miércoles, 11 de febrero de 2015

LA GACETA Literaria Macedonio Fernández

Macedonio Fernández: un escritor en la confluencia

Su trabajo deambuló por géneros difusos. Esa incerteza es su sello de fábrica del comienzo al fin. Esa indecisión ambulatoria es precisamente su triunfo. Por otro lado, entendió que la escritura autobiográfica trabaja con algo que se desvanece o que se disuelve como agua en el agua. Es lícito pensar en los gestos de Macedonio, no para definir una vida, sino para pensar una actitud ante la vida y la biografía
 
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CLAVE. “Macedonio era algo así como un escritor sin género”, dice Sylvester. elortiba.org
Por Santiago Sylvester - Para LA GACETA - Salta
Carta curiosa y a la vez reveladora, la que escribió Horacio Quiroga a Leopoldo Lugones en 1912. Desde San Ignacio, donde Quiroga ya tenía asiento permanente, hasta Londres, donde estaba Lugones de paso, llegó una carta en la que el uruguayo contaba con algún alivio su designación como juez de paz. Quiroga había conocido en esos días al juez y al fiscal de Posadas, y le comenta a Lugones: “El fiscal es hombre cuasi de letras -Macedonio Fernández- que me inquietó, al conocerlo, con un juicio sobre Rodó”. El comentario consiguiente de Quiroga resulta hoy inmensamente más irónico que entonces: “Ya sé, amigo Lugones, que aún en la justicia se hayan cosas raras”.

De esta anécdota, lo que más resalta es el calificativo de “cuasi de letras” aplicado a Macedonio Fernández, ya que el otro, el de “cosa rara”, es bastante frecuente. Sin embargo, cabía bastante bien aquella reticencia, puesto que Macedonio Fernández todavía no había hecho, estrictamente, su presentación a los lectores. 
Todo juicio sobre un escritor se funda sobre todo en lo que muestra, y en aquel entonces, con 38 años cumplidos, da la impresión de que Macedonio Fernández no tenía mucha ilusión de convencer a nadie de que él era escritor. Desconozco su estado de ánimo, o qué olfato de la oportunidad lo sostenía (seguramente ninguno), pero en más de un sentido nos estaba diciendo que se movía a tientas. Es cierto que, si se considera en número de páginas, ya tenía escritas varias decenas que seguramente guardaba, como es fama, en maletas y cajones. También había hecho incursiones periodísticas, entre las que me parece justo destacar, por su carácter anticipatorio, el poema Suave encantamiento, publicado en 1904 en la revista Martín Fierro, de tendencia anarquista, que dirigía Alberto Ghiraldo: ese es, creo, hasta que alguien pruebe el error de mi fe, el primer poema construido en verso libre que se publicó en habla castellana. Por otra parte, mantenía con algunos amigos correspondencia del más genuino cuño intelectual; y sin embargo todo eso no era garantía de consolidación de una obra ni mucho menos de “tener un nombre”, o difusión, por lo que aquella calificación de Quiroga era “cuasi” verdadera.

Pero si bien no había logrado presentarse como escritor, también es claro que tenía conciencia de que su destino pasaba por las letras: hay rastros epistolares, comentarios de amigos, escritos propios, en los que alude a su vocación, además de cierto desasosiego por el hecho de ser un escritor desconocido y, por si no bastara, sin obra. Hay que agregar, lógicamente, sin obra publicada, porque el trabajo constante, fecundo, esperaba guardado. Lo que sucede, como lo sabe cualquiera que escribe, es que la obra que acumula polvo en los cajones termina ladrando como perro con hambre y tiene la presencia incómoda de alguna desidia o cobardía. No es por supuesto el único caso, basta con recordar a Pessoa, que murió casi inédito, para entender la dimensión de una decisión íntima, seria, vinculada con eso más bien proteico que se conoce como destino.

Escritor sin género

El problema más serio de Macedonio Fernández no tenía que ver con cobardías ni desidias sino, en mi opinión, con el hecho de que era algo así como un escritor sin género: su tarea, posiblemente inesperada también para él, consistió en desmontar el andamiaje literario de la época, y tal vez ni siquiera él sabía en qué casillero situar su obra. Su trabajo deambulaba por géneros difusos, y esto fue siempre así, como que esa incerteza es su sello de fábrica del comienzo al fin. Visto desde hoy (desde hace más de medio siglo) esa indecisión ambulatoria es precisamente su triunfo, su absoluta actualidad; pero a comienzos del siglo XX sólo muy pocos lo aceptaban sin pedir a su autor alguna explicación. Explicación que con toda coherencia no llegó.

Roland Barthes dijo que escribir, para un escritor, es verbo intransitivo. Este postulado es muy cierto para Macedonio Fernández: pareciera que pocas veces se propuso escribir un poema, o un cuento, o un ensayo. El resultado, en este sentido, fue conjetural: da la impresión de que cuando escribía no siempre sabía de qué se trataba. Hay tal interferencia recíproca que aún hoy cuesta diferenciar los géneros o, más todavía, encasillarlos. La literatura no era para él un camino de costumbres sino una permanente incursión: no se proponía dejar conforme a un lector sino, en todo caso, obligarlo a mascar un alimento enteramente nuevo. Un buen ejemplo es su poesía: considerada por un lector desprevenido, es posible que ofrezca dificultades para considerarla llanamente como tal. Esta dificultad vale en general para toda su poesía, una vez concluido un breve saludo al Modernismo, bandera en la que no creía. Propongo revisar trabajos fundamentales como Poema de poesía del pensar, que inaugura una estética en la poesía argentina, su Poema al astro de luz memorial, o Poema de trabajos de estudios de las estéticas de la Siesta, cuyos enunciados ya generan desconfianza y, desde luego, son poemas de lectura trabajosa hasta hoy.

Hay un olvido frecuente: que la “creación” de algo, para serlo, tiene que poner ante nosotros lo que previamente no existía, o un punto de vista nuevo sobre un objeto conocido. La lectura más habitual espera, por el contrario, algo parecido a lo que ya se conocía, cuya digestión esté garantizada sin demasiado esfuerzo. La poesía de Macedonio Fernández resulta extrema en aquello. Si se reconstruye la época en que sucedió, se puede ver que imaginó su obra en un campo de batalla.

Con la poesía tradicional no sólo discutía contenido y forma sino el mismo hecho estético: es decir, qué se consideraba poesía; y la suya fue, según la valoración vigente por entonces, directamente antipoética. Y en cuanto a la vanguardia, desconfiaba de su proyecto de ruptura, que tenía para él mucho de romanticismo con predominio lírico, y un tipo de “inspiración” emotiva que le recordaba más bien a una impostura. Peleó, pues, a izquierda y derecha; y por si fuera poco, propuso un modelo indeterminado, un formato sin clara definición, de puertas abiertas, en el que sin dudas se encontraba cómodo, pero que a la vez le creó dificultades para sacarlo de valijas y cajones, en los que durmió una larga temporada.

Algo similar ocurre con sus cuentos, que siempre generan la pregunta de si efectivamente lo son; y desde luego con sus novelas, que tienen de novelas, sobre todo, su arbitraria nomenclatura. Y cómo considerar los textos fragmentarios: ideas, reflexiones, humoradas intelectuales, proyectos imposibles, enunciados filosóficos, teorías implícitas, apenas disimuladas detrás de un velo que oculta la perplejidad.

En su caso se trataba de escribir para ver qué resultaba: siempre con un punto inasible, o humorístico, o tal vez al revés: de la más extrema seriedad, sólo que por eso mismo tiene algo de increíble.

Sin nombre

Montaigne llamó genialmente “ensayos” a sus búsquedas (hago hincapié en su significado literal: algo que no termina de resolverse) y esta nomenclatura le aclaró el camino, no sólo a él sino a sus lectores: a partir de esa designación estuvo más aclarado de qué tipo de elaboración se trataba. Posiblemente sea esta última genialidad bautismal lo que faltó a Macedonio Fernández. Tal vez el hecho de no haber encontrado a tiempo una nominación adecuada para sus procedimientos le retardó la presentación; porque es posible que él mismo haya sentido, ya con años a sus espaldas, la indecisión de escribir sin atinar a dilucidar qué era esa materia movediza; algo así como un escritor de hojas sueltas que no terminaban de juntarse todas en un libro. Tuvo que esperar bastante para reconocer un trabajo de conjunto y poder dar a conocer, en 1928, a sus 54 años, No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Luego tuvo que dejar pasar otra cantidad subrayada de años para decidirse a otra exposición pública. Aún entonces esa obra densa, extensa, siempre a riesgo de genialidad, fue consecuente con su tarea de demolición de los géneros, como si su autor se sintiera más cómodo en la confluencia de todos.

© LA GACETA

Santiago Sylvester - Poeta, narrador y ensayista. Director de la colección Epoca de Ediciones del Dock.

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