún
fríos.
O no pudiendo decir plenamente el oro
y el celeste, fluidos, de
los cultivos.
Nos dueles, oh paisaje que no puedes
cantar en la tarde agria
e indecisa,
lleno de escalofríos bajo las nubes
tenaces e inquietas todavía
de tu sueño
y estás solo, solo, solo, con la
angustia y el desamparo de tus
criaturas.
Pero aun si cantaras el canto no se
oiría casi.
Oiríamos sólo el ruido de los carros
largos con su carga de
desesperación.
Oiríamos sólo el silencio de los
niños y de las mujeres junto
a los ranchos transparentes.
Veríamos sólo la figura deshecha con
la bolsa al hombro sobre
la cima de la loma.
Veríamos sólo esos arrabales de las
Estaciones, oh campos de
Entre Ríos con aún países absolutos de injusticia,
oh campos de Entre Ríos hechos para
la dicha
de los que os evocaron esa aurora
florecida que aún no canta
y que es extraña al día.
Otro será el paisaje mañana en las
mismas líneas puras.
Cantará con un múltiple canto entre
las casas próximas con
mesas, ah, seguras y con libros y músicas.
Como de la noche de su alma del sueño
de los campos el
hombre extraerá toda la maravilla.
No más dividido, no, con el hermano
ni consigo mismo ni
con la tierra, el hombre.
Uno consigo mismo y con el mundo para
crearse sin fin en la
gracia más alta de la criatura,
y sonreír al rostro cejante de la
sombra.
Deja las letras ...
Deja las letras y deja la ciudad...
Vamos a buscar, amigo, a la virgen del aire...
Yo sé que nos espera tras de aquellas colinas
en la azucena del azul...
Yo quiero ser, amigo,
uno, el más mínimo, de sus sentimientos de cristal…
o mejor, uno, el más ligero, de sus latidos de perfume…
No estás tú también
un poco sucio de letras y un poco sucio de ciudad?
Sigue, sigue, por entre la bencina, sobre la lisa pesadilla
de las calles extremas, hacia la gracia de las huellas...
Ay, la ternura de Octubre, a las nueve,
ya hace, por aquí, flotar a la pesadilla
en celeste de agua...
Pero derivemos rápido, del lado de los caminos del rocío,
invisible, casi, lo adivino, en el seno mismo de la luz...
Sentémonos, mi amigo, entre estas niñas rubias
que suben y bajan, altas, por unas orillas de jardín,
apoyadas, contra los cercos, sobre un rumor de enredaderas...
El sol ha bebido sus propias perlas
y hay apenas de ellas una memoria por secarse...
No temas, no temas, y mira, mira hasta las islas...
Viste alguna vez la melodía de los brillos?
La viste ondular, todavía de gasa,
desde tus pies al cielo, sobre el río?
Oh, la misma ciudad, a lo lejos, es una música blanca
con unos silencios amatistas...
Y ahora, ahora, torna la vista alrededor…
Saluda como un aura a estas humildes gracias de miel,
capaces, sin embargo, de atraer hacia sí
a las abejas todas del día
y de volver de margaritas a la melancolía más flotante…
No las sientes curvarse bajo un amor transparente
en un hálito de alas?
O es sólo la cortesía más misteriosa
entre esa que inclina, alternadamente, a los otros finos tallos,
ante algo que al parecer es la respiración de un dios?
Saluda, también, a sus vecinas menos subidas y más pálidas:
qué delicadísimo sueño de amapolillas más pálidas,
sobre un rastreo de tases, serpentino?
Y a las apenas malvas, medio escondidas entre las espiguitas:
pétalos de alba, a su pesar, con sus secretos amarillos...
Y a las apenas níveas, por bordadas, del país de Liliput,
pero que visten, igual que a una novia, a toda la gramilla...
Y ah, a las más sin nombre que se van
con los alambres libres
en una fuga preciosa de piedritas...
Y al trébol de allí, loco de verde, y miniado de sol,
increiblemente miniado de sol en primores casi íntimos
pero que extenúan a la brisa...
Y a las verbenillas, por cierto, de aquí:
oh, la más dulce sangre labrada por los misterios
para los misterios de las hierbas.. .
Y a estos emblemas de llama, perdidos de los trigos
mas que blasonan, del mismo modo, todo el aire...
Y a esos recuerdos de la luna,
aparecidos de seda, ay, en una vigilia de espejo
que se busca, a su vez, en su infinito todavía…
Pero no olvidemos, mi amigo,
a las esbeltas criaturas que arden el azul, allá,
delante no se sabe qué sacramento etéreo:
no olvidemos, mi amigo, a las criaturas de los cardos...
Ni olvidemos a aquéllas que ya parecen abisales
con su “pasión” de cielo sobre el susurro trepador:
rêveries de qué abismo hacia otro abismo las de mburucuyá?
Y no habremos comprendido, es cierto, a todas. ..
Cómo abrazar, mi amigo, a estas miríadas del beso
que van estrellando, se diría, todos los minutos
con todos los pétalos y todos los fuegos del suspiro?
de las calles extremas, hacia la gracia de las huellas...
Ay, la ternura de Octubre, a las nueve,
ya hace, por aquí, flotar a la pesadilla
en celeste de agua...
Pero derivemos rápido, del lado de los caminos del rocío,
invisible, casi, lo adivino, en el seno mismo de la luz...
Sentémonos, mi amigo, entre estas niñas rubias
que suben y bajan, altas, por unas orillas de jardín,
apoyadas, contra los cercos, sobre un rumor de enredaderas...
El sol ha bebido sus propias perlas
y hay apenas de ellas una memoria por secarse...
No temas, no temas, y mira, mira hasta las islas...
Viste alguna vez la melodía de los brillos?
La viste ondular, todavía de gasa,
desde tus pies al cielo, sobre el río?
Oh, la misma ciudad, a lo lejos, es una música blanca
con unos silencios amatistas...
Y ahora, ahora, torna la vista alrededor…
Saluda como un aura a estas humildes gracias de miel,
capaces, sin embargo, de atraer hacia sí
a las abejas todas del día
y de volver de margaritas a la melancolía más flotante…
No las sientes curvarse bajo un amor transparente
en un hálito de alas?
O es sólo la cortesía más misteriosa
entre esa que inclina, alternadamente, a los otros finos tallos,
ante algo que al parecer es la respiración de un dios?
Saluda, también, a sus vecinas menos subidas y más pálidas:
qué delicadísimo sueño de amapolillas más pálidas,
sobre un rastreo de tases, serpentino?
Y a las apenas malvas, medio escondidas entre las espiguitas:
pétalos de alba, a su pesar, con sus secretos amarillos...
Y a las apenas níveas, por bordadas, del país de Liliput,
pero que visten, igual que a una novia, a toda la gramilla...
Y ah, a las más sin nombre que se van
con los alambres libres
en una fuga preciosa de piedritas...
Y al trébol de allí, loco de verde, y miniado de sol,
increiblemente miniado de sol en primores casi íntimos
pero que extenúan a la brisa...
Y a las verbenillas, por cierto, de aquí:
oh, la más dulce sangre labrada por los misterios
para los misterios de las hierbas.. .
Y a estos emblemas de llama, perdidos de los trigos
mas que blasonan, del mismo modo, todo el aire...
Y a esos recuerdos de la luna,
aparecidos de seda, ay, en una vigilia de espejo
que se busca, a su vez, en su infinito todavía…
Pero no olvidemos, mi amigo,
a las esbeltas criaturas que arden el azul, allá,
delante no se sabe qué sacramento etéreo:
no olvidemos, mi amigo, a las criaturas de los cardos...
Ni olvidemos a aquéllas que ya parecen abisales
con su “pasión” de cielo sobre el susurro trepador:
rêveries de qué abismo hacia otro abismo las de mburucuyá?
Y no habremos comprendido, es cierto, a todas. ..
Cómo abrazar, mi amigo, a estas miríadas del beso
que van estrellando, se diría, todos los minutos
con todos los pétalos y todos los fuegos del suspiro?
Y si nos corriéramos hasta el arroyito del otro lado de la loma?
Allí, lo veo, las redes hondas sin bautizo
con su penumbra colgada y su casi vía láctea de jazmines
sobre una huida de vidrios, poco menos que nocturna,
con las navecillas de cita. ..
Y los laberintos de los taludes, aún con su sin fin
de pequeñísimas miradas en los iris más inéditos,
dando no sé qué números de no sé qué otra noche
o qué mareo de gemas entre unos miedos de crepúsculo…
Allí, lo veo, las redes hondas sin bautizo
con su penumbra colgada y su casi vía láctea de jazmines
sobre una huida de vidrios, poco menos que nocturna,
con las navecillas de cita. ..
Y los laberintos de los taludes, aún con su sin fin
de pequeñísimas miradas en los iris más inéditos,
dando no sé qué números de no sé qué otra noche
o qué mareo de gemas entre unos miedos de crepúsculo…
Mas no oyes al silencio, ahora, mi amigo?
Qué ave de diamante, di, sobre la línea del sueño,
se deshace dulcemente?
O qué llamado para el sacrificio, di
de campanillas de humo?
Oh, todo dorado de misivas sobre las alas del azar
es el mismo amor que no teme perderse
como la propia gracia ya, libre, sobre su propio cielo de
corolas…
Y no oyes en este momento, di, al silencio o al amor más allá
de las lianas que tejiera para vencer su abismo,
asumiendo justamente la muerte con los modos de un espíritu?
Sí, en los amantes invisibles está asimismo la otra flor
o el otro lado de esa flor,
llama, serena llama, que viviría de su sombra...
Dónde, entonces, aquí, nuestras debilidades hechas dioses?
Aquí, lo que llamamos “horror”, o lo que llamamos
“amenaza”,
sonriendo desde la semilla, se diría,
o equilibrando a las mariposas, si quieres,
con un frío que nos duele, es cierto, en lo uno de la sangre...
Pero aquí también enfrentando a lo innombrable,
algo como los honores de un ángel...
Qué ave de diamante, di, sobre la línea del sueño,
se deshace dulcemente?
O qué llamado para el sacrificio, di
de campanillas de humo?
Oh, todo dorado de misivas sobre las alas del azar
es el mismo amor que no teme perderse
como la propia gracia ya, libre, sobre su propio cielo de
corolas…
Y no oyes en este momento, di, al silencio o al amor más allá
de las lianas que tejiera para vencer su abismo,
asumiendo justamente la muerte con los modos de un espíritu?
Sí, en los amantes invisibles está asimismo la otra flor
o el otro lado de esa flor,
llama, serena llama, que viviría de su sombra...
Dónde, entonces, aquí, nuestras debilidades hechas dioses?
Aquí, lo que llamamos “horror”, o lo que llamamos
“amenaza”,
sonriendo desde la semilla, se diría,
o equilibrando a las mariposas, si quieres,
con un frío que nos duele, es cierto, en lo uno de la sangre...
Pero aquí también enfrentando a lo innombrable,
algo como los honores de un ángel...
Mas es en nosotros, mi amigo, que la agonía es dividida,
terriblemente dividida, y expedida a la ventura...
Y aquella música blanca con unos silencios de jacarandaes?
Allí y aquí, a la vez, la condena “de la rueda”,
desde las madres del río y desde las madres de las zanjas...
terriblemente dividida, y expedida a la ventura...
Y aquella música blanca con unos silencios de jacarandaes?
Allí y aquí, a la vez, la condena “de la rueda”,
desde las madres del río y desde las madres de las zanjas...
Y aquí, ay, asimismo, lo que vinimos a buscar..
Si el lirio da a los precipicios, qué le vamos a hacer?
Hay que perder a veces “la ciudad” y hay que perder a veces
“las letras”
para reencontrarlas sobre el vértigo, más puras
en las relaciones de los orígenes...
O más ligeras, si prefieres, como en ese domingo
y en esa fantasía que serán...
Hay que perder los vestidos y hay que perder la misma identidad
para que el poema, deseablemente anónimo,
siga a la florecilla que no firma, no, su perfección
en la armonía que la excede...
O para ser el arpa de Lungmen
eligiendo ella sola los temas de su música,
lejos de los tañedores que se cantan a sí mismos
o que no oyen con los suyos a los recuerdos de las ramas
ni lo que dice el viento…
ni menos ven lo que el viento, por ahí, pone de pie. ..
Y aquí, además, las rimas entre los escalofríos de las briznas,
con los hilos temblando, siempre más allá de nuestra luz..
Y el rostro de Ella no escrito,
oh, recién nacido, con unos signos por hallar
y que serán, oh amigo, los que han de llevarte hasta su esencia
como las mismas, las mismas letras de tu alma...
Pero la viste a Ella,
amaneciendo aquí, Ella, de la espuma de las matas,
Venus de las colinas. Ella, sobre un flujo de jardín,
virgen profunda ésta toda aún de cabellos?
Si el lirio da a los precipicios, qué le vamos a hacer?
Hay que perder a veces “la ciudad” y hay que perder a veces
“las letras”
para reencontrarlas sobre el vértigo, más puras
en las relaciones de los orígenes...
O más ligeras, si prefieres, como en ese domingo
y en esa fantasía que serán...
Hay que perder los vestidos y hay que perder la misma identidad
para que el poema, deseablemente anónimo,
siga a la florecilla que no firma, no, su perfección
en la armonía que la excede...
O para ser el arpa de Lungmen
eligiendo ella sola los temas de su música,
lejos de los tañedores que se cantan a sí mismos
o que no oyen con los suyos a los recuerdos de las ramas
ni lo que dice el viento…
ni menos ven lo que el viento, por ahí, pone de pie. ..
Y aquí, además, las rimas entre los escalofríos de las briznas,
con los hilos temblando, siempre más allá de nuestra luz..
Y el rostro de Ella no escrito,
oh, recién nacido, con unos signos por hallar
y que serán, oh amigo, los que han de llevarte hasta su esencia
como las mismas, las mismas letras de tu alma...
Pero la viste a Ella,
amaneciendo aquí, Ella, de la espuma de las matas,
Venus de las colinas. Ella, sobre un flujo de jardín,
virgen profunda ésta toda aún de cabellos?
Dulce es estar tendido...
Dulce es estar tendido
fundido en el espíritu del cielo
a través de la ventana
abierta
sobre los soplos oscuros...
Dulce, dulce...
El pensamiento amarillo de allá
es nuestro mismo silencio casi
póstumo
libre
sobre los abismos...
Dulce, dulce haber en alguna manera
muerto
hasta el primer jazmín de arriba
que titila de súbito
en la misma brisa del poema que
leemos...
Dulce, dulce...
¿Pero has olvidado, alma, has
olvidado?
Dulce, dulce, bajo el vértigo
de las enredaderas celestes
estar solo con Keats,
bajo Keats, mejor bajo otra liana
eterna...
Oh melancolía, oh melancolía que se
enciende como un jardín
sobre la terraza que flota en una luz
pequeña…
¿En qué urnas etéreas, alma,
olvidaste tu tiempo y tu piedad?
Bajo la breve dicha algo en el aire:
las ramas de la angustia, alma, que
llaman...
Una angustia que quiere dejar de ser
en todas partes,
en todos, en todos los grados de la
soledad...
desde la piedra, acaso, alma,
hasta el ángel que se contrae herido…
La vida quiere unirse, alma, de
nuevo, por encima de los
suplicios…
¿No oyes los gritos profundos del
edén que quiere ser
con la lucecita desvelada, sí pero
tierna, sin el fruto de la
muerte
y libre al fin de sí misma?
Alma, dulce es el sueño,
pero no se roba ahora, ahora, a la
memoria del amor?
Ay, el amor, ahora, con los ojos
abiertos sobre el infierno,
sin poder alzarlos, serenos, hacia el
cielo de todos,
o bajarlos, serenos, hacia su cielo
íntimo para más puramente
devolver…
El Aguariba y florecido
Muchachas de ojos de flores y de labios de flores.
En la sombra exhalada—¿de qué su dulce hálito?—
los vestidos ligeros, muy ligeros, con pintas.
Arde de abejas el aguaribay, arde.
Ríen los ojos, los labios, hacia las islas azules
a través de la cortina
de los racimos
pálidos.
a través de la cortina
de los racimos
pálidos.
Ríen los ojos, los labios. ¿Veis las muchachas o es
la tenue sombra ebria
y bordoneada
que se alucina de muselinas claras
y de otras flores vivas—extrañas flores vivas—
riendo, riendo, riendo hacia las islas?
la tenue sombra ebria
y bordoneada
que se alucina de muselinas claras
y de otras flores vivas—extrañas flores vivas—
riendo, riendo, riendo hacia las islas?
Muchachas de ojos de flores y de labios de flores.
Arde de abejas el aguaribay, arde.
El manzano florecido
…Y lo creíamos muerto, abatido por la
tormenta.
Oh, la herida profunda que separaba
casi el tronco,
y el tejido de las ramas, sobre el
suelo. en un anhelo, al parecer,
seco.
Bajo el balconcito, en el sitio hondo,
su melancolía ida,
breve reposo sólo de algunas
tacuaritas, o encanto oscuro
de algún escalofrío súbito de
mariposas amarillas...
En otro mundo, se hubiera dicho, ya
—cuál es, niños, el cielo bajo de los
árboles?—,
su indiferencia era gentil para el
ramillete de tártago
que quería subir bien a su lado y
entre su urdimbre.
¿Qué vida, bajo sus brazos, dulce, se
humedecía
que había allí caminitos afanosos
y hierbas para ahuecar, discretas, el
sueño de los gatos?
Y él había sido, para la ventana
alta, la nieve de la primavera
en las primeras locuras del azul
entre sus dibujos ligeros
sobre la ilusión reciente, verde,
tenue, del confín de las islas:
¿líneas de Hokusay o imágenes de
Tchou chou-Tchenn
en el aire ebrio de las diez?
Y él tendiera sombras de encaje y
diera
las palideces nilo y los fuegos del
amanecer
en las formas mismas de la delicia,
puras,
y él fuera luego, sin “dueño”, con
esa delicia,
más que el agua de la “canilla” de al
lado para la sed alada o
pobre…
Y algunos chicos después, sobre su
gracia ya caída, ay,
equilibran sus juegos de la siesta o
de la media tarde...
Pero vino Septiembre y una mañana
apareció así lo mismo que
una novia,
y abría los ojos pálidos, de seda,
sobre el sueño lastimado...
Oh, la invencible luz de la vida que
ascendía de la noche herida
en copos que eran tímidas miradas
hacia arriba, sí, tímidas. ..
No podía, no, mirar de un poco más
allá como antes,
el río sensible y las lejanías
sensibles entre los hálitos celestes,
pero el paraíso grande, ahora más
cerca, inclinaba sobre él
en todos los momentos del silencio un
leve amor morado...
Oh, este amor cuando la sombra
dormida se había mullido más
y las flores se hacían más blancas,
abajo, como preguntas hacia
el amor,
y no eran ya la luz fiel a la ritual
cita de arriba
sino una humilde fe, algo sorprendida
aún, de comulgantes…
mientras él, todo él, también, en una
presencia que dolía casi,
era la voluntad feliz, desde el lecho
mismo del martirio,
de seguir dándose, dándose, a los
labios desconocidos del
tiempo…
El pueblo bajo las nubes
Duerme el pueblo. ¿Es ello cierto bajo esta luz
casi nevada de un jardín algodonoso
que flota, se abre, y ciérrase sobre las calles solas
en una fantasía toda infantil de pura?
Yo sé, oh, que las cosas, sólo las cosas, sólo
se iluminan en esta irradiación alada
y cándida—Grandes cisnes efímeros
sobre un sueño de cal y de follajes?
se iluminan en esta irradiación alada
y cándida—Grandes cisnes efímeros
sobre un sueño de cal y de follajes?
Ella…
Ella anuda hilos entre los hombres
y lleva de aquí para allá la mariposa
profunda
—ala del paisaje y del alma de un
país, con su polen…
Ella hace sensible el clima de los
días, con su color y su
perfume…
a su pesar, muchas veces, como bajo
un destino.
Testimonio involuntario, ella,
de un cierto estado de espíritu, de
un cierto estado de las cosas,
en que la circunstancia da su hálito.
..
Pero se dirige siempre a un testigo
invisible,
jugando naturalmente con la tierra y
el ángel,
el infinito a su lado y el presente
en el confín...
Mas es el don absoluto, y la ternura,
ella que es también el término
supremo y la última esencia
con las melodías de los sentidos y
los símbolos y las visiones y
los latidos
para el encuentro en los abismos...
Mas tiene cargo de almas, y es la
comunicación,
el traspaso del ser, “como se da una
flor”, en el nivel de los
niños,
más allá de sí misma, en el olvido
puro de ella misma…
Y no busca nunca, no, ella…
espera, espera toda desnuda, con la
lámpara en la mano,
en el centro mismo de la noche...
Ella…
Ella estaba enamorada de sí misma…
Oh, los espejos...
Oh, la embriaguez de plata
de ella
en el aire de los zarcillos…
de ella
en el aire de los zarcillos…
Luego fue de los velos…
Las nubes del otoño
sólo,
sólo, ay, para una novia...
Los velos...
Las nubes del otoño
sólo,
sólo, ay, para una novia...
Los velos...
Y fue más tarde de las hojas...
pero de las hojas como joyas
del viento...
Las hojas...
pero de las hojas como joyas
del viento...
Las hojas...
Y con el tiempo fue del río…
mas lo mismo que un ala,
a veces invisible,
sí....
o una ramilla, al ras, midiendo
la danza...
Un ala y una ramilla
únicamente… ay,
del río…
El río…
mas lo mismo que un ala,
a veces invisible,
sí....
o una ramilla, al ras, midiendo
la danza...
Un ala y una ramilla
únicamente… ay,
del río…
El río…
Después, después, las cosas
con su perfume
séptimo…
Y ella, las cosas mismas
buscándose,
para la comunión?,
para la adoración?
con su perfume
séptimo…
Y ella, las cosas mismas
buscándose,
para la comunión?,
para la adoración?
Y ella, las almas mismas
también,
buscándose las manos
en los laberintos,
tras de todas las rejas,
a través de todos los órdenes.. .
a través de todos
los mundos...
también,
buscándose las manos
en los laberintos,
tras de todas las rejas,
a través de todos los órdenes.. .
a través de todos
los mundos...
Las cosas y las almas...
Y al fin, ay, al fin.. .
el grito hacia el mar
o la noche...
El grito de la niña,
o de algo
que ya no se veía,
sobre el último
hilo…
En la ribera, es cierto,
sólo un hilo
llamando?
La pregunta a las estrellas
perdida, es cierto,
en el jamás?
Y al fin, ay, al fin.. .
el grito hacia el mar
o la noche...
El grito de la niña,
o de algo
que ya no se veía,
sobre el último
hilo…
En la ribera, es cierto,
sólo un hilo
llamando?
La pregunta a las estrellas
perdida, es cierto,
en el jamás?
Pero por qué, por qué,
a la vez,
menos que una vibración,
menos,
ella,
en la corriente de las profundidades
hacia la edad
verde…
sube, sube de repente, sube...
sin nombre,
desde todas las presiones?
a la vez,
menos que una vibración,
menos,
ella,
en la corriente de las profundidades
hacia la edad
verde…
sube, sube de repente, sube...
sin nombre,
desde todas las presiones?
Y por qué, por qué,
de repente en la luz,
quemada por un ángel,
por qué
sale de la luz, ella, corriendo...
corriendo
a los caminos de la sed,
con el vaso de agua en las manos
y descalza,
por qué?...
de repente en la luz,
quemada por un ángel,
por qué
sale de la luz, ella, corriendo...
corriendo
a los caminos de la sed,
con el vaso de agua en las manos
y descalza,
por qué?...
Ella iba de pana azul...
Ella iba de pana azul entre las
manzanillas. Ella.
La mañana pesaba ya dulcemente.
¿De qué color la sombrilla contra el
amor de Octubre?
Entre las manzanillas ella iba.
Entre la nieve ardiente ella iba.
¿En qué ligerísima penumbra sus
labios florecían?
(Oh, sin la penumbra,
toda la abeja del aire,
toda, sobre sus labios...)
Entre las manzanillas ella iba.
La voz, la voz de niña, algo indecisa
aún,
con pudor, con cierto pudor, de los
pétalos ebrios…
Esa edad de Jacinto, ay, y ese aire…
Entre las manzanillas ella iba toda
de pana azul,
de un azul más grave que el del
Domingo, azul, porque ya era
el destino
de ojos a veces bajos o turbados.. mi
destino.
Mi destino... Y yo a su lado, qué?
Ella iba de pana azul entre las
manzanillas. Ella.
En las gargantas del Yan-Tsé
Qué oyó Tou-Fou, qué oyó
en estos silencios que no dejan de
subir y a la vez de caer,
fluidos de iris,
así,
a pesar de su espanto sin tiempo?
Sintió, solamente, como Li-Tai-Pe,
que se prendían unos gritos
por ahí?
Y el vértigo de la piedra,
y el vórtice de la angustia
que no admite, de improviso, ni
siquiera su agonía,
de
paja,
aleteando, invisiblemente, casi,
en un junco...
que no admite ni eso para perderse,
para perderse, en seguida,
en un sin límite
de congoja. . . o
de niebla?
Es Otoño, muchachos...
Es Otoño, muchachos. Salid a caminar.
Otoño en su momento inicial, más hermoso.
No os engañará este azul casi alegre?
¿Alegre?
¿La profundidad tiene alguna vez alegría?
¿No os engañará este verde joyante por momentos?
¿O esta invitación alada de la tarde?
No, una honda presencia deshace las azules sombras
y apaga la alegría del campo
—un luminoso, puro sueño que tiembla.
¿O esta invitación alada de la tarde?
No, una honda presencia deshace las azules sombras
y apaga la alegría del campo
—un luminoso, puro sueño que tiembla.
¿Cómo, y la tarde no se corona de flores
como de un fuego quieto de ángeles guardianes?
como de un fuego quieto de ángeles guardianes?
Ya está el viento, muchachos, el viento del otoño, del otoño,
violento o suave casi como un suspiro,
una enfermiza alma
de qué oscuros reinos?
que revela en las cosas
un herido pensamiento
de sorprendidas criaturas.
violento o suave casi como un suspiro,
una enfermiza alma
de qué oscuros reinos?
que revela en las cosas
un herido pensamiento
de sorprendidas criaturas.
El viento,
niño fúnebre que juega con las últimas ilusiones del cielo
hasta darle una aguda limpieza de extraña agua final.
niño fúnebre que juega con las últimas ilusiones del cielo
hasta darle una aguda limpieza de extraña agua final.
El viento, muchachos, el viento infinito.
Entre diamante y Paraná
Un cielo de
prelluvia
demora y demora un estupor
de grises
y de azules... de azules, es cierto
en inminencia aún
de decidirse...
lo
demoraría
hasta esa penumbra en que
habrá de desleír
su silencio, al fin,
apenas, éste, apenas, muy apenas,
caído
o negado en una poco menos que
adivinación de arpas, o de
brillos
a soñar pero que flotarían
en hilados, quizás, con
intermitencias, por ahí,
en una casi ceguera,
entonces, por encima
del tecleo que habrá de cristalear,
por su parte, se diría
en abismamiento
a los lados de las
banquinas?:
las
ramitas
deberán por él, consecuentemente, de seguir
digitando su llamamiento, o qué?, de
junto o en medio de un
misterio de marismas
sobre una nada de vidrios?
Pero el
camino
se enciende, ahora, en la
irradiación de una agonía
que fija
altísimamente una nube o un cisne
más bien, de gloria, o mejor, una
suerte de capullo del cual no
se sabría
si se
despide
o si en un fluido de oro y rosa,
transcielamente, ya replica
el
amanecer de sus suspiros...
Y son allá y más allá unos pasajes,
no?, de trigo
en subida
o en vaporización o espectralmente en fuga entre las cintas
de un verde por
anochecer y todos en la misma
melodía
que despliegan y despliegan lateralmente los minutos
que
armonizándose en otra línea,
hacia arriba,
llegan a extasiarse en una como
transfiguración de rayos de
jardín
o de recuerdos,
en un haz, de visos…
Mas he aquí que uno de éstos se extravía
al abatirse
y da en descubrir
lo que quedaba a un lado del asfalto, en un equívoco
de denuncia, al exaltarlo
precisamente así:
lo que quedaba de
un perrito
que alguien, quién?, separase de la madre y de los otros
de la cría:
consignados, me dijeran, sobre una
bolsa, en un
declive
a la margen de la ruta y contra un grupo de arbolillos…:
consignados en la
prisa,
entonces, del desasimiento y del endoso, que se sigue,
del
fastidio..
consignados a lo fortuito
de una “piedad” que, por su parte, en
el vacío que la
aspira
sólo puede, a lo sumo, ir delante de sí
y oír
únicamente el zumbido
de un tiempo que quisiera apurar
hasta el límite
y ello siempre que no lo
asimile
éste, y a lo largo, ensordecedoramente,
del día…
Y entonces, me parece que la puérpera
hubo de preguntar en
medio de hipos
a ese desconocido
que le alzara su hijo
a un
destino
al que sólo le fuera dado lamer casi en seguida
entre acaso fintas
que le impusiera el tráfico,
ciertamente, ay, obstruido
por ellos allí
desgarradas aquéllas de su parte por gritos
ante el horror que aún quizás se le
infligiera de que ella debería
lacrar con su
vida
eso a cuyo misterio no pudiese sino
despertar más los
latidos
y tenderlos no solamente por
todo el curso, diríase,
de la luz, pero asimismo
por el de la propia sombra con el
juego entre sí
de la fascinación de los faros hasta la corrida
de la vigilia
por desprender la última a tiempo que la vela asimismo
de las luciérnagas
fosforecía
el fin
de los
escalofríos
sobre el propio, en correspondencia, de las briznas...
Y fuera en ese momento cuando
probablemente más habrá
sentido
la ausencia de aquel, de
cualquier modo, calorcillo
que les asignaran
por ahí
la dispensa de lo que, ciertamente,
significase un “abuso de
familia”
pues el
descendimiento para asistirlos
de ese cielo que llegaba por momentos
aun a adherírseles,
no llegaba, a
fuer de “animitas”
que era, a tocar justamente, el
lado de su frío,
ese que le hiciera desesperar en la
ocasión, más si cupiese, los
aullidos
en la necesidad de oír
allende los vanos que abrieran,
fugitivamente, los ruidos
del amanecer de la vía
un posible
de respuesta, a pesar de los pesares,
de alguna viejecita
o de algún
linyera, desprendidos
de
su pesadilla,
pero sin duda ellos, con oídos,
a los que siempre, siempre, no se
sabe, no, qué nadie,
tras la reverberación misma,
les vuelve solamente, ay, solamente,
a los gemidos...:
ellos así
los únicos, o casi, conforme a la
experiencia que de por ahí
tuvieran los fieles de las otras
jerarquías
del Olimpo...
capaces de cortar a tiempo el lazo de lo definitivo
por correrse sobre
unos hálitos...:
ellos así
como ángeles en trapos en esa lividez
que profundiza
todos los
precipicios
en que el alba va cediendo, ya, a los
pies
de los forzados de la
intemperie
cuando sin saber cómo no son éstos
aspirados, de improviso,
entre los
espartillos...:
ellos así
para escuchar o adivinar bajo o entre
la circulación, todavía,
del ruido
los silencios que
tiritan
desde el extremo, se dijera, ya, del
hilo...:
ellos los
aparecidos,
literalmente, de este lado, para
hacer que aún no pasen al otro
de su limbo
sus
hermanos de aquí
si para ello bastara algo de lo
recogido
de las bolsas de la noche de bajo las
aceras cuando en la
amanecida
del volcadero, bajo un verde
de volidos
ya, o en medio de un crema ya también de ensortijados en
hilitos
y entre el óseo de los otros
digitales, asimismo
urgando, pero todos nivelados,
madrugadoramente, allí,
por las urgencias de la bulimia...:
aparecidos
además, en esa eternidad de un
segundo de la ausencia bajo el
filo
del
juicio
a los olvidados, por ellos
asumido...:
o aparecidos
de qué providencia, sencillamente, aunque en equilibrio
acaso
también para asistir
en su desliz
a los anónimos de siempre o que
parecieran elegidos
de las caídas...
Pero elegidos
ellos, a la vez, por qué no?, para que el alba se redima
y así
que la luz de la leche siquiera en algún sitio
sensibilice
en ese azulamiento de la fuga hacia
lo alto que habré luego de
cernir
el desdén, casi, del
“espíritu”...
sensibilice o vaya sensibilizando lo
que a éste, al fin,
justificaría
por los desheredados,
paradójicamente, de sus “títulos”
entre los
grumos de su nadir
inclinándose para lavarle a través de
las figuras
de su piedad, con el rocío
que, llorase, desde sus estrellas,
ella misma…
para lavarle lo que,
después de todo, fueran por
allí
humanamente, sus pies...
Aunque ello, es cierto, en las
antípodas, y más que
espacialmente, del continuo
que allá vuelve las arcillas
y las lianas y los aires de un
revés de apocalipsis
en los
estallidos
de una de arañas de teratología o
gigantismo
y la llovizna
de los desfoliantes de amarillo,
sólo, a no dudar, para
amarillos
y las
“flechitas”
con aletas para demorar por tres
lunas el cruce a la otra
orilla,
y
un lo inasible
de salientes por la noche ya
de los tejidos…
y todavía
los globos en deshojamiento
de esquirlas
ajenas al metal pero en familiaridad,
sin embargo, con
el secreto de los gritos. .:
todas
las “técnicas”, en fin,
de la desintegración y de la
perennidad de la agonía
para reducir
a los condenados a un infierno de
tres décadas, ya,
y por
estar, al último, en el círculo
de la
estrategia de la ceniza
que
hundiría
para siempre, después, en
cavidades de cosmogonía,
a lo
demás del continente con la única
culpa de haber ensayado recuperar,
colectivamente,
y aun abrir
las líneas
del yan y del yin...
Y más, hacia el Este “cercano” de la
“civilización”, las mujeres
y los niños,
reos de
discurrir,
desde luego, sin saberlo, sobre el
oro de las
profundidades, cuyo viento
necesita
aquélla ilustrar
e invertir
en las llamas de la purificación
para el dominio:
reos, pues en
el suplicio
de los pronunciamientos de fósforo
cayendo de unas
alas en la apertura
de unas villas…
Y en otro nivel, la “civilización”
que se inflige,
en el mejor de los casos, por el
señuelo de unos “bienes”
a cortar el circuito
de una
sabiduría
que florece a su hora, bien que en lo
invisible,
que debe, quizás, a unas corrientes
que presionan
silenciosamente, desde siglos...
Y eso cuando ella no revierte contra
la propia cetrería
las artes de sus
neblíes
pero superándolas, progresivamente,
hacia la caza de
los miedos,
o de los
monstruos de por encima
de por dentro y de por
bajo si en los infinitos
que acechan asimismo...
Y, ah, por añadidura, de este lado, en la Amerindia,
igual descendimiento de los “súper”,
para horror de la floresta,
a ras de los que pisan
o poco menos, ignorándolo
también, unas minas
del combustible.
Y ello por entre los claros que tapa
a continuación, de
improviso,
una
fatalidad de aluminio que todavía
acosa, si cabe, de más bajo, a las
familias,
hasta la ilusión de
las barquillas,
pues entonces aquélla habiendo
encontrado una manera de
vacío
sobre el afluente en
fiebre al blanco, por
minutos del mediodía
le adelanta un crepúsculo, en
dehiscencia, de cobrizos…
Y es más arriba
el
suicidio
en comunidad de las tribus
ante el solo trueno que anuncia el
genocidio...
Y es ahora mismo
el
expatriamiento, en inminencia, de las
dríadas del
origen
a la aventura de una orilla
del mar de energía
o de la “presa” a alimentar o a
sangrar, de verdad,
bajo la
desnudez de algunos ríos
por los fantasmas, acaso, ya, del fin
de
Nandurú—Arandú...
Hay, pues, Stefan George, algún
momento, en realidad,
que dé todo de sí
cuando al curvar, jardinadamente, un
recuerdo de círculo,
deja caer un eco, diríamos,
de uno de sus pétalos sobre la propia palidez también en ida
de la ruta y enciende como un
casi imposible
de memoria más que abre
unas líneas
que nos toca
seguir
vueltos, súbitamente, a pesar nuestro,
del olvido
del Estigia,
y con todo que a aquél, en nuestro
caso, le hubiésemos,
naturalmente, de abrir
hacia los espacios, por
qué no?, del devenir
o de su devenir
con el concurso de hadas y
silfos
a través de la penumbra y a través
aun de la misma
sombra: ellos, entonces,
en instrumentistas
de lo invisible?…
aunque… aunque… es cierto que las
ondas que ahora no
inmunizarían
despliegan,
concéntricamente, a la vez,
la amanecida
en una rosa aun
de cinc
que toca, en verdad, muy apenas las orillas,
pero en la presión, ya, no puede
negarse, desde el fondo del río,
de una piedad que se
decide
a amartillar el propio corazón de los
siglos...
Fui al río...
Fui al río, y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.
Regresaba
—¿Era yo el que regresaba?—
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!
—¿Era yo el que regresaba?—
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!
Grillo en marzo
Oh, solo de Marzo,
qué nos quieres decir, así, tan
persistentemente, así
por encima: del nadie
que palidece…
o desde allí donde se hacina,
apenumbrándose, y parece tener
frío, él,
a pesar de eso, frío,
frío,
ya, frío?
Qué?…
acaso que la flauta ha de asumir,
crepuscularmente, el aire
que, sin aviso, no?,
enajena a la eternidad
el silencio...
o que la propia caña, por otra parte,
se debe a la vigilia o al
peligro
de un hilo por quemarse
sobre las huellas mismas
de un ángel?
Qué?…:
que la hebra de los llamados, desde
los milenios, continúa
sin recogerse jamás,
jamás, frente a los precipicios…
y que si a veces no se oyen, no
dejan, por eso,
nunca, nunca,
de tocar los oídos
que los esperan sobre la
noche...?
Qué?…
que la gota, siempre, tiene el tiempo
consigo
para hacer que crezcan
raíces sobre el éter, y ramas, ramas,
debajo del abismo..
y todavía
para abrir las alas de la
piedra...
o que, multiplicándose hasta la
avenida sigue ella conservando
últimamente la palabra
sobre las siete murallas
o la muralla que amasan y cimentan, y
aún, escalan, los huesos
de los siglos
con cadenas, ay todavía?
Qué?…
que algo igual a una sonrisa
atraviesa los límites
y es, quizás, una
florecilla
que sobrevive, por el anochecer, a su
tallo...
y sigue flotando, flotando más allá
de la llama y más allá de la
ceniza,
desde el “centro”,
tal vez, de la “cinta”,
y del otro lado del miedo
y del terror mismo,
porque sería, ahora, una con la
serenidad y la ligereza y la
alegría,
en la “línea” que no
ondea
ya?
PARA QUE LOS HOMBRES
Para que los hombres no tengan vergüenza de la belleza de las flores, para que las cosas sean ellas mismas: formas sensibles o profundas de la unidad o espejos de nuestro esfuerzo por penetrar el mundo, con el semblante emocionado y pasajero de nuestros sueños, o la armonía de nuestra paz en la soledad de nuestro pensamiento, para que podamos mirar y tocar sin pudor las flores, sí, todas las flores y seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada, para que las cosas no sean mercancías, y se abra como una flor toda la nobleza del hombre: iremos todos hasta nuestro extremo límite, nos perderemos en la hora del don con la sonrisa anónima y segura de una simiente en la noche de la tierra.TODOS AQUI
Todos aquí para mirar arder y consumirse ese fuego.
Fuego sólo?
No es un corazón apasionado que se ilumina en los cielos?
La pasión de la luz antigua abriéndose en flores encendidas
para mirarse en el espejo humano.
El corazón dice: criaturas terrestres, la vida es gloriosa,
alzaos hasta el fuego armonioso como hasta la sangre
del éxtasis para que todos seáis como simientes ardiendo
para las cosechas sucesivas de la luz común que encenderá hasta la sombra
y la estrellará como un jardín.
OH, ALLA MIRARIAS
Oh, allá mirarías
con un noviembre de jacarandaes… sí, sí.
Pero, amigo,
si no habrá, del otro lado, domingos
de niñas…
ni menos en lo ido
lilas
de prometidas…
O mirarías
con un infinito de islas y otra vez morirías, sin morir
en unas como ultra-islas?
Mas amigo, qué otro infinito, allá, podría repetirme
y aun desdecirme
en el juego con un confín
que no sería
confín?
O entonces con lo que restase
de río
en el estuario que dicen?
Qué tiempo, amigo,
qué tiempo, por Dios, para los tiempos
en lo que a ellos los ahogara… todavía?
Ni con un junco, así?
Dónde los juncos, niño mío, en un inconcebible
de orillas?
Un sentimiento, pues,
soñado por el no, el no, sin límites?
O un crecimiento, allá, en un modo de existencia y no de vida?
O donde nada, por tanto, sería,
de la negación misma, una manera de fermentación hacia el sí
de unas espumas de jardín…
o hacia ése que las ramas y las hojas, póstumamente, habrían
perdido
pero en un ir
sin fin… :
espíritus, entonces, por momentos, de unas
azucenas a la deriva…
Mas, qué allí…
qué de los ojos de violeta, y de los ojos de verdín,
y de los ojos de los narcisos,
y de esos ojos que les transfiguran,
en iris
de la eternidad, sus minutos,
mas desde las arenillas
de aquí?
EL JACARANDA
Está por florecer el jacarandá… amigo…
Es cierto que está por florecer… lo has acaso sentido?
Pero dónde ese anhelo de morado, dónde, podrías
decírmelo?
En realidad se le insinúa en no se sabe qué de las ramillas…
Cómo, si no, esa sobre-presencia, o casi, que aún de lo invisible,
obsede, se aseguraría,
el centro de la media tarde misma,
sobre qué olvido?
llamando desde el sueño o poco menos, todavía,
cuando un rosa en aparecido,
lo cala, indiferentemente, y lo libra, lo libra
a su limbo.
DIOS SE DESNUDA EN LA LLUVIA... |
Dios se desnuda en la lluvia
como una caricia
innumerable.
Cantan los pájaros entre la
lluvia.
Las plantas bailan de alegría
mojada.
La tierra
como una hembra
se disuelve en los dedos
penetrantes
con una palidez de mil ojos
desmayados.
Camino bajo la lluvia, todo
mojado, cantando,
hacia mirajes que huyen en un
rumoroso sueño.
¡Lluvia, lluvia!
Desnudez del dios
primaveral,
que baja danzando, danzando,
a fecundar la amada
toda abierta de espera,
quebrada ya de ardor
amarillo y largo.
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Sí, mi amiga…
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Sí, mi amiga, estamos bien, pero tiemblo
a pesar de esas llamas dulces contra junio…
Estamos bien… sí…
Miro una danzarina en su martirio, es cierto,
con los locos brazos, ay, negando la ceniza
y el crepúsculo íntimo…
Estamos bien… Cummings que se va, muy pálido,
al país que nunca ha recorrido,
mientras Debussy enciende el suyo, submarino…
Estamos bien… Pero tiemblo, mi amiga, de la lluvia
que trae más agudamente aún la noche
para las preguntas que se han tendido como ramas
a lo largo de la pesadilla de la luz,
con la vara que sabes y la arpillera que sabes,
en las puertas mismas, quizás, de la poesía y de la música…
Estamos bien, sí mi amiga, pero tiemblo de un crimen… Cuándo, cuándo, mi amiga, junto a las mismas bailarinas del fuego,
cuándo, cuándo, el amor no tendrá frío?
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