KALPA IMPERIAL
LIBRO II: EL IMPERIO MAS VASTO
Angélica Gorodischer
Diseño de la tapa: Sergio Pérez Fernández
Ilustración de Oscar Chichoni
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
© 1983, Ediciones Minotauro S.R.L., calle Humberto Iº 545, Buenos Aires.
ISBN 950-547-022-3
Escaneado y Corregido por JOTA
Abril de 2003
a Sergio Gorodischer
RECONOCIMIENTO
Agradezco profundamente el estímulo que me brindaron Hans Christian Andersen, J. R. R. Tolkien e Italo Calvino, sin cuyas palabras de aliento este libro no se hubiera escrito.
El siglo veinte me deprime
TRAFALGAR MEDRANO
Índice
Retrato de la Emperatriz.
Y las calles vacías.
El estanque.
Primeras armas.
“Así es el sur”.
La vieja ruta del incienso
Retrato de la Emperatriz
—Si —dijo el narrador—, yo la conocí a la Gran Emperatriz, y porque la conocí les digo que los que la alaban y la lloran, los que escriben la crónica de su vida y sus hechos, los que cantan su memoria, no llegan a hacerle justicia. Y que es probable que no lleguen nunca, porque ella fue más grande que todos esos versos y esas endechas y esos capítulos en los libros de historia. No era joven ni hermosa ni letrada; tenia mal genio, era testaruda, brusca y áspera. Pero yo se que fue lo que la hizo tan grande. Fue la sabiduría que consiste en ver las cosas de una manera distinta y en aplicar lo que aprendía de una manera distinta. Y no es que nadie le hubiera dado lecciones jamás: no se educo Abderjhalda en los salones de los palacios ni en los colegios cerrados para jóvenes nobles sino en la calle. Y cuando hablo de la calle hablo de tugurios siniestros, hablo de agujeros promiscuos, viviendas colectivas; hablo de ruinosas casas de negocio con vidrieras empanadas y clientes furtivos, cafés a los que ningún hombre sensato hubiera entrado para pedir un vaso de agua, hoteluchos en donde la gente pasaba una noche apiñada y en cuyos sótanos se podía enterrar a más de uno que amaneciera con Ja garganta cortada accidentalmente. Allí nació, allí creció, allí aprendió: quizá ésa sea la más conveniente escuela de gobierno. Adviertan ustedes que digo gobierno y no digo poder. Bah, el poder, decía ella y torcía el gesto, solamente el que se olvida del poder gobierna bien, decía. Y era cierto. Ella olvidó el poder que tenía, que era muy grande, y el poder, abandonado, desdeñado, la cortejó y la buscó y se le brindó como una mujer fácil a un hombre bello y rico. Pero ella lo despreció una y otra vez y lo obligó a quedarse a las puertas del palacio, como un mendigo. Cualquiera podía acercarse a ella, cualquiera podía entrar al palacio y hablarle, que como ella no dependía del poder, no tenía miedo ni usaba el protocolo ni las ceremonias. Fue la primera ocupante del trono imperial en siglos y siglos que no tuvo un cuerpo de guardia personal, la primera que salió a la calle sin custodia, sin hombres armados a su alrededor, sin nada, en una silla de manos como una mujer rica, o a pie, como la mujer de un artesano o de un empleado. Así la conocí yo.
Yo era entonces un muchacho muy joven, casi un chico, y empezaba a contar cuentos en las plazas y en las esquinas de la ciudad capital. Nadie me conocía, nadie me había ofrecido siquiera un tinglado en las afueras para que contara ahí lo que tenía que contar. No soñaba con el futuro, no deseaba estar donde estoy ahora, sentado sobre almohadones que están sobre alfombras que están sobre pisos de mármol, paseando los ojos sobre los vitrales y las cortinas y las lámparas de cristal mientras recuerdo lo que voy contando. No saboreaba las reverencias y los murmullos que me acompañan cuando entro al Pabellón Principal. Contaba cuentos en las calles, eso era todo lo que hacía. Cada día, eso sí, cada día se reunía más gente a mi alrededor; y cuanta más gente había mejor hablaba yo, más seguro y contento me sentía, más colores, escenarios, hombres, paisajes y batallas tenía para describir. Y al otro día había más gente, y al otro día más aun, y cuando ya la policía protestaba porque no se podía pasar por las calles en las que yo contaba cuentos, tuve que irme a la Plaza de los Reinos del Norte, y al poco tiempo a la Plaza del Mercado. Me faltaban tres años para cumplir los veinte cuando un día se detuvo un coche al borde de la plaza. No me llamó la atención: ya estaba acostumbrado a que magistrados o militares o grandes señoras o familias enteras llegaran en coches y vinieran a sentarse cerca de mí. Una mujer bajó y yo ni siquiera la miré y seguí hablando. Contaba la historia, la verdadera, no la que se fraguó después, de la maldición de Ervolgerd IV, aquel Emperador de la dinastía de los Vlajanis que después de muerto protegió a sus amigos y se vengó atrozmente de sus enemigos, aquél que volvió loco a su asesino y lo obligó a mutilarse a las puertas del palacio, frente a los ojos espantados de todos los que se habían reunido a oírlo gritar su delirio. Yo estaba describiendo la primera aparición pública del Emperador muerto cuando esa mujer se sentó entre los que me escuchaban y me escuchó ella también. Hacía frío; bajaba del norte un viento cortante y el cielo estaba gris. La gente había traído braseros a la Plaza, y sobre los carbones encendidos se calentaban jarras con chocolate o con vino aromatizado o con sopas espesas. Algunos se cubrían con mantas, otros bajaban la cabeza y escondían las manos entre los vestidos. Alguien le ofreció a esa mujer una taza humeante y ella agradeció y bebió. Para cuando varias horas después terminé con el cuento, para cuando dije: y Ervolgerd el Muerto no volvió a caminar entre los vivos, ella compartía con una mujer arrugada y su nieto que habían estado allí desde el principio de mi historia, una manta vieja, deshilachada en los bordes y tantas veces lavada que se había gastado hasta la trama. Comí lo que me ofrecieron, recibí lo que me regalaron, y me quedé un rato escuchando lo que las gentes tenían que decir sobre lo que habían oído: yo era joven entonces, y débil, por eso los frutos de la vanidad tenían todavía sus atractivos. Por fin me levanté y golpeé con los pies en el suelo para desentumecerme y calentarme, y me fui. Tres calles más allá me alcanzó el coche y el cochero me llamó para que subiera. Dije que no, claro está: un contador de cuentos sabe desde el principio a qué peligros está expuesto, y si es un verdadero contador de cuentos los evita cuidadosamente, violentamente si es preciso. Yo no llevaba armas, nunca las he llevado y nunca me han hecho falta; dije simplemente que no y seguí caminando. La mujer que había estado entre mis oyentes tapada con una manta raída y ajena junto a una vieja y su nieto, se asomó:
—¡Vamos, jovencito estúpido! —me gritó—. ¡La Emperatriz te ordena que subas!
Yo no había visto nunca a la Gran Emperatriz, cómo podía haberla visto. Sin contar con que yo vivía en una casa humilde de un barrio humilde, sin contar con que tenía pocos amigos, como corresponde a mi profesión, y que los pocos que tenía eran tan oscuros y pobres como yo, hay que ver que un contador de cuentos no entra al palacio imperial, y que si entra es porque no es un contador de cuentos, es un poeta. Y bien, yo entré al palacio imperial. No era poeta, no lo soy y no lo seré, pero yo entré al palacio imperial. No había visto nunca a la Gran Emperatriz, no la había oído, no conocía su cara, pero en cuanto me gritó la orden supe que era ella y si me hubieran torturado para que lo negara, no hubiera podido: hubiera seguido diciendo que sí, que era ella.
El coche se detuvo y yo subí y me senté a su lado. Me preguntó cómo me llamaba y cuántos años tenía y se lo dije. No me preguntó ni me dijo nada más hasta que no llegamos al palacio, casi una hora después. Al principio tuve miedo: ¿qué quería conmigo esta mujerona que gobernaba el Imperio más inmenso que se haya conocido jamás? ¿Quería matarme? ¿Encerrarme en una celda? ¿Raptarme? ¿Hacer de mí su padrillo? ¿Convertirme en un sirviente, en un eunuco, en un lameculos de la corte? Claro que tuve miedo, pero ella estaba tan cómoda y tranquila, aceptaba tan naturalmente todo, el día gris, mi presencia, los bamboleos del coche, que se me pasó el miedo y hasta me adormilé.
—Te vas a sentar ahí y me vas a ir contando las vidas de todos los emperadores que me precedieron —me dijo.
—¡Qué!
—Lo que has oído, a menos que estés sordo.
—Su Majestad Imperial está loca —le dije.
Se rió a carcajadas. Con los brazos en jarras se rió a carcajadas, como una lavandera.
Estábamos en un salón del palacio que daba a un jardín del palacio. Había fuego en una chimenea y alfombras y un mueble dorado con un espejo redondo en el centro y flores por todas partes y hasta un pájaro de muchos colores que se hamacaba en un aro colgado del techo.
—A ver —me dijo—, ¿cómo es eso de que estoy loca?
—Su Majestad Imperial tendrá que hacer lo posible por perdonarme —le dije—, pero si Su Majestad Imperial cree que alcanza, una vida para contar las hazañas de los gobernadores del Imperio, eso quiere decir que o Su Majestad Imperial no sabe nada de historia o está loca o las dos cosas.
Se sentó en un sillón de respaldo muy alto y muy recto:
—Te voy a decir tres cosas —me dijo—. La primera, que más cuerda no puedo estar. La segunda, que efectivamente, no sé nada de historia del Imperio ni de otras muchas cosas. Y la tercera, que en cuanto me digas una sola vez más Su Majestad Imperial te doy una cachetada que vas a ir a parar al medio del jardín.
En adelante le dije Señora, porque así era como le gustaba que la llamaran, como a las antiguas emperatrices de los tiempos heroicos o a las frágiles mujeres secretas de las dinastías del tercer Imperio Medio. Todos los días, durante años, me senté en ese mismo salón a' caer la noche, y le conté a la Emperatriz lo que yo sabía, lo que me fue posible, sobre los emperadores y el Imperio. Puse dos condiciones, una muy tonta, la otra muy importante: que sacaran de allí ese pájaro amenazador y presuntuoso, y que nadie supiera que yo entraba al palacio imperial. Lo del pájaro no le importó; quizá a ella tampoco le gustaba, quizá le era indiferente. Pero quiso saber por qué yo no quería que se supiera que yo iba al palacio. Tuve que explicarle que un contador de cuentos es algo más que un hombre que recrea episodios para placer e ilustración de los demás; tuve que decirle que un contador de cuentos acata ciertas reglas y acepta ciertas formas de vivir que no están especificadas en ningún tratado pero que son tan importantes, o quizá más, que las palabras con las que construye sus frases. Y le dije que ningún contador de cuentos se inclina jamás ante el poder y que yo tampoco lo haría. Que si ella, que era Emperatriz, no sabía nada sobre el Imperio, yo podía enseñárselo y mi deber era hacerlo, para servir no al trono sino a las gentes que están por debajo del trono, pero que nadie tenía que enterarse porque si bien yo no sacaría provecho de lo que allí dijera, tampoco quería que se dijera de mí que había ganado nada, ni una moneda, ni la hebilla de un zapato, ni un grano de arroz, con otra cosa que no fueran los cuentos que contaba en las calles y en las plazas. Otras gentes, le dije, magistrados, capitanes, funcionarios, servidores, pueden entrar sin peligro al palacio porque no tienen nada que perder. Y un poeta puede, si lo es, porque estando más allá del poder, nada puede perder. Pero un contador de cuentos no es nada más que un hombre libre y ser un hombre libre es muy peligroso. Eso le dije y ella comprendió y nunca dijo nada sobre mi presencia allí y nunca encontré a nadie en mi camino desde la puerta lateral por la que entraba hasta el salón que daba al jardín. Y allí me esperaba ella, y allí me escuchó siempre con atención, haciéndome preguntas algunas pocas veces. Durante los años que le quedaban de vida, que fueron muchos pero no los suficientes, le hablé del Imperio, y me alegra decir que ella entendió el significado de todo lo que le dije y supo distinguir entre los ejemplos a imitar adaptándolos a los tiempos, y los ejemplos a rechazar, olvidar o evitar cuidadosamente. Empecé con los tiempos oscuros de los Estados Divididos de los que no han quedado crónicas y ni siquiera nombres. Pasé a los Caudillos, a los Señores, a los Pequeños Reinos, con la mención de solamente algún guerrero, alguna batalla, algún golpe de estado, alguna conquista. Y pocos meses después ya le estaba hablando del primer Emperador, de aquél a quien se llamó el Emperador sin Imperio, ése que construyó un palacio en medio de un desierto, hizo fabricar un enorme sillón de oro, se sentó en él y dijo: Yo soy el Emperador. Le dije que ese día había nacido el Imperio. Y le hablé de la dinastía que le siguió, la primera, la que le permitió crecer y ponerse en pie. Para cuando llegué a los Kao'dao, esos emperadores furiosos y visionarios que enunciaron el primer cuerpo de leyes, que. llevaron el trono del desierto a las ciudades, habían pasado dos años y yo ya no contaba cuentos a la Intemperie, en las plazas, bajo el frío o las lluvias o el calor o la nieve. Los contaba en un pabellón de madera y seda al que se llegaba recorriendo una avenida bordeada de sicómoros que ya no existe, un pabellón que había construido para mí el Gremio de los Fraccionadores de Té. Pero yo no le hablaba de esas cosas a la Gran Emperatriz, y ella, aunque veía que yo llegaba mejor vestido y mejor calzado, no me preguntaba nada. Seguía escuchando. Y a veces me hablaba de sí misma, cuando yo había terminado con los reyes locos o sabios o enfermos o santos o peleadores o ambiciosos o lo que fuera, que toda clase de hombres y de mujeres ha apoyado sus nalgas en el trono del Imperio.
—Sí —dijo la Emperatriz—, sangre nueva siempre hace falta, en donde sea y en lo que sea y en el trono del Imperio también, y en esos años más que nunca. Pero por supuesto que no fue ese generoso propósito el que provocó mis ganas de subir hasta allí y sentarme en el sillón de oro. Si he de decirte la verdad, di mi primer paso hacia arriba para que el viejo Dudu tuviera donde morirse. Yo no quería que se muriera en la calle y que los basureros levantaran su cuerpo de la alcantarilla y lo llevaran a la fosa común entre restos de comida, gatos reventados y pedazos informes de cosas inservibles hasta para los mendigos. Yo quería que se muriera en una cama, tapado con una cobija, la cabeza sobre una almohada; y quería que lo bajaran a un hoyo cavado en la tierra, que lo cubrieran y que pusieran encima una piedra con su nombre que no era Dudu sino algo mucho más complicado. Pero claro que no te he dicho quién era el viejo Dudu. Vale la pena acordarse de él porque vale la pena acordarse de todo lo que uno tuvo en la vida, nada más que por eso. Él decía que era volatinero, pero jugar torpemente con piedras y bolitas y sombreros que habían sido de colores en alguna pocilga en donde se venden malas bebidas no hace volatinero a nadie. Era un gordo borracho lascivo y haragán, y eso es todo lo bueno que se puede decir de él. Cuando el agua de la Gran Inundación empezó a lamer las casuchas de barro y paja en las afueras, esa mujer que tal vez fuera mi madre me dijo que me quedara allí, quieta y callada, que ella iba a tratar de salir y volvería a buscarme. Yo no le creí, no tenía por qué creerle, pero me quedé quieta y callada porque a los diez años ya había aprendido muchas cosas. Solamente horas después me puse a llorar de frío y de miedo. Plop cloc plop plop hacían las ruedas del carrito del viejo Dudu en el agua que ya corría con fuerza por el callejón. Pero yo lloraba más fuerte que el agua y las ruedas: el plop cloc se detuvo, el viejo empujó las maderas que tapaban el hueco de la puerta y dijo: ¡ajá, una chica! Me llevó con él, me entregó los tirantes del carrito y me dijo que empujara. Yo lloraba y empujaba y el viejo iba adelante cantando:
—Esta es la lluvia, señores,
trae sapos y comadrejas,
la lluvia es una puta vieja
que se mete por los huesos
y nos pudre hasta los seeesooooos.
Pero cuando se estaba muriendo ya no era gordo: era un esqueleto gris acostado entre andrajos sobre el carrito. Ya no era borracho porque los tumores que le crecían por todas partes habían aparecido también en la garganta y le impedían tragar, alcohol o lo que fuera. Ya no era lascivo: no tenía fuerzas para mover los ojos si quería mirar a una mujer, y menos para echarse sobre ella, y no le quedaba más que la sombra de lo que había usado tantas veces para conseguir vino sin pagarlo de las mujeres de los cantineros, para violarme en las casas semiderruidas que la inundación iba dejando deshabitadas, para dormir abrigado de contrabando en un burdel alguna noche de invierno. No era generosidad de mi parte querer que se muriera en la cama y no en la acequia, era todo lo contrario. Si el viejo se moría en la calle, yo iba a ir presa aunque más no fuera porque era joven, y los guardias iban a tener carne gratis hasta que algún funcionario pusiera un sello en un papel que decía que el viejo Había muerto por causas naturales y echaran el cadáver medio podrido a la fosa. Y a mí me iban a largar de nuevo a la calle sin carrito y sin nada, peor que antes. De manera que empujé el carrito cargado con el viejo moribundo que ya ni cantar podía la canción procaz del dudu mama, dudu nena que le había valido el sobrenombre, y canté yo, bien fuerte:
—Este es el amor, señores,
trae mieles y complacencias,
el amor es como un viento
que hace temblar los ríñones
y apacigua el cooorazooooón.
Tenía tres posibilidades en vista, pero confieso que nunca esperé de veras que el dueño de la casa de compraventa fuera el que se ocupara finalmente de mí. Menos mal que se decidió a esperarme, ya de noche, disimulado en un hueco entre dos casas, a preguntarme qué quería decir mi canto, a proponerme que me fuera con él, y a escuchar mis condiciones que eran tan insignificantes que tuvo que sonreír. Menos mal porque los otros dos, un ex sirviente de casa rica que vendía hierbas y jarabes por las calles, y un hojalatero, estaban casados, y las mujeres me hubieran hecho la vida imposible, seguro. Los tres tenían casa, que eso era lo que a mí me interesaba, pero la del compraventero era la mejor: hasta tenía dos ventanas. Se llamaba Boroimar, y él se agregaba un apostrofe antes de la última sílaba tratando de aparentar que tenía un origen señorial, y hasta contaba historias de grandezas pasadas que nadie le creía, o quizá alguien sí, pero no yo.
Si el viejo Dudu era gordo, Boroimar era flaco; si el mendigo era borracho, el compraventero no tomaba más que jugo de frambuesa o leche; si el chivo lujurioso se apoderaba de cualquier mujer en donde fuera y como fuera, este otro tenía un miedo cerval de las hembras y lo único que quería de ellas era mirarlas y mirarlas hasta tomar coraje para manosearlas un poco; si el viejo que se moría tenía entre las piernas algo que había sido muy sensible y eficiente, el de la casa con dos ventanas, que también se moría, tenía una cosa informe que no se alborotaba con nada; si aquél, en sus tiempos, asaltaba, aprovechaba y se saciaba, éste balbuceaba indeciso, y no estaba satisfecho jamás. Miraba, olía, tocaba, se babeaba, se meaba y sollozaba, y cinco minutos después empezaba todo de nuevo. Yo había soportado muchos tormentos físicos con el viejo y no estaba dispuesta a aprender a soportar otros tormentos de otra clase. El viejo murió en una cama blanda, abrigado con sábanas y mantas, la cabeza sobre un almohadón, tratando de canturrear el dudu mama, dudu nena, atendido por un médico de veras y no una curandera roñosa, y lo enterramos en un hoyo en la tierra bajo una piedra con su nombre verdadero. El compraventero siguió viviendo un tiempo más y yo hacía con una sonrisa todo lo que él quería, pensando en las paredes sólidas de la casa, en los pisos de madera, en las ventanas que miraban a la calle, soñando que me adueñaba de todo eso y que ya no tendría que pasar días y noches en la calle. Le sonreía, le cantaba, le daba de comer, y hasta lo lavaba y lo perfumaba y le palmeaba la cabeza que se le iba quedando calva. Y tanto soñé y tanto lo convencí de que mi indiferencia era bondad, que extendió ante escribano público un documento por el cual como no tenía hijos ni mujer ni hermano, me dejaba todo lo que le pertenecía. Y una semana después murió intoxicado. No, no lo maté yo. No lo maté porque no se me ocurrió. De habérseme ocurrido, quién sabe. Ahora que había probado casa, abrigo, cama, sopa caliente todos los días, podría haberlo matado. Pero se fue a comer con un hombrecito que venía de tanto en tanto a venderle mercadería, posiblemente robada porque todo se hacía en secreto y las cosas se guardaban mucho tiempo antes de ponerlas a la venta, y comieron pescado asado en una casa de comidas a orillas del río y a la mañana siguiente estaban muertos, ellos dos y otros muchos que también habían comido allí. La policía se llevó al dueño de la casa de comidas y a sus empleados, y a mí no me molestó, como no me había molestado a la muerte del viejo Dudu, y en cuanto enterré a Boroimar, me hice cargo de la casa de compraventa. Tenía quince años.
A los diecisiete vivía con un teniente que había ido a mi casa a vender un anillo para pagar una deuda de juego, decía él. Le di mucho menos de lo que el anillo valía y mucho menos de lo que él necesitaba, porque yo ya sabía hacer negocios y sabía cuándo un hombre quería más de lo que decía que quería. También sabía que los hombres no piensan. No, no te rías, no piensan. De vez en cuando alguno piensa, es cierto, y lo dice o lo escribe, y eso es tan extraordinario que nadie lo olvida. Las gentes unen esos fragmentos que otros han pensado, como pueden, a veces en formas muy convenientes, a veces en formas muy absurdas, repiten una serie de pensamientos ajenos mal relacionados para una situación, y otra serie de pensamientos ajenos no mejor relacionados para otra situación, y creen que son ellas las que piensan. El que más pensamientos ajenos puede recordar y retorcer para adaptar a más situaciones, ése pasa por más inteligente y los demás lo admiran. Aparece otro alguien que piensa, lo dice o lo escribe, las gentes sostienen que está loco y hasta puede ser que lo lapiden, pero lo que pensó queda y los que no piensan se apoderan al fin de eso, y así los pensamientos ajenos que las gentes usan como si fueran pañuelos o sobaqueras son cada vez más numerosos y a eso se le llama progreso. Yo tenía diecisiete años, no sabía leer ni escribir; no sabía mineralogía ni química ni geografía ni teología, pero hice del teniente un capitán y del capitán un coronel con el simple procedimiento de rechazar lo que las gentes decían que pensaban, y tratar de encontrar un pensamiento nuevo. Encontré dos. Uno de ellos gira alrededor de otro muy viejo que dice que todos estamos hechos del mismo barro. Del otro vamos a hablar enseguida.
El coronel se casó, porque yo le aconsejé que lo hiciera, con una mujer muy rica, que tenía una familia muy numerosa y muy bien relacionada. Se encontraba conmigo en una casa de piedra entre los árboles, más allá de las casas de campo de los nobles y los magistrados. Yo había vendido muy bien el negocio de compraventa, sin apuro, contemplando ese pensamiento que habla del barro del que todos estamos hechos, diciéndoles a dos o tres chismosos que no pensaba vender y sacrificando algunos artículos para que los posibles compradores creyeran que yo era boba y desconocía el valor de lo que tenía allí adentro, y ahora vivía ahí, en una casa de piedra con seis ventanas y un balcón en la planta alta y seis ventanas y una puerta de dos hojas en la planta baja. Me aburría, así que tuve tiempo para encontrar otro pensamiento. Decía: yo puedo.
Te das cuenta de lo que es un pensamiento nuevo, ¿no es cierto? Es algo que viene un poco, muy poco, de afuera, y mucho de adentro. Puede ser que las palabras y el orden en que se las dice sean viejos, eso no tiene nada que ver, casi te diría que es lo deseable, porque encontrar palabras nuevas u órdenes nuevos para las palabras puede ser algo muy asombroso pero casi siempre sirve solamente para esconder el vacío o la frivolidad. Ahora, si las viejas palabras están nombrando otra manera de mirar, ahí sí, ahí has encontrado un pensamiento nuevo, y eso no es algo que se consiga fácilmente, te lo puedo asegurar. Yo lo descubrí, yo dije: yo puedo. Y en cuanto lo descubrí lo junté con el otro, miré a mi alrededor, vi a todas las gentes que no piensan, y. No, no descubrí otro pensamiento, pero tomé una decisión. Así que presioné un poco al coronel. El pobre se estaba cansando de mí, o quizá no, quizá era solamente que le resultaba incómoda en su nueva posición y con sus nuevas responsabilidades: pero como no era un mal hombre, me estaba agradecido y no se atrevía a echarme. Utilicé lo que él creía que eran pensamientos que había pensado él y nos despedimos con lágrimas y puedo decirte que las de él eran sinceras. Salí de aquella casa entre los árboles en un coche, cargada de vestidos, vajilla, joyas, perfumes, ropas de cama, pieles y dinero.
Eran tiempos difíciles. Pero yo te pregunto ¿qué tiempos no han sido difíciles? A mí me convenía que lo fueran: la gente iba y venía, las clases sociales se mezclaban, no se hacían muchas preguntas, todo el mundo estaba preocupado por una u otra cosa, cualquiera podía decir que los papeles de su familia se habían perdido, o hablar de traición o de catástrofes o de ruina o de traslados desde regiones lejanas. Compré casi por nada una casa muy lujosa que había sido de un comerciante arruinado, en un barrio elegante. La hice amueblar y adornar, y me ocupé sobre todo de que la fachada y los jardines quedaran imponentes, como cuando vivía allí el comerciante y su mujer daba fiestas y sus hijos organizaban cacerías y excursiones gracias a la estupidez de los que compran por mil lo que no vale ni diez y que el comerciante, seguramente, había comprado por dos. Me vestí de negro, tomé sirvientes. Muy poco me quedaba del dinero de la venta del negocio y del que me había dado el coronel. ¿Qué hice entonces? ¿Salí a buscar seguridad y fortuna? No, no, por supuesto que no. Hice todo lo contrario, y pocos días después todos los ricos que vivían en ese barrio de ricos sabían por sus sirvientes, que lo sabían por los míos, que en esa casa vivía una joven viuda inconsolable que se negaba a salir, a recibir y a ver a alguien.
—Sí —dijo el narrador—, ella misma me contó lo que todos sabemos, eso que va cambiando, que se va embelleciendo poco a poco, y que de aquí a muchos años, cuando ya no gobiernen sus hijos sino los nietos de sus nietos, será algo tan falso e irreconocible como la falsa historia de Ervolgerd el Muerto o los falsos hechos de las emperatrices de más allá del desierto. Y tendrán que sentarse los contadores de cuentos en sus pabellones a contar la verdad, y si todavía se confía en ellos, alguien les creerá.
Yo ya no era un muchachito modesto que cuenta cuentos en las plazas. Era un hombre joven al que se le construían pabellones especiales para que fuera allí a sentarse a contar y al que se venía a escuchar desde muy lejos. Para entonces, yo creía haber alcanzado la sabiduría: vivía en la misma casa modesta del mismo barrio pobre, a la que sólo le había agregado algunas comodidades, estufas para abrigarme en invierno, vajilla, una alfombra para la habitación de los visitantes, lámparas en todos los cuartos; seguía teniendo pocos amigos, que eran casi los mismos que antes; no iba en coche sino a pie como siempre, como hasta hace poco cuando el reumatismo y no la vanidad me obligó a depender de una silla de manos y no de mis piernas, y secretamente iba al palacio, a la habitación que daba a un jardín, y allí le contaba a la Gran Emperatriz las vidas de los Señores del Imperio. Ella escuchaba, atenta, seria, absorbiendo todo lo que yo decía, en silencio, salvo cuando se le ocurría alguna pregunta. No eran preguntas tontas dichas con voces agudas como las que hacen las mujeres ociosas, sino preguntas sensatas y concretas como las que hacen las mujeres humildes en voz baja y tímida, y la Gran Emperatriz las hacía con una curiosidad exigente, como si fueran muy importantes y no solamente para ella, que lo eran. Y a veces era ella la que hablaba. No porque sí ni por soberbia, que no la tenía: algo en lo que yo iba contando le recordaba otra cosa, un personaje o un acontecimiento de su vida, y entonces se ponía a hablar. O quizá necesitaba a alguien que la escuchara así, cuando la soledad le dictaba las palabras. Fue así como me enteré de la historia del tricobezoar. Corren muchos cuentos banales y estúpidos acerca del asunto; quiero decir acerca de cómo fue que la esposa del señor Ereddam'Ghcen, que al fin y al cabo no era más que un hombre rico, muy rico, es cierto, pero no un noble sino el dueño de vastas extensiones sembradas de arroz y de muchos molinos que producían harina, pudo llegar hasta el Emperador. La verdad es que fue el Emperador quien llegó hasta ella, quien la llamó a su lado, quien inauguró con un simple mensaje de cortesía uno de los períodos más pacíficos que vivió y por suerte vive aún el Imperio.
¿Ustedes saben qué es un tricobezoar? Hay animales de pelos cortos y animales de pelos largos. Todas las hembras lamen a sus crías y casi todos los animales se lamen a sí mismos o lamen a sus congéneres en la manada. Y hay épocas del año en las que a todos se les desprende el pelo con mayor facilidad. Algunos tragan mucho pelo a lo largo de sus cortas o largas vidas, y ese pelo no se digiere y es difícil de eliminar: se va depositando en algún rincón del estómago y con alimentos o con el jugo de la digestión va formando una bola que se agranda y se hace más dura a medida que pasa el tiempo. Ninguno se muere de eso, pero cuando los hombres abren un animal muerto, a veces, muy raras veces, encuentran un tricobezoar. Pueden ustedes apostar a que se pelean salvajemente por la posesión de esa joya crecida en las entrañas, porque se dice que tiene propiedades mágicas y curativas. Puede ser, puede ser que así sea, aunque yo no lo sé. El médico del Emperador, sin embargo, afirmaba que él sí lo sabía, y el Emperador le creía.
Reinaba Idraüsse IV y muchos de ustedes vivieron los años de su gobierno y saben qué clase de emperador fue, un hombre bueno, desdichado, demasiado blando y sujeto a cualquier influencia que se ejerciera sobre él. Podría haber sido una época feliz para el pueblo, pero fueron años caóticos y contradictorios. Idraüsse confiaba en todo y en todos, creía que los que se le acercaban tenían buenas intenciones y querían lo mismo que él, el bienestar de sus súbditos. Pero no siempre son trigo limpio los que se acercan a los emperadores; si lo fueran estarían ocupados en trabajos honestos y no tendrían tiempo para maquinar y conspirar con tal de llegar a cobijarse junto al poder ni cometerían las iniquidades que cometen con tal de hacerse oír desde el trono. Además era un hombre enfermo, el Emperador. Sangraba por cualquier cosa, hasta por el roce de un ropaje demasiado pesado; enormes tumores de sangre se le formaban en las rodillas, en los tobillos y en los codos, y había que punzarlos para que no lo hicieran aullar de dolor y no lo convirtieran en un inválido, y después había que luchar contra la sangre que manaba sin parar; las piernas y los brazos se le torcían en posiciones grotescas y aunque tenía una cara muy bella, su cuerpo podía inspirar rechazo y espanto. Los médicos le enderezaban los miembros con ejercicios suaves y le curaban las heridas, pero entonces sobrevenía un nuevo ataque y había que empezar todo desde el principio. Se había casado con una bella joven noble, fuerte y sana, la Emperatriz Kremmennah, para dar al Imperio un sucesor saludable y no un surtidor de sangre como era él. Ya sabemos que el destino de los hombres y de los estados suele portarse de una manera desconsiderada y cruel: sólo dos veces le permitió su enfermedad acostarse con la Emperatriz y ninguna de las dos dio fruto. Y entonces, una noche, la Emperatriz fuerte, sana y joven, enredó su pie en la orla de un vestido, rodó por una escalera de mármol y se desnucó. Idraüse la lloró, por cierto, e interpretó su muerte como una señal: la dinastía de los Elkérides moriría con él. Estaba equivocado, por suerte.
—Sí —dijo la Emperatriz—, yo estaba casada con Ereddam'Ghcen, el hombre muy rico que tenía una gran casa con un jardín cuyos fondos daban a los fondos del mío, el hombre que me había visto muy de pasada un par de veces en mi balcón y que había insistido en que una de sus hijas debía hacerle una visita de buena vecindad a la joven viuda triste. Él era viudo. Todos sus hijos se habían casado y estaba muy solo. Era un buen hombre, un poco tonto. Tampoco pensaba, pero entre los pensamientos ajenos había elegido, si no los mejores, los más inofensivos. No creía, por ejemplo, que había que arrasar el sur a sangre y fuego, o que todos los que lo rodeaban lo querían estafar, o que el dinero lo iba a salvar de la muerte o la desdicha, o que debía maltratar a los que trabajaban para él, o que lo que él no conocía era peligroso. El nuestro fue un matrimonio tranquilo. Y un buen negocio para todos: los hijos no se atormentaron pensando que iban a tener que cargar con su padre hasta la muerte, él tuvo quien lo cuidara y le hiciera compañía, yo tuve más dinero del que había creído nunca que era posible tener, y su fortuna era tan grande que sus hijos y sus nueras y sus yernos no sentían que yo les hubiera robado nada. El palacio imperial estaba muy lejos: yo no pensaba en llegar hasta allí, por qué habría de pensarlo. Me parecía que ya estaba bien, que más era imposible, que podía darme por satisfecha y que cuando llegara el momento enterraría a mi marido y viviría sin sobresaltos una bella vida, engordando, yendo al teatro, haciendo caridad, abriendo alguna vez los salones de la gran casa, paseando por los jardines y las avenidas con alguna amiga agradable y plácida como yo. Cómo pude haber pensado en mí misma como en una persona agradable y plácida, eso me intriga. Tal vez porque había vivido mis primeros años pobre y violentamente, y entonces asociaba el dinero con la tranquilidad, cosa que es mentira y que aunque fuera verdad, no se contagia a las personas. Debí haberme dado cuenta, sin embargo, porque a veces me sentía muy inquieta, casi rabiosa: no me bastaba con cuidar a mi marido, gobernar la casa, recibir a unos pocos amigos y hacer visitas, y bordar junto a la ventana. Entonces emprendía reformas, cambiaba los muebles de una habitación, pensaba nuevas disposiciones para los canteros del jardín, hacía construir una glorieta o un estanque y supervisaba yo misma los trabajos, y hasta me interesé por los negocios del señor Ereddam'Ghcen y le sugerí algunas innovaciones que para su gran satisfacción, y la mía, dieron espléndidos resultados. Traté de pensar con pensamientos míos acerca de mi inquietud y mis repetidos episodios de actividad, y vi que me sobraba energía y me faltaba en qué emplearla. ¿Qué podía hacer yo, qué más podía hacer? Todo lo que estaba a mi alcance lo hice. Pero llegaba la noche y sentados en el salón hablábamos de las pequeñas cosas cotidianas, y yo no sentía cansancio, sentía ira. La disimulaba y eso provocaba más ira. También hablábamos sobre lo que se decía en las calles, en la Cámara de Comercio, en las plazas, en los clubes y en los cafés: rumores sobre el nuevo puente o sobre alguna ordenanza municipal o sobre la organización de algún festejo público, y yo decía qué era lo que yo hubiera hecho en lugar de los ingenieros o de los ediles. Mi marido se asombraba, sus hijas meneaban la cabeza y decían que ésas no eran cosas de mujeres, y alguno de sus hijos me miraba con curiosidad o decía que a él le parecía que yo tenía razón. Y hablábamos del Emperador, de su mal, de sus médicos. Fue así como supimos que le estaban aplicando un nuevo tratamiento, y fue así como supe que en nombre del Emperador Idraüsse IV, los médicos pedían a todos los que tuvieran un tricobezoar que lo mandaran o lo llevaran al palacio porque detenía las hemorragias del enfermo. Qué es un tricobezoar, pregunté yo. Y cuando me lo explicaron recordé que el viejo Dudu había tenido lo que él decía que eran tres piedras mágicas y que yo las conservaba todavía, junto con una varilla de plata labrada para revolver té. Piedra de tripa, piedra secreta, piedra de bilis, las llamaba él. Me acordé, y me pareció verlo al viejo, los ojos hundidos recorridos por venitas rojas, la boca movediza, el cuello de tortuga, la panza llena de vino, los dedos manchados, la palma de la mano mugrienta en la que había tres piedras:
—Nunca vas a ver nada igual, mocosa, nunca. Ésta es una piedra de tripa, ésta es una piedra secreta, ésta es una piedra de bilis y las tres son mágicas. La de tripa hace crecer el pelo, ayuda a fortalecer los riñones y pone blancos los dientes; la piedra secreta enriquece la sangre, protege contra el mal de ojo, borra las marcas de viruela y pega los huesos quebrados; la piedra de bilis cura la ictericia, para los vómitos, y borra los malos sueños y la locura —y se reía y cerraba la mano—. Y las tres juntas dan la fuerza que necesita un hombre para contentar a todas las mujeres que encuentra en el camino y para pelear contra la muerte.
La piedra de tripa era marrón grisácea, opaca, rugosa; la secreta era más oscura, casi negra y más lisa, suave al tacto; y la de bilis era verdosa, con vetas más claras casi amarillas. La piedra secreta era el tricobezoar.
No las volví a ver hasta el día en que lo enterramos, cuando revolví lo que tenía en la bolsa de cuero de la que nunca se separaba y las encontré entre un montón de porquerías que tiré, y la varilla para revolver el té, que guardé. Yo no creo en la magia pero también guardé las tres piedras porque quién puede no creer en la magia. Yo no digo que no exista, digo que no le voy a confiar a ella ni un minuto de mi vida.
Así que fui al palacio. Hubiera podido mandar las piedras con un sirviente, pero tenía curiosidad por ver la casa del poder. No me impresionó, quizá porque estaba preparad;? para que la magnificencia y la fastuosidad me asombraran y me empequeñecieran. Había magnificencia y riqueza y lujo y poder allí, pero no había belleza ni interés, ni pasión ni inteligencia. Era nada más que una gran oficina donde todos hacían muy bien su trabajo. Mostré mis tres piedras a un funcionario que las examinó y me devolvió las dos que no le servirían al Emperador. Después me dio las gracias y me dijo que yo era muy generosa y me preguntó muy amablemente cómo me llamaba y dónde vivía. Y me volví a mi casa que sí era bella, bastante lujosa, muy pequeña comparada con el palacio, y cada vez menos interesante.
Un mes después llegó el mensajero imperial.
Mi marido y sus hijos y nueras y yernos se alborotaron y me hicieron mil preguntas. Les conté lo del tricobezoar diciendo que cuando yo era muy chica me lo había regalado un sirviente de la casa de campo de mis padres, porque a ellos no les había contado nunca la verdad sobre mi vida, para qué. Y le dije al mensajero que sí, que estaría lista al día siguiente para ir al palacio a ver al Emperador.
Yo no era la única: veintitrés personas habían regalado sus piedras secretas para detener las hemorragias del Emperador, y él las llamaba una a una y les agradecía porque hacía ya muchos días que no sangraba y que no se le formaban tumores en las coyunturas. Las hijas y las nueras de mi marido querían que yo me pusiera todas mis joyas; querían que su padre me comprara vestido y abrigo y zapatos y guantes y abanico y tocado nuevos; querían que me ennegreciera las pestañas y me depilara las cejas y me pintara la boca y las mejillas. Les dije que no. Con una sonrisa porque eran buenas muchachas y estaban muy emocionadas pero les dije que no. Al día siguiente, pobrecitas, casi lloraron cuando vieron que me ponía un vestido sencillo de color azul, unos zapatos de buena calidad pero no nuevos ni particularmente llamativos, guantes azules lisos y ninguna, ninguna joya. No puede ser, no puede ser, decían, aunque sea esta cadena de oro al cuello, o un hilo de perlas, o tu anillo de brillantes, algo, un cinturón con piedras, unos aros. Llegó el coche, besé a mi marido y a las chicas, y me fui al palacio.
El Emperador tampoco me impresionó, porque yo ya había visto hombres enfermos, desahuciados, moribundos, sin remedio y sin esperanza. Me recibió muy sencillamente, me miró con atención y me hizo una sonrisa y me dijo que me estaba muy agradecido. Y los médicos y los consejeros que lo rodeaban me miraron con curiosidad. Y yo levanté la cabeza y les devolví la mirada, uno por uno, sin apurarme en lo más mínimo, y no con curiosidad sino con un desinterés tan helado que uno de ellos estuvo a punto de hablar y no lo hizo y otro retrocedió como si lo hubieran amenazado. Lo hice a propósito, por supuesto. Después ya no los miré más, como si no hubieran estado ahí; tanto que más tarde ni alcé los ojos cuando salieron de la habitación a una señal del Emperador. Él me pidió que me sentara a su lado y me preguntó cómo me llamaba, aunque ya lo sabía, claro, y de qué se ocupaba mi marido y si tenía hijos y cómo había conseguido la piedra secreta.
En la magia no se puede confiar, te lo aseguro yo; lo que sí sirve es la rapidez y la seguridad para decidir. Y eso no es magia pero lo parece porque sólo se puede hacer cuando uno ha aprendido a pensar pensamientos propios. En esos pocos minutos yo me había dado cuenta de que el Emperador se moría, de que ésos que lo rodeaban eran unos farsantes y quizá unos delincuentes, y de que ahí, en el trono, estaba el lugar en el que yo podía emplear las energías que no se agotaban en mi casa cambiando muebles ni en mi jardín construyendo glorietas ni en las oficinas de mi marido estudiando presupuestos y mercados. Una vez que supe eso y que supe que lo sabía y discutí conmigo misma y lo acepté, cuando llegó la pregunta acerca de cómo había conseguido la piedra, le conté al Emperador la verdad y le dije, lo que era cierto, que sólo él y yo la sabíamos. Entonces me preguntó, ¿qué podía preguntarme? Vamos, es muy fácil, un hombre que gobernaba el mundo, enfermo, aletargado, rodeado dé adulación y halagos, engañado, desilusionado, ¿qué podía preguntarme? Que por qué se lo había contado. Y esta vez no le dije la verdad, de ninguna manera. Le dije que mi secreto me pesaba, no siempre pero a veces, lo que no era cierto. Le dije que cuando me sentía muy feliz o muy desdichada era cuando el peso de mi secreto se hacía más grande y más difícil de soportar. Y, claro, él me preguntó si en ese momento era feliz o desdichada y yo le contesté que las dos cosas. En suma, que lo obligué a acentuar el aspecto no protocolar que él había señalado para esos encuentros con las gentes que se habían desprendido de sus piedras mágicas para dárselas a él, y que dándole un tono personal a todo lo que se decía lo desorienté para inmediatamente tranquilizarlo como si él me hubiera estado haciendo un favor a mí. Todo eso le resultó tan inesperado que yo fui la única de las veintitrés personas que se quedó toda la tarde con el Emperador. Y la única que volvió, una y otra vez.
—Sí —dijo el narrador—, su influencia en el gobierno del Imperio comenzó mucho antes de que ella se convirtiera en la Gran Emperatriz, mucho antes de que subiera al trono. Era aún la mujer del rico propietario y comerciante en granos y harinas, no tenía ningún cargo, ningún nombramiento oficial, pero el Emperador la escuchaba. Al principio no seguía sus consejos, no siempre por lo menos, no tomaba resoluciones a partir de lo que ella decía, pero esa mujer lo desconcertaba porque le mostraba las cosas con otras luces, desde otros ángulos, las convertía en realidad en algo distinto de lo que parecían ser, y a la vez le explicaba cómo hacer para sentir lo que sienten un ministro, un empleado, un hombre rico, un labrador pobre, un pescador, un noble, un funcionario y un militar, cómo hacer en una palabra para que gobernar no fuera un duro legado sino una vocación y una aventura. Por primera vez en muchos años, quizá por primera vez en la vida, el Emperador estuvo contento; no por eso menos enfermo, pero contento y tranquilo. Y el pueblo también. Fue gracias a ella, para no dar más que un ejemplo, que se solucionó la huelga de los cargadores, que amenazó alguna vez con convertirse en un asunto sangriento. Cuando, por consejo de dos o tres hombrecitos rapaces, el Emperador estaba a punto de ordenar la intervención de los soldados, y ya sabemos lo que eso significa, Abderjhalda se interpuso. Mientras el Emperador leía el decreto, para firmarlo, ella tomaba té, mirando por la ventana, muy interesada en lo que se veía allá lejos, fuera de los muros del palacio. Y como si no le hablara a él, y como si no le importara en absoluto lo que él estaba haciendo y lo que iba a hacer, dijo:
—Había un médico que atendía a un paciente muy rico de una enfermedad crónica. Un día el enfermo tuvo un ataque súbito, muy doloroso, muy cruel, muy grave, y los hijos le pidieron al médico que no tratara de prolongarle la vida, ya que sería la muerte la que lo libraría de todo sufrimiento. Sí, evidentemente, pensó el médico, tienen razón: el enfermo descansará por fin, yo cobraré muy bien mis servicios, como médico y como liberador de tantos tormentos, y no tendré que seguir año a año, día a día, noche a noche, corriendo inútilmente a prestarle a este pobre hombre un auxilio que para nada le sirve; y los hijos heredarán, ya no padecerán por el padre, y lo recordarán con emoción. Pero antes de resolverse a suspender los tratamientos miró a los ojos a los hijos de su paciente, miró a los ojos al enfermo y se miró él mismo en un espejo que había del otro lado de la habitación. Los ojos de los hijos eran brillantes, los del enfermo eran opacos, y el día no muy lejano en el que sobreviniera la muerte, las mujeres taparían el espejo con paños negros. Entonces encontró otra solución, tan conveniente como la otra para el enfermo y para él mismo, y no tanto para los hijos, pero mucho más justa para todos.
El Emperador Idraüsse IV miró los espejos de su salón y dijo:
—Comprendo.
Los soldados siguieron encerrados en el cuartel esperando una orden que no llegó. Tres días después los cargadores desfilaron frente al palacio dando vivas al Emperador, y al cuarto día volvieron al trabajo.
Los consejeros y los ministros y los secretarios la odiaron, por supuesto, pero ella ni se les opuso ni se les rindió ni trató de ganárselos: los ignoró. No existían, no los veía, no los oía, no sabía que estaban ahí. Uno de ellos trató de terminar con sus visitas al palacio, pero montó una intriga tan burda que lo que consiguió fue que lo desterraran a Lemnarabad. Otro quiso pactar con ella, otro atentó contra su vida, y así, hasta que, vencidos aunque no quisieran reconocerlo, se dijeron que era mejor esperar y dejar que su influencia sobre el Emperador se desgastara y cesara, como había sucedido antes. Era una esperanza vana, y ellos en el fondo lo sabían, pero qué podían hacer.
Murió el señor Ereddam'Ghcen, rápidamente, de una pulmonía, y ella lo enterró con lujo y pompa, lo lloró y guardó luto por él. Cuando volvió a salir de su casa, fue al palacio, se sentó junto al Emperador, y le mostró, claramente, con suavidad pero con firmeza, lo que sería del Imperio cuando él muriera viudo y sin hijos; y después, lo que sería del Imperio mientras él viviera y cuando él muriera, si se casaba con ella. Un año más tarde el Emperador Idraüsse IV, noveno gobernante de la dinastía de los Elkérides, se casó con Abderjhalda y la coronó Emperatriz.
El Imperio entero miró con recelo a esa mujer de la que poco se sabía y mucho se hablaba, joven, no bella, no noble, viuda de un comerciante rico, dura, no exquisitamente educada ni maravillosamente elegante, y se preguntó qué desastres haría, qué parientes nombraría ministros y generales, en qué lujos o en qué vicios gastaría el dinero, cuánto más viviría ahora el Emperador enfermo. El Imperio entero se equivocó. No hubo nuevos ministros ni nuevos generales, ni fiestas excéntricas, ni amantes, ni veneno en la sopa del Emperador. Todo siguió igual, o por lo menos eso parecía. La Emperatriz no fue al principio más de lo que había sido como confidente o consejera: se sentaba en el trono al lado del Emperador, se acostaba a veces en su cama aunque el mal en su sangre le impedía a él hacer otra cosa que no fuera hablarle o dormir a su lado y por eso parecía que efectivamente moriría sin hijos y su dinastía terminaría con él, aparecía en los actos oficiales, y eso era todo. Ella empezó empleando sus energías en ella misma: aprendió a leer y a escribir, a hablar todos los dialectos del Imperio, aprendió leyes y economía, aprendió matemáticas, pero no quiso ni oír hablar de química o de astronomía; aprendió geografía y estrategia, y llamó a un contador de cuentos, un joven que recién empezaba a ejercer el oficio en las calles y en las plazas, para que le hablara de los que antes que ella se habían sentado en el trono de oro.
Al cabo de dos o tres años, Abderjhalda sabía muchas cosas, el pueblo la llamaba ya la Gran Emperatriz, y el Emperador había dejado el gobierno en sus manos y empeoraba lentamente. Llegó un momento en el que ya casi no pudo levantarse, ni vestirse, ni caminar, ni comer sin ayuda. Y sin embargo vivió varios años más. La Gran Emperatriz se ocupó de él personalmente: seleccionaba los médicos y el personal que lo atendía, controlaba que se le aplicaran los medicamentos, que se le diera de comer lo que le convenía, que se lo punzara y se lo cauterizara y se le hicieran tratamientos para corregir los miembros torcidos cada vez que era necesario. Fue por eso que tuvo períodos buenos, en los que casi se sentía como un hombre sano que puede firmar un documento o asomarse a una ventana o detenerse en medio de un paseo, hacer una pregunta, inclinarse, mirar hacia el oeste, volver a caminar; fue por eso que por dos veces pudo, finalmente, penosamente, peligrosamente, tener relaciones con la Emperatriz; y aunque él lo consideró un milagro o mejor dicho dos milagros porque no creía haber cumplido eficaz y totalmente su parte ninguna de las dos tristes noches, fue por eso que la Emperatriz tuvo dos hijos, Eggrizen y Fenabber. El mayor, Eggrizen, es nuestro actual Emperador, Idraüsse V.
—Sí —dijo la Emperatriz—, fue ésa una de las razones, claro que sí. No te llamé solamente porque fueras un buen contador de cuentos, aunque eso también pesó. Pero había otros buenos contadores de cuentos, más hábiles, más sabios, más prestigiosos, y yo podría haber elegido a cualquiera de ellos, sólo que eran más hábiles y más sabios porque eran más viejos, a veces muy viejos. Quizá seas algún día como ellos, y más grande aun que ellos. Creo que sí que lo serás. Era necesario que yo pudiera creerlo, porque mis hijos, los que se van a sentar en el trono del Imperio, no tienen que ser solamente fuertes y sanos y bellos, también tienen que tener esa veta de locura y de pasión que hace que un hombre o una mujer pueda ver el otro mundo que es la sombra de éste y en el cual éste es la sombra. Y ahora hasta mañana.
—Sí —dijo el narrador—, el Emperador murió poco tiempo después, cuando el Príncipe Eggrizen jugaba en los jardines del palacio y los preceptores se preparaban para enseñarle a leer, a montar y a mandar; cuando el Príncipe Fenabber empezaba a caminar y a balbucear. Claro está, no hubo más príncipes Elkérides, pero la sucesión estaba asegurada y eso tranquilizó a mucha gente que había temido nuevas luchas por el poder. Aunque podían haberse ahorrado los temores porque ya era evidente que la Gran Emperatriz era lo suficientemente fuerte como para ahogar cualquier intentona de impedir que sus hijos llegaran al trono. Y el pueblo la amaba: ni ella ni sus hijos necesitaban custodia ni guardias porque solamente un loco o un idiota se hubiera quedado sentado al sol en el umbral y no hubiera salido a defenderla con su vida si la hubiera visto en peligro. Ella dispuso para el difunto Emperador el entierro más singular que se recuerda: fastuoso, como lo fueron casi siempre los entierros de los emperadores, pero había un edicto que prohibía los presentes fúnebres y pedía que hubiera música y flores. Y todo el que quiso, hombre, mujer o niño, noble o humilde, militar o mendigo, pudo entrar al salón mortuorio en el palacio, en el momento en que llegara, sin precedencias ni protocolos, y despedirse de su Emperador. Los embalsamadores más hábiles habían llegado rápidamente desde Irbandil y habían trabajado también rápidamente, poniendo todo su empeño, toda su habilidad, todos sus conocimientos en lo que hacían: el Emperador yacía, tranquilo y bello, su sangre finalmente en paz, con una sonrisa en los labios pálidos, entre sedas bordadas y almohadones de plumas, y sus súbditos pasaban junto a él y algunos se detenían y lo miraban y alzaban una mano y le tocaban la frente o las mejillas o el encaje de las vestiduras. Y todos sentían, poco o mucho, según cada uno fuera capaz de sentir, la tristeza del final, de saber que ése era el final, que ya nunca Idraüsse se iba a sentar en el sillón de oro de los Señores del Imperio, que no volvería a abrir los ojos por las mañanas, que ni siquiera iba a sentir dolor, que no iba a hablar con sus hijos y no iba a calzar las zapatillas suaves que no le lastimaban los pies, que sus anillos y sus sueños y su ropa y sus pensamientos y su dolor eran inútiles y vacíos y que algún otro los usaría pero ya no sería lo mismo. Treinta días duró el desfile y después se lo enterró. Durante esos treinta días no fui al palacio y no vi a la Gran Emperatriz y tampoco vi a sus hijos. Después sí, seguí yendo a contarle a ella la historia de los emperadores. Y mientras yo contaba, en palacio secretamente y afuera en pabellones cada vez más grandes, más importantes, más ricos, el Imperio prosperaba, se enriquecía, conocía la paz y la tranquilidad. A veces había una conmoción, es cierto, y la gente se inquietaba. Pero después se descubría que esa inquietud no tenía razón de ser, y con el paso de los años los habitantes del Imperio aprendieron a reemplazarla por una expectativa que a veces llegaba al entusiasmo, supieran o no de qué se trataba. Por ejemplo, cuando un año después de la muerte de Idraüsse IV la Gran Emperatriz nombró Ministro de Finanzas a un hombre del sur, un autodidacta que no tenía pomposos títulos de las Academias Imperiales, y concedió el Premio Imperial de las Artes a un pintor del sur, un hombre desaliñado e insolente que en una miserable vivienda de cañas a orillas de un pantano había pintado telas crueles y geniales satirizando al gobierno y culpando al poder de la pobreza y el atraso de su país, el Imperio temió lo peor. Pero Clabb-lar-Klabbe fue el mejor Ministro de Finanzas que tuvo el Imperio en miles de años y ustedes saben que no exagero, ustedes saben que hubo y hay hasta ahora y habrá por muchos años dinero para universidades y hospitales, para socorrer a los inválidos y a los pobres y a los enfermos, para mantener a quienes no se podían valer por sí mismos, para restaurar y conservar y embellecer, para mejorar caminos y puertos, para levantar museos y escuelas, para que a nadie le faltara luz ni pan ni calor. Y ustedes saben que ella no enfrentó al sur con armas o con decretos o con desprecio como habían hecho tantos emperadores, sino que trató de comprender y comprendió. Quizá descubrió nuevos pensamientos, eso no lo sé. Comprendió que la transformación del sur vendría, si venía alguna vez, de los pantanos, de las tribus cerradas, de las aldeas arbóreas, de las ciudades lacustres, y no desde el trono. Comprendió que quizá no era deseable ni conveniente que esa transformación llegara, y que lo único que ella podía hacer era mantener al sur tranquilo, sin violencia. Entonces, no luchó: le reconoció existencia, quitó las guarniciones militares de las fronteras, hizo levantar las cercas y las barreras y las alambradas, alentó y hasta aduló a los rebeldes, cedió en pequeñas cosas de las que exageraba la importancia y se mantuvo firme en grandes cosas a las que, les quitó toda importancia. Y los rebeldes del sur traficaron con los países del norte, recorrieron las ciudades, visitaron el palacio, sonrieron y se adormecieron.
Cuando la Gran Emperatriz prohibió el transporte privado sobre ruedas, muchos dijeron que estaba loca. Yo mismo, que ya la conocía tan bien, la miré asombrado y le pregunté qué utilidad podía tener una medida tan absurda.
—Ha aumentado la delincuencia—me contestó—, han aumentado los divorcios y las internaciones en las casas de salud mental.
—Señora, confieso que no te entiendo —le dije—. Qué tiene que ver eso con el transporte privado sobre ruedas. Lo que tendrías que hacer, en todo caso, es tomar medidas contra la delincuencia, contra los divorcios y contra la locura.
—¿Y aumentar los efectivos de la policía y darle más atribuciones? —preguntó ella—. ¿Poner más trabas a los que se quieren divorciar? ¿Alentar a los médicos a que estudien y traten la locura? Qué estupidez. No serías un buen gobernante, mi buen amigo, pero espero que mis hijos sí lo sean. Con eso sólo conseguiríamos más policías llenos de orgullo y crueldad, más abogados llenos de codicia, más médicos llenos de fatuidad, y por lo tanto más asaltantes, más divorcios y más locos.
—Y con prohibir el transporte, ¿qué?
—Ya vas a ver —me dijo.
Ella tenía razón, por supuesto. Desaparecieron los coches y las volantas y los carros. Sólo los que tenían imprescindiblemente que trasladarse a una distancia de más de veinte kilómetros podían subir a un transporte público sobre ruedas. Los demás caminaban, o montaban un burro, o, si eran ricos, se hacían llevar en sillas de manos. La vida se hizo más lenta. La gente no tuvo apuro, porque apurarse era inútil. Desaparecieron los grandes centros comerciales, de banca y de industria, en los que todo el mundo se apiñaba y se empujaba y se irritaba y se insultaba, y se abrieron pequeñas tiendas y servicios en cada barrio, donde cada comerciante, cada banquero, cada empresario conocía a sus clientes y a las familias de sus clientes. Desaparecieron los grandes hospitales que servían a toda una ciudad y a veces a varias ciudades porque ya un herido o una parturienta no podían atravesar rápidamente grandes distancias, y se abrieron pequeños centros sanitarios a los que la gente acudía despaciosamente y en los que cada médico sabía quiénes eran sus pacientes y tenía tiempo para charlar con ellos del tiempo, de la crecida del río, de los progresos de los chicos, y hasta de las enfermedades. Desaparecieron las grandes escuelas en las que los alumnos eran un número en una planilla, y cada maestro supo por qué sus alumnos eran como eran, y los chicos se levantaban sin prisa y caminaban de la mano unas pocas cuadras sin necesidad de que nadie los acompañara y llegaban a tiempo a las clases. La gente dejó de tomar tranquilizantes, los maridos ya no les gritaron a sus mujeres ni las mujeres a sus maridos, y nadie les pegó a los chicos. Y se fueron aplacando los rencores, y en vez de tomar un arma para apoderarse del dinero ajeno, las gentes emplearon su tiempo en otras cosas que no fueran el odio y empezaron a trabajar en tanto como había para reformar ahora que no existían vehículos veloces y que las distancias se habían alargado. Hasta las ciudades cambiaron. Las ciudades monstruosas en las que un hombre se sentía solo y desdichado se desmembraron y cada barrio se separó del otro y hubo pequeños centros, casi una ciudad cada uno de ellos, autosuficientes, con sus escuelas y sus hospitales y sus museos y sus mercados y no más de dos o tres policías aburridos y soñolientos sentados al sol, tomando una limonada con un viejo vecino retirado de los negocios. Las ciudades chicas no crecieron y no sintieron la necesidad de extenderse y engrandecerse, pero a lo largo del largo camino que separaba a una de otra se fundaron nuevas poblaciones, pequeñas también, tranquilas también, llenas de jardines y de huertas y de casas bajas y de gente que se conocía entre sí y de maestros y médicos y contadores de cuentos y policías bonachones. Los caminos se ensancharon y se mejoraron y por ellos rodaron los únicos transportes permitidos, que eran gratuitos, pero que nadie podía usar si no era para ir a visitar a una vieja tía que viviera a más de veinte kilómetros de distancia, o para transportar víveres de una ciudad a otra, o para ir a una fiesta que daba un amigo lejano. No digo que no hubiera más delincuentes, ni matrimonios desavenidos ni locos, Los hubo y los sigue habiendo, pero tan pocos, tan pocos que cada uno de ellos tiene a muchas personas para que le presten atención y se preocupen por él y traten de ayudarlo, de modo que la delincuencia o el divorcio o la locura ya no son una desgracia salvo para el que las sufre. Y la Gran Emperatriz se sonrió satisfecha y yo le dije que ella había tenido razón y le conté la historia de Sderemir el Borénide.
—Sí —dijo la Emperatriz—, yo sé que muchas gentes dicen que el mundo es complicado. Los que lo dicen son los que se sienten perpetuamente alarmados, por el trabajo o por la familia, por una mudanza o una enfermedad, por una tormenta, por un imprevisto, por todo; y entonces toman decisiones equivocadas y cuando los resultados son nefastos les echan la culpa a las complicaciones del mundo y no a su poco y defectuoso criterio. ¿Por qué no van más allá? ¿Por qué dicen "el mundo es complicado" y se detienen ahí? Yo digo: el mundo es complicado, pero no es incomprensible. Sólo hay que mirarlo detenidamente. ¿No le duele a veces a una persona la espalda porque tiene una enfermedad en el vientre? ¿Y qué hace el médico torpe? Le da masajes en la espalda. ¿Y qué hace el médico sabio? Se toma su tiempo para pensar, mira con tranquilidad al enfermo, le da un remedio para el vientre, y el dolor de la espalda desaparece. Mejor todavía, les explica a sus pacientes cómo tienen que hacer para evitar las enfermedades del vientre. Algún día su enfermo envejecerá y morirá, como él, como nosotros; y un día, sí, aunque parezca increíble, un día también el Imperio morirá, y estúpidos serán los que lo lamenten llorando y llorando piensen en lo complicado que es el mundo. La habitación de una costurera también es complicada, pero aun si es de noche y se le han apagado las lámparas, ella tenderá una mano en la oscuridad y encontrará el hilo amarillo y las agujas y los alfileres. Nosotros no podríamos, porque no conocemos el orden de la habitación de una costurera, ni conocemos el orden del mundo, que sin embargo está ahí, delante de nuestros ojos.
—Sí —dijo el narrador—, el Imperio morirá, como ella, pero morirá recordándola. Idraüsse V es un buen Emperador, tan bueno como otros buenos emperadores que el Imperio amó y respetó. Habrá otros, no digo que no, y jóvenes contadores de cuentos contarán sus hechos y sus palabras. Y habrá emperatrices amables y sabias que se asomarán a los balcones del palacio y harán llorar de amor a las gentes. Pero es difícil que haya otra Gran Emperatriz capaz de pacificar y enriquecer el más grande Imperio que ha conocido el hombre, capaz de despreciar el poder, de caminar por las calles sin custodia, de llamar secretamente a su s'alón a un joven contador de cuentos para que le enseñe todo lo que no sabe, de inaugurar una dinastía sana y fuerte y sabia.
—Sí —dijo la Emperatriz—, ya no conozco la ira y cuando llega la noche estoy muy cansada. Basta de decir tonterías. Buenas noches.
Y las calles vacías
Dijo el narrador: —El Emperador dispuso que se fundara una ciudad. Había incontables ciudades en el Imperio: ciudades sagradas, ciudades industriales, ciudades guerreras, ciudades prohibidas, sabias, monstruosas, marítimas, en ruinas, escondidas, licenciosas, pujantes, olvidadas, nacientes, malditas, apacibles y peligrosas. Pero el Emperador, que era el cuarto de la dinastía de los Kiautonor, era un hombre lascivo y estentóreo. Por esos días había comprado, en una aldea en el límite con las tierras del sur, y algunos llegaban a decir que en un caserío erigido en una isla en pleno corazón del sur, cosa bastante improbable esta última por razones que nadie desconoce, una nueva concubina. Contó una ayudante tercera de cámara interior, antes de que por infidente le arrancaran los dientes y le cortaran la lengua y la echaran a mendigar en las calles del puerto, que era una muchacha muy joven, muy oscura y muy menuda, y que estaba encerrada en una estancia sin ventanas ni lámparas dentro de un pabellón hexagonal en el Jardín de los Tres Caudillos Negros, alimentada solamente con carne de joca salvaje y tallos macerados de rafilia para mantenerla siempre despierta y ardiente. Le creyeron porque nadie la había visto aunque todos la oían gritar noche a noche y a veces también de día, lo que confirmaba el rumor que ya era leyenda sobre la desmesura del miembro del Emperador, y otro rumor que nunca llegó a ser leyenda sobre la pequenez casi monstruosa de la muchacha. Y el Emperador, el cuarto de la dinastía de los Kiautonor, quiso un día dejar en el Imperio una huella monumental de esa adquisición que le producía tanto placer, y por eso dispuso que se fundara una ciudad. Llamó a su presencia una mañana de otoño a uno de sus ministros, a cualquiera, porque despreciaba el protocolo y las jerarquías, le dio la orden, habló un poco de la belleza, no mucho porque no conocía bien el tema, se refirió más con gestos que con palabras a la monumentalidad y la imponencia, despachó al funcionario y se olvidó casi inmediatamente de la ciudad que aún no existía.
El funcionario, noble, eficiente, viudo, descreído y envejecido por crisis del mal de Ohmaz, era el Ministro de Cultos Aéreos, también temporariamente a cargo de los Ritos de la Llama desde la muerte tal vez voluntaria de la Priestesa. Se llamaba Senoeb'Diaül y no sabía nada de ciudades. De modo que reunió en su despacho a un arquitecto, a un ingeniero, a un escultor, a un geógrafo, a un pintor, a un astrónomo, a un matemático, a un contador, a un general y a un sacerdote, y les encargó la tarea: para cuando llegara el verano la ciudad tenía que estar construida refulgente, admirable y habitada.
—No detallaremos —dijo el narrador— los trabajos preparatorios, enmarañados e inseguros como todos los proyectos cuando empiezan a ponerse en marcha, y la lectura de cuyos informes le costó al noble Senoeb'Diaül una exacerbación del mal con crisis cada vez más largas y más frecuentes. Solamente diremos que en la primera mañana del invierno partió la expedición que iba a fundar y construir la ciudad que llevaría el nombre de la concubina pequeña, joven y oscura, quien por otra parte ya había muerto devorada por la fiebre y las heridas. La larga, aterida procesión de vehículos, animales, hombres y maquinarias, salió al amanecer de la capital del Imperio y nadie la vio partir, salvo algún mendigo, alguna prostituta, y un suicida encaramado en la cúpula de la torre central de la Cámara de Comercio Exterior.
El viaje fue penoso. Hubo que atravesar tres provincias, una cubierta de nieve, otra castigada por tempestades y otra cada vez más cálida, pasando por ocho ciudades, veinticinco pueblos y trece puestos militares. Llegaron finalmente, el trigesimoséptimo día del invierno, al valle de Loóc. El lugar no sólo era adecuado sino que era perfecto. Lo era tanto que el noble se prometió recomendar ante el Emperador al geógrafo, al astrónomo y al arquitecto para un sitial en sus respectivas Academias y una condecoración de por lo menos tres ojivas. El río Edibu bajaba de los montes Gemelos con un estruendo que llegaba al valle convertido en un gorgoteo amable, y se extendía brillante por la llanura verde dibujando una curva que tocaba los límites del valle. El viento del mar se detenía en las laderas y dejaba caer lluvias tibias, y después salía el sol, que se ponía muy tarde en el extremo abierto entre dos montañas.
Y bien, pasado el momento de asombro, el noble Senoeb'Diaül dio orden de comenzar con la ceremonia. El sacerdote salmodió la oración, la Plegaria del Séptimo Día de la Ascensión de Queiah, en honor al ministro:
—Somos los que hemos quedado —dijo— y los que no Te seguirán por los caminos del viento que nace en las bocas de Tus hijos porque las doce cadenas de la culpa amarran nuestro impulso. Cuando hayan parido Tus esposas viudas y llegues a los Recintos, envía, Queiah, a Tus acólitos de ozono a liberarnos, Queiah, en Tus huellas, Queiah.
Con la última invocación, el ingeniero alcanzó al noble la pica de oro que se hundió en la tierra blanda y sobre la que flameó el estandarte feroz del Imperio. La ciudad había sido fundada.
Durante el resto del invierno y toda la primavera trabajaron sin descanso los albañiles, los picapedreros; enmendó planos el arquitecto, ofició el sacerdote, calcularon el ingeniero y el matemático, sumó el contador y estudió el astrónomo, talló el escultor, midió el geógrafo, preparó tintes el pintor, vigiló el general y sufrió el noble Senoeb'Diaül. Cada quince días partía un mensajero hacia la capital del Imperio con un memorándum dirigido al Emperador. En palacio se le daba una recompensa y se le concedía una licencia, y el memorándum era leído por el segundo secretario del ayudante de cuarta categoría del subjefe de la sección mantenimiento del Ministerio de Negocios con las Provincias Australes y cuidadosamente archivado en la letra hache. El Emperador presidía las fiestas en conmemoración del Pacto de Hondarrán, planeaba una expedición punitiva contra los estados del sur, inventaba nuevos títulos para su primogénito, cazaba con armas prohibidas en el bosque de Jiznerr e ignoraba que en el valle de Loóc la ciudad crecía.
Y la ciudad se extendió ganando la llanura en las dos márgenes del río Edibu. Era de mármol rosa, maderas amarillas y cristales azules. La cruzaban seis avenidas, tres de norte a sur y tres de este a oeste, y todas las otras calles eran semicirculares siguiendo la curva del río. En las intersecciones de las avenidas se levantaban estatuas de piedra blanca, cada una el símbolo de una conquista del Imperio. Y en los encuentros de las calles curvas con las avenidas, fuentes de ónix remachadas por muchachas diminutas figuradas en bronce y oro, lanzaban chorros de agua fría que venía de los pozos profundos. Había un estadio, siete templos, una biblioteca, dos teatros, tres albergues para viajeros, un hospital, nueve escuelas, diez casas de comidas y un cementerio. Fuera de las murallas, del lado sur, estaba el distrito de los burdeles, y dentro de las murallas, del lado norte, el cuartel. Siguiendo las orillas del río corrían dos explanadas unidas por puentes cada tres manzanas. Las casas eran bajas y mirando hacia adentro por las puertas hondas se veían al final de los corredores sombríos los jardines interiores y las columnas altas de las galerías. En los techos nacían flores y por los muros trepaban las enredaderas. El corazón de la ciudad era un gran espacio abierto flanqueado por las casas y las oficinas del alcalde, el museo, el archivo general y la sala del tribunal. En el medio se levantaba una efigie en bronce del Emperador, de pie sobre un tigre vencido, la frente alzada al cielo, el cetro y la espada en las manos. Lo rodeaba un jardín de plantas exóticas en el que había bancos de piedra y sombrillas de seda teñidas en gajos de colores. El primer día del verano el noble Senoeb'Diaül se instaló en los aposentos del alcalde y esa noche durmió por primera vez tranquilamente en mucho tiempo, por primera vez desde aquella mañana de otoño en la que se había inclinado ante el Emperador.
Y aquí hacen su aparición algunos personajes que hasta ahora se habían mantenido aparentemente ajenos al relato de los acontecimientos, la Emperatriz, por ejemplo, y uno de sus hijos, y el suicida de la torre de la Cámara de Comercio Exterior, y algunos otros que ya se verá.
La Emperatriz había sido muy bella, muy frágil y muy tonta. Los años le habían dado hermosura, solidez y sagacidad, tres virtudes de las cuales la última era la más valiosa. Había llegado muy joven al palacio, con otras muchachas nobles, y había sido elegida por la vieja Emperatriz para esposa del príncipe. Había tenido hijos e hijas, había ceñido la corona en una ceremonia que entonces había creído emocionante y que ahora le parecía por lo menos fastidiosa. Jamás levantaba la voz, y se las había ingeniado, primero por instinto y después por cálculo, para que el Emperador lo ignorara todo de ella. El Emperador la había abandonado hacía mucho tiempo, cosa que ella agradecía a ciertos dioses oscuros, para dedicarse a la anexión de territorios, a la caza, y a las mujeres compradas, y solamente se veían en algunos actos oficiales. La Emperatriz no compadecía a las concubinas del Emperador porque no podía ni quería sentir compasión y porque cuando joven había sufrido, y no quería admitir que había gozado, los mismos tormentos que ellas. Pero el asunto de la muchacha menuda y oscura y la fundación de la ciudad para celebrar el escándalo de alaridos y frenesí, había, cambiado su indiferencia en desprecio. La muchacha, es cierto, estaba muerta y olvidada, pero la ciudad vivía. La Emperatriz había hecho ya un intento de matarla antes que naciera, pero el golpe no había llegado a destino porque el instrumento elegido, el hombre a quien el padre de la muchacha la había prometido antes de venderla más ventajosamente a los enviados del Emperador, resultó ser demasiado débil, y en vez de hacer lo que se le había mandado, en la sombra, rápidamente y sin piedad, como dijo que podría hacerlo, subió a la cúpula y se tiró y murió deshecho al pie de la torre de la Cámara de Comercio Exterior en la primera mañana del invierno. Ella tuvo entonces noventa y dos días helados para pensar en otra solución, y cuando llegó la primavera mandó llamar a su hijo menor y paseó con él por un jardín de palmeras plateadas y pájaros de metal.
El hijo menor se llamaba Yveldiva'Ad y tenía derecho a un solo título, el de Príncipe de Innieris. Innieris era un distrito desaparecido siete generaciones atrás y que formaba parte desde entonces de la provincia marítima de Subsandas, pobre, asolada por inviernos demasiado largos, por los fantasmas de los muertos en el mar y por las incursiones desesperadas de los enfermos y los proscriptos de la isla de Obuer. Yveldiva'Ad era el cuarto en la línea de sucesión al trono y nadie lo tenía mucho en cuenta, no sólo por eso sino porque era hosco, enfermo e imprevisible, y porque parecía saber siempre más de lo conveniente, fuera sobre matemáticas, botánica, metalurgia, pintura en seda, prosodia o inclinaciones y comportamiento de todos los habitantes del palacio. Nadie salvo su madre Emperatriz. Hay que recordar, aunque quizá sea innecesario, que Yveldiva'Ad fue el quinto Emperador de la dinastía de los Kiautonor, y que no fue un mal gobernante aunque sus súbditos no lo amaron, pero ya se sabe que a los emperadores, y menos aun a los Kiautonor, poco les importa el amor de su pueblo.
Yveldiva'Ad, Príncipe de Innieris, tenía una pierna más corta que la otra, era ciego a los colores, tenía la espalda torcida, no soportaba el frío y no podía tragar alimentos sólidos. Amaba la música, el poder, el sol, los gatos, los poemas de la Saga de Ferel'Da y el oro. Y amaba a su madre.
Entonces, tres días después de esa reunión en el jardín entre palmeras de plata, en la que se decidieron muchas cosas y no menos que la venganza y la sucesión en el trono de oro, salió por la puerta oeste de la capital del Imperio un sacerdote itinerante acompañado de cinco acólitos y dieciséis fieles. Si bien el sacerdote podía pasar por un hombre santo, con su cuerpo torturado, su paso vacilante, los ojos bajos, todo él cubierto de mantas a pesar de lo benigno del clima en esa estación, los acólitos y los fieles eran extrañamente parecidos, duros, fornidos e indiferentes, y marchaban rígidos y marciales rodeando al hombre deforme y tenían bastante oro como para adormecer la diligencia de los guardias en la inspección de los equipajes y los arreos de metal brillante que se adivinaban bajo los ropajes. Lejos ya de la capital, antes de iniciar el rodeo hacia el mar austral, esperaba un carruaje custodiado por cincuenta hombres más.
Un boletín del médico personal del Príncipe de Innieris hizo saber a la corte que el joven Señor guardaba cama y se le había recomendado reposo absoluto a causa de una afección hepática complicada con una enfermedad de la piel que, si bien leve, podía resultar contagiosa, de modo que se pedía abstenerse de visitarlo en sus aposentos.
En la ciudad nueva del valle de Loôc, a punto ya de terminarse la primavera, el general habló una noche con el noble Senoeb'Diaül. El señor enfermo no compartía la inquietud del militar. Para él no había nada de alarmante en el poblado rústico avistado por las patrullas del otro lado de los montes Gemelos. El general, sin embargo, insistió en que ese poblado no había estado ahí cuando se había inspeccionado la región pocos días después de la llegada al valle. Y bien, dijo el noble, eso no significa nada: nómades inofensivos en busca de sustento, campesinos que abandonan algún sitio anegado por las lluvias de primavera, fugitivos en busca de seguridad y olvido, no tiene importancia; incluso pueden ser útiles si buscan trabajo. Más se tranquilizó el noble al día siguiente cuando el general le trajo el informe de una inspección directa del poblado: casi todas mujeres, pocos hombres, ningún niño, dos o tres viejos, un sacerdote rengo y semiinválido, que decían venir huyendo de un pueblo diezmado por asaltantes y ladrones de ganado que habían matado a casi todos los hombres y a todos los niños. Pero el general era un hombre desconfiado y cruel: era por eso que había llegado a general. No le gustaban las mujeres que lo habían recibido, demasiado amables y pulcras. Desconfiaba de los hombres, en los que olía el tufo familiar del soldado y no el sudor del campesino. No creía que asaltantes de las montañas, más luchadores que verdugos, hubieran asesinado a todos los niños de un pueblo. Se preguntaba cómo un sacerdote de una población que cría ganado y siembra granos para subsistir, podía estar tan ricamente instalado. Y finalmente había observado que esas gentes tenían más habitaciones de las que alcanzaban a ocupar y que en las habitaciones vacías había huellas de vida, utensilios, brasas, mantas arrugadas, ropas, y hasta la vaina de una espada bajo un banco. Decidió, a espaldas del noble Senoeb'Diaül, caer sobre ellos, degollar a todos los hombres, entregar esas mujeres oscuras a sus soldados, quizá torturar al sacerdote que no parecía muy fuerte y que si sobrevivía tal vez le dijera la verdadera razón de la existencia del poblado, y prender fuego a las construcciones de madera y cuero.
Pero la desconfianza que lo había hecho general, lo impulsó a planear demasiado cuidadosamente y por lo tanto demasiado lentamente la operación, pensando en los hombres que sin duda estarían escondidos en las laderas entre los árboles, y así llegó el primer día del verano, esa noche en la que todos durmieron en las casas nuevas de piedra y mármol y maderas amarillas y cristales azules de la ciudad junto al río.
Dos días después, tres habitantes del poblado sospechoso del otro lado de los montes Gemelos, dos mujeres y un anciano, pidieron hablar con el noble Senoeb'Diaül. Somos fuertes, sanos, trabajadores, dijeron. Ya no tenemos hogar, esta ciudad es nueva, nosotros podemos servir en ella. Para entonces ya había partido el último de los mensajeros hacia la capital llevando el informe final y pidiendo funcionarios y pobladores para la ciudad y hacía cuatro días con sus noches que el noble no sufría ninguna crisis del mal. El río Edibu cantaba al pie de los balcones de la casa del alcalde, el mármol rosa se entibiaba al sol, brillaban las sombrillas de colores en la plaza central, y el general modificaba desdichadamente sus planes.
En la capital del Imperio, en una oficina del Ministerio de Negocios con las Provincias Australes, el nuevo mensaje, el último, fue leído por un funcionario impaciente que hacía dos semanas que sólo pensaba, a raíz de la muerte de su superior, en un ascenso de categoría y sueldo, y fue archivado en la letra hache. El Emperador descansaba en su villa de verano, su primogénito reunía día por medio a los ministros preparándose para un trono en el que nunca se sentaría, y la Emperatriz esperaba.
Muchos años después, el quinto Emperador de la dinastía de los Kiautonor recordó una noche, solo como siempre lo había estado desde la muerte de su madre, en una cámara del palacio que daba a un jardín de palmeras, que había una ciudad muerta en el valle de Loôc. Y como era verano y se oía croar a las ranas, se preguntó qué animales salvajes se deslizarían por el mármol rosa y qué alimañas chapotearían en las fuentes. Imaginó el viento colándose por los corredores y la lluvia caliente sobre los techos resquebrajados y las estatuas y los jirones de seda de color de las sombrillas. Se dijo que quizá las sombras de los muertos recorrerían las calles vacías y entrarían a las casas y se sentarían ante las mesas, y por eso recordó el banquete que se había celebrado la noche misma en que gracias al permiso concedido, los nómades se habían instalado en la ciudad. El banquete que él había presidido como sacerdote. Recordó a los constructores de la ciudad acercándose llamados por la curiosidad y el ocio y el olor de las mujeres oscuras, la adormidera en el vino rojo, la alegre matanza ejecutada por las mujeres en nombre de su hermana de sangre muerta en la capital del Imperio prisionera del hombre que era su padre, esa matanza controlada por sus hombres de confianza para evitar que alguien quedara con vida, la matanza que era un atajo hacia el trono. Primero murieron los soldados, que tenían permiso esa noche porque el general había diferido sus planes esperando atrapar a los hombres que nunca había visto y que estaban ahí, en la sombra, al pie de las murallas, al otro lado de las puertas. Después les tocó el turno a los plomeros, a los albañiles, los vidrieros, que murieron más lentamente porque habían amasado y cortado los materiales con los que había nacido la ciudad. Las mujeres gritaban, manchadas de sangre hasta los codos, descalzas y ebrias. Los hombres completaban la tarea cada vez que las heridas eran insuficientes, y él paseaba entre los cadáveres mirando las bocas abiertas y los ojos velados y los labios rezumantes de las heridas, recitándolo todo para sus adentros para no olvidarlo cuando se encontrara otra vez con su madre la Emperatriz. Para cuando murieron el geógrafo, el arquitecto, el contador, el matemático, el pintor, el ingeniero, las mujeres cantaban una canción de amor que contaba cómo una doncella llamaba a su amante todas las noches imitando el canto del picorromo nocturno y cómo él al oírla se arrancaba de los placeres de la mesa y el juego y la amistad y corría a encontrarse con ella en una cabaña, mientras hendían con los cuchillos, cortaban, desgarraban, hundían ojos y arrancaban uñas. El corazón del noble Senoeb'Diaül se detuvo antes que llegaran a él, pero las mujeres deliberaron y decidieron despedazar su cuerpo cómo hubieran querido hacer con el del Emperador lejano, y arrojar los restos fuera de las murallas. Y sin embargo la piel rugosa agrietada por la enfermedad, los dedos atrofiados, las encías desnudas no sólo les repugnaban sino que se resistían al filo de los puñales, de modo que lo regaron, muerto, con la sangre de los muertos, y así consiguieron tapar su fealdad y que los filos de los cuchillos se deslizaran fácilmente y se metieran en la carne magra y dura hasta el hueso. Después buscaron al general. Hubo lucha, pero fue corta: los cinco centinelas que habían quedado en el cuartel murieron a manos de los hombres del príncipe, y las mujeres detuvieron al general a punto de clavarse la espada en el pecho y bailaron con él y lo obligaron a cantar con ellas la canción de amor y lo desnudaron y lo despedazaron como al noble que había sido Ministro de Cultos Aéreos, sólo que el corazón del general, que no sufría del mal de Ohmaz, siguió latiendo mientras las mujeres oscuras trabajaban gozosamente sobre su cuerpo.
Esa noche cuando se oía la voz de las palmeras plateadas en el jardín, Yvaldiva'Ad, quinto Emperador. de la dinastía de los Kiautonor se preguntó si los muertos no sepultados habrían vuelto convertidos en sombra para recomponer sus cuerpos y verlos pudrirse y secarse al sol del verano, y si desde entonces se reunían para gritar y gemir en las avenidas curvas y las plazas de Hadremaür, la ciudad muerta del valle de Loôc. Era una pregunta ociosa porque el Emperador no creía en fantasmas.
El Emperador se acostó en su cama demasiado grande, demasiado alta, y como todas las noches dio vueltas, insomne y malhumorado hasta el amanecer. Cuando se durmió, el sol amarillo de otro verano doraba las palmeras del jardín culpable.
El estanque
a Hugo Padeletti
Dijo el narrador: —Extrañas profesiones eligen los hombres, ¿no creen ustedes? No quiero decir que haya oficios que son más, pintorescos o más inesperados que otros. Quiero decir que las gentes no viven para ser, o tratar de ser, las mejores personas posibles, sino para agregar a su nombre títulos sonoros, secos y vacíos, ropajes falsos e innecesarios que terminan por suplantar a quienes aplastan y roban. Todo esto viene a propósito de lo que les voy a contar.
Hubo un hombre que vivía en una casa que estaba en una ciudad que era la capital del Imperio, hace ya muchísimos años. Aunque eso no importa: pudo haber sucedido ayer, podría suceder mañana, o un día del año que viene.
Pero el Imperio no era entonces lo que es hoy. No había eso que ahora se llama orgullosamente progreso, aunque quizá ya estaba en camino de haberlo. La capital era una ciudad desprolija en la que se sucedían, como siempre, emperadores tontos y emperadores sabios. Reinaba en los años de los que les hablo un emperador de la dinastía de los Chaixis, Chaloumell el Calvo, un hombre no del todo malo pero que sentía demasiado amor por la riqueza y el poder; de modo que si bien no era una desgracia para el pueblo, tampoco era precisamente una bendición.
No era uno de esos emperadores a quienes todos aman o a quienes todos detestan. Había quienes lo halagaban y quienes conspiraban contra él, como tantas veces ha sucedido. Las familias poderosas, y las que aspiraban a serlo, lo sostenían y lo apoyaban y lo defendían mientras peleaban entre ellas para obtener los mejores lugares cerca del trono. Las gentes simples vivían como podían. Y había quienes se reunían en lugares secretos para planear la caída y la muerte del señor del trono de oro.
Un día de principios de verano el Emperador Chaloumell supo por uno de sus ministros que un grupo que se llamaba a sí mismo con el nombre de una flor silvestre que jamás sus jardineros hubieran dejado crecer en los parques del palacio, estaba ganando adeptos rápidamente, armándose por cualquier medio y preparándose para la rebelión. El Emperador se alarmó. Por eso, esa misma noche la Guardia Imperial recorrió la ciudad y sorprendió una reunión de los Borkhausis. Casi todos los conspiradores murieron cruelmente, pero entre los que escaparon había una muchacha llamada Veevil.
Ahora bien, en una calle bordeada de árboles, una calle muy tranquila, que había quedado casi olvidada, apartada del centro de la ciudad y de los edificios públicos, había una casa blanca con un gran portal que estaba siempre entreabierto. Decían los vecinos más viejos que sus abuelos les habían contado que había sido un asilo, un burdel, una escuela, una posada para peregrinos, y que en el patio había un tesoro enterrado. No parecía ninguna de esas cosas: parecía una casa, simplemente. Tenía muchas habitaciones de techos altos y ventanas con postigos de madera, que abrían al patio; tenía árboles, una fuente, y un estanque en el jardín trasero; y cuando llegaban los días de calor conservaba el fresco entre las paredes espesas y se • oían el ruido del agua y las voces de los pájaros entre las hojas. Olía a grano almacenado, a tierra húmeda y a especias picantes. Cualquiera que pasara por allí podía entrar, por curiosidad o por necesidad. De hecho, muchas personas atravesaban el portal: los que lo hacían por curiosidad recorrían el patio, se mojaban las manos en el agua de la fuente, daban unos pasos bajo los árboles, y los más atrevidos miraban dentro de las habitaciones. Después se iban, y durante muchos días les contaban a los parientes y a los amigos lo que habían visto. Los que entraban por necesidad atravesaban el patio, pasaban por una arcada casi oculta por las enredaderas, y golpeaban a una puerta entornada que quedaba a la derecha según se iba hacia el jardín de atrás. Desde adentro alguien les contestaba, diciéndoles que esperaran o que pasaran.
El Emperador calvo, decimoquinto de la dinastía de los Chaixis, era un hombre enfermo. Tenía mareos y desmayos, a veces echaba sangre por la nariz y le temblaban las manos. A veces se le aflojaban las rodillas y tenía que sentarse y respirar por la boca abierta mientras lo doblaban las náuseas.
—Tendría que ver un médico a Su Majestad Imperial —decían los personajes de la corte.
—Todos los médicos son unos burros —decía el Emperador.
La Emperatriz no decía nada porque nada le importaba de la salud de su marido: le había dado seis hijos, tenía un amante, y le gustaban las esmeraldas, los licores espesos y dulces, las fiestas y las muchachas muy jóvenes.
—Y no puedo permitir que uno de esos sucios hombrecitos ignorantes ande hurgando en mi persona —decía el Emperador.
Pero un día tuvo un desmayo que le duró muchas horas y cuando despertó sintió que no podía respirar y que la muerte estaba muy cerca. Cedió. Cuando recuperó el habla ordenó que llamaran a un médico. No lo había en el palacio, pero alguien dijo:
—En la calle de Albarrosa vive un viejo médico del que se dice que sabe mucho y que cura los casos más desesperados.
El Duque de Asfiddes, que aspiraba desde hacía años a un ministerio y que no lo conseguía porque era demasiado rico y su mujer era demasiado bella, atravesó el portal entreabierto y como estaba acostumbrado a que se lo recibiera en todas partes con grandes ceremonias, se desconcertó ante el silencio y la ausencia de voces almibaradas y reverencias, y después de desconcertarse se enojó. A grandes zancadas fue acercándose a las puertas y abriéndolas y asomándose a las habitaciones. Vio muchas cosas que no esperaba ver, y cuando llegó a la puerta más allá de la arcada con enredaderas y la abrió, se encontró frente a un hombre sentado con las piernas cruzadas en la estera que cubría el piso de piedra.
—Buenos días —dijo el hombre. —Soy el Duque de Asfiddes, enviado de Su Majestad Imperial Chaloumell VII y busco al médico.
—Buenos días —dijo el hombre.
—Buenos días —dijo el Duque.
Cuando el Duque volvió al palacio, furioso consigo mismo, con el médico, con Su Majestad Imperial y con el mundo, el Emperador tenía otro ataque de ahogos y veía a la muerte en todos los rincones.
—¿Dónde está el médico? —le preguntaron.
—Dice que no va a venir —tuvo que confesar—. Dice que los enfermos tienen que ir a su casa que es el lugar en donde él cura.
El Emperador no oyó porque estaba muy ocupado respirando, pero uno de los ministros mandó llamar al Capitán de la Guardia y le ordenó que trajera por la fuerza al hombre de la casa blanca en la calle de Albarrosa.
El Duque llamó al Capitán antes que saliera y le describió al médico. El Capitán escuchó con atención y fue a buscar a sus hombres. Pero cuando el Duque llegó ala entrada del palacio para esperar a la Guardia, un hombre alto y de pelo entrecano, vestido con una túnica de lienzo y descalzo, hablaba con los soldados de la custodia. El Duque se acercó:
—Has venido —dijo.
—Sí.
—Hiciste bien. Ya iba la Guardia a tu casa para traerte a la rastra.
—Tuve que salir a buscar ambalias —dijo el médico— y en el barrio de los plateros vi a las viejas mujeres que fabrican broches para los collares, así que pensé que quizá los emperadores se enferman de otras enfermedades que no son las de las gentes comunes. Entonces vine.
El Duque mandó a un soldado a que avisara al Capitán, y el Capitán se sintió irritado: a él le gustaba llevar gente a la rastra.
El médico fue llevado ante el Emperador y en la corte las gentes hablaron de esperanzas de curación. Pero el Emperador no mejoró, y no sólo no mejoró sino que hasta empeoró y por lo tanto siguió diciendo que los médicos eran burros y nunca volvió a permitir que trajeran uno al palacio aunque los desmayos le duraran horas y días y los ahogos le mostraran a la muerte vestida del mismo rojo de la sangre que se le escapaba por la nariz y latía en las venas del cuello y de las sienes.
Si alguien intentaba una defensa de los médicos, Chaloumell contaba que el único que había consentido en que fuera al palacio no lo había mirado con atención ni espantado respeto, a él, al Emperador; que no lo había palpado ni auscultado y que se había limitado a decirle que no debía seguir durmiendo en esa habitación, que tenía que aprender a tocar el serel, no viajar por terrenos montañosos, y comer sólo alimentos blancos.
—Unos burros —decía el Emperador respirando pesadamente y agarrándose a los brazos del sillón para que no le temblaran las manos—, y ése era el más burro de todos. ¡Pescado hervido, papas, raíces de tubélida, ajjj!
Cuando Veevil huyó de la casa en la que los hombres de la Guardia Imperial degollaban a los conspiradores, sólo pensaba en que esa misma noche tenía que irse de la capital. Corrió y corrió atravesando calles y parques, tapándose la boca con la mano para que nadie la oyera sollozar, y de pronto se detuvo, se sentó en el umbral de una puerta y pensó. ¿Por qué iba a huir? Nadie sabía cómo se llamaba ella así como ella no sabía cómo se llamaban los otros integrantes del grupo. Nadie la iba a delatar por lo tanto, aun en el caso de que no los hubieran matado a todos y hubieran guardado algunos para ser torturados. Además otros habían podido escapar, como ella. Lo que tenía que hacer era quedarse en la capital, esperar un tiempo y tratar de encontrar a los que se habían salvado, para reorganizar la rebelión que terminaría con ese emperador al que nada le importaba de su pueblo. Se levantó del umbral y caminando tranquilamente, sin sollozar, balanceando los brazos como cualquier muchacha despreocupada, se fue a su casa. Sus padres y sus hermanos dormían; subió despacito la escalera y entró en su dormitorio. No encendió las lámparas, se desvistió, abrió el balcón que daba a los fondos y se sonrió al ver en la gran casa más allá del jardín una luz prendida: el viejo médico estaría estudiando. O velando a un enfermo, o meditando, o vaya a saber. Se metió en la cama y se durmió.
Pasaron quizá unos días, quizá unas semanas. La Emperatriz estaba de muy mal humor. El Capitán de la Guardia también. El Emperador ya no veía a la muerte pero le temblaban las manos y sentía puntadas dolorosas en la nuca. Las gentes entraban a la casa blanca de la calle con árboles y Veevil saludaba desde su balcón al viejo médico cuando lo veía caminar por el jardín y sentarse junto al estanque y él le sonreía. A veces también levantaba una mano en un gesto de saludo y se quedaba mirándola y pensaba que era muy bella.
Promediaba el verano cuando atravesó el portal un hombre cuadrado, macizo y serio. En el patio en el que se decía que había un tesoro enterrado, junto a la fuente que gorgoteaba, bajo los árboles en los que las hojas se movían con un ruido de papel de seda y los pájaros hinchaban los buches llamándose, no se desorientó ni se enojó como el Duque de Asfiddes. Esperó un momento y miró a su alrededor y después golpeó las manos y llamó:
—¡Eh! ¿No hay nadie aquí?
La voz partió y sé amplió y rebotó contra las paredes blancas y volvió a él como desde una gruta secreta más allá de las partes habitadas de la casa. Pero nadie le contestó. Entonces recorrió el patio, y como había hecho el Duque aquella vez, abrió algunas puertas. Y caminando de puerta en puerta vio la arcada casi oculta por las enredaderas y pasó por allí y encontró la puerta entornada, se acercó y la abrió. El hombre sentado con las piernas cruzadas en la estera que cubría el piso de piedra abrió los ojos:
—Buenos días —dijo.
—Ah, buenos días —contestó el otro—. Busco al médico.
—Yo soy.
—¿Puedo pasar?
—Sí.
De modo que entró y miró la habitación buscando una silla, un banco, algo en qué sentarse, y también instrumentos para escudriñar el cuerpo y frascos con remedios, y no vio nada. Así que dio dos pasos y se sentó él también sobre la estera.
—Estoy enfermo —dijo.
—Hummm —dijo el médico—, sí, pero no es grave.
El hombre se quedó callado un momento mirándolo:
—¿Cómo es posible que puedas saberlo? No hace ni cinco segundos que he entrado por esa puerta.
—Si estuvieras grave tu cuerpo te obligaría a sentir alguna clase de miedo. Y todos los miedos son excluyentes: el tuyo no te hubiera permitido interesarte por lo que ibas a encontrar en la habitación.
—Bueno —dijo el hombre—, bueno, puede ser que tengas razón.
—¿Cuál es tu oficio?
—Soy comerciante —dijo el hombre—, vendo objetos de cristal.
—¿Qué necesidad hay de mentir? —preguntó el médico.
—¿Eh?
—La venta de objetos de cristal no favorece las callosidades en el canto de las manos, ni las espaldas rectas ni los hombros echados hacia atrás.
El hombre torció la cabeza y dejó vagar los ojos por las paredes y la ventana que daba al jardín y finalmente volvió a mirar al médico:
—En realidad —dijo— fui comerciante en objetos de cristal hace mucho, y me gustaría volver a dedicarme a eso, pero ahora soy artesano.
—¿Ah, sí?
—Sí, claro que sí.
—¿Y qué es lo que te hace sentir enfermo?
—Me duele acá.
—¿Fuiste a la escuela cuando eras chico?
—Sí —dijo el hombre.
—¿Qué era lo que más te gustaba estudiar?
—Nada. No me gustaba estudiar nada.
—Ah —dijo el médico.
—Y a veces siento un frío quemante que me sube desde el vientre hasta la garganta.
—Ah —volvió a decir el médico—. Y si ahora tuvieras tiempo y dinero para estudiar, ¿qué preferirías, las matemáticas o la música?
El hombre lo pensó:
—Las matemáticas —dijo abriendo mucho los ojos.
—¿Por qué?
—Porque eso es más útil. No digo que no me guste la música, pero si uno quiere música, contrata a un músico.
—Es posible —dijo el médico—. ¿Alguna vez tuviste la sensación de conocer de mucho antes a una persona a la que veías por primera vez?
—No sé —dijo el hombre—, quizá sí, no me acuerdo, esas fantasías que uno tiene cuando es muy joven.
—¿Hay un ropero muy profundo en tu dormitorio?
—No dijo el otro—, hay un ropero, pero no es muy profundo.
Entonces el médico se inclinó y tocó con un dedo el costado del cuello del hombre que decía ser artesano, bajo el lóbulo de la oreja:
—¿Te duele? —preguntó.
—No.
El médico retiró la mano y volvió a sentarse muy erguido y dijo:
—No, no es grave. Te vas a curar en poco tiempo. —¿Qué tengo que hacer?
—Yo te voy a preparar un medicamento para que tomes. Pero eso va a tardar unos días. Mientras tanto, todas las tardes, cuando el sol empiece a ocultarse, vas a suspender un momento el trabajo en el taller.
—¿Cómo?
—En el taller. Y te vas a sentar en el suelo frente a una mesa baja en la que haya un papel blanco, una pluma y tinta color verde, y vas a dibujar un árbol.
—¿Un árbol?
—Sí.
—¿Cualquier árbol?
—Cualquiera. Puede ser un sicómoro, un plátano, un tilo, cualquiera. Puede ser una palmera, y hasta un arbusto.
—¿Todos los días el mismo árbol?
—No es indispensable —dijo el médico—, pero sería preferible. Ahora, si te dan ganas de cambiar de árbol, no hay ninguna razón para que no lo hagas.
—¿Y cuando me des el medicamento voy a dejar de dibujar el árbol?
—Ah, no. Pero quizá dibujes un árbol distinto.
El hombre suspiró:
—Muy bien —dijo—. ¿Cuánto te debo?
—Nada —dijo el médico.
—¿Pero cómo? ¿No te pagan tus pacientes?
—En cierto modo, sí.
—Tinta verde —dijo el hombre—, bueno, bueno, y papel blanco. ¿Cuándo tengo que volver?
—Pasado mañana.
—¿Traigo los árboles que dibujé?
—Sí —dijo el médico.
—Bueno, adiós —dijo el hombre, y se fue.
El médico cerró los ojos. No por mucho tiempo porque esa misma mañana llegaron una mujer con su hijo, un hombre enfermo de los pulmones, un jardinero que se había lastimado la mano izquierda con la tijera de podar, un hombre muy viejo traído en angarillas por dos de sus nietos, y un chico que quería aprender los nombres de las flores que crecen en las montañas frías del norte.
Cuando el sol estuvo en medio del cielo, el médico fue a la cocina y comió una fruta colorada y un pan crocante. Y después se fue al jardín y se sentó al borde del estanque, a la sombra de los grandes helechos que crecían entre las piedras.
—¡Eh! ¿No hace demasiado calor ahí? —gritó Veevil desde su balcón.
Él la miró y le hizo que no meneando la cabeza y volvió a decirse que era muy bella, y ella se rió y desapareció dentro de la casa. El médico cerró los ojos y pensó en el estanque. Los abrió y vio cómo la muchacha se asomaba a la pared divisoria, pasaba al otro lado y se dejaba caer en su jardín.
—¿Cómo que no hace calor? —dijo Veevil y se sentó—. Hace muchísimo calor. Y quiero preguntarte tres cosas: ¿te gusta tanto sentarte junto al estanque? ¿Crecen plantas medicinales aquí? ¿Hay mucha gente enferma?
—Sí, sí y sí —dijo el médico.
—Ah, vamos, ¿eso es todo?
—¿No te he contestado acaso?
—Sí, pero no me gustaron las contestaciones. Yo lo que quiero es conversar.
—Ah—dijo él.
—¿O te hago perder el tiempo?
—No, no. No te vayas.
—Bueno, me quedo. ¿Y por qué hay tanta gente enferma?
—Porque es más fácil enfermarse que decidirse a buscar el lugar que a uno le corresponde en el mundo.
—¿Cómo, cómo?
—Sí —dijo el médico—. Nos vamos agregando cosas postizas e innecesarias y nos perdemos de vista y nos olvidamos de cuál es nuestra verdadera forma. Y si no nos acordamos de la forma que tenemos, ¿cómo podemos encontrar el lugar adecuado? ¿Y quién se atreve a arrancarse los postizos que tiene pegados a los párpados, a las uñas y a los talones? Entonces algo anda mal en la casa y en el mundo, y nos enfermamos.
—Ah —dijo ella—, como el fruto del caloco que está adentro de cinco cáscaras.
—Sí.
—¿Y todos tenemos cosas postizas?
—Casi todos.
Se quedaron en silencio.
—Lo grave no es tener cosas postizas —dijo el médico—, lo grave es amarlas.
—¿Qué cosas postizas podría arrancarme yo?
—No sé —dijo él—. No te conozco.
El hombre que decía ser un artesano que había comerciado con objetos de cristal volvió dos días después y le mostró al médico dos árboles dibujados con tinta verde en dos hojas de papel blanco.
—Creo que son árboles de las nieves —dijo—, pero no estoy muy seguro. En todo caso son muy viejos.
—Los árboles de las nieves viven cientos de años —dijo el médico, y se inclinó para tocar con un dedo el costado del cuello del enfermo—. ¿Te duele?
—No.
—Dentro de dos días voy a tener preparado tu medicamento. ¿Tu cama está en el centro de la habitación?
—No, contra un rincón. ¿Por qué? ¿Tengo que moverla?
—No, pero vas a sacar todos los muebles que estén entre la cama y la puerta.
—Bueno —dijo el hombre y se puso de pie—. ¿Sigo dibujando árboles?
—Sí.
Esa noche hubo una gran tormenta y el médico casi no durmió, atendiendo a los enfermos que vivían provisoriamente en algunas de las habitaciones de la gran casa blanca. Uno de ellos se despertó a la madrugada, cuando ya habían cesado ¡os truenos y los relámpagos pero llovía con fuerza, y le dijo que sentía que iba a morir esa noche.
—Está bien —dijo el médico—, la muerte también es ' necesaria. Y conveniente. Si te parece que vas a morir, así será. Cada uno siente llegar su muerte, la ve, la huele, la oye.
—Está lloviendo —dijo el enfermo.
—Sí, pero a la señora muerte eso no le importa.
—A mí tampoco —dijo el enfermo—, a mí lo que me importa es tener un torno.
—Podrías mandar a decirle a tu mujer que te compre uno.
—Cuando deje de llover y salga el sol —dijo el hombre acostado— me voy a ir a vivir a orillas del Singkaló donde la tierra es colorada y dócil. Y me voy a hacer un torno.
—¿Y la muerte?
—Bah —dijo el enfermo—, que se quede con todo, con la casa y los carruajes y los hijos que hemos tenido y la platería guardada en los arcenes —y se durmió.
Los días, y sobre todo las noches de tormenta, le sentaban mal al Emperador Chaloumell VII, decimoquinto gobernante de la casa de los Chaixis, que a la mañana siguiente manchó sus reales ropajes con la sangre que le salía por la nariz, una sangre espesa y oscura y maloliente.
—No me hablen de médicos —jadeó.
Al otro día salió el sol y al otro también y Veevil se asomó al balcón de su dormitorio. El hombre que dibujaba árboles llegó cerca del mediodía en busca de su medicamento:
—Ayer dibujé una palmera bruscada —dijo.
—Las palmeras bruscadas son bellas y majestuosas —dijo el médico.
—No sé —dijo el hombre—, a mí no me gustan mucho. Pero dibujé una.
—Vas a tomar dieciséis gotas de este medicamento, dieciséis —dijo el médico—, todos los días al despertar, antes de levantarte de la cama, durante tres días, y después vas a venir a verme.
—¿Sigo dibujando árboles?
—Sí.
El médico se quedó solo, mirando la puerta entornada y pensando que si ese hombre dibujaba otra palmera bruscada y otra más, quizá llegaría a decirle cuál era su verdadera profesión. Se oyeron pasos rápidos y la puerta se abrió con tanta fuerza que golpeó la pared con un estampido.
—¡Qué has hecho! —gritó Veevil—. ¡Pero qué has hecho!
—No he hecho nada —dijo el médico.
—¿Ah, no, eh? ¿No has hecho nada? ¿Y entonces por qué viene Zigud-da a verte, eh? ¿Por qué?
—Ah, se llama Zigud-da —dijo él—. No lo sabía. Viene a verme porque está enfermo, pero no es grave lo que tiene.
—Maldito sea —dijo ella—, maldito sea. Malditos sean él y su madre y su abuela y sus hijos y los hijos de sus hijos, maldito sea y ojalá se muera revolcándose en su propia sangre.
—Veevil —dijo el médico.
La muchacha se inclinó hacia él y lo miró a los ojos:
—Sí —dijo—, maldito sea y ojalá se muera y yo pueda bailar sobre su cadáver.
Se enderezó, se dio vuelta y se fue dejando la puerta abierta y el médico cerró los ojos y se miró hacia adentro y respiró setenta veces pensando con atención en el aire que entraba y salía, cada vez más hondo, cada vez más tranquilo.
Esa tarde Veevil fue a la plaza Nevviasoria y se sentó entre el público que escuchaba a un contador de cuentos. El público lo escuchaba, ella no. Ella estaba sentada muy quieta, con los ojos clavados en el hombre que hablaba y las manos cruzadas sobre la falda. Hacía mucho rato que estaba ahí cuando alguien se sentó cerca de ella, inclinándose como para oír mejor. Una de las manos de Veevil hizo un movimiento y se apoyó en el suelo y cuando volvió al regazo, la mano de alguien ocupó ese lugar ocultando un papel doblado.
Esa tarde Zigud-da dibujó con tinta verde otra palmera bruscada, la miró con cierta satisfacción y se llevó la mano a un costado del cuello y presionó y se dijo:
—¿Por qué buscará un dolor en el cuello si a mí lo que me duele es el vientre?
Esa noche la Emperatriz dio una fiesta y el Emperador se quedó en su cámara y comió carne de venado con salsa de múrcula y tomó vino mientras pensaba en la conveniencia de traer a la capital como esclavos a los pobladores de Sid-Ballein que habían tenido la insolencia de rebelarse por un impuesto sin importancia, y hacerlos trabajar en las obras de ampliación del palacio. Haría decir a los capataces que los trataran bien, eso sí. Eso sí, no tenía que olvidarse de eso el Emperador Chaloumell el Calvo que quería que sus súbditos pensaran cosas buenas de él cuando estuviera muerto.
Dos días después Veevil fue a la casa del médico pero sin correr ni golpear puertas. Se descolgó por la pared divisoria, como siempre, y caminó por el jardín que empezaba a oscurecerse, bordeando el estanque:
—¿Dónde está mi amigo el señor médico? —canturreó.
Pero nadie la oyó salvo un búho que nada podía decirle, y ella se fue a la cocina en donde ardía una lámpara:
—Buenas tardes —dijo.
—Buenas tardes, Veevil. Supuse que vendrías porque en ese cuenco, ¿ves?, tengo dulce de grosellas.
—Yo no soy golosa —dijo ella.
—¿No?
—No mucho.
El médico le alcanzó una cuchara de madera y la muchacha se sentó en un banco frente a la mesa blanca y comió dulce de grosellas y él comió pan moreno y ninguno de los dos dijo nada durante un rato muy largo.
—Ese hombre —dijo ella por fin.
El médico no contestó. Ella esperó pero él masticaba el pan moreno y ya partía con los dedos otro pedazo, silencioso.
—Me pregunto si estás enterado de lo que pasa a tu alrededor —dijo la muchacha.
—Estoy enterado.
—Ese hombre es Capitán de la Guardia Imperial en el palacio.
—Ya sé.
—¿Lo sabías?
—No, pero dibujó otra palmera bruscada, de modo que hoy me lo dijo.
—No te entiendo, te aseguro que no te entiendo. Sabiendo tantas cosas, adivinando tantas cosas, ¿cómo es que estás aquí metido en esta casa poniendo emplastos y preparando jarabes en vez de estar manejando hombres? El médico le sonrió:
—Ay, Veevil —dijo—, si yo estuviera manejando hombres no sabría nada y no podría ver nada. Ver, no adivinar.
Otra vez hubo un silencio hasta que ella dijo:
—Hay que terminar con la dinastía de los Chaixis.
—Eso es lo que Zigud-da se propone, ¿no es así?
—¡Entonces lo sabías!
—No —dijo el médico.
—Pero si lo has dicho.
—No fui yo quien lo dijo. Veevil y Zigud-da lo están diciendo.
—No pongas mi nombre al lado del de esa hiena.
—¿Está bueno el dulce de grosellas?
—No me importa el dulce de grosellas —se interrumpió—. Sí, está bueno. Gracias. Yo quiero hablar de otra cosa. Quiero hablar de la muerte de Zigud-da.
—¿No de la muerte del Emperador?
—Al Emperador nadie lo va a defender una vez caído: basta con desterrarlo. —Comió otra cucharada de dulce de grosellas.— Los Borkhausis queremos que ocupe el trono un hombre interesado en el bienestar del pueblo y no un monstruo de codicia y egoísmo como Chaloumell. Pero la Guardia Imperial también tiene puestos los ojos en el trono de oro. Y la Guardia Imperial es fuerte, tiene acceso al oro y a las armas, y tiene cuerpos en todos los puntos estratégicos del Imperio. Si llega al trono un hombre de la Guardia, va a ser una tragedia para el pueblo.
—¿Y si llega al trono un hombre de los Borkhausis, no?
—No, por supuesto que no, cómo se te ocurre. Ellos son despóticos, rígidos y ambiciosos, casi peores que los Chaixis. Nosotros vamos a ser justos, vamos a dar justicia y libertad a las gentes.
—Son dos palabras muy bellas, Veevil. Y muy grandes. Tanto que no deberían dejar lugar para la muerte de un hombre.
—Zigud-da tiene que morir —dijo ella—. ¿Está muy enfermo?
—No.
—Entonces hay que hacer algo para que se enferme gravemente y muera. Si lo matamos, la Guardia Imperial va a sospechar de nosotros y nos va a perseguir y a matar como a cucarachas. Zigud-da tiene que morir, ¿no te das cuenta? Tenemos que cortar el camino que va del trono a esos brutos de uniforme, sin cerebro y sin conciencia. Y es en medio de ese camino donde está el Capitán.
—Está casi curado —dijo el médico.
—¿Seguro?
—Sí. Dibujó las semillas de la palmera bruscada al pie del tronco. Y se sobresaltó cuando puse un dedo al costado de su cuello y apreté, aquí.
—Tiene que morir. Tiene que enfermarse y morir —dijo la muchacha.
—No.
—¿Pero no ves que ese hombre es el mal?
—Puede ser que lo sea.
—¿No son los médicos los hombres que destruyen el mal? ¿No son los hombres que quieren ser buenos?
—Sí.
—¿Y entonces? ¿Qué tiene que dibujar, qué tiene que pensar, qué tiene que comer para enfermarse?
—Mi maestro me enseñó muchas cosas —dijo el médico—. Pero el día que abandoné mi casa para ir a vivir a la suya, ese día aprendí a lavar los utensilios de cocina y a distinguir una araña que va a poner huevos de una araña que anda en busca de alimento.
—No veo qué tiene que ver eso con la muerte de Zigud-da.
—Sí lo ves, Veevil. Esforzándote apenas, lo ves. Aunque quizá no quieras verlo.
—Si Zigud-da se enferma y muere, yo voy a abandonar mi casa y voy a venir a la tuya, para siempre.
El médico sintió un dolor muy agudo en el pecho.
—Puedo aprender a lavar los utensilios de cocina —dijo ella— y a distinguir las arañas y las hierbas. Y puedo ayudarte con tus enfermos y cocinar y hacerte compañía y limpiar y darte hijos bellos y sanos y fuertes.
—¿Y de qué hablaríamos los dos en las noches de invierno, Veevil, cuando estuviéramos solos, con una lámpara encendida en la cocina?
—¿Eso quiere decir que no vas a hacer que se enferme y muera?
—No lo sé —dijo el médico.
Ella se puso de pie y miró el cuenco de arcilla y alargó la mano, tomó la cuchara de madera y la hundió en el dulce brillante y espeso:
—Voy a volver mañana —dijo— si vas a pensar en todo lo que te dije.
—Sí.
El viejo médico, que había estado solo toda su vida como están solos toda su vida otros hombres de otros oficios, los poetas, los veinteros, los contadores de cuentos, durmió esa noche solo en su cama estrecha con un sueño agitado e inquieto. Dos veces se despertó sin motivo alguno y otras dos veces se levantó y fue a ver a sus enfermos. Le pareció, en el momento en que ponía una jarra con agua fresca a la cabecera de uno de ellos, un muchacho que tenía un padre autoritario y una enfermedad a la garganta, le pareció que Veevil no se había ido y que estaba todavía con él en la casa blanca.
Pero la muchacha estaba en realidad muy lejos, en un depósito abandonado cerca del río, hablando en voz baja y rápida, rodeada de gentes que la escuchaban; y cuando salió de allí muy tarde, casi de madrugada, llevaba escondida en un bolsillo del vestido una cajita de plata en la que había un polvo blanco muy fino.
Como el Emperador amaba su palacio, esa mañana llamó al Capitán de la Guardia Imperial y mantuvo con él una larga conversación.
—Si Su Majestad Imperial lo aprueba—dijo Zigud-da— saldremos esta tarde. Acamparemos en Tusugga y caeremos por sorpresa sobre Sid-Ballein mañana a mediodía cuando los habitantes estén comiendo o descansando.
El Emperador aprobó. Zigud-da dio órdenes a sus hombres y después salió del palacio y fue a la casa de la calle de Albarrosa. Tuvo que esperar bajo las enredaderas porque dentro de la habitación que tenía piso de piedra cubierto por una estera, el médico hablaba con alguien. Lo que pensó el Capitán de la Guardia mientras esperaba, es algo que ya no puede saberse. Pero lo más probable es que estuviera impaciente; y como ya no estaba, enfermo también es probable que se hubiera olvidado de las palmeras bruscadas y en vez de las hojas verdes que se balancean con el viendo y brillan al sol recordara un juego al que se jugaba en su infancia en las calles polvorientas de Eriamod o las pruebas de destreza por las que había tenido que pasar para ser admitido en la Guardia Imperial. Lo que sí se sabe es que cuando de la habitación salió una mujer gorda bamboleándose con pasos inseguros sobre las losas, él esperó todavía a que el médico lo llamara, y que al no oír nada durante un largo rato, se acercó a la puerta y entró.
—Buenos días —dijo el médico.
—Buenos días —y se sentó.
—Ya no estás enfermo.
—No —dijo Zigud-da—, ya no tengo el dolor acá ni la quemadura fría que me subía desde el vientre.
Como el médico no dijo nada, el Capitán de la Guardia imperial siguió hablando:
—¿Qué tengo que hacer ahora? ¿Tengo que seguir dibujando árboles? —¿Te gustaría?
—No. Pierdo demasiado tiempo. Y esta tarde me voy de viaje.
—No los dibujes más, entonces. Y los muebles de tu habitación pueden volver a su lugar. No vuelvas a tomar el medicamento que te di. Lo que podrías hacer es mirar con atención los árboles que encuentres en el camino cuando estés de viaje. Y tomar durante tres días otro medicamento que te he preparado.
El médico se levantó, dejó solo al Capitán y se fue a una habitación que abría sobre el patio en el que había una fuente, frente a las que ocupaban sus enfermos. Allí eligió un frasco, salió y atravesó nuevamente el patio. Pero antes de llegar a la arcada de las enredaderas la luz del sol . brilló sobre el vidrio y el líquido, y el médico se detuvo. Por un segundo volvió el dolor agudo que había sentido por la noche, en la cocina, frente a Veevil. Cerró la mano sobre el frasco, entró en la habitación y se sentó sobre la estera y le dijo al hombre que esperaba:
—No, no tomes nada, será mejor.
—Pero, ¿y si vuelvo a enfermarme?
—Ésa es una posibilidad: todos podemos enfermarnos en cualquier momento. Yo creo sin embargo, que no vas a volver a enfermarte durante mucho tiempo; hay otras maneras de prevenir la enfermedad que tuviste. Mientras viajes vas a estar bien, y al regreso vas a comprar semillas de seseli, las vas a secar al sol, las vas a guardar molidas en algún lugar fresco y oscuro, y las vas a usar una vez al mes para condimentar tus comidas.
El hombre se puso de pie:
—¿Nada más?
—No, nada más.
—Está bien ¿Cuánto te debo?
—En este momento, nada. Si alguna vez se te ocurre que estás en deuda conmigo, entonces sabrás qué traerme.
—¿Y si no se me ocurre nunca?
—Ya se verá —dijo el médico.
—Adiós —dijo el Capitán Zigud-da y se fue. Quizá la historia del hombre que vivía en una casa de la calle de Albarrosa en la que el portal estaba siempre entreabierto, de la que se decía que había sido un burdel y una posada para peregrinos, y que ocultaba un tesoro enterrado en el patio, tendría que terminar aquí. Me pregunto si no sería lo más adecuado. Pero no siempre lo más adecuado es lo que más nos gusta, y a veces a los contadores de cuentos nos resulta difícil terminar, abandonar una historia. Por eso les digo que el viejo médico enterró en el jardín, muy bien tapado, el frasco que debía haber contenido un líquido claro y transparente y en el que había un líquido opaco con un sedimento de polvo, y que esa noche le dijo a Veevil dos cosas: que lo que se llama el mal también es necesario y que el mundo es inmensamente rico y variado pero que es uno y único porque las cosas más dispares son hermanas y las cosas más opuestas son equivalentes. Lo que dijo a eso la muchacha no tiene importancia; se fue y no volvió a saltar la pared divisoria nunca más.
También les digo que Chaloumell el Calvo murió poco después, pasando de uno de sus desmayos a la muerte con sólo un estremecimiento y un gemido, pero que la dinastía de los Chaixis no terminó con él. Subió al trono su hijo mayor, Cheirantes III que pasó a la historia con el irrespetuoso sobrenombre de Caballo Loco, y que se casó con la segunda hija de los Duques de N'Cevvillea pero tomó casi inmediatamente como concubina a una de las muchachas de Sid-Ballein que trabajaban en las obras de ampliación del palacio. Eso fue el pretexto para un alzamiento de la Guardia Imperial que sostuvo que era una inconveniencia que una prisionera que ellos habían traído como sierva desde tan lejos, ocupara un lugar privilegiado en la corte. Caballo Loco fingió atemorizarse ante la rebelión, aseguró que se rendiría y pidió una reunión secreta con los cabecillas para rogar por su vida. La reunión debía hacerse en un pabellón alejado del palacio, pero ninguno de los jefes del alzamiento llegó hasta allí. Cayeron en una profunda zanja cavada en ej bosque que rodeaba el pabellón construido para una de sus amantes por el segundo emperador Chaixis, y el flamante señor del trono de oro se entretuvo degollando a algunos de ellos, y cuando sintió el brazo cansado se fue y dejó al resto allí para que muriera de hambre y sed en el pozo. La muchacha de Sid-Ballein le dio al Emperador el único hijo que tuvo, ya que la Emperatriz nunca quedó embarazada, porque era estéril decían algunos, porque el Emperador jamás se acostó con ella decían otros. Y ese hijo único de Caballo Loco fue el Emperador Cheanoth I a quien es difícil que el Imperio olvide porque fue uno de los mejores entre los hombres sabios y justos que se sentaron en el trono de oro.
Y a la casa de la calle de Albarrosa volvió a entrar un día aquel muchachito que quería aprender los nombres de las flores que crecen en las montañas frías del norte, y ya no volvió a irse: se quedó como aprendiz. Y cuando su Maestro murió, él, que ya era un hombre, siguió ejerciendo la medicina y mirando el mundo por las tardes sentado junto al estanque en el que se reflejaban el tesoro enterrado en el patio y el límite infinito de la casa.
Primeras armas
Dijo el narrador: —Pero si queremos comprender, verdaderamente comprender la historia del Emperador Horhórides III, séptimo gobernante de la casa de los Jénningses, tenemos que hacer un alto para recordar que los años en los que vivió no fueron precisamente apacibles. Todos los emperadores Jénningses fueron turbulentos de ánimo y retorcidos de espíritu, y turbulentos y retorcidos fueron los tiempos que pasaron sentados en el trono de oro. La época de Horhórides III fue quizá más tranquila, pero también más extravagante. No hubo guerra ni hambre ni peste, pero florecieron el vicio, el contrabando, el arte de la fealdad, el asesinato, la codicia, la hipocresía. En fin, que no hubo alegría ni inocencia, y que quizá hubieran sido preferibles las pestes. Y para demostrarles esto, me aparto unos momentos del Emperador y les cuento una breve historia, porque una buena historia ahorra muchas explicaciones, y ésta es buena, se los aseguro yo, que he contado tantas.
El Señor Bramaltariq tenía diecisiete caballos, nueve mujeres, y tres mantos de piel de oso, uno teñido de verde, otro teñido de púrpura y otro teñido de azul. En el miserable callejón del Águila había una tienda de curiosidades, y curiosidades quería decir precisamente eso, cuyo dueño se llamaba Drondlann: tenía una cabeza redonda y calva, cuello corto, brazos largos y poderosos, y un cuerpo macizo, sin una gota de grasa. No tenía piernas, pero con un ingenioso arnés se le habían aplicado dos ruedas a las que impulsaba con los brazos, y así se movía rápida y silenciosamente. No se sabía cómo había perdido las piernas: quizá en una pelea, quizá en un accidente; quizá había nacido así.
Cuando el Señor Bramaltariq pasaba por la Calle Grande con su cortejo, Drondlann daba un golpe a las ruedas y allá iba desde su covacha, a ocultarse entre los árboles que bordeaban la avenida, y a mirar. Las mujeres del Señor Bramaltariq eran muy blancas y muy gordas y se sentaban sobre almohadones dorados con borlas de colores. El les alquilaba sus caballos a los campesinos que no tenían más que yeguas y se quedaba con los potrillos. Vivía en una gran casa de piedra edificada en medio de un lago de aguas negras, en la que había verandas de madera labrada, espejos en los techos, cortinas en las ventanas, y sótanos sembrados de trampas y alumbrados con teas. Drondlann no tenía caballos ni mantos de pieles de oso: sólo tenía la tienda de curiosidades y sus dos ruedas y una planta de odio en el vientre a la que regaba con cuidado todos los días. Miraba pasar al señor Bramaltariq entre sus mujeres y sus sirvientes y la planta le florecía en la garganta y en las muñecas, y se decía que él era tan hombre como ese gordo blanduzco, mucho más; y recordaba cómo, después de alguna venta provechosa, iba en busca de alguna prostituta oscura, magra y curtida, un desecho de los barrios bajos, que se iba a la mañana siguiente llevándose algo de las ganancias y dos surcos lívidos en los muslos.
Nadie supo nunca con precisión de dónde sacaba Drondlann la mercadería. Pero sí se sabe que fue Grugroul el que le llevó al muchacho rubio. Para ese entonces había declinado la venta de enanos: ya no parecían interesar a nadie, y eso que dos temporadas atrás todo el mundo se enloquecía por tener por lo menos uno encadenado a la puerta de entrada o dentro de una jaula colgada del techo de la sala. Para cuando el Señor Bramaltariq adquirió su novena mujer, Drondlann empezaba a despachar sin comprarles nada a los que llegaban al callejón del Águila a ofrecerle enanos.
—No quiero más enanos —les decía—, ya no se venden.
—Gigantes —le propuso un día uno de esos vendedores desencantados—, gigantes, ¿eh? ¿Qué te parece? Si los enanos ya no se venden, seguro que los gigantes sí, ¿eh? Porque un gigante es lo contrario de un enano, así que seguro, ¿eh?
Drondlann no echó al tonto de su puerta, sino que lo pensó detenidamente, como lo pensaba todo:
—No —dijo al fin—, no quiero. Fuera. Fuera de aquí y no vuelvas. A menos —sonrió—, a menos que me traigas algo realmente fuera de lo común.
Tenía el inválido del callejón la esperanza de que alguien le llevara efectivamente algo tan raro como para justificar el largo viaje hasta el puente que desde la orilla del lago se tendía hacia la casa de piedra en el islote, para hacer una oferta al Señor Bramaltariq. Quería oír relinchar a los garañones y ver a las mujeres gordas echadas sobre los tapices arrugados. Quería oler los perfumes que se quemaban en las hornacinas y levantar la cabeza y verse reflejado en los espejos de los techos. Quería mirar el lago negro desde la casa, rodar sobre los pisos pulidos, espiar, y regar su planta en el vientre.
El vendedor contó a alguien la pretensión del comerciante, y ese alguien lo contó a otro alguien, y ése a otro, y así hasta llegar a Grugroul.
Pocos días después alguien llevó al callejón del Águila un feto con alas, desdichadamente muerto. Pero Drondlann lo compró por unas monedas y rápidamente, antes que se pudriera, lo vendió a un encapuchado que dijo que lo quería para su señor, cosa bastante poco creíble. Drondlann le aseguró que como la criatura tenía la piel correosa le iba a durar mucho tiempo. El encapuchado no volvió nunca. También le llevaron un dragón de seis patas: no pudo venderlo ni alimentarlo. El animal no aceptaba ratas ni brotes ni pájaros ni hongos ni arañas ni brasas, así que se murió de hambre. El comerciante pensó que había sido muy poco prudente de su parte no haberle preguntado al vendedor qué podría darle de comer al dragón de seis patas, pero había supuesto que comería lo mismo que uno de cuatro patas. Le ofrecieron un día una serpiente blanca con agallas y antenas, pero se acordó del dragón y la rechazó. Compró un hermafrodita y dos chicos sin ojos ni orejas, y los vendió muy bien a los tres, y eso que uno de los chicos no hacía más que gemir y sollozar, pero hay que ver que hay gente a la que le gustan esas cosas. Y compró una libélula rubia que se alimentaba con barro y excrementos. Le habían cortajeado los élitros para que no se escapara, de modo que la tuvo mucho tiempo suelta en la tienda y hasta intentó hacer el amor con ella y ella no se opuso, pero cuando vio cómo era el extremo del vientre, entre las patas de atrás, retrocedió asqueado. Ella no pareció ofendida. No pudo venderla fácilmente, pero no se preocupó porque no sólo no le costaba nada mantenerla sino que le ahorraba incomodidades y suciedad, y hasta se encariñó con ella. Al fin la puso a mitad de precio, una verdadera ganga, si uno quiere tener una libélula rubia en su casa, y se la llevó el Riuder de la pirámide del agua y fue lo más conveniente para evitar que alguien dijera que tenía en su negocio artículos invendibles. Y así otras cosas, nada extraordinario, nada como para ir a ofrecer a la casa del lago, hasta que un día llegó Grugroul con el muchacho. El hombre de la tienda de curiosidades creyó que sería propiedad del vendedor y ni lo miró.
—Te lo vendo —dijo Grugroul.
El otro ni se molestó en dar vuelta la cabeza: era lo bastante astuto como para haber aprendido que no le convenía ponerse a estudiar la mercadería, fuera lo que fuese. Si el muchacho no tenía nada de particular, como le había parecido, no valdría la pena ni torcer el cuello; y si lo tenía, demostrar interés podría ser contraproducente.
—No me interesa —dijo.
Grugroul se sonrió:
—Te vas a perder algo excepcional.
Entonces sí, el comerciante del callejón del Águila giró lentamente, muy lentamente la cabeza y miró la mercadería:
—Bah —dijo—, para qué quiero eso.
Porque veía a un muchacho, solamente un muchacho. Completo, sin nada de menos, sin nada de más. Rubio, dos ojos claros, dos orejas, una nariz, una boca, dientes, cuello, dos brazos, dos manos, un cuerpo, dos piernas, dos pies. De modo que dejó de mirarlo, le dio la espalda y se dispuso a limpiar las jaulas.
—No habla —dijo Grugroul.
—Gran cosa —rezongó Drondlann.
Abrió la puerta de la jaula del murciélago gigante que un letrado joven que no había querido dar su nombre había prometido ir a buscar al día siguiente, y sacó el bebedero para cambiar el agua.
—Sabe bailar —insistió Grugroul.
Eso sí que sorprendió al comerciante. La palabra le resonaba en la cabeza: bailar, bailar.
—¿Bailar? —preguntó—. ¿Y eso qué es?
No era que hubiera olvidado su prudencia: era que él había encontrado y vendido de cuando en cuando algún artículo que parecía convencional pero que no lo era. La Señora de la Colina, por ejemplo, la viuda del Jungaï de los Silos, había enloquecido, eso se decía aunque nadie podía asegurarlo, después de tener en su casa durante treinta días a un viejo que él le había vendido como alimentador de pájaros y que como no vivía en el mismo tiempo que la Señora sino en otro que estaba unos minutos adelantado, contestaba a sus preguntas antes que ella las hiciera o hablaba de acontecimientos que empezaban a producirse cuando él terminaba la frase. Y Adanssanto el de los Túneles, había matado al hijo adoptivo, ese recién nacido que el mismo Drondlann había ido a buscar a los pantanos del sur, porque decía que le fabricaba sueños. O sueño. Cierto que lo habían absuelto porque no era más que una criatura del sur, pero de todas maneras había sido una molestia y una pérdida de tiempo, y el de los Túneles nunca se había recuperado del todo.
—¿Qué es bailar? —dijo sosteniendo el bebedero sucio en la mano, sorprendido.
Grugroul tampoco era tonto y se dio cuenta del interés y la intriga que había despertado en el comerciante en curiosidades:
—Verás —dijo—, este muchacho mueve el cuerpo no solamente como nosotros para caminar o para bañarse o para subir a un coche, sino sin una finalidad especial: lo pone en infinidad de posiciones, cada una durante pocos segundos o fracciones de segundo, y todas esas posiciones son distintas o se repiten en series muy largas. Y así sigue y sigue hasta que se le ordena que se detenga.
Drondlann el de las ruedas perdió todo interés: eso de bailar le parecía una tontería. Sumergió el bebedero sucio en el agua del balde. Esta vez, aunque él todavía no lo sabía, se había portado como un tonto. Grugroul golpeó las manos:
—¡A bailar, Tattoot! —gritó.
Entonces el muchacho hizo eso que el vendedor había descrito: bailó. Se movió primero sin cambiar de lugar, con los dos pies juntos como pegados al suelo. Hizo ondear los brazos, los levantó, los mantuvo flotando; se balanceó y describió círculos con el cuerpo que se le quebraba en la cintura y con la cabeza que parecía rodar libremente en la punta de su cuello muy largo. Después saltó, sin dejar de balancear las otras partes de su cuerpo. Dio vueltas sobre un pie, sobre el otro, se agachó, barrió el suelo con las manos, se levantó, corrió dos pasos para un lado, tres para el otro, los brazos en alto, la cabeza echada hacia atrás. Grugroul se había apartado y estaba de espaldas, mirando hacia la calle, a través de la vidriera de la tienda. ¿Y el comerciante? Él había sentido cómo el mundo empezaba a girar más rápidamente de lo que nunca lo había hecho, más vertiginosamente que cuando era un pedrusco incandescente que arrastraba gases y coleccionaba polvo bajo la atenta mirada de Dios. El comerciante había mirado a los muertos que se alzaban de los sepulcros, había olido todos los olores que exhalaba la tierra desde los desiertos hasta los vergeles, había visto marchar a un ejército negro sobre un mar petrificado, había corta' do las flores de la infancia corriendo sobre dos pies, había cabalgado cubierto con una armadura de oro por un campo de oro persiguiendo mujeres de oro, se había embriagado con licores destilados en el fondo de cavernas secretas, y cuando el cielo comenzó a desplomarse sobre los hombres, el bebedero se le escapó de las manos y se hizo trizas y el murciélago graznó.
—¡Basta! —aulló Drondlann.
Grugroul golpeó las manos. El muchacho se quedó quieto. Recién entonces Grugroul se dio vuelta:
—Qué te parece —dijo.
Y la cautela abandonó al comerciante del callejón del Águila: el Señor Bramaltariq era viejo, gordo, peludo, blando y débil. Tenía nueve mujeres jóvenes. Tenía venas hinchadas en las piernas; tenía los ojos llenos de sangre y la respiración difícil y las digestiones pesadas.
—Cuánto —preguntó. .
Hasta el mediodía estuvieron sentados regateando por el muchacho. A esa hora, agotados, debatiéndose cada uno entre la convicción de haber sido estafado y la esperanza de haber engañado al otro, se separaron. Grugroul se volvió al albergue y a la tarde tomó el camino del sur, y Drondlann buscó otro bebedero para el murciélago, limpió las jaulas, barrió, y pasó la mayor parte de la tarde pensando.
El agua del lago era negra y estaba muy quieta. Ni pescadores ni boteros hacían sus negocios por esos lados. El comerciante en curiosidades llegó en su carro tirado por un asno y dos servidores lo subieron por la escalera. Ya llegaban arriba, faltaba muy poco, tres escalones, dos, uno, estaban a punto de llegar cuando allá lejos relincharon los diecisiete caballos. Las manos de Drondlann se cerraron detrás de los cuellos de los sirvientes y todo el cuerpo se le puso tenso y duro y se dijo a sí mismo que era un idiota y en ese segundo entre un paso y otro modificó el proyecto que lo había llevado hasta allí.
—No, no te lo vendo —le dijo al señor Bramaltariq después de haberle descrito al muchacho—, no lo vendería ni por todo el oro del mundo, jamás. Es como si fuera carne de mi carne y sangre de mi sangre. Lo tengo a mi lado desde que nació y ya es como si fuera mi propio hijo y como a tal lo amo. Juro por lo más sagrado que tener que hacer esto me destroza el alma, pero los tiempos son duros y la miseria golpea a mi puerta. Te lo alquilo.
—Cómo, cómo, a ver, cómo es eso —dijo el viejo, que era desconfiado como todos los viejos.
—Te lo alquilo —repitió Drondlann—. El dinero que me des no te permite guardártelo, sino sólo verlo. Lo traigo un día, lo ves bailar, recibo mis monedas, me lo llevo. Lo traigo otro día, lo ves bailar.
—Quién lo va a alimentar —interrumpió el Señor.
Drondlann no miraba a las mujeres reclinadas en almohadones y alfombras. Trataba de tener los ojos fijos sobre la cara del viejo señor y lo veía agitarse, moverse inquieto, haciendo rodar los ojitos brillantes y entreabriendo los labios.
—Yo —dijo.
El gordo pensó que era un buen negocio y que el comerciante era tonto y aceptó.
Cinco veces más fue el vendedor de curiosidades del callejón del Águila a la casa de piedra en el lago en la que vivía el Señor Bramaltariq. La primera de esas veces, al atardecer. El cielo estaba rojo, no se oía a los caballos, y el agua parecía quieta y negra como una hoja de metal sin templar.
—¡A bailar, Tattoot! —gritó.
El comerciante sabía que el muchacho no repetía nunca las figuras que componía con el cuerpo; lo sabía porque lo había mirado a hurtadillas en su casa del callejón del Águila, haciéndolo bailar una y otra vez. Pero ahí, en la casa de piedra sobre el lago, no lo miraba. Porque también sabía que si él mismo caía en la trampa, todo se le escaparía de las manos. Así que el muchacho rubio bailaba en la estancia y Drondlann fijaba sus ojos en el Señor Bramaltariq y en las mujeres. Las mujeres gordas y blancas trataban de incorporarse, abrían las bocas, lagrimeaban, movían la cabeza, tendían las manos, gemían y gritaban.
Pero al gordo Señor Bramaltariq no le importaba: el gordo Señor Bramaltariq estaba rígido, desesperado, mirando al muchacho. Su cara parecía inflarse y las facciones temblaban y se perdían como las del cadáver de un ajusticiado hacía ya mucho tiempo. Y los brazos y las piernas del muchacho iban llenando la estancia de vuelos, cifras, sueños, recuerdos, culpa, hambre y fiebre. Dos de las mujeres se arrastraban por el suelo, una tercera cayó sobre los almohadones con los ojos cerrados y la lengua colgando. El Señor Bramaltariq estaba apoplético. El comerciante golpeó las manos, le indicó al muchacho que lo siguiera y se fueron.
La segunda vez exigió que las mujeres no estuvieran presentes:
—Te despojan de la mitad de tu placer —le dijo al Señor Bramaltariq—. Te lo aspiran, se lo beben, te lo devoran. Es mejor que estés solo.
El gordo asintió rápidamente, ansiosamente. Las hizo encerrar en la habitación contigua y ellas lloriquearon y arañaron la puerta en vano durante toda la tarde. Drondlann golpeó las manos, dio la orden, el muchacho bailó.
Bailar: he ahí una palabra que se dice muy fácilmente. Palabra extraña en ese momento, que el comerciante en curiosidades creyó inventada por Grugroul porque el arte de bailar se había perdido, palabra que a él, desde que la había oído y había aprendido a repetirla en secreto, le parecía que le resbalaba en los labios casi sin necesidad de utilizar la garganta. El muchacho hacía eso, bailar, bailar. Y Drondlann no lo miraba y afuera era ya de noche. En cambio el Señor Bramaltariq que a pesar de sus mujeres, sus mantos, sus riquezas y sus caballos era estúpido, seguía con los ojos desorbitados y enrojecidos cada movimiento de ese cuerpo que atravesaba el aire de la estancia. Se le encabritaban como cuerdas tensas las venas del cuello y de las sienes; respiraba cada vez con mayor dificultad y agitaba las manos inútilmente, quizá intentando detener o apresurar o matar el baile. Pero el dueño del baile era el otro, el comerciante que no era estúpido. El gordo señor de la casa de piedra cayó hacia atrás. Drondlann golpeó las manos. El muchacho se quedó quieto. El dueño de tierras, aguas, haciendas y almas de Bramaltariquenländ tenía los ojos abiertos y todavía intentaba agitar las manos, los dedos se estiraban y se encogían hundiéndose en los pelos del manto de piel de oso color azul. Drondlann le sonrió, le habló como hablan los mercaderes y los prestes, le prometió maravillas, lo ayudó a incorporarse.
—Mañana —alcanzó a decir el viejo gordo.
El otro frunció el ceño y le propuso un día de descanso.
—Mañana —insistió el viejo—. Mañana, mañana.
El comerciante le dijo que sí, que por supuesto, que mañana. Y al día siguiente fue otra vez con el muchacho y encontró al Señor Bramaltariq lleno de impaciencia. Drondlann pensó que era una lástima que el gordo fuera tan necio como para no advertir siquiera la proximidad de la muerte, porque a él le hubiera gustado ver el terror en esos ojitos de cerdo hundidos en la cara mofletuda. No había nadie más en la estancia y ninguna mujer lloriqueaba detrás de las puertas cerradas. Era posible que todavía no entrara la muerte por alguna de ellas: dependía de su habilidad.
Había tormenta y el muchacho sonreía: le gustaban la lluvia y los rayos. Estalló un trueno, y sin esperar el golpe de las manos, se puso a bailar. El comerciante tuvo que hacer un gran esfuerzo para dejar de mirarlo: sintió galopar de nuevo los jinetes de oro, deseó los desiertos y los licores fermentados y los mares duros y la infancia. Pero se recuperó y se puso a pensar en su tienda del callejón del Águila, en las jaulas, en el olor picante, en las visitas de compradores y vendedores, en la penumbra, en los vidrios empañados que daban a la calle. La odiaba, pero la iba a extrañar.
Y con otro trueno el Señor Bramaltariq se levantó de su sillón. Lo vigiló y lo vio quedarse allí, temblando, hinchado y vacilante; lo vio alargar un brazo como si quisiera tocar al que bailaba. Después ese brazo, corto y gordo, cubierto con una manga de seda enjoyada que tenía un galón de hilos de oro en el borde, ese brazo empezó a moverse, arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda; y el otro también, y la cabeza redonda a balancearse. Y dio dos pasos que hubieran podido hundir el maderamen del salón y levantó una pierna. Drondlann se dio cuenta de que el gordo también quería bailar y le agarró un ataque de risa. Él, el de la tienda en el callejón del Águila, se reía a carcajadas del Señor Bramaltariq, y afuera estallaban los truenos y adentro el muchacho recorría la estancia adoptando posturas diferentes y el viejo moribundo sudaba cubierto por sus ropajes tratando de ser como esa forma blanca que le revolvía la sangre y los sesos. Pero nadie oía nada, nadie sabía nada. Golpeó las manos y suspendió el baile y se fueron. El Señor Bramaltariq no se dio cuenta: estaba en medio de la estancia girando despaciosamente con una mano sobre el pecho y la otra tendida hacia la tormenta.
Dejó pasar unos días, esperando, hasta que el señor lo mandó llamar. Otra vez era de tarde pero el cielo estaba claro. Se preguntó si en el lago habría peces negros y quietos. El muchacho bailó.
El comerciante del callejón del Águila había visto la locura y la muerte. Años, muchos años atrás, cuando montaba a caballo y oía riendo las trompetas que tocaban a rebato y a somatén, había visto enloquecer y morir a los hombres alrededor de él. Él mismo había ido hacia la locura y la muerte y había vuelto a la vida: había blandido espadas y levantado escudos y había izado cabezas cortadas en la punta de una lanza. ¿Y qué era ahora su vida en la tienda del callejón?
Suspendió el baile antes, un segundo antes que el Señor Bramaltariq se hundiera en el delirio. Se acercó a él y le habló lenta, dulce, suavemente. Le dijo que ésa había sido la última vez. Sí, la última a menos que. Pero las precauciones, los rodeos, todo era inútil. El viejo señor no lo oía. Entonces sacó de entre sus ropas el documento y el punzón, le pinchó el índice de la mano derecha y le hizo firmar con su sangre al pie del escrito. Eso fue todo y el cielo todavía estaba claro cuando los servidores lo bajaban por la escalera.
Esa noche guardó el documento bajo una tabla suelta en el piso de la tienda y no pudo dormir.
Al día siguiente lo sacó del escondite y se fue con el muchacho a la casa en medio del lago. El Señor Bramaltariq ya no hablaba: él, que había dictado órdenes, impartido justicia, impuesto castigos. Estaba tan mudo que pensó que podría llevarlo a la tienda del callejón del Águila y venderlo a bajo precio. Golpeó las manos.
Drondlann no hacía más que mirar al viejo, y así fue como tuvo el placer de verlo morir. No murió como un guerrero. Ya no era poderoso, ya no parecía imponente y ni siquiera gordo. El color rojizo de la cara se le había convertido en gris y los nudos de las venas eran sombras y arrugas. No sudaba: estaba seco y enfermo y marchito. Solamente quería seguir viendo, seguir siguiendo con los ojos el cuerpo móvil del muchacho, seguir hasta la muerte. Y murió loco, tirado como uno de los peces negros del lago sin aire, sobre los que habían sido sus goces y sus lujos.
Golpeó las manos y el muchacho dejó de bailar. Llamó a los servidores y a las mujeres, acompañó a todos en los llantos fúnebres, aulló, sacudió los puños cerrados contra el pecho y se inclinó hasta el suelo gimiendo.
Y cuando le pareció decente, una vez enterrado el gordo y pasada la estupefacción de la muerte, cuando todos empezaban a preguntarse qué sería de las vastas propiedades y de las enormes riquezas, el comerciante en curiosidades convocó a un letrado y exhibió el documento.
Era muy bella la casa de piedra y madera en el islote en medio del lago, muy bella. Tanto que nunca quiso ir de nuevo a la tienda del callejón del Águila. Cuando el olor se hizo insoportable los vecinos sacaron los cadáveres, se repartieron las jaulas y los muebles y tapiaron puertas y ventanas. El ex comerciante no fue molestado para nada y siguió viviendo tranquilamente, sin golpear jamás las manos. El muchacho rubio engordó: comía demasiado y se pasaba el día quieto, atendido por las mujeres y los servidores. A veces lo sobresaltaban los truenos. Drondlann tenía veintitrés caballos, once mujeres, tres mantos cortos de piel de oso verde, púrpura y azul: ya no era Drondlann, ahora era el Señor Bramaltariq y soñaba a veces con una forma blanca que recorría bailando las estancias de la casa del lago, en los años del reinado del Emperador Horhórides III de la dinastía de los Jénningses.
"Así es el sur"
—Vasto es el Imperio —dijo el narrador—, tan vasto que la vida de un hombre no alcanza para recorrerlo. Se puede nacer en Lyumba-Lavior y emprender un viaje y no detenerse nunca y cuando llegue la muerte, por mucho que haya demorado, quién sabe si se va a morir uno en Gim-Ghimlassa. Vivir se puede en cualquier parte, como dicen que dijo un antiguo poeta, y si se lo medita bien, se advierte que ése es un noble pensamiento. Se puede vivir en las grandes y bellas ciudades del norte, en las capitales blancas de nombres sonoros o en las grises villas fortificadas o en los balnearios llenos de música junto a las playas. Se puede vivir en tiendas en los desiertos siguiendo los oasis que se desplazan con las estaciones Se puede vivir sobre los ríos en barcos de vientres chatos, pescando, lavando la ropa, rasqueteando la cubierta, mirando pasar las gentes y las casas y los sembrados, haciendo el amor en las hamacas tejidas y mercando con hombres distintos cada día. Se puede vivir en cabañas de troncos cerca de las cimas de las montañas, en palacios de mármol, en agujeros fétidos, en conventos, en escuelas, en torres y en burdeles. Y también se puede vivir en el sur.
Oh, sí, mis buenas gentes, sí, ya lo creo que sí. Se puede vivir en el sur. Y morir también. Y se puede nacer, y crecer y aprender y matar y sufrir en el sur. ¿Ustedes conocen el sur? ¿Han entrado a ese país vedado y tentador? ¿Han ido al paraíso de los monstruos, al antro de los asesinos, al reino de la barbarie? ¿Conocen a las gentes del sur? ¿Se han acostado con sus mujeres, han bebido con sus ' hombres, han escuchado a sus ancianos? Hace frío ahora en el norte; hace meses que el frío no nos da tregua y esta mañana nos hemos levantado en la oscuridad y nos hemos soplado los dedos y hemos golpeado el piso con los pies desnudos y hemos encendido los hogares y las estufas. Los pobres han quitado las cenizas que cubrían las brasas de ayer y los ricos han dado orden de cargar aun más las calderas en los sótanos de sus grandes casas. Hemos tomado chocolate caliente y nos hemos abrigado mucho y a media mañana hemos entrado en un bar a pedir un ponche. Han muerto algunos vagabundos en los campos de nieve y no se oye a los pájaros y el hielo se derrite en los vidrios de las ventanas y en los rosetones de piedra de las balaustradas, y esta noche habrá estrellas en un cielo limpio y mañana tendremos más frío que hoy.
Y hace calor ahora en el sur. Los días son largos y despiadados. Hay un sol blanco que levanta nubes de vapor de los lagos y de los pantanos. Las gentes andan descalzas y casi desnudas sobre la tierra y la hierba; se despiertan temprano, muy temprano; duermen hacia el mediodía y vuelven a levantarse cuando el sol se pone morado sobre las copas de los árboles enormes. Así es el sur, verde y sofocante; húmedo, lleno de ira y de modorra. Los hombres y las mujeres no se reúnen alrededor de un fuego sino bajo las palmeras que se van hacia arriba, huyendo de los helechos que les aprisionan los troncos. Y no hay contadores de cuentos que expongan los hechos del Imperio porque el sur se niega a reconocer que él también es el Imperio. Escuchan sin embargo, pero escuchan otra cosa, algo que yo me pregunto si no será un tesoro tan grande como la historia del Imperio más extenso y poderoso que ha conocido el hombre, o si no será lo mismo pero dicho de otra manera: escuchan las voces de la tierra mojada y caliente, los gritos del viento, el canto de los ríos y lo que dicen los animales, las hojas y el aire.
Sí, siempre ha sido así, siempre. Emperadores hubo que soñaron con someter al sur. Emperadores hubo que lo intentaron, y los hubo que creyeron haberlo conseguido. ¿Pero con qué?, les pregunto yo, ¿con qué? Con el poder, con las armas, con los ejércitos, el fuego y el terror. Y fue inútil, claro está, completamente inútil: el poder consigue hacer callar a los hombres, impide que canten, que discutan, que bailen, que hablen, que peleen, que digan discursos y que compongan música. Eso es todo. Ustedes me dirán que es mucho, pero yo les digo que no es suficiente. Porque, ¿cómo se hace para que la tierra no les hable a los hombres? ¿Con qué armas se impide que el agua corra y las piedras rueden? ¿Con qué hogueras se acomete a las tormentas para que no se agazapen en el horizonte, listas para saltar? Eso es algo que hasta ahora ningún emperador ha conseguido. Al contrario, en unas pocas ocasiones, buscando el silencio, la quietud, la sumisión del sur, no s logró sino el grito de guerra y la rebelión.
Así, tratando de someter al sur, así murió el Emperador Sebbredel IV, undécimo gobernante de la casa de os Bbredasoës, reyes mediocres todos ellos, olvidados ahora salvo dos: el fundador de la dinastía, Babbabred el Silencioso, y el último, Sebbredel IV, famoso y recordado no por sus méritos sino por los de un fugitivo, un aventurero a quien el destino jugó una mala pasada.
¿Quién era Liel-Andranassder, vamos a ver? Sí, sí, ya lo que ustedes me van a decir; y aunque tienen razón y yo les digo que tienen razón, también les digo que están equivocados. Es que una vida, como un cuento, tiene muchas partes y cada parte está compuesta por otras cada vez más pequeñas. Pero por pequeñas y banales que sea, una parte de un cuento es un cuento y una parte de una vida es una vida. Ustedes me van a hablar del hombre que cambió un Imperio y torció el curso de la historia, y es cierto. Y yo les voy a hablar, y también es cierto, de un hombre joven, vástago de una noble familia arruinada que había pasado su infancia rodeado por el lujo y las comodidades, y que cuando llegó la pobreza no pudo resignarse. Sus padres se lo llevaron con ellos a una modesta casa de campo que era todo lo que les quedaba, pero a los veinte años Liel-Andranassder abandonó esa vida que consideraba mezquina y humillante, y vino a la capital. No les voy a contar lo que hizo durante ocho largos años pero les voy a decir que pasó por verdaderas humillaciones y mezquindades, que soportó lo insoportable, que perdió lo que de inocencia le quedaba, que engordó, que se volvió perezoso, lascivo y adulador. Pero consiguió lo que quería: tuvo mucho dinero. Era un dinero inseguro que se le escapaba rápidamente de las manos pálidas en una carrera insensata y perdida de antemano hacia la respetabilidad y el honor, aunque él ya no sabía lo que significaban esas palabras. Y cuando la última moneda estaba a punto de ser gastada, él volvía a las casas de juego, a la usura, a la adulación descarada, y por un tiempo tenía otra vez mucho dinero. Hasta que una noche mató a un hombre que lo acusó de hacer trampas en el juego.
Con las ropas manchadas de sangre, temblando y balbuceando, todo lo que pudo hacer fue vomitar junto al cadáver: hasta entonces sólo había visto muertos respetables ante cuyos poderosos parientes hay que llorar y lamentarse convincentemente. Pero se rehizo, tan rápidamente que él mismo se sorprendió, dejó a un lado el espanto, se limpió la cara y las manos, y repartió un poco de oro aquí y allá, entre los croupiers y los gerentes y los servidores; se convenció a sí mismo de que el personal de la casa de juegos ocultaría el cadáver para agradecer su dádiva y para evitar escándalos, y se fue a su casa. Creía que estaba a salvo.
No durmió mucho esa noche. Si he de decir la verdad, no durmió absolutamente nada. Trató de pensar, eso es lo que hizo. Pero estaba tan lleno de alcohol y de confusión que sólo podía recordar la cara del muerto, la ofensa, las heridas, los ojos aterrados del gerente del garito. Y se decía que no tenía importancia, que él era un caballero que se había visto obligado a matar ante el insulto, que todos lo conocían y lo protegerían y no le pasaría nada, y que el otro sería seguramente un patán, un hombre ordinario y sin peso y sin influencias.
Ahora, éste es un pequeño detalle que creo que no figura en los grandes libros de crónicas e historias sino en alguna carta, en alguna relación poco conocída, y que incluso se ha olvidado porque hemos preferido olvidarlo: Liel-Andranassder había hecho trampas, efectivamente. ¿Cómo no iba a hacerlas si eran su principal fuente de ingresos? Y todo el mundo sabía que era un tramposo, como que en los últimos tiempos sólo podía jugar con forasteros que no lo conocíeran. Y él sabía perfectamente, cómo no saberlo, que había hecho trampas jugando con el hombre muerto. Pero, ¿y qué? Él era un notable, mienbro de una familia antigua, noble y prestigiosa; sus abuelos habían sido generales del Imperio; sus abuelas habían sido presentadas en la corte, y él había asistido una vez a una recepción en palacio y había visto de lejos a Sebbredel IV.
Y hay otro detalle que sí figura en todos los libros de historia, en todos los folios de crónicas, en las sagas y en las canciones tradicionales: el hombre muerto no era un patán.
Se acercaba la madrugada cuando LielAndranaser oyó pasos en la antecámara. Saltó de la cama y se vistió con rapidez: tendría que irse unos días de la ciudad, decidio, irse a visitar a sus padres al campo hasta que la policía se cansara de hacer averiguaciones o los parientes del muerto dejaran de buscarlo. Eso haría, claro que sí: diría a sus criados que le prepararan inmediatamente el equipaje.
Se ha interpretado mal, muy mal lo que pasó después La leyenda dice que sus sirvientes, leales y adictos, le avisaron del peligro que corría, y que así pudo escapar. Mis queridos amigos, cuando ustedes oigan contar eso apresúrense a decir que no, que no fue precisamente así, y si alguien no les cree díganle que se los aseguré yo. Liel-Andranassder escapó, es cierto, y lo hizo gracias a uno de sus criados, también es cierto, pero no fue la lealtad ni el cariño sino el rencor lo que movió al hombre a ir esa madrugada al dormitorio de su señor:
—Viene la policía —dijo el sirviente—, parece que viene hacia acá.
—¿La policía? —preguntó él tratando de aparentar que la cosa le interesaba sólo a medias y sin conseguirlo en absoluto.
—Aja, sí, así es, señor, la policía. Como cien hombres vienen. Y al mando del Duque de Sandemoross.
—¿Qué? —chilló el otro.
—Y, sí —dijo el criado, feliz al ver cómo se retorcía de miedo ese amo que le pagaba mal y lo trataba peor—, el Jefe de la Policía Imperial en persona es el que los encabeza. También, parece que han matado anoche a puñaladas al hermanastro del Emperador, el Gobernador de Abbel-Kammir que estaba de incógnito en la capital.
Así fue como huyó Liel-Andranassder. Despidió al sirviente, cerró la puerta con llave, pensó por un segundo en el suicidio y lo descartó, no porque fuera un cobarde, que no lo era, eso hay que decir en su favor, sino porque tuvo una loca esperanza de escapar, y saltó por la ventana. Y de aquí en adelante la leyendas hablan con razón: tuvo una suerte increíble. Amanecía. El Duque de Sandemoross. sobrino carnal de la Emperatriz, entraba por la puerta principal cuando el dueño de la casa salía por la puerta de servicio que daba a la otra calle.
Cinco minutos después el Duque rugía de furia y ordenaba el saqueo y el incendio de la casa.
Cinco minutos después Liel-Andranassder caminaba despaciosamente por el mercado, como un señor ocioso que se levanta de la cama demasiado temprano y se va a mirar qué es lo que se ofrece en los tinglados esos. Se detenía aquí y allá, preguntaba el precio de unas hebillas, elogiaba un corte de terciopelo, observaba unos grabados, probaba el filo de una daga, y seguía su camino. Mal podía pensar en comprar, puesto que no llevaba encima ni una moneda, pero necesitaba pensar, quería ganar tiempo, tratar de idear un plan, y sobre todo quería oír lo que se decía: él sabía que el mercado es una de las cajas de resonancia de una ciudad. Así se enteró de que ya lo estaban buscando y pensó nuevamente en el suicido y lo rechazó nuevamente. Recorrió el mercado de punta a punta y llegó hasta el río, y allí lo salvó una prostituta.
Cuando los hombres del Duque llegaron a la orilla, no porque supieran que él estaba ahí sino porque llegaban a todas partes, él dormía en una cama no muy limpia a bordo de uno de esos lanchones en los que se jugaba y se pagaba por una mujer, y la prostituta se peinaba frente al espejo y miraba el anillo de oro que le bailaba en el dedo medio de su mano izquierda, más que satisfecha con ese cliente inesperado que ni siquiera había exigido mucho. El barco navegaba río arriba hacia Durbbafal porque al patrón no le gustaba la policía y después de enterarse de las batidas en la ciudad había vuelto a su casa flotante casi pisándole los talones a Liel-Andranassder sin pararse a averiguar qué o a quién andaban buscando. Y ese día la búsqueda del asesino se limitó a la capital y sus alrededores, y sólo muy tarde a la noche el Duque admitió que el criminal podía haber salido de la ciudad y empezó a pensar en extender la persecución. Y por eso, cuando la Policía Imperial llegó a Durbbafal, el asesino ya no estaba ahí.
El asesino marchaba hacia el sur. No porque él hubiera decidido ir a esconderse al sur, ya que como hombre del norte temía y despreciaba a las provincias desconocidas. Era que no le quedaba otro remedio, no por el momento. Tenía esperanzas, eso sí, ahora tenía verdaderas esperanzas de escapar. En una posada había cambiado sus ropajes lujosos por algo de comida y un sayo de algodón, y calzaba sandalias en vez de chapines. No iba solo, pero pensaba abandonar a sus compañeros en cuanto encontrara en alguna parte un atisbo de seguridad. Y además, por el momento también, estaba a salvo, porque llevaba prendida al pecho la insignia de la Policía Imperial, y caminaba entre otros hombres que también llevaban la insignia de la Policía Imperial, y el que daba las órdenes era un sargento veterano de las guerras sélbicas que se había enrolado hacía dos años en las fuerzas del Duque de Sandemoross.
Eso también consta en las crónicas: cómo Liel-Andranassder, el noble arruinado, jugador y tramposo, buscado por asesino, se había emborrachado después del trueque en la posada, con dos vagabundos, y cómo la policía los había encontrado al borde del camino que va de Durbbafal a Laprac-Lennut y se los había llevado al puesto más cercano. Cómo se hablaba allí del asesinato del hermanastro del Emperador y cómo desesperado para que no sospecharan nada, él se había puesto a hablar también detallando con fruición de borracho lo que haría con el asesino si lo encontraba.
—Ese gordo infeliz puede ser útil —dijo el sargento que era un imbécil y que acababa de recibir la orden de reclutar a cuantos hombres pudiera para perseguir al criminal por todo el Imperio.
Le metieron la cabeza en una palangana con agua fría, lo dejaron dormir en un banco, y cuando se despertó le dieron café y le preguntaron cómo se llamaba.
—Andronessio —contestó.
—Tus papeles —le pidieron.
—No, no los tengo —tartamudeó.
—Te los habrás dejado robar por ahí, estúpido —le dijo el sargento—. Háganle unos provisorios. Estás en la policía ahora, ¿entendido?
—Sí.
—Y en cuanto desobedezcas o cometas un error, uno solo, te hago meter en un calabozo por el resto de tu vida que va a ser muy corta, ¿entendido?
—Sí.
—Quién sabe si nos vas a servir para algo —suspiró el sargento y ya no se ocupó más de él.
De pronto era policía, tenía papeles de identidad, y se alejaba de la capital. Eran días de cansancio, de hambre, de irritación: tenía los pies heridos, había perdido peso, sentía el cuerpo lastimado por el roce de las costuras de la ropa ordinaria; tenía las uñas sucias y el pelo largo y desprolijo. Extrañaba su casa, su dinero, sus sirvientes, su coche, su cama blanda, los pisos lustrados, el juego, y la cortesía infame en la que era un experto. Pero no lo habían agarrado, no, todavía no.
Y así marchó durante tres meses, durmiendo a la intemperie, comiendo una bazofia escasa, ayudando a detener y castigar a los infelices, vagabundos, rameras y ladrones. Hasta que en un pueblo cerca de la frontera con la provincia de Brusta-Dzan, se dio cuenta de que se había convertido en un desconocido.
—¿Por qué te dicen El Gordo? —le preguntó el fondero.
—¿A mí?
—¡Eh, Andronessio!, apuesto a que alguna vez fuiste gordo —dijo uno de los policías.
Los demás se rieron.
—Sí —dijo Andronessio—, sí, creo que sí, hace mucho.
Y se levantó y fue a mirarse en un espejo empañado que había cerca de la escalera. Ese hombre en el azogue manchado no era Liel-Andranassder ni era El Gordo. Pero tampoco era Andronessio el policía. ¿Quién sería entonces? ¿Quién podría ser?
—Soy yo —se dijo, pero seguía sin saber quién era.
Doce leguas más allá, cuando se enteró de que tenían orden de desviarse a otro camino que torcía hacia el norte y que los llevaría de vuelta a la capital, escapó una noche, descalzo y sin la insignia de la Policía Imperial, dejando a sus compañeros dormidos y al improvisado campamento sin guardia. Ahora iba al sur por decisión propia, porque tenía que alejarse del Emperador, del Duque, de la capital, de la Policía Imperial, del peligro; y porque no tenía otro lugar adonde ir. En el norte lo esperaba la muerte, como asesino o como desertor de la policía. Sabía que en el sur también, pero quizá allá hubiera formas mas rápidas de morir.
Hay una frontera entre el norte y el sur, ya sabemos. Sólo que si en muchos territorios esa frontera es definida, visible, organizada y burocrática, en muchos otros es como si no existiera. Por eso él la atravesó un día sin darse cuenta. Todo lo que sabía era que hacía cada vez más calor, que tenía hambre y sed constantemente, que sus heridas y lastimaduras habían cicatrizado, y que le iban que dando muy pocos recuerdos de casas con sirvientes y camas blandas, de hombres acuchillados a la salida de un garito, de policías y de persecuciones.
Una noche se durmió con un sueño más pesado que e de otras veces, y cuando salió el sol luchó por despertara pero no pudo. Siguió durmiendo y soñó. Yo no les puede decir con qué soñó, pero supongo que con caras, con muchas caras y con la sangre que corría. También suponga que tuvo miedo, que sudó frío, que se agitó y gimió, y hasta que gritó, sin poder despertarse.
Muchos días después abrió los ojos y vio un techo de paja. Volvió a dormirse y volvió a abrir los ojos y vio un; ventana. Después de haber dormido sin soñar unas horas más, se despertó y era de noche. Alguien le pregunte cómo se llamaba.
—No sé —dijo.
Le dieron de beber y le preguntaron de dónde venía.
—No sé —dijo, y se durmió y tampoco soñó.
A la mañana siguiente oyó los ruidos y las voces ante: de abrir los ojos y se quedó acostado, sintiendo el cuerpo pesado y dolorido. Tenía hambre.
—Tengo hambre —dijo.
—Qué bien —dijo alguien.
Una mujer le dió de comer Durante ese día dos o tres hombres vinieron y se asomaron a mirarlo y alguno habló con la mujer. Pero tuvieron que pasar muchos días hasta que pudiera levantarse y caminar.
La mujer se llamaba Rammsa y tenía cinco hijos. El mayor era uno de los hombres que se habían asomado el primer día a mirarlo:
—Tomaste agua envenenada del Pozo de los Tigres —le dijo.
—Ah —dijo él—. Yo no sabía que estaba envenenada.
—¿Cómo puede alguien no saberlo? —le preguntó Orgammbm hijo de Rammsa—. ¿Cómo puede alguien no saber tantas cosas? Tu nombre por ejemplo, ¿es que lo has olvidado?
—No, no es eso —dijo él—, no es eso. Sé que tuve muchos nombres.
—Muchos nombres —dijo Orgammbm y se detuvo y se quedó mirándolo.
—Sí.
Comía y dormía en la casa de barro en la que vivían Rammsa y sus tres hijos más chicos. Se sentaba durante el día bajo los árboles o miraba pasar el río, y un día le pidió a Genna, la hermana más pequeña de Orgammbm, que le enseñara a trenzar el cuero porque quería hacerse unas sandalias.
—Las mujeres no trenzamos el cuero —le dijo Genna mirándolo con enojo—, eso es trabajo de hombres.
El se rió porque Genna no era una mujer sino una criatura que apenas le llegaba a él al hombro, y ella dijo que iba a llamar a uno de sus hermanos para que le enseñara.
—¿Y qué hacen las mujeres, Genna? —preguntó él antes que la chiquilina se alejara demasiado.
Ella se dio vuelta y estuvo mirándolo un rato en silencio, como preguntándose si le contestaría o no. Y finalmente decidió que sí, que valía la pena contestarle. Y canturreó:
—El mundo es nada y es nada,
Hay que sentarse y pensarlo,
Cerrar los ojos y pensarlo,
Tender la mano y pensarlo,
Respirar hondo y pensarlo,
Mover los pies y pensarlo,
Y entonces el mundo es nada y es
La cocina de tu casa.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó él.
—Eso quiere decir eso —dijo Genna y se fue a buscar a su hermano.
Aprendió a trenzar el cuero y se fabricó dos pares de sandalias y un cinturón que le mostró a Orgammbm. El hijo mayor de Rammsa le dijo que estaban muy bien, casi como si los hubiera hecho un artesano. Y también llamó a la madre y se los mostró y le dijo:
—Él dice que se acuerda de haber tenido muchos nombres pero que no sabe su nombre.
Rammsa miró a esos dos hombres jóvenes sentados en las esteras de su casa, a su hijo que era como son todos los hombres, un poco tonto, muy indefenso y muy valiente, y a ese otro, el desconocido que también podría ser su hijo y que en cierto modo lo era pero que no era como son todos los hombres. Ella había dicho "Dénmelo a mí, va a vivir", cuando los hombres lo habían traído moribundo, luchando, convulso, con los labios llagados, la respiración difícil y sangre seca en la nariz y en la boca. Y ella, que lo había lavado y abrigado, ella que le había hecho tragar a la fuerza semillas verdes de mandremillia y lo había puesto boca abajo para que no se ahogara y había limpiado el vómito y la sangre, estuvo a punto de sonreír, a punto de aprobar con esperanzas, a punto de hablar. Pero como había sufrido tanto, como había tenido una vida tan dura y había aprendido a ser prudente, sólo dijo:
—Bueno —y miró por la ventana hacia el río—. Bueno —repitió—, eso puede no ser nada. Ni siquiera sabemos de dónde viene. Ni él lo sabe, ¿no es así?
Él se acordaba de dónde venía, por supuesto que se acordaba aunque a veces le pareciera que esos recuerdos eran ensueños nacidos del veneno en el Pozo de los Tigres o que pertenecían a otro, pero como se estaba volviendo prudente como Rammsa, dijo:
—Así es. No lo sé. No sé de dónde vengo, no sé quién soy.
—No —dijo Rammsa—, eso es una tontería. Cada uno es el que es.
—Pero el mundo es nada y es nada —dijo él sin saber por qué lo decía, sólo porque pensó que lo que había dicho la madre era una bella frase para terminar la canción de la hija.
Rammsa se sobresaltó, ella, que siempre estaba tan tranquila:
—¿Quién te dijo eso? —preguntó.
—Genna hija de Rammsa.
Nadie dijo nada más. Orgammbm bajó los ojos y examinó otra vez las sandalias y el cinturón y Rammsa no hizo nada: se quedó sentada allí, serena, con ellos. Y él, en la quietud v el silencio pensó que muchas veces casi siempre, Rammsa parecía estar no haciendo nada, pero que eso no podía ser cierto, que una mujer ociosa o inútil no podía llegar a ser tan importante como él sentía que era ella.
Unos días después le dijeron que se fuera. No lo echaron sino que le dijeron que tenía que irse. En ese momento a él, con sus recuerdos propios o ajenos a cuestas, se le ocurrió que la policía del Imperio se estaba acercando y que los habitantes de la ciudad, del poblado, de lo que fuera eso en lo que había estado viviendo, trataban de salvarlo. Si él hubiera seguido siendo el hombre que había huido de la capital después de haber matado a puñaladas al hermanastro del Emperador, seguramente hubiera pensado otra cosa: hubiera pensado que lo odiaban, que lo rechazaban, que estaban resentidos con él porque bajo la piel del vagabundo convalesciente habían adivinado al hombre del norte acostumbrado a comodidades y lujos que ellos nunca conocerían. Pero como aunque ya no era aquel hombre, algo conservaba de él, pensó en el peligro. Quizá Rammsa lo vio en sus ojos, porque sonrió y le dijo:
—No te va a suceder nada grave, hijo, no a menos que quieras que te suceda. Pero vas a tener que irte.
La alarma había pasado. Pero no porque Rammsa le hubiera hablado así ni porque él se hubiera dado cuenta de que los perseguidores no estaban cerca, sino porque detrás de su diálogo con la mujer había aparecido la convicción de que las cosas que él había considerado importantes no lo eran en absoluto, y de que el lugar vacío que antes había estado lleno de todo eso que él había valorado tanto estaba efectivamente vacío, pero vacío y abierto, a la espera de que lo que estaba por llegar fuera ocupando sus puestos, sus rangos, a la espera de distintas luces que iluminaran en formas distintas y de distintos espacios que despertaran ecos distintos.
—¿Por qué? —le preguntó a la mujer.
—Porque es así —dijo ella—, y tenemos que hacer algo para que sea así como es. Porque estamos hechos para saber, no para resignarnos.
Y lo dijo con tanta altivez, tanta seguridad, tanta finalidad, que él no pudo preguntar nada más.
Pero si bien no dijo nada y se puso a tallar un bastón para el viaje, como la respuesta de Rammsa le había hecho acordar al cántico de la hija, Genna, la criatura que no le llegaba ni al hombro, lo talló torpemente, sin atender mucho a lo que hacía, tratando de ver u oír a la muchachita. El que llegó fue Orgammbm con uno de sus hermanos menores:
—Vas a necesitar un cuchillo —le dijo, ofreciéndole uno de hoja ancha y fuerte, con mango de asta.
Quizá él sintió otra vez cómo cedía la carne del hombre acuchillado sobre la calle empedrada junto a la puerta de la casa de juego. O quizá no, quizá no sintió nada de eso y lo que pasó fue que las voces de la tierra y del agua son tan fuertes en el sur que hasta un hombre que viene de la molicie y la corrupción puede oírlas. No lo sé y no tengo a quién recurrir para averiguarlo: no consta en palabras escritas o cantadas, y ya nadie puede decírnoslo. Sólo sé lo que él contestó:
—No —dijo—, no quiero un cuchillo. No quiero armas.
—¿No? —preguntó el hermano menor de Orgammbm ¿No? ¿De veras que no? ¿Una lanza, arco y flechas, nada?
—No —repitió él—, nada.
—¿Con qué vas a cazar entonces?
—No voy a cazar.
Y sin embargo él había cazado allá en las ciudades del norte, vestido a la moda, calzando botas de cuero fino, armado con armas aceitadas y preciosas, cabalgando bajo las copas de los árboles del otoño, en los predios de algún noble que no había tenido más remedio que invitarlo. Pero ahora no, ahora no quería cazar: que los tigres envenenaran los pozos, que las tripas se le retorcieran de hambre, pero él no iba a cazar.
—Está bien —dijo Orgammbm—, está bien, pero querrás algo para pescar.
—No sé —dijo él—, una red, tal vez.
Y a la mañana siguiente se fue. Pero antes de irse, a la noche, le sucedieron dos cosas: vio bailar en el poblado los hombres, sólo a los hombres, desnudos, brillantes, serios, todos los hombres de la aldea entre las casas y a orillas del río; y habló con Genna.
—¿Qué hacen? —le preguntó a la muchachita.
—Bailan, ¿no ves?
—Sí, pero ¿por qué?
—Qué pregunta —dijo ella con suficiencia.
—Quiero decir si es alguna fecha religiosa, ó si están festejando algo.
—No te entiendo —dijo ella y siguió mirando pasar a los hombres que bailaban.
—Soy yo el que no entiende —dijo él.
—Eso es cierto —dijo la chica.
Se quedaron juntos, mirando. Él veía como caían y se levantaban los pies desnudos, cómo golpeaban y se deslizaban los talones y se afirmaban los dedos sobre la tierra dura, cómo se arqueaban los cuerpos y giraban las cabe/as y se entornaban los ojos y se abrían las bocas.
—¿Qué es lo que bailan? —preguntó.
—¡Ah! —dijo ella—. Al fin entendiste. Es la danza número veinticuatro y se llama Siete Corazas.
Y como les decía, a la mañana siguiente se fue. llevaba sus dos pares de sandalias, su cinturón, una bolsa con provisiones, y una red. Hacía calor. El cielo estaba nublado pero el sol es tan poderoso allá en el sur, que lo abrasaba todo desde más arriba de las nubes pesadas. Y como hay tanta agua allá en el sur, como los ríos corren y saltan y se salen de madre, como los pantanos se multiplican y los lagos afloran en las hondonadas, el mundo es verde y dorado y todo crece y canta. Tenía que defenderse de los bichos que vuelan y que corren y que caen de las ramas, pero las sandalias le protegían las plantas de los pies y por las mañanas recogía hojas húmedas de tiaulana, las maceraba entre los dedos y se protegía el cuerpo, la cara, el cuello y los brazos con el jugo blanquecino. Comía frutas y huevos del pájaro trompo y a veces del pequeño zedanno que los deja calentándose al sol y se va a picotear larvas a la orilla del agua y sólo vuelve a ellos al atardecer, y tomaba solamente agua que corriera, que no estuviera estancada ni sucia ni espesa. Dormía en las horquetas de los grandes árboles cuando las encontraba, y si no no dormía y marchaba siempre, cada vez más al sur.
Iba remontando un río caudaloso, tratando de no alejarse del curso, caminando hacia las fuentes. A veces el gran río formaba meandros y bañados: parecía, no que viniera de alguna parte, lejos, en el sur, sino que brotara tercamente del suelo. Descansaba cuando la mañana había avanzado y el calor era casi insoportable: limpiaba la tierra alrededor del tronco de algún árbol que tuviera una copa muy alta y no estuviera rodeado de helechos ni de enredaderas y se sentaba ahí, sin apoyar la espalda, con los brazos flojos sobre las rodillas levantadas, el bastón al alcance de la mano, y dormitaba. Pero no siempre cerraba los ojos: a veces miraba el agua o la sombra verde, o vigilaba los animalitos tímidos que se asomaban a las bocas de las madrigueras.
Se dio cuenta muy pronto de que en el sur el aire no era ese espacio inerte que él había conocido en los parques, ni el manto sofocante y perfumado de las alcobas, ni la atmósfera estancada y añeja de los garitos. El aire que respiraba era tan espeso y fértil como la tierra y el agua. La tierra lo sustentaba todo y debajo estaba el agua; pero el agua también subía y cubría la tierra, y el aire, que estaba por encima de las dos, bajaba hasta la tierra enriquecida por el agua, secreta o ruidosa, y un polvo blanco y dorado flotaba y se movía alrededor de las cosas quietas y entre los bichos de alas transparentes y los pájaros voraces que cruzaban sorteando las hojas carnosas. Y esa gozosa fanfarronada se cumplía en todo momento y en todas partes y él estaba obligado a tomar parte en ella.
Una tarde oyó cantar a alguien y otra tarde vio a un hombre ahorcado. Estaba tan cansado cuando empezó a oír el canto que creyó que se había quedado dormido y soñaba. Pero no podía ser: estaba despierto, caminaba, se movía, torpemente pero con un propósito, el de encontrar un lugar seguro para dormir. No soñaba, claro que no: alguien estaba cantando. Quizá fuera un hombre, porque la voz era grave, opaca, casi ronca; pero él estaba seguro de que era una mujer, aunque no sabía por qué. A mí se me ocurre que como Genna le había insinuado que había trabajos de mujeres y que como había sido ella la que cantara para él, pensó que las que cantan en el sur son las mujeres, así como los que bailan son los hombres. No estaba del todo equivocado, les digo yo a ustedes, no, no lo estaba del todo. Se detuvo y escuchó. No era el mejor lugar para detenerse, como que rondaban por ahí esas grandes hormigas blancas y ciegas de las que el norte conoce sólo exageraciones, esos bichos rápidos e insaciables que se alimentan de la madera viva y destruyen las raíces de los árboles y ablandan el suelo hasta convertirlo en una suerte de ceniza que cede con el peso de un ratón, no digamos el de un hombre, pero se detuvo porque más importante que hundirse o no hundirse era escuchar el canto. Y el canto era muy simple, casi una tontería, casi una bobada de ésas que improvisan los chicos que están contentos mientras saltan en un solo pie o caminan por donde no deben:
—Corre el hombre de la lanza, corre, corre —decía el canto.
Y seguía:
—Habla la mujer de la estera, habla y dice.
Hay un chico en la hamaca,
Hay un árbol junto al río,
Hay un pez en la canasta, Y esperamos todavía, y esperamos.
Después hubo un silencio muy largo, y cuando él ya estaba pensando en seguir caminando no sabía si parad buscar a la dueña del canto o un lugar donde dormir, volvió a oírse la voz: hay un chico en la hamaca, hay un árbol junto al río, y así hasta el final. Entonces se quedó quieto mucho tiempo, pero aunque estuvo muy atento, escuchando todos los ruidos del bosque, el canto se había terminado y él siguió su camino y a pesar del cansancio y el sueño no durmió en muchas horas más.
Durante días y días anduvo por la selva húmeda, atento los pequeños y a los grandes peligros, a las necesidades de su cuerpo y a las del mundo desconocido que iba atravesando. Porque si bien trataba de encontrar qué comer cuando tenía hambre y dónde descansar cuando sentía que no podía ir más allá, también hacía lo posible por no cortar ramas jóvenes que le cerraban el paso y por no destruir los vástagos de los grandes árboles o las yemas blanquecinas que asomban en las horquetas, y marchaba cuidadosamente, como si él y la tierra y las cosas que crecían en ella y la atravesaban fueran hermanos que dependieran uno de la vida del otro para poder sobrevivir. Cuando le pesaba la soledad pensaba en Rammsa, en sus hijos, en los hombres que bailaban la danza llamada de las Siete Corazas, y entonces se sentía reconfortado. También pensó algunas veces pero con indiferencia y sin que eso hiciera que cambiara su estado de ánimo, en los hombres y las mujeres del norte, en los salones, los parques, las fiestas, los mármoles y el aire quieto; en el lujo, en los sirvientes, en el oro y en el poder. Y fue así como supo su nombre.
Y anduvo muchos días, no supo cuántos porque no tenía cómo contarlos ni le interesaba hacerlo, y una mañana, abruptamente, el río se deshizo en bañados y los bañados desaparecieron en la tierra y él creyó que el río había terminado. No era así, por supuesto; yo nunca he oído decir que un río desaparezca como un mago de feria o que se termine como una ración de pan. No había desaparecído, y a un día más de marcha sobre la tierra blanda y barrosa que hervía de larvas y de tallos acuáticos, volvió a encontrarlo, sólo que ahora era un hilito de agua, un arroyo que ni lejanamente parecía emparentado con la corriente triunfal que había venido siguiendo. Pero lo siguió también, porque era lo único que tenía si no quería empezar a caminar en círculos sin ir nunca a ninguna parte.
El arroyo venía de un lago. Y en el lago, inmenso como un mar, había una ciudad erigida sobre pilotes de madera verdosa y carcomida por los años y el agua pero más invencible que las piedras más duras. Atados a los pilotes se mecían botes hechos de troncos ahuecados y en los botes había remos pintados de colores, redes, cestas y aparejos. Se quedó un día entero mirando desde lejos la aldea lacustre y al siguiente se adelantó y caminó hasta la orilla del lago, antes que los hombres bajaran a los botes deslizándose por las cuerdas y fueran a pescar. Habló con ellos y habló con las mujeres; y los chicos se acercaron y le tocaron el sayo raído y el cinturón de cuero y se agarraron a su bastón y lo miraron con los ojos muy abiertos.
Ese día los hombres no salieron a pescar. Las gentes de la aldea lacustre le preguntaron cómo se llamaba y él se los dijo. Le ofrecieron comida y le dieron de beber y lo llevaron a una de las casas y le dijeron que podía descansar ahí. También le dijeron que podía quedarse con ellos todo el tiempo que quisiera antes de seguir su camino.
—Te están esperando —dijo una de las mujeres, que se llamaba Selldae—, en otra parte te están esperando.
—Sí —dijo un hombre muy viejo, al que le faltaban los dedos de la mano izquierda—, y saben que vas a ir.
.—¿Adonde? —pregunto el.
—Hmmmmm, allá —dijo el viejo haciendo con la mano sana un gesto que abarcaba el mundo del otro lado del lago—, allá.
—Adonde vayas —le dijo la hermana de Selldae, que se parecía a ella pero era más corpulenta, más pesada, más triste—, allá te van a estar esperando.
—¿Y ustedes? —preguntó—. ¿Ustedes también me estaban esperando?
Le dijeron que sí. Le dijeron que no todo estaba dicho y que el hombre que ha llegado ha de irse, y que el que ha llegado y se ha ido siempre ha de volver, alguna vez.
El hubiera podido preguntar qué significaba eso, o no preguntar y suponer que eran consejas y tradiciones del sur, pero no hizo ninguna de las dos cosas, ahora que conocía su nombre, y aceptó y se quedó, sabiendo, como sabían los habitantes del sur, que tendría que irse y llegar. Estuvo seis días en la población del lago, muchos menos de los que había pasado en la aldea de Rammsa, pero hay que tener en cuenta que ya no estaba enfermo. Durmió en una casita minúscula y muy alta sobre el agua; comió, a veces con las mujeres en una u otra casa, casi siempre en la de la hermana de Selldae, a veces con el viejo de la mano mutilada y sus nietos, a veces con otros hombres; salió a pescar, antes que asomara el sol, con los más jóvenes y con algún viejo que aún tenía fuerzas; ayudó a reparar los techos de algunas casas después de una tormenta y se sumergió en el agua oscura del lago con los pescadores para revisar allá abajo los pilotes plantados en el fondo. Oyó cantar una noche a una jovencita que vivía con Selldae pero que no parecía que fuera una de sus hijas:
—El agua es un cuerpo quemado
Que pasa;
El canto color de la tierra
Preside tu casa y tu vientre
Y no pasa;
No podrás ver el mundo
Que es verde;
La tierra es el cuerpo del hombre
Que vuelve.
Y una tarde salvó a un chiquilín que apenas había empezado a caminar y que había caído al lago desde la plataforma de la casa de su madre, una joven menuda y seria que por las noches se adornaba el pelo con flores amarillas y que tres días después dio a luz a su cuarto hijo. La mujer recibió al chico empapado que berreaba y se le agarraba del cuello y dijo que ella nunca había pensado que iba a ser su hijo uno de los que volvieran de la muerte. El estuvo a punto de decirle que en realidad el chico no había estado muerto, que él lo había alcanzado un segundo antes que se hundiera y se ahogara, pero no le dijo nada y en vez de hablar, que puede ser inútil, pensó que en esas cosas de la muerte un segundo no cuenta para nada y que tal vez el crío estaba realmente muerto, al caer al agua, antes de caer, al nacer, antes de nacer, como todos. Ella tampoco le dijo nada más, no lloró ni le agradeció, y se fue con el chico que seguía llorando a gritos agarrándosele al cuello, dejando una hilera de gotas de agua del lago en las maderas gastadas de la plataforma.
Dejó la población al amanecer del séptimo día. Llevaba una bolsa llena de provisiones, tenía un bastón nuevo, más fuerte, mejor tallado, y un sayo de algodón recién hilado, más corto y más cómodo que el otro. Algunos de los hombres, casi todos para decir la verdad, lo acompañaron en los botes hasta la otra margen del lago:
—Para allá —le indicaron una vez en tierra— quedan las fuentes del río.
—Y para allá —dijo otro— las estribaciones del Drambulnyarad. Y en esa otra dirección los marjales de Nan, y allí has de tener cuidado con las arenas movedizas.
—Bien —dijo él—, adiós —y se detuvo—. ¿Qué es esa música?
—Es la danza número seis —dijo uno de los pescadores—, la que se llama La Lámpara y el Caldero.
Entonces él preguntó:
—¿Cuántas danzas hay?
—Treinta y siete —le contestaron—, hace muchísimo tiempo que hay treinta y siete danzas.
No tomó la dirección del Drambulnyarad ni la de los marjales de Nan, y siguió buscando las fuentes del río. Ahora avanzaba mucho más rápidamente: había aprendido que es bueno seguir las huellas de los grandes roedores, que van despejando y apisonando un sendero casi invisible porque si bien las patas y los dientes dejan la tierra desnuda, también respetan las ramitas tiernas que lo cubren a poca distancia del suelo; que no hay que caminar ni mucho ni muy ligero cuando el sol cae perpendicularmente sobre la tierra ni cuando está muy rojo o muy blanco cerca del horizonte; que hay que beber de día, muy temprano o muy tarde, nunca en mitad de la noche ni a mediodía, y siempre en los lugares en los que la tierra está removida por el paso de muchos animales muy distintos; que hay que caminar primero y comer después, y comer primero, caminar lentamente un muy corto trecho, y dormir después; que se puede caminar mucho y comer poco siempre que se beba bastante; que no es conveniente comer mucho y caminar mucho; y que es peligroso comer mucho y caminar poco.
Al encontrar un claro despejado por el hombre y no por el fuego o el agua o los animales, en una tarde de tormenta, pensó que estaría cerca de algún poblado y decidió descansar allí mismo esa noche y llegar al lugar habitado al día siguiente. Estudió el suelo, eligió un sitio y se sentó. Muy pronto empezaría a caer la lluvia. Hubo un relámpago furioso y antes que llegara el estruendo alcanzó a ver a un hombre que giraba lentamente sobre sí mismo, como para mirarlo, en el otro extremo del claro. A la poca luz que quedaba él también miró al hombre y vio que seguía girando y que vacilaba en el viento. Se puso de pie, se acercó y le habló; pero los pies de ese hombre no tocaban el suelo: estaba colgado del cuello con una cuerda sujeta a una rama no muy alta, tenía los ojos vendados y las muñecas atadas a la espalda; tenía los labios morados, el torso desnudo, y trazado en el pecho con la punta de un cuchillo o de una lanza, un signo que había sangrado cuando aún el ajusticiado estaba vivo. Ahora que él sabía leer en la tierra y en las plantas y hasta en el aire y en el agua, ahora que conocía los olores, y las yemas de los dedos se le habían vuelto tan sensibles como duras y callosas las palmas de las manos, supo que cinco hombres habían traído a ese otro empujándolo y que detrás de ellos venía una mujer; supo que habían luchado un poco, no mucho, con el prisionero, y que lo habían colgado después de marcarlo en el pecho, habían esperado a que muriera, habían pelado mientras tanto algunos frutos y los habían comido, y se habían ido, la mujer adelante, los cinco hombres atrás, esta vez lentamente, tranquilamente todos.
Un hombre muerto debe ser enterrado, en el sur, en el norte y donde sea; en todas partes. Se quedó junto al ahorcado y esperó a que la tierra se ablandara bajo la lluvia y cuando sintió que el barro cedía y que con un pequeño esfuerzo podía hundir los pies, cavó, ayudándose con una rama muerta y una piedra, una tumba al pie del árbol que había servido de horca.
La tormenta pasó, y como una mujer furiosa que rompe gritando los platos y las fuentes que están en la alacena y se va a buscar refugio a casa de su madre o de su hermana mayor, se fue murmurando entre dientes y llorando, y dejó silencio y ramas caídas y charcos y árboles inclinados y la luna allá arriba en el cielo negro.
Y al día siguiente él volvió a caminar pero no encontró ningún poblado, ni al otro tampoco, ni al otro. Comió poco, durmió y bebió y caminó y caminó, y pensó en el hombre ahorcado, en la muerte, en la venganza y en la justicia. No oyó cantar, pero hablando de justicia, estuvo en un tribunal.
El había evitado cuidadosamente las cortes allá en el norte, eso se los digo yo, porque ese hombre que caminaba por el sur verde y rencoroso ya no pensaba en las provincias ricas en las que los jueces son hombres secos que consultan papeles polvorientos antes de inclinarse por la vida o la muerte de un reo del que nada saben, pero aunque las hubiera frecuentado asiduamente, no hubiera podido identificar eso que estaba viendo con un lugar y una ceremonia en las que se decidía lo que era justo y lo que no lo era.
No vio colgaduras de terciopelo negro y violeta ni balaustradas de mármol y bronce, ni uniformes ni togas. No hacía de juez un hombre flaco y bilioso ni un gordo soñoliento y lleno de grasa, sino una mujer de ojos negros que ya no era joven. No había fiscales ni defensores, y mucha gente llegaba a presenciar los juicios. Y había una mujer muy vieja, muy vieja, que llegó transportada en angarillas porque quizá ya no podía caminar una larga distancia entre los árboles y los helechos, sorteando los ríos o atravesando sus puentes, sentada detrás del tocón que hacía de sitial, y que a veces le hablaba a la mujer que impartía justicia, siempre a ella, sin dirigirse nunca a nadie más, y le recordaba casos parecidos o le daba consejos.
Vio absolver a dos hombres y vio condenar a otros dos y a una mujer. Escuchó las risas y vio hacer ruidosamente las paces a un demandado con el demandante, pero también vio llorar y lamentarse y oyó los gemidos y las quejas. La mujer condenada gritó, insultó, e intentó matar a la jueza, y uno de los hombres culpables se sentó en el suelo y lloró.
Él preguntó cómo era posible que no hubiera guardias ni cárceles ni policías.
—¿Cómo se puede no saberlo? —le preguntaron, y él se acordó de los hijos de Rammsa.
Le dijeron que había cárceles y que había quienes eran tan estúpidos corno para escapar o resistirse, pero que ya se sabe lo que le espera a quien no se somete a la justicia de la aldea.
—El juez puede ser una mala persona —le dijeron— y la sentencia puede estar equivocada, pero la justicia es la justicia.
Entonces él habló del ahorcado y alguien dijo que hay crímenes que se castigan con la muerte y que la muerte puede ser lo mejor que le ocurra a una mujer o un hombre.
—Que se lo expulse —le dijeron—, que no encuentre abrigo ni protección en ninguna parte. ¿Te parece que alguien puede sobrevivir, solo, en la selva?
—Yo —dijo él—, yo vengo sobreviviendo.
—Es distinto —le contestaron.
—Y yo enterré al hombre ahorcado —dijo.
—Está bien —le dijeron—, ¿por qué no?
—La compasión no es un crimen —dijo la jueza.
—Y el que llega puede enterrar a un ajusticiado —dijo un hombre—, si ha oído a las mujeres y sabe cuánto dura un instante.
—Claro —dijo él, y les dijo también cómo se llamaba y adonde se dirigía.
Pero no fue al poblado de esa gente. Aceptó algunas provisiones y se despidió de ellos.
—Has de velar por tu hermano —le dijo la mujer muy vieja.
—Adiós —dijo él.
Al otro día hizo mucho calor, tanto que avanzó menos que en los días anteriores y vio cómo se evaporaba el agua de las grandes hojas y cómo se levantaba la niebla del río hasta casi volver opaco el mediodía. Se preguntó cómo era posible que la selva entera no se achicharrara y crujiera bajo el sol blanco, y descansó muchas horas sentado al pie de un árbol gigante, de copa muy tupida.
En cambio en el norte hacía mucho frío, un frío cortan te y maligno que congelaba las narices, las puntas de los dedos, el aliento y el corazón. El Emperador Sebbredel IV, undécimo de la dinastía de los Bbredasoës escuchaba a sus ministros y se sentía cada vez más inquieto. ¿Por qué tenían que pasarle estas cosas a él? ¿Qué clase de inútiles tenía a su servicio? ¿Cómo estos imbéciles no cumplían con su deber? ¿Acaso no se les pagaba espléndidamente para que el Emperador pudiera dormir tranquilo y despertar alegremente, anticipando las fiestas y los torneos, las mujeres bellas y fáciles, alguna aburrida reunión con funcionarios, es cierto, pero también el lujo y las satisfacciones propias de la vida del hombre más poderoso del mundo? ¿Y ahora esto? ¿Ahora resultaba que como en tiempos del abuelo de su abuelo iba a haber que pensar en una expedición punitiva contra las provincias del sur? Ah, no, él no se iba a someter a las incomodidades de la vida militar, no iba a poner en peligro su regia persona para ir a matar, lejos del palacio, de la capital, de la corte, hundido en los pantanos y perseguido por las alimañas a unos cuantos hombrecitos malolientes y revoltosos cuyas mujeres ni siquiera podían considerarse un botín aceptable porque serían tan malolientes como ellos, sin contar con que él había oído decir que todas eran brujas. En una palabra, Sebbredel IV tenía miedo.
Es una suerte que los habitantes del Imperio podamos en estos casos recordar a emperadores valiente y generosos como Atelmaneth III el Rojo, o como Yhsberaduün el Aguilucho, o como Riwner I el fundador de la dinastía de los Vnerádires; o a emperadores valientes y despiadados como Ssulmenit VI, o Biriandirn II, o Dalmaüster el Tormentoso; o a emperadores valientes y locos como el Hurón; o a emperatrices que abandonaron las sedas y las joyas y los halagos de su rango y no dudaron en ponerse al frente de los ejércitos como Ysadellma, o Esseriantha la Bella, o Mitrria, o Dejsjarballa. Es una suerte digo, porque la sola existencia de hombres como Sebbredel IV es una desgracia para el Imperio, y la historia de sus gobiernos plagados de vacilaciones y debilidades y mezquinos egoísmos basta para desilusionar al pueblo, y el pueblo desilusionado es el más difícil de gobernar.
—¿Quién es ese hombre? ¿Cómo se llama? ¿De dónde salió? —preguntó el Emperador.
—Señor, no sabemos —dijo el Ministro del Interior.
—¿Cómo no sabemos, señor ministro, cómo? ¿No tenemos espías acaso? ¿No se gastan dineros del tesoro para que los delatores y provocadores hagan su trabajo y no nos vengan con vaguedades y presunciones? ¿No educamos a jóvenes adecuados para que se confundan con esos malditos rebeldes que ponen en peligro el poder, y nos manden informes detallados de manera que podamos golpear a tiempo?
—Sí, Señor —dijo el Ministro de Finanzas.
—Sí, Señor —dijo el Ministro de Guerra—, pero.
—¿Pero qué? —preguntó el Emperador. El Ministro de Guerra sacó un papel con una larga lista de nombres:
—Señor, nuestros agentes en el sur han callado. Algunos están muertos —se apresuró—, y sabemos perfectamente cómo y cuándo murieron. Rebald'Dizzdan llamado en el sur Ganngraamm por ejemplo, se ahogó hace poco más de cinco meses en el lago Fviagga, cerca del Drambulnyarad, Addroë, llamado el Negro, se despeñó en los Montes de las Hoyas Calientes. Rubvian'Daur murió acuchillado en una pelea hace cuatro meses y medio en la Sierra de las Cinco Cabras. Drrambinia'Sdar, una de nuestras más eficaces espías, fue encontrada muerta, estrangulada, en.
—Basta —dijo el Emperador—. No me interesa.
Hubo un silencio en la gran sala. Los ministros esperaban a que el Emperador los interpelara y el Emperador tamborileaba con los dedos de la mano derecha sobre el brazo del sillón.
—¿Están muertos todos? —preguntó.
—No, Señor —dijo el Ministro del Interior—, pero muchos. Los que quedan nos han hecho saber acerca de esta situación que podría juzgarse como una emergencia.
—¿Quién es ese hombre? —repitió el Emperador.
—No se sabe, Señor —repitieron los ministros.
—¿Qué quiere, qué hace? ¿Incita a la rebelión? ¿Ha declarado la guerra al norte? ¿Aspira a sentarse en el trono? ¿O se lo puede comprar con dinero?
—Parece que se limita, por ahora, a recorrer el país, y que eso solo despierta cierta peligrosa efervescencia.
—¿Pero por qué? ¿Qué dicen esos estúpidos informes?
—Los informes, Señor —dijo el Ministro de Guerra— dicen que un hombre se prepara para levantar el sur contra el trono del Imperio. Los habitantes de las provincias rebeldes lo llaman El Hombre o El Que Llega. Dicen algunos que nació en el sur y creció y vivió solo en medio de la selva, cosa que nos consta que es imposible. Otros sostienen que es originario del norte, y hay quienes hasta aseguran que fue un hombre importante, un noble cercano a la corte. Y agregan que ha tenido muchos nombres, sin duda para confundir el rastro.
—No hay una descripción física, Señor, en la que podamos confiar —intervino el Ministro del Interior—, ni como identificación ni como comparación. Hay quienes dicen que es muy joven y hay quienes dicen que es muy viejo. Parece que es moreno, pero en el sur ya se sabe que toda la gente tiene ese color desagradable. Que tiene ojos claros como los de los hombres del norte, cosa que no es muy creíble, aunque algunos ejemplos se han visto, no lo podemos negar. Que es muy alto y muy delgado, y si Su Excelsa Majestad me lo permite, diré que este último dato quizá sea el único seguro, aunque es inútil, porque toda esa gente del sur se alimenta mal y está llena de enfermedades crónicas y carencias de todo tipo. Por la misma razón opino que no es posible que sea tan alto como se dice.
—¿Dónde está?
—En este momento no se sabe, Señor, pero tenemos aquí documentado su paso por las siguientes poblaciones.
—Qué importan las poblaciones —dijo el Emperador—. Lo que quiero saber es qué piensa hacer ese individuo y con qué fuerzas cuenta.
—Los informes, Señor, son muy vagos e incompletos en esos puntos.
El Emperador tuvo un acceso de furia. Cuando se calmo, y tembloroso y congestionado permitió que sus ministros siguieran hablando, todo lo que pudo averiguar fue que el sur no estaba inquieto sino demasiado tranquilo; que de los miles de espías que el norte había enviado al sur sólo quedaba con vida una media docena, y que esos pocos habían escapado y estaban en la capital, inutilizados por el miedo, embrujados quizá, escondidos, redactando informes y cobrando sueldos; que los habitantes del sur se desplazaban de un poblado a otro con una frecuencia desacostumbrada; que no había un ejército organizado, y que todo el sur repetía una única frase, una contraseña sin duda, que ni siquiera cambiaban todos los días como debe hacerse: No todo está dicho.
—Eso significa la rebelión, no cabe duda —dijo el Ministro de Guerra.
—Ya me he dado cuenta, señor Ministro, no soy un idiota —dijo el Emperador que quizá no fuera tanto como idiota pero que no se había dado cuenta de nada.
Nunca antes el norte había marchado contra el sur sin motivo alguno. Y bien, esta vez lo hizo.
Mientras de la capital salían órdenes hacia todas las guarniciones y todos los campamentos del norte, en las poblaciones del sur se esperaba al hombre que habría de llegar. Si en alguna aldea algún chico preguntaba quién y cómo y por qué y de dónde y para qué, sus padres, o sus abuelos o sus tíos si había perdido a sus padres, le contestaban:
—El que se ha ido ha vuelto.
Los más chicos o los más inocentes seguían preguntando:
—¿Y se va a quedar con nosotros?
Y los mayores sonreían y decían:
—Se ha ido y ha vuelto, y se va y vuelve, y se irá y volverá.
—¿Pero por qué?
—Porque no todo está dicho —le explicaban.
Para cuando el fatuo Emperador se mandaba hacer bellos trajes bordados con los que cubrir su armadura, el hombre que caminaba por el sur verde y caliente y que ya había conocido ciudades lacustres y ciudades arbóreas y subterráneas y secretas, cavadas en los árboles o escondidas detrás de plantas venenosas y hormigueros gigantes, torcía el rumbo casi en el límite al que muy pocos han llegado si es que en verdad alguien llegó alguna vez, y volvía a subir en dirección contraria, y hablaba con los hombres, y las mujeres le hablaban a él, y veía bailar la danza número veintinueve que se llama Antes de Despertar y la número doce que se llama Maestría de la Ignorancia, y la número dos que se llama Complicaciones de una Mano, y la número once que se llama Un Candil No Es Un Cencerro y la número diecisiete que se llama El Paraje y muchas más. Para cuando los ejércitos esperaban y los generales se impacientaban y el Emperador buscaba un pretexto para demorar la partida aunque fuera un día, un solo día más, él llegaba a una aldea silenciosa. No había llovido en muchos días en ese lugar, y todo parecía cubierto de polvo y ceniza. Sólo al entrar en el poblado se dio cuenta de que estaba en una ciudad muerta.
En. el norte, en la capital elegante y rica, en el palacio de • mármol que tenía techos azules translúcidos y cúpulas de cobre y oro, el Emperador Sebbredel IV decía por fin:
—Mañana, mañana al amanecer.
Y en el sur, en el pueblo muerto, un hombre entraba a las casas de madera y paja, espantaba a los carroñeros a golpes de bastón, y herido y cansado, enterraba a los muertos bajo los árboles protectores. En el norte el undécimo gobernante de la casa de los Bbredasoës calzaba la armadura y se ponía encima un traje de terciopelo azul bordado en perlas e hilos de plata, y en el sur ese hombre que llegaba y se iba le daba de beber al único sobreviviente de la peste.
El norte arrojaba flores al paso de los ejércitos imperiales y Sebbredel IV se sentía más y más satisfecho. Es cierto que la armadura era muy pesada e incómoda, pero también es cierto que le daba la reconfortante sensación de ser invulnerable, casi inmortal, como debe ser un emperador amado por su pueblo. ¿Qué pueden hacer unos cuantos desharrapados enfermos y supersticiosos contra el más poderoso ejército que el más poderoso gobernante del más vasto Imperio que el hombre ha conocido guía hacia una indudable victoria? Los vamos a deshacer en la primera acometida, había asegurado el Ministro de Guerra. El Departamento de Recaudaciones va a someter a Su Excelsa Majestad la aprobación de nuevos impuestos para solventar los gastos de la expedición sin necesidad de gravar el tesoro, había dicho el Ministro de Finanzas. Y el Emperador se decía que apenas volvieran iba a conceder nuevos títulos a esos hombres capaces y leales.
Los dos caminantes entraron a mediodía en el poblado y las gentes acudieron a recibirlos. Maannda contó de la peste y de cómo él había vuelto de la muerte. Y esa noche estaban comiendo bajo un alero y frente a ellos se sentaba una mujer del sur, una mujer morena, grande, poderosa, casi vieja, que caminaba muy erguida y hablaba con voz suave:
—Se dice que vienen hombres armados, muchos, desde allá, desde la casa del poder —dijo.
El siguió comiendo, pero Maannda dejó el cuenco en el suelo:
—¿Otra vez?
—¿Cómo otra vez, hombrecito? —dijo la mujer—. ¿Acaso viste alguna vez a los hombres armados del norte?
—Yo no —dijo Maannda—, pero el abuelo de mi abuelo sí los vio.
—Esta vez es distinto —dijo la mujer—, esta vez no vamos a morir sino a pelear, esta vez ha llegado el que tenía que llegar.
Entonces él alzó los ojos y dijo:
—No voy a luchar.
—¿No? —dijo ella.
—¿Cómo podrías no luchar? —preguntó Maannda—. Enterraste a los muertos, oíste a las mujeres, sostuviste el techo de la casa, yo estaba muerto y me trajiste de vuelta.
—No estabas muerto —dijo él.
—Sí que lo estaba —porfió Maannda—, estaba muerto, yo soy quien mejor puede saberlo, ¿no? Y llegaste y te fuiste y rechazaste las armas y olvidaste tus nombres y supiste tu nombre, ¿cómo podrías no luchar?
Y una muchachita muy joven, no tan niña como para canturrear como Genna y no tan vieja como para impartir justicia, se separó de los habitantes de la aldea que los rodeaban, y se acercó adonde él estaba sentado con Maannda y la mujer ciega, y todos se quedaron en silencio y escucharon:
—Pero no todo está dicho —dijo ella— porque las palabras son la sombra y la luz de las cosas y las cosas no son sino que van naciendo y siendo;
Y así cuando falta el pan sólo hay que sentarse a esperar el día de mañana y el día de mañana traerá el pan;
En el corazón del hombre hambriento la desesperanza hunde sus garras y el hombre llora y maldice; Pero no todo está dicho,
Y mal hace el hombre en llorar y maldecir cuando lo justo es que se siente y espere;
Porque como el pan ha de llegar uno que no sabe su nombre y sí sabe que de muchas maneras le llamaron;
Uno al que las mujeres le hablan y le confían los secretos de las mujeres y aun los de la casa y los de la aldea;
Y ése que ha de llegar no depende de nadie ni tiene a nadie ni tiene nada: ha de fabricarse sus sandalias y sus faltriqueras y tejerse sus vestidos y anudarse sus cinturones;
Por eso ha de dársele de comer y de beber y dónde dormir y abrigarse y debe cuidárselo de los peligros de la soledad;
Y partirá siempre ése que ha de llegar, porque no hay llegada ni arribo que no sea completo y verdadero si no hay partida y abandono;
Pero no todo está dicho porque se parte y se llega y se vuelve a partir;
Y el que llega andará sin armas y las rechazará aunque las fabriquen y las adornen para él;
Y será ése que ha de llegar el que asegure los techos y los cimientos de tu casa, el que traiga de la muerte y la profundidad a los que están a punto de partir, el que vea tu ciudad y tu casa porque puede ver el mundo, el que nada sepa y lo sepa todo, el que desde el corazón de tu tierra se levante y por todos sea visto tal como es;
Pero no todo está dicho porque al día sucede la noche y el hombre sabio duerme hasta que se levanta el sol;
Pero el hombre valiente permanece con los ojos abiertos y vela por su hermano;
Y la mujer que dirige tu casa y las hijas que te ha dado, que saben más que tu cabeza, tu corazón y tu vientre, aceptan la noche y la someten y así la noche trabaja en tu provecho y en el de tu pueblo;
Pero el que ha de llegar es el que se levanta contra la noche y le dice: Atrás;
Por eso viene la muerte y hace su trabajo como un buen trabajador en procura de su paga;
Pero no todo está dicho porque ausencia y presencia no son cosas opuestas sino una misma y sola cosa;
Porque así como un instante no deja nunca de transcurrir aunque parezca que el tiempo es una sucesión de instantes, del mismo modo un hombre no se va nunca aunque parezca que se ha alejado: ¿adonde podría ir?, ¿cuándo?;
No, no todo está dicho porque se ha ido y ha vuelto y se va y vuelve y se irá y volverá;
Por eso cuando te sientes en la cocina de tu casa has de preguntarle a tu mujer y ella te dirá que abras los ojos por el día y los cierres por la noche, que eso es lo más útil porque el que ha llegado y se ha ido, ése ha de volver;
No, no todo está dicho.
La muchachita retrocedió y fue a sentarse junto a su madre, y la mujer ciega dijo:
—Dentro de setenta días llegarán al sur.
Y él dijo:
—Vamos a descansar.
Mientras el Emperador se abanicaba en su tienda, una partida se internó en los primeros bosques del mundo verde que es el sur. Pero el sur estaba desierto, vacío, solo, silencioso. Y, hay que confesarlo, eso atemorizó a los soldados, más que si hubieran encontrado patrullas, emboscadas, resistencias y lucha. Un soldado espera la muerte; podrá temerle o no, pero la espera. Si se le cambia de pronto la muerte por la quietud y el silencio, su orgullo de guerrero ya no tiene razón de ser y él se convierte en un pobre hombre asustado al que le han puesto el uniforme de las fuerzas del Imperio.
—Mi opinión es que han huido, Señor —dijo el General Vordoess'Dan.
El General se había pasado la vida sentado a un escritorio. A los veinte años le habían adjudicado el primero, una mesita estrecha y temblequeante, de madera ordinaria, en una habitación que compartía con otros tenientitos. A los cincuenta era General y el escritorio vulgar, incómodo y angosto, se había convertido en un mueble inmenso de madera olorosa incrustada en nácar que ocupaba casi todo el despacho y no le permitía ver del mundo más que la pila de planillas que le ponían delante todas las mañanas y que se llevaban a la tarde cuando sus ayudantes terminaban de revisarlas y clasificarlas. Había llegado a General del Imperio porque era miembro de una familia noble y rica y porque su hermana menor se había casado con el hermano menor del Emperador.
—Han huido —repitió—. Atemorizados —agregó con una sonrisa complacida.
El Emperador también sonrió. Creo que fue la última sonrisa de su vida. Ni siquiera se hizo poner la armadura que en ese clima era doblemente incómoda, doblemente pesada, y sumamente calurosa. Eso sí, vistió un traje de seda amarilla con orlas negras en las que brillaban flores de ópalo, y se puso un sombrero de plumas amarillas para proteger del sol su ilustre cabeza. Salió de la tienda y los oficiales y los soldados lo vitorearon, conmovidos por su aparición y porque el General había dado orden de que se vitoreara al soberano cada vez que saliera de la tienda. Y cuando se acalló el clamor, Sebbredel IV ordenó que el ejército avanzara y el ejército avanzó.
Permítanme que les diga, queridos amigos, que eso no fue una batalla. Fue una masacre, una carnicería, un degolladero, una fiesta de sangre. Los soldados del norte no estaban entrenados para luchar en la selva desconocida, y si bien vitoreaban al Emperador cuando se les ordenaba que lo hicieran, no estaban dispuestos a defenderlo y ni siquiera a obedecerle. Los hombres y las mujeres del sur no eran precisamente un ejército, pero conocían la selva, el agua, la tierra, las hojas de la hierba y de los árboles, las raíces, los frutos y el viento, y estaban dispuestos a dar la vida si el que habían esperado y estaba allí luchaba con ellos. En pocas horas, créanme lo que les digo, en pocas horas el sur había vencido al norte y El Que Había Llegado clavaba en una lanza la cabeza del Emperador y la levantaba sobre los muertos y los vivos. De la cabeza del General Vordoess'Dan no vale la pena hablar porque se perdió y si no se hubiera perdido dudo que hubiera merecido el honor de una lanza que la sostuviera.
Los hombres y las mujeres volvieron a sus aldeas y ellas iban cantando:
—Un tejón se burló del cazador,
Un dibris bailó con una araña,
Una mosca se ahogó en un hormiguero,
Un gusano salió a pescar en bote,
Y un tonto se rió y lloró después. Pero no todo estaba dicho porque los hombres del sur verde bailaban ahora treinta y ocho danzas y la última se llamaba El Pórtico, y porque en la frontera que separa al sur del norte se levantó un campamento y allí esperaron más de un centenar de hombres y mujeres y entre ellos estaban El Que Había Llegado, Maannda, la mujer ciega, Rammsa y algunas otras gentes que habían querido quedarse o a quienes él les había pedido que se quedaran.
Y muchos días después los emisarios venidos del norte se sentaron en las esteras en medio del campamento, escucharon en silencio y aceptaron. No tuvieron más remedio que aceptar: el Imperio no tenía ejército, no tenía Emperador porque la esposa y los hijos y los hermanos de Sebbredel IV, que eran tan fatuos como él, tan inútiles como sus ministros, tan estultos como el General Vordoess'Dan habían huido de la capital; no tenía fuerzas, no tenía esperanzas, no tenía nada.
Fue la única vez que el trono de oro del más grande Imperio se apoyó en la tierra y no en el mármol. Y El Que Había Llegado se sentó en él y Rammsa puso sobre su cabeza una corona de hojas verdes y así fue coronado Emperador y desde allí gobernó el Imperio con su nombre verdadero.
Y eso es todo, buenas gentes, eso es todo. Yo les agradezco que me hayan escuchado con tanta atención y paciencia, pero lo que queda por decir no le corresponde a un contador de cuentos. Todos sabemos lo que pasó en esos años, por otra parte; y si increíblemente alguien no lo sabe, puede consultar los libros de historia y maravillarse frente a las viejas páginas. Pero como nunca está todo dicho, la tentación es muy grande, y yo podría decirles a ustedes, antes que volvamos a nuestras casas a darnos un baño caliente, ponernos las pantuflas y sentarnos frente al fuego, que él se fue un día porque el que ha llegado ha de irse. Que caminó por el mundo verde llevando de la mano al bisnieto mayor de Rammsa, que junto a los primeros grandes árboles soltó al niño y le dijo que volviera corriendo a su casa, y que siguió caminando y se fue. Que caminó hacia la selva y no volvió más. Pero para consuelo y meditación de los hombres justos y las mujeres prudentes yo les voy a recordar a ustedes que es cierto, que tal como dice el sur caliente, verde, áspero y húmedo, no, no todo está dicho.
La vieja ruta del incienso
—Soy huérfano —había dicho El Gato.
—¿Y qué? ¿Ésa es una razón para que te aceptemos? —había preguntado el viejo Z’Ydagg casi sin mirarlo.
—Quiero decir que soy dueño de mí mismo —había insistido el muchacho—. Nadie va a venir a reclamarte nada. Y no soy ni un vago ni un inútil. He desempeñado muchos oficios, pero lo que más me gusta es viajar. ¿Y de qué otra manera puede viajar un pobre si no es trabajando?
—Has de hablar con el jefe, el señor Bolbaumis —había dicho el viejo.
—Ya te he dicho, viejo, que no me llames señor —había interrumpido el gordo— ¿Qué soy yo? ¿Un sujeto delicado, vestido de terciopelo, cargado de joyas? ¿Un inútil que sólo sabe bailar en los salones y dormir hasta mediodía? ¿Un parásito que vive del trabajo de los demás? ¿Eh? ¿Soy algo de eso? ¿Eh? No, no soy nada de eso. Soy un honesto trabajador, un pobre hombre que suda y se afana para obtener, ay de mí, unas pocas monedas que apenas le alcanzan para dar de comer a sus hijos.
La cuestión es que El Gato se incorporó a la caravana porque en cuanto Bolbaumis supo que el muchacho no reclamaba paga alguna y se conformaba con el sustento, lo aceptó. Cierto que era flaco, demasiado flaco, y que tal vez no tuviera fuerzas suficientes para el duro trabajo de una caravana; pero cierto también que si estaba tan flaco era porque comía poco. El gordo jefe lo aceptó además por otra razón: porque vio una mirada complacida en los ojos del veintero. No dejó de preguntarse qué habría visto el viejo Z’Ydagg en ese proyecto de hombre, pero no era la primera vez que el viejo iba de veintero en una de sus caravanas y Bolbaumis había aprendido a respetarlo y a confiar en él. Y hay que decir que el obeso negociante respetaba a muy pocas personas y confiaba aun en menos.
—¿Cuál es tu nombre? —había preguntado Bolbaumis.
—Gennän —había dicho el chico.
—No sé para qué cargo con él —había suspirado el gordo sin dirigirse a nadie en especial pero rezongándole en realidad a Z’Ydagg —, no sé. Soy generoso, eso es lo que pasa. Me da lástima, sí señor, me da lástima. Un pobre muchacho abandonado y solo, sin padre que lo aconseje, sin madre que lo proteja. Por eso cargo con él, aunque es evidente que voy a ir a pura pérdida. Debilucho, pálido, hambriento, más ojos que seso y hocico redondo, ay, más parece un gato de albañal que un hombre.
Y así fue como le llamaron El Gato.
La caravana partió hacia el este en una mañana de primavera, y hasta que salieron de la ciudad el gordo Bolbaumis marchó a la cabeza de la larga columna. Detrás de él iban cinco hombres armados. Y más atrás los mercaderes, solos o con un socio, o con sirvientes y empleados. Y al fin el cocinero con sus dos ayudantes, y los cargadores y los peones. Pero dejaron la ciudad y marcharon por el campo y el campo se convirtió en montes y los montes bajaron al desierto y Bolbaumis montó su jaca y entregó el mando a Z’dagg.
Lo primero que hizo el viejo fue sacar del paso a los hombres de armas: les dijo que no los necesitaba y que sería mejor que marcharan alrededor o detrás del jefe. Después, mientras andaban por un sendero que se iba haciendo cada vez más borroso y polvoriento, repasaba el orden en el que iban y meneaba la cabeza con fastidio mientras reflexionaba que los comerciantes saben mucho de comercio pero no saben nada del desierto, y que él en cambio sabe mucho del desierto, y que si bien él no tiene por qué, a su edad, empezar a aprender nada sobre el comercio, a esos hombres de negocios a los que él guía les convendría aprender algo acerca del desierto. Y una vez que hubo concluido satisfactoriamente con estos pensamientos, se dedicó a poner un poco de orden, del orden verdadero, en la confusión de hombres, animales y vehículos que lo seguía; un poco nada más, porque mucho no se puede hacer mientras se va marchando y se tiene que vigilar tanta cosa y además mantener el rumbo adecuado.
Pero esa noche, cuando acamparon ya en pleno desierto, el viejo Z’Ydagg informó a todos de las disposiciones que había tomado y todos, por supuesto, estuvieron de acuerdo. Las cosas, cuando al día siguiente reiniciaran la marcha, serían así: él a la cabeza porque él era el veintero (hay que ver que hay veinteros que prefieren marchar a la zaga de la caravana, y otros que se mezclan con la gente, y hasta hay algunos que suben a caballos o a vehículos; pero el viejo Z’Ydagg siempre iba adelante como a él le constaba que habían hecho invariablemente desde que el mundo era mundo, los mejores de su oficio), sin hombres de armas ya que nunca los había necesitado y por qué iba a necesitarlos ahora. Inmediatamente detrás de él iría la señora Assyi'Duzmaül, con sus empleados y sus sirvientes. ¿Por qué ella? No porque fuera mujer; no porque fuera bella o joven o apetecible, que no lo era. Y aunque lo hubiera sido, al viejo qué le importaba eso. ¿Por qué ella entonces? ¿Por qué no el señor Pfalbuss, amable anciano conocido desde hacía mucho por el veintero? ¿Por qué? Si alguien se lo hubiera preguntado a Z’Ydagg, y no es que a nadie se le ocurriera jamás la rara idea de cuestionarle a un veintero las disposiciones que hubiera tomado, a menos que fuera tan loco como para arriesgarse a ser expulsado de una caravana y quedar solo y sin guía en el desierto, si alguien se lo hubiera preguntado, el viejo sólo hubiera dicho:
—Porque sí.
No era porque sí, sin embargo. Era que la mujer lo inquietaba. Él no la conocía, pero eso no quería decir nada: ni un hombre que conoce los rumbos puede saber de cuanto comerciante anda por los caminos del Imperio. Y ella decía ser comerciante en sedas. Podía ser, ¿por qué no? Podía no ser, porque prestaba más atención a las personas que a los bultos señalados con su marca. También decía que viajaba esta vez con su mercancía porque tenía la sospecha, casi la seguridad, de que algunos de sus empleados la estaban robando, y eso también podía ser, ¿por qué no? Así se explicaría su vigilancia constante. Pero hay que ver que hay medios más eficaces para descubrir ladrones que meterse en una caravana que emprende un camino largo y fatigoso y casi no comer ni dormir con tal de no sacar los ojos de lo que pasa alrededor de uno. Y no le gustaba el nombre de la comerciante; era un nombre muy complicado. El viejo hubiera apostado un dedo, de su mano izquierda, eso sí, pero uno de sus propios dedos, a que era un nombre falso. De modo que la señora Assyi'Duzmaül, comerciante en sedas, iría justo detrás de él. Después algunos otros mercaderes, dos o tres, le daba lo mismo, con su personal. El gordo Bolbaumis con sus soldadotes, los demás comerciantes, el cocinero y sus bártulos y sus ayudantes, y al último los cargadores. Pero un momento, ¿y El Gato? ¿Dónde metería a ese muchachito insolente e inquieto? Bah, que fuera donde quisiera, con los mercaderes o con los soldados o con la señora, eso es, así no molestaría y tendría auditorio para contar su orfandad y los trabajos raros que decía que había hecho tejiendo alfombras y asistiendo a un prestidigitador y pescando perlas y todas esas fantasías.
El viejo veintero dormía con un solo ojo, eso creía él, y era casi cierto, como que si algo pasaba en la caravana, o al primer atisbo de luz si había sido una noche tranquila, se ponía de pie, recorría el campamento y se iba a desayunar con el que hubiera estado de guardia la última parte de la noche. Sólo entonces, cuando ya tenía un pedazo de galleta y un trago de agua en el estómago, ponía las manos alrededor de la boca y gritaba el alerta. Pero ese día, antes de que amaneciera, lo despertó el olor del café recién hecho:
—Qué significa esto —preguntó.
—Café —dijo El Gato.
—Te pregunto por qué demonios estás haciendo café a esta hora.
—Porque tengo ganas de tomar café —dijo El Gato.
—Mocoso insolente —dijo el veintero.
—Está rico —dijo El Gato y le alcanzó un jarro.
El viejo estaba tan asombrado que empezó a tomarlo despacito, y realmente estaba muy bueno: caliente, amargo y espeso.
—¿Te conté que una vez fui ayudante de cafetería en palacio durante una semana? —dijo El Gato muy serio.
—Ya me has contado demasiadas mentiras —dijo el veintero.
—Pero sí, en serio.
—Si te llega a ver la Guardia Imperial a diez cuadras del palacio con esa facha de vagabundo, te echa a escobazos —dijo el viejo que ya no estaba furioso.
—Te voy a contar cómo fue —dijo El Gato.
—No me vas a contar nada. Y te vas ahora mismo a llamar al guardia de la noche.
—Le dije que podía irse a dormir.
El viejo se atragantó y tosió:
—¿Le dijiste qué? —aulló cuando pudo volver a respirar.
—Qué es lo que pasa —dijo lar señora Assyi'Duzmaül.
—¡A tomar café, querida señora! —dijo El Gato.
—Vamos a aclarar una cosa —dijo el viejo mientras la mujerona tomaba muy despacio su café.
—Eso, aclaremos, aclaremos —dijo El Gato aplaudiendo.
Z’Ydagg se quedó un momento en silencio, pensando. Un veintero no se enoja, no grita, no se acalora, no se ahoga con café caliente. Un hombre al que le pasan esas cosas sólo porque ha tropezado con algo imprevisto, no sirve para veintero. ¿Me estaré poniendo demasiado viejo?, pensó. Tonterías: en las desmesuradas rutas de los desiertos la edad no es inconveniente, al contrario. Toda una vida de disciplina del cuerpo y de la mente da sus frutos precisamente en la vejez. Tonterías, claro: había sido un mal momento. Había sido ese muchachito estúpido el que lo había sacado de quicio. Y sin embargo le gustaba el chico; le había gustado desde el momento en que lo vio acercarse a la caravana en formación: torpe pero decidido, un pícaro, sin duda, pero el viejo creía ver algo de honesto y generoso en la cara cómica. Eso, era eso, era porque le gustaba. Si el mocoso no fuera tan simpático hasta cuando se ponía fanfarrón, él lo hubiera puesto en vereda desde el primer momento y entonces no hubiera habido ninguna posibilidad de encontrárselo levantado antes que él preparando café. Un café tan bueno, por otra parte.
—Aquí hay una sola persona que da órdenes —dijo el viejo.
—El señor Z’Ydagg , veintero de la caravana del señor Bolbaumis —dijo El Gato.
—Exactamente. No era eso lo que quería aclarar, que no hace falta. Era esto otro: yo doy todas las órdenes. Todas, ¿entendiste?
—Sí, señor.
—Todas quiere decir todas: las importantes y las que no lo son. Nadie puede levantarse antes que yo y hacer café sin que yo se lo haya ordenado, por ejemplo.
—¿Qué? ¿No puedo?
—No.
—¿No te gustó el café que hice?
—No es ésa la cuestión.
—Está bien, padrecito, no te vuelvas a ofender.
El viejo sintió ira, por segunda vez esa mañana, pero consiguió mantenerse tranquilo:
—Y no vamos a hablar del asunto del guardia —dijo—
porque si hablamos los entierro en la arena a los dos con sólo la nariz al aire y nos vamos y los dejamos para que los seque el sol y se los coman las hormigas. Que es exactamente lo que te voy a hacer la próxima vez que des un solo paso sin mi permiso.
El Gato se rió:
—Sí, padrecito, te prometo que voy a ser bueno.
Y no me llames padrecito, pensó el viejo, pero no lo dijo. Miró a la comerciante en sedas y vio que ella lo estaba mirando.
—No tengas cuidado —dijo la mujer—, yo no te voy a desobedecer. Sé lo que es una caravana.
Sí, lo sabe, se dijo el viejo que olía las mentiras a cien leguas de distancia, claro que lo sabe. Y se alejó unos pasos y lanzó el grito de alerta.
El Gato no volvió a hacer nada que no se le hubiera ordenado. Tampoco se puede decir que se quedara muy quieto o muy tranquilo, pero por lo menos no provocó enojos, ni en el veintero ni en nadie. Hasta se ganó el re conocimiento del cocinero y ya se sabe que los cocineros de las caravanas son seres quisquillosos y susceptibles, difíciles de manejar y casi siempre inclinados al mal humor. A éste, que se llamaba Nonne, le disgustaba hacer café. Es decir, le gustaba hacer café pero café de verdad, un café refinado, de ése que sale de las espitas de los aparatos de vidrio y cobre calentados lentamente y con arte, y no el café apresurado que se hace sobre las brasas en un pozo cavado en el suelo seco barrido por el viento que corre al amanecer en el desierto. A Nonne le gustaba cocinar para las caravanas, sacar el todo de la casi nada, arreglárselas para que la carne salada se convirtiera en un manjar dulce y tierno, con un regusto picante. Le gustaba hacer de los granos secos una pasta suave y cremosa, despertar el asombro de los viajeros con sólo algunas raíces fibrosas y hojas que hubieran sido amargas si él no las hubiera aderezado con sabiduría. Hasta podía hacer un buen té con el agua escasa de los pozos o el agua revenida de las cantimploras. ¿Pero café? Eso no. Valía la pena hacer café en la ciudad, en los pueblos, en las casas en las que la gente vive permanentemente, no en el desierto, andando siempre. Así que después de esa primera mañana, Nonne pensó y pensó y finalmente habló con el veintero y Z’Ydagg le dijo que bueno, que estaba bien, que no veía ningún inconveniente, y que incluso sería una ventaja darle algún trabajo fijo al chico y no tenerlo de aquí para allá llamándolo por alguna pequeña tarea que los hombres no querían hacer. Y de allí en adelante, El Gato fue el encargado de preparar el café.
También hacía otras cosas. Cantar, por ejemplo. Y fue él el que descubrió que uno de los hombres de armas de Bolbaumis tañía el serel.
—Eso qué es —preguntó.
—Quieto, chico —dijo el soldado.
—¿Es un arma?
El hombre no contestó.
—Tiene una forma rara para ser un arma —dijo El Gato.
—Te dije que te quedaras quieto.
—Apuesto a que adentro hay un serel.
El hombre se detuvo y lo miró:
—No te metas en lo que no te importa.
—Está bien, está bien, no es para tanto —y se fue adelantando hasta quedar junto a la señora Assyi'Duzmaül.
—¿Por qué no te acompaña en el viaje alguno de tus hijos, señora? —preguntó.
—¿Y quién te ha dicho que yo tengo hijos? —dijo ella.
—Nadie. Pero me imagino. Las señoras suelen tener hijos, ¿no?
—Ah, sí —dijo la mujer y se quedó un momento callada—. Pues sí —siguió— tengo siete hijos. Pero están muy ocupados, los mayores trabajando y los pequeños estudiando. Y además no veo por qué voy a necesitar que alguien me acompañe cuando viajo.
Después de un rato lo miró y le dijo:
—Esta noche te voy a dar una de mis bolsas de dormir. Tengo varias, muy abrigadas. Y anoche tuviste frío.
Pero esta mujer no duerme nunca, pensó el viejo Z’Ydagg que los oía. ¿Y cómo sabe que el chico tuvo frío?
Esa noche el muchacho durmió en una rica bolsa de plumón, abrigada y cómoda. Y a la noche siguiente cantó.
Tenía una bella voz de tenor, no muy poderosa; una voz dulce que subía v bajaba con facilidad, y cantaba canciones sentimentales y picarescas. Fue entonces cuando el hombre de Bolbaumis abrió la bolsa de forma rara, sacó el serel, tensó las cuerdas, ajustó una, dos llaves de marfil y tocó unos acordes. Bolbaumis lo miró asombrado: uno de sus guardias tocando un serel, pero habráse visto. El soldado afinó el instrumento, le arrancó una cascada de notas y empezó a acompañar la canción del Gato. Todos los demás los rodearon y escucharon y alguien empezó a balancearse al compás de la música y alguien palmoteo, y terminaron llevando el ritmo con los pies y con las cabezas y batiendo palmas y riendo hasta que el viejo dijo que era hora de descansar.
A la noche siguiente El Gato volvió a cantar y el soldado lo acompañó tañendo el serel y hasta cantó a dúo algunas estrofas con el chico.
—Nunca viajé en una caravana tan alegre —dijo uno de los mercaderes.
—He estado en algunas en las que todos parecían sordos y mudos de nacimiento —dijo Pfalbuss— y donde tiempo nos faltaba en cuanto empezaba a oscurecer para echarnos a dormir.
—Dónde se ha visto —dijo otro comerciante— que el veintero tenga que llamarnos a descansar, como a críos.
—Más parece una fiesta que una caravana —dijo otro.
—Para fiestas estamos —dijo uno de los más jóvenes.
—Pongámonos serios —dijo El Gato—. Que alguien cuente una historia triste triste —y miró a la mujerona que comerciaba en sedas.
—Yo no sé historias —dijo ella—. Sólo me ocupo de mis negocios.
—Padrecito —dijo El Gato—. ¿no nos contarías una historia triste, muy triste?
—Para tristezas basta con las que nos esperan —dijo uno de los mercaderes que se llamaba Nayidemoub.
—Todavía hay esperanzas —dijo otro.
—Louwantes fue un buen Emperador —suspiró Bolbaumis.
—Ay, sí —dijo Nayidemoub—, pero si el sobrino sube al trono, va a ser una desgracia.
—¿Quién dijo? —preguntó otro—. A lo mejor también él llega a ser un buen emperador.
—¡Ja! —hizo el gordo Bolbaumis.
—A lo mejor —insistió el mercader—, ¿por qué no? No se puede saber cómo va a ser un hombre.
—¡Ja! —volvió a hacer el gordo.
—Y en una de ésas —dijo el mercader—, ni siquiera llega al trono.
—Ojalá no llegue —dijo Nayidemoub.
—A descansar —dijo el viejo Z’Ydagg.
El sol los castigó duramente a lo largo de todo el día siguiente. Y la sed también porque como el próximo pozo estaba muy lejos, el viejo dio orden de racionar el agua. Hasta El Gato parecía desanimado. La señora Assyi'Duzmaül no dejaba de mirarlo, y después del mediodía lo llamó:
—Yo no tengo sed —le dijo—, nada de sed: cuando podamos beber, te voy a dar mi ración.
—Oh, no, no —dijo El Gato.
Pero la mujer insistió. Puede ser que El Gato le recuerde a uno de sus siete hijos, pensó el veintero, y puede ser que no. ¿Qué querrá una mujer vieja como ella, bueno, no tan vieja pero con edad suficiente como para ser su madre, qué querrá con el chico?, se preguntaba. Porque es un chico, una criatura casi, todavía ni ha terminado de cambiar la voz. ¿Querrá comprarlo para su cama? ¿Se dejará comprar él? No, vamos, cómo se va a dejar comprar por ese esperpento un chico que cuando quiera va a tener todas las mujeres que se le antoje, vamos. ¿Pero y si ella le ofrece mucho, muchísimo dinero? ¿Cuánto dinero hará falta? No me gusta esa mujer; no le tengo confianza.
Al fin llegó la noche y corrió el viento frío que venía de los picos del norte y los animales agacharon los pescuezos y se apelotonaron en un rincón del corral para protegerse, y los hombres se sentaron alrededor del fuego, comieron y bebieron y tomaron café y el soldado de Bolbaumis puso la mano sobre la bolsa del serel.
—No me gusta el desierto —decía uno de los mercaderes.
—¿Y a quién le gusta? —dijo otro—. A nadie le gusta.
—Al padrecito Z’Ydagg sí le gusta —dijo El Gato—. A él sí. A él le gusta todo, ¿no es cierto, padrecito?
—El mundo es como es —dijo el viejo.
—¿Por qué? —dijo El Gato.
—Silencio, muchacho —dijo Bolbaumis—, no preguntes estupideces.
—No es una estupidez —dijo la mujer—, es una sabia pregunta. Y yo te la contesto, hijo: el mundo es como es gracias a la locura de los hombres.
—Puede ser —dijo Nayidemoub—, pero hay que reconocer que también han hecho cosas buenas, los hombres.
—Ella no dijo insensatez —dijo El Gato—, ella dijo locura. Y la locura puede hacer cosas malas y cosas buenas.
—A ver, pichón de filósofo —dijo Bolbaumis—, ¿hay más café?
—Enseguida preparo más, jefe —dijo el chico—. Pero, padrecito, al desierto no lo hicieron los hombres.
—Ah, no —dijo el viejo.
—Quién hizo el desierto, padrecito, a ver, quién.
—Ya venía con el mundo —dijo el veintero.
—Y quién hizo el mundo —preguntó El Gato.
—Es una larga historia.
El soldado retiró la mano que había tenido apoyada en la bolsa del serel.
—Antes del mundo no había nada —dijo Z’Ydagg
—¿Estaba muy oscuro y daba mucho miedo? —preguntó El Gato.
—No estaba oscuro porque no había nada, y si no había nada tampoco había oscuridad, muchacho tonto —dijo el viejo—. Y no había quien tuviera miedo. Tampoco había silencio por eso mismo, porque no había nada, ni silencio. Y como no había silencio, se oían todos los ruidos y todos los sonidos que no habían empezado a sonar. Y como no había oscuridad se veían todas las cosas que no habían empezado a existir. Fue por eso, porque no había nada, que estaba ahí sin ser, todo lo que iba a haber en el mundo cuando hubiera mundo.
El Gato servía café:
—Cuánta sabiduría, padrecito —dijo—. ¿Nos vas a contar cómo fue que todo empezó a ser?
Se está burlando de mí, pensó el viejo. ¿O no? ¿O me estoy volviendo susceptible como un cocinero, como una vieja que teje detrás de la ventana entornada?
—Es muy fácil —dijo en voz alta—: todo lo que se veía y todo lo que se oía porque no había ni oscuridad ni silencio, estaba muy junto porque como antes del mundo no había nada, pues tampoco había espacio. Y como no había tiempo, todo se atraía y se pegaba y se fundía, y así como una rueda multicolor en un puesto de feria gira y gira y con todos esos colores forma el blanco, así todo lo que se juntó antes que el mundo fuera, formó un ojo.
—¿De qué color era el ojo? —preguntó El Gato que se había sentado frente al viejo.
—No tenía ningún color porque los tenía todos —dijo el veintero—. Era un ojo redondo, de vidrio muy grueso, y tenía alrededor un solo párpado negro, redondo, duro y opaco. Y de ese ojo salió una motita de polvo que se agrandó y se agrandó y entonces el ojo vio cómo ese pedacito de polvo se convertía en una casa.
Silbó el viento de la noche en el desierto y los hombres se acercaron un poco más para escuchar a Z’Ydagg.
—Era una casa de madera oscura, con muchas piezas y una galería —dijo el viejo—, y en cada pieza había un hombre pero en la galería había una mujer. Y la casa se llamaba "saloon".
—¿Saloon? —dijo El Gato.
—No interrumpas, mocoso —dijo Bolbaumis.
—Ahora, cuando esa casa llamada saloon estuvo completa, con los hombres y la mujer y todos los muebles, salió otra motita de polvo del ojo y se agrandó y se agrandó y fue otra casa.
—¿Y esa casa cómo se llamaba? —preguntó Bolbaumis.
—No interrumpas, gordo —dijo El Gato riéndose.
—La segunda casa se llamaba "la carga de la brigada ligera" —dijo el viejo— y también tenía muchas piezas pero había allí muchos hombres y muchas mujeres. Ninguna tan bella como la mujer de la casa llamada saloon, eso sí. Era tan hermosa que los hombres de la casa que se llamaba la carga de la brigada ligera la miraba una vez y ya no podían dejar de pensar en ella y soñaban con ella día y noche. Pero hubo uno de ellos que estaba tan profundamente enamorado de la mujer bella que quiso robarla. Ese hombre se llamaba Kirdaglass y como no sabía cómo se llamaría en realidad la mujer, la llamó para sí Marillín. Kirdaglass construyó un barco y navegó por los aires y fue en busca de la mujer que él llamaba Marillín y la robó y volvió a su casa llevándola con él. Entonces los hombres de la casa llamada saloon construyeron mil barcos y para afrentar a sus enemigos les pusieron los nombres de las mujeres de la casa llamada la carga de la brigada ligera y pintaron esos nombres con letras brillantes en las proas redondas de cada embarcación: Marlenditrij, Betedeivis, Martincarol, Meripícfor, Avagarner, Tedabara, Loretaiún, Briyibardo, Jedilamar, y así hasta mil. Con esos barcos que llevaban los nombres de las mujeres de los enemigos, los hombres de la casa llamada saloon navegaron por el aire hasta la casa llamada la carga de la brigada ligera para rescatar a la mujer llamada Marillín raptada por el hombre que la amaba tanto. Entre los que navegaron en los mil barcos había uno muy valiente que se llamaba Alendelón y uno muy astuto que se llamaba Clargueibl y otro llamado Yeimsdín que era el que más deseaba rescatar a la mujer muy bella. Con esos mil barcos cruzaron los aires y pusieron sitio a la casa del raptor. Pero como ahora ya existía el tiempo porque existían las casas y los hombres y las mujeres y los barcos, veinte años duró el sitio. Y durante veinte anos lucharon los hombres de las dos casas. El jefe de la casa llamada la carga de la brigada ligera, cuyo nombre era Orsonuéls que quiere decir "el gran oso", organizo la defensa y dijo que si uno de sus hijos había raptado a una mujer, pues que entonces esa mujer le pertenecía por haber sido él tan valiente y atrevido. Entonces Alendelón retó a duelo a Kirdaglass pero él estaba en la cama gozando con la mujer llamada Marillín y no se molestó en ir a pelear. Los otros sí, siguieron peleando y matándose unos a otros hasta que ya casi no quedaban hombres en ninguno de los dos bandos. Mientras tanto, otras motilas de polvo habían ido saliendo del ojo y se habían convertido en otras tantas casas con sus hombres y sus mujeres adentro. Una de las casas se llamaba "dosmiluno" y otra "rosa de abolengo" y otra "a la hora señalada" y otra "el muelle de las brumas" y otra "rashomon" y otra "puerta de lilas" y otra "el año pasado en marienbad" y otra "la i hora del lobo", y así muchísimas más. Cuando estaban a punto de cumplirse veinte años desde que se había iniciado el sitio, Kirdaglass bajó por fin a pelear y Yangabén, el mejor amigo de Alendelón, lo mató con una flecha envenenada. Entonces Marillín se casó con otro hijo de Orsonuéls llamado Yonyilber, pero poco tiempo después, gracias a una treta ideada por el astuto Clargueibl que hizo construir un gran oso de madera y lo ofreció como regalo a los sitiados, los sitiadores pudieron entrar en la casa que aún resistía, porque iban escondidos dentro del animal gigantesco. Fue así como incendiaron la casa llamada la carga de la brigada ligera y rescataron a la mujer y se llevaron prisioneros a Orsonuéls, a Dorotilamur, su mujer, y a sus hijos e hijas La mujer llamada Marillín se casó con Yeimsdín y tuvieron muchos hijos y vivieron los dos hasta cumplir los ciento veinte años y fueron siempre muy felices. Pero uno de los héroes que había salido por el aire en busca de la mujer raptada y que había peleado largos años valientemente en el sitio, se perdió con su barco. El astuto Clargueibl regresaba como todos a la casa llamada saloon cuando oyó un canto dulcísimo que lo atraía en forma irresistible. Eran los ringostárs, unos seres bellos, maléficos y voraces que se servían de sus voces mágicas con las que hechizaban a quienes las oyeran, para atraer a los marinos que pasaban cerca de ellos. Clargueibl y su tripulación se detuvieron al oír el canto, y así cayeron prisioneros de los ringostárs. Uno de esos seres era una bruja poderosa llamada Monalisa que con su sonrisa convertía a los hombres en cerdos. Así lo hizo con Clargueibl y sus hombres, y los ringostárs los encerraron en los chiqueros y allí los engordaron hasta que empezaron a comérselos uno a uno. Pero Clargueibl que aun con forma de cerdo conservaba su inteligencia aguda, convenció a uno de los porquerizos, el gigante Gualdisnei de que lo dejara vivir aunque fuera unos días más porque se sentía muy enfermo y quien lo comiera podía contagiarse y entonces castigarían los demás a los porquerizos por haber sido tan descuidados al seleccionar los animales para la mesa. Cuando el gigante se acercó a revisarlo, Clargueibl lo mordió en el cuello con sus dientes de cerdo, y bebiendo su sangre se convirtió otra vez en el gallardo guerrero que había sido. Enseguida se tapó los oídos con barro para no oír el canto de los ringostárs, robó un barco y huyó rumbo a su hogar. Allí creían que él había muerto, y la hija mayor de Yeimsdín y Marillín a quien sus padres habían destinado para esposa de Clargueibl cuando el héroe volviera, estaba a punto de casarse con uno de sus muchos pretendientes, un fatuo hombrecito llamado Samuelgolduin. En el día de la boda Clargueibl llegó disfrazado de mendigo y nadie lo reconocíó salvo su viejo perro Rintintín, que ladró de alegría al verlo. Clargueibl se adelantó, con las armas en la mano, hasta donde estaban los novios, mató a Samuelgolduin, se dio a conocer y se casó con la bella Vivianlig, con la que se fue a vivir a otra casa llamada "lo que el viento se llevó" en recuerdo de todas las aven turas que habían quedado atrás. Vivieron muchos años muy felices y sus hijos e hijas se desparramaron por el mundo que ya existía y estaba formado por todas las casas que habían salido del ojo.
—¿Y el ojo? —preguntó El Gato—. ¿Dónde está el ojo?
—En alguna parte —dijo el viejo—, está en alguna parte. Pero es muy difícil verlo.
—¿Salieron otras motitas de polvo del ojo? —quiso saber El Gato—. ¿Y van a volver a salir? ¿Y cómo es que?
—Yo digo que un médico que hiciera milagros tendría que salir ahora del ojo —dijo Nayidemoub—, eso, que hiciera un milagro y curara a la hija del Emperador muerto.
—No está enferma —dijo otro mercader—, está muerta ella también, seguro que está muerta.
—No digas eso, hombrecito, ay, no digas eso —pidió el gordo Bolbaumis.
—Cómo va a estar muerta si la Regente dijo que —empezó El Gato.
—¡La Regente, puajjj! —hizo el gordo—. Maldito, mil veces maldito sea el día en que nació esa víbora.
—Si alguno de nosotros ve el ojo, quizá la hija del Emperador se cure —dijo El Gato.
—¿Pero se callará este mocoso y dejará hablar a las personas mayores o no? —dijo Bolbaumis.
—Es tarde —repitió el viejo Z’Ydagg —, y hay que descansar.
—Esa mujer maldita quiere que sea su hijo el que se siente en el trono de oro —rezongó todavía Nayidemoub—, por eso tiene prisionera a la hija del Emperador y dice que está enferma, por eso. La va a matar y va a decir que se murió de enfermedad. Y entonces va a subir al trono el muchacho, tal como ella ambiciona, yo sé lo que les digo.
—¿Y por qué no va a gobernar bien él, vamos a ver? —dijo uno de los mercaderes.
—¿Un hijo de esa hiena? —preguntó Nayidemoub—. ¡Vamos!
—A dormir —dijo el veintero—. Demasiado se ha hablado hoy.
—¿No vas a necesitar más abrigo? —le preguntó al Gato la mujer que se decía comerciante en sedas.
El desierto seguía y seguía y parecía que no iba a terminar nunca. Pero los hombres sabían que ya habían recorrido mucho más de la mitad del camino, y el calor y la sed del día y el frío de la noche les iban pesando cada vez menos. Por eso a la noche cantaron con más entusiasmo que otras noches, coreando las canciones del Gato, palmeteando al ritmo del serel que tañía el soldado. Y por eso el viejo veintero se sonrió, cosa que hacía tan pocas veces, cuando el muchacho dijo que estaba cansado de cantar y que quería oír otra historia de cuando el mundo estaba recién nacido y el Imperio no existía.
—Mañana —dijo Z’Ydagg —, dejemos para mañana las historias. Hoy no. Yo también estoy cansado.
—No digas tonterías, chico —dijo un mercader—. El Imperio existió siempre. Existe, ha existido, existirá, corno nos enseñan en la escuela aun antes de que aprendamos a leer.
—Quién sabe —dijo la señora Assyi'Duzmaül.
—Cómo se puede pensar en que el Imperio no haya existido —dijo un hombre caviloso, meneando la cabeza!
—La señora tiene razón —dijo el viejo—. Quién sabe. Hay leyendas, hay historias, y puede ser que no todo sea una fábula inventada por ciegos bardos mendicantes.
—¿De veras? —preguntó El Gato—. ¿De veras, padrecito? ¿Nos vas a contar alguna?
—Dije que mañana —contestó Z’Ydagg.
Pero al día siguiente todos hablaban de la llegada a las poblaciones de más allá del desierto, aunque hay que decir que el fin del camino no estaba tan cercano. El buen Pfalbuss tenía un nieto que lo esperaba en Oadast, al frente de una de sus casas de comercio:
—Igual a su madre —decía sonriendo—, mi hija mayor que murió muy joven, la pobrecita. Igual, los mismos ojos, la misma risa, la misma sagacidad para los negocios, la misma perspicacia para aprovechar las oportunidades, amigo mío.
—¿Tu hija estaba en el comercio?
—Pero claro que sí. Fue mi mano derecha durante años.
—¿Una mujer en los negocios? Hummm.
—¿Por qué no? —preguntó la señora Assyi'Duzmaül.
—En fin, claro, no he querido decir que.
—Yo opino —dijo la comerciante en sedas— que una mujer puede desempeñarse perfectamente bien en cualquier actividad, en los negocios, en la política, en las ciencias y en las artes aplicadas.
—Claro, claro.
—Has ofendido a la señora, señor mercader —dijo El Gato.
—Pero no, si no fue mi intención.
—¿Qué dirías de una mujer en el trono? —preguntó la señora.
—Ah, bueno, vamos, depende.
—¿Depende de qué? ¿O has olvidado a la Gran Emperatriz? ¿O a Esseriantha, o a Nninivia, o a Lullisbizoá la Santa, o a Djarandé, que salvó dos veces, no una, dos veces al Imperio?
—Acampamos aquí —dijo el viejo veintero.
—En ningún momento he dicho que una mujer no pueda o no deba sentarse en el trono de oro —dijo por fin el hombre—. Sólo digo que hay mujeres que sí y mujeres que no. Eso digo.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo la serpiente venenosa esa, la hermana del Emperador que se nos acaba de morir, esa mujer no, definitivamente no. Ahora, la hija de Louwantes IV, ésa sí.
La señora Assyi'Duzmaül sonrió:
—Yo diría que no hay muchas posibilidades, ¿no?, de que esa niña llegue al trono.
—Oh, señora —dijo El Gato—, no te irás a poner ahora a hablar de política, ¿en? A ver, yo te ayudo con los bultos.
—No, no, no lo hagas, para eso están los sirvientes, no, esas cosas son muy pesadas.
Lo cuida como si fuera de alfeñique, pensó el viejo y dijo:
—Vamos, vamos, tiene que estar listo el campamento antes que anochezca, vamos. Pongan rápidamente todo en su lugar que voy a contar una historia.
¿Por qué habré dicho eso?, se decía Z’Ydagg mientras El Gato aplaudía y saltaba y todos los demás se afanaban con las cargas, los animales y los vehículos. ¿Por qué les voy a contar viejas fábulas que ya nadie cuenta, ni siquiera los contadores de cuentos? ¿Acaso me pagan para eso? No y no: me pagan para llevar una caravana a salvo, sin desviarse ni demorarse ni perder nada, desde la capital hasta la provincia de Oadassim, para eso me pagan y me pagan bien porque conozco mi oficio y los años me han hecho no diré que sabio, pero casi. Necesidad no tengo, por lo tanto, de andar resucitando antiguas leyendas de seres fabulosos que nacieron y amaron y lucharon y murieron, si es que existieron alguna vez, antes que naciera el Imperio, no, no tengo ninguna necesidad. Por lo tanto no voy a contar nada, ya está decidido: ni una sola palabra va a salir de mis labios.
—¡Ya está, ya está! —gritaba El Gato bailándole alrededor.
—Quieto, muchacho, tranquilo, vamos —dijo el viejo—. ¿Se puede saber qué es lo que está?
—Pero el campamento —dijo el chico—. Listo, ordenado, completo, todo en su lugar.
—Vamos a ver, veamos, ajá, humm, hummm —dijo el veintero.
Y se puso a caminar lentamente, estudiando todo, tirando de las cuerdas que ataban los bultos, probando las trabas que sujetaban el corral de los animales, haciendo cantar los tientos con la uña y dando golpecitos con la punta del pie en las estacas de madera dura que los sostenían, para ver si estaban firmemente enterradas. Se acercó a los pozos en los que ya ardían los fuegos, tocó las mantas y las bolsas de dormir, empujó los vehículos para que se bambolearan y él pudiera oír si chirriaban o crujían pasó al lado de cada persona y se fijó en lo que cada uno estaba haciendo. Volvió por fin adonde estaba El Gato:
—Bien, muy bien —dijo—. Supongo que habrás tomado parte en esta magnífica organización.
—Claro que sí —dijo el muchacho—. Todos hicieron algo, ¿eh?, seamos justos. Pero yo hice más que todos.
—Ni una palabra te creo, grandísimo haragán. ¿Estamos? Ni una.
—¿Haragán yo, padrecito? ¿Yo? Pero si yo trabajo sin descanso, de día y de noche.
—Sí —dijo el viejo—, claro, sí, sí.
—En serio, padrecito. Les digo palabras mágicas a los animales para que no se detengan ni se asusten ni se encabriten, consuelo a la señora Assyi'Duzmaül para que no extrañe a sus siete hijitos, aceito los ejes, canto para alegrar las noches del desierto, aprieto las cinchas cuando no hay agua y las aflojo cuando hay, escucho a los mercaderes cuando se quejan de lo poco que ganan, mido el grano, doy consejos, adivino cosas.
—Qué cosas —interrumpió el viejo con brusquedad.
—Oh, cosas. —El chico hizo un gesto vago con la mano como quitándole importancia al asunto.—Y ahora, como parte de mis tareas porque yo soy el que tiene la memoria más eficiente en toda la caravana, ahora te recuerdo que prometiste contar una historia.
—Hay que alimentar a los animales —dijo el veintero—, y también tenemos que comer nosotros si queremos llegar algún día. Después veremos.
Cuando los animales hubieron comido, ellos se sentaron alrededor del fuego y Nonne sirvió carne y caldo y arroz en los cuencos y El Gato preparó café y preguntó suavemente:
—¿Vas a contar una historia, padrecito?
—Una vieja historia —dijo Z’Ydagg —, muy vieja, de los tiempos en los que el mundo era joven y nadie sospechaba que iba a nacer en él el más poderoso y más vasto Imperio que conocería el hombre. Les voy a contar la historia de Yeimsbón que era el hermano menor de Yeimsdín, el que se había casado con esa mujer que era tan bella que se decía que su rostro había lanzado mil barcos por los aires, ¿se acuerdan? Pues bien, Yeimsbón se casó a su vez, cuando estuvo en edad de casarse, con una mujer también muy bella pero muy mandona y ambiciosa, que se llamaba Magareta'Acher y se fueron juntos y se establecieron en la ciudad de Erinn, en la que poco tiempo después, debido a su bondad y a su valentía, Yeimsbón subió al trono como rey. Yeimsbón y Magareta'Acher tuvieron un hijo al que llamaron Yanpolsar y una hija a la que llamaron Bernadetevlin. Los dos niños crecieron adorando a su padre que era dulce y cariñoso con ellos, y aprendieron a detestar a su madre que era brusca y agria y los castigaba a menudo enviando al niño a trabajar en el campo y a la niña a pelar papas en las cocinas. Así las cosas, un día Yeimsbón recibió un pedido de ayuda de su hermano Yeimsdín que partía a la guerra contra un siniestro personaje que había sido fabricante de gorras y ahora se hacía llamar Príncipe Chikelgruber y parecía tener intenciones de apoderarse de todo el mundo conocido. Yeimsbón entonces partió al frente de su ejército no sin antes despedirse tiernamente de sus hijitos y de su rispida esposa, y de dejar encargado a su primo Yeimscañi que velara por su hogar, su palacio y su ciudad. Largos años estuvo ausente el rey bueno, valiente e ingenuo y cuando volvió después de haber vencido, aliado con otros reyes, al Príncipe Chikelgruber, encontró a sus hijos crecidos pero no alegres, a su pueblo oprimido, y a su mujer en brazos de aquél en quien había confiado. El rey, que había vuelto a su hogar lleno de ilusiones y esperanzas, pensó en matar a los adúlteros, pero traía de esa guerra tanta tristeza y tanto cansancio que se convenció a sí mismo de que algo aún podía salvarse, y sin tomar resolución alguna se retiró a sus aposentos a meditar. Hasta allí, silenciosa, sigilosamente, lo siguieron Magareta'Acher, su malvada esposa, y Yeimscañi, el traidor. Y allí, mientras sumergido en el baño y con los ojos cerrados el rey pensaba en lo que había de hacer, allí lo degollaron y lo dejaron tendido bajo el agua enrojecida con su sangre. Pero la reina había olvidado a sus hijos, y los había olvidado porque poco era lo que pensaba en ellos como no fuera para mantenerlos lejos del palacio, ocupados en menesteres subalternos. Yanpolsar y Bernadetevlin, que esperaban que su padre castigara a quienes habían abusado de su confianza, se enteraron con doloroso estupor de la muerte de Yeimsbón. Lo lloraron, ah, claro que sí, cuánto lo lloraron. Pero después secaron sus lágrimas y juraron vengar a su padre. Y una noche entraron en el dormitorio real y mataron sin piedad a su madre y a su tío. Después liberaron al pueblo de Erinn del yugo cruel que se le había puesto a la partida del buen rey, y reinaron juntos en paz, protegidos y aconsejados por las Erinnias que eran los genios buenos de la ciudad de Erinn. Yanpolsar se casó con Emabovarí y Bernadetevlin se casó con Yonlenon, un aventurero que llegó de muy lejos y que se decía descendiente de los fabulosos ringostárs que habían perdido al astuto Clargueibl. Los dos matrimonios tuvieron muchos hijos que poblaron el vasto mundo, y fueron olvidando lentamente la tragedia que había ensombrecido sus vidas. Sólo que Yanpolsár encargó a un escriba que hiciera constar los hechos y guardar los folios, que se encontraron muchos cientos de años después. Hubo quienes leyeron ese escrito y lo contaron a otros, y esos otros lo contaron a otros y así a lo largo del tiempo, y es por eso que yo llegué a conocer esta triste historia.
—No es tan triste, padrecito, no exageres —dijo El Gato—. Es triste alegre. ¿No tendrías una historia triste triste o una historia alegre alegre?
—Es inútil, los chicos no se conforman con nada; les da uno esto, quieren aquello, les da uno aquello, quieren esto, y si les da uno esto y aquello, se las arreglan para desear lo de más allá —dijo el anciano Pfalbuss.
—Las cosas no son ni tristes ni alegres, Gato —dijo Bolbaumis—, son un poco de cada cual. Lo único que es alegre alegre es el sonido de las monedas, y si las monedas son de oro, más alegría.
—¿Y para qué estamos los hombres y las mujeres en el mundo —dijo la señora Assyi'Duzmaül— si no es para tratar de que las cosas tristes se vuelvan alegres?
—Ah —dijo el viejo veintero—, buena observación, ya lo creo.
—Más café, muchacho, vamos, a moverse que hay que preparar más café —dijo Nonne.
Al día siguiente El Gato se acercó al viejo Z’Ydagg y le preguntó qué otras historias sabía.
—Aja —dijo el viejo—, ahora ni siquiera esperamos a la noche para pedir historias, ¿eh?
—Yo no te pido una historia, padrecito, te pregunto por algunas otras que sepas.
—Los contadores de cuentos, ésos saben muchas historias. No hay más que buscar uno en una calle o en una plaza o en un pabellón, y sentarse a oír lo que dice.
—Ay, ay, no me has entendido —dijo El Gato—, yo quiero historias de ésas que pasaron hace tanto tiempo, cuando no había emperadores ni trono de oro ni emperatrices ni regentes ni herederas.
—¿Y qué puede saber un gato de albañal de emperadores y de herederas?
Fue la única vez que el viejo vio vacilar al muchacho. No por mucho tiempo, pero El Gato se quedó callado, como si no supiera qué decir.
—Nada, claro —dijo al fin—, nada, lo que sabe todo el mundo, eso nomás.
Y después se volvió y retrocedió hasta quedar junto a la mujer que comerciaba en sedas.
Ya sé, pensó el viejo veintero, ya sé lo que pasa. Y no me gusta nada. Oh, ojalá lleguemos pronto a Oadassim, ojalá se marche cada uno por su lado y Bolbaumis me pague y yo pueda irme a descansar hasta que algún otro jefe de caravana me busque para atravesar el desierto hacia la capital. Ojalá no hubiera muerto el buen Emperador Louwantes, ojalá.
El viejo no contó más historias de los increíbles días en los que el Imperio no existía. Esa noche El Gato cantó y cantó y cuando se detuvo dijo:
—Ahora oigamos una vieja historia, ¿eh, padrecito?
Z’Ydagg contestó malhumorado:
—Nada de historias. Hay que reservar fuerzas para la llegada.
El desierto empezaba a cambiar. El color del suelo, por ejemplo, ya no era tan deslumbrante de día y tan claro de noche: iba tomando un tono grisáceo a toda hora, y el polvo fino y liviano que lo cubría se transformaba y ya no se levantaba al menor soplo de viento. No había necesidad de almacenar agua porque los pozos estaban muy cerca unos de otros; y llegó el día en que vieron plantas, plantas verdes que asomaban bajo las piedras. Y al día siguiente no los despertaron ni la voz del veintero ni la luz sino el canto de los pájaros.
—Acampamos aquí —dijo el viejo el último día, a la caída de la tarde.
Las gentes se miraron extrañadas pero obedecieron. El Gato iba y venía haciendo pequeñas tareas y alborotando más de lo que trabajaba, como un pájaro tiltill que teje su nido en un alero. Nayidemoub se acercó a Bolbaumis:
—¿Por qué acampamos? —preguntó.
—¿No oíste? —dijo el gordo—. Z’Ydagg dijo que acampáramos.
—Ya sé, ya sé, no soy sordo, no es eso lo que te pregunto. ¿Por qué acampamos si podríamos seguir y estar antes de la noche en la ciudad?
—No seas impaciente, señor Nayidemoub —dijo la señora Assyi'Duzmaül—. ¿Qué apuro hay?
—El viejo sabe lo que hace —dijo Bolbaumis.
—¿Y si vamos y le preguntamos? —insistió Nayidemoub.
Pfalbuss se rió:
—¿Alguna vez hiciste eso en una caravana? ¿Preguntarle al veintero por qué hace lo que hace?
—No —dijo el otro.
—A lo mejor el padrecito vio el ojo —dijo El Gato.
—¿Qué ojo?
—El ojo del que salió el mundo, como él contó.
—Es posible —dijo la mujer.
Los hombres se rieron. Nonne cocinaba y el soldado templaba el serel.
—Hoy no voy a cantar —dijo el Gato mientras tomaban café—. Voy a cantar mañana temprano cuando entremos a la ciudad. ¿Pero, te puedo preguntar una cosa, padrecito? Yo quiero saber si del ojo del que salió el mundo salieron también los veinte rumbos que conocen los de tu oficio.
—Sí —dijo el viejo—, pero salieron mucho después, cuando el ojo ya estaba oculto a las miradas de los hombres y sólo lo veían los locos y los que estaban a punto de morir. En ese entonces los hombres no sabían nada de los veinte rumbos y por eso estaban divididos en pequeños reinos cada uno con su lenguaje, cada uno con sus leyes y sus monedas y sus ambiciones y sus locuras, y nadie pensaba en el Imperio y el Imperio no existía. Y fue que una noche salió del ojo, no una motita de polvo sino una hebra muy fina, mucho más fina que un pelo de un recién nacido, y la hebra voló por el aire y voló y voló, y volando entró por la ventana abierta de una cabaña en la que estaba acostado un hombre con los ojos abiertos. Era un hombre muy humilde, que trabajaba duramente para vivir, que no usaba ropajes finos ni comía manjares exquisitos; un hombre que no sabía ni leer ni escribir ni había aprendido química ni astronomía, pero que pensaba mucho en sus hermanos, los hombres y las mujeres que como él trabajaban y sufrían. Y como ese hombre estaba con los ojos abiertos tratando de adivinar el orden del mundo, si orden había, la hebra que venía volando por el aire le entró en el ojo derecho y allí se dividió en veinte hebras más finas aun y el hombre que estaba acostado en la cabaña vio los veinte rumbos y comprendió.
—¿Cuáles son los veinte rumbos, padrecito? —preguntó El Gato.
El viejo no pudo menos que sonreír ante la insolente pretensión del muchacho:
—No son cosas para que sepa un chico —dijo.
Al otro día cantaban los pájaros cuando la caravana se puso en marcha. El Gato iba cantando.
—Todavía no estamos en la ciudad, Gato —dijo Pfalbuss.
—Pero yo tengo ganas de cantar, señor Pfalbuss —dijo el muchacho, y siguió cantando.
Era una bella ciudad. No muy grande, pero muy bella. Estaba rodeada de campos verdes y de bosques y se levantaba muy clara y muy brillante, casi blanca, contra el cielo de la mañana.
—Hemos llegado —dijo el viejo Z’Ydagg buscando a Bolbaumis detrás de él para entregarle el mando de la caravana.
—Bien, bien —dijo el gordo.
No hay duda de que Bolbaumis pensaba decir algo más, comentar lo mucho que había tenido que desembolsar para atravesar el desierto y lo poco que iba a ganar con eso, mientras bajaba del animal y se adelantaba para ocupar el lugar del veintero. Sólo que no pudo seguir hablando: se le fue de la cara el color rosado que le habían dado el sol y la marcha, y se puso pálido como la cera. Abrió la boca y ya no la pudo cerrar. Con una mano temblorosa señaló hacia adelante.
—¿Qué es eso? —gritó Nayidemoub.
El viejo veintero se volvió y miró hacia la ciudad.
—¡Nos atacan! —gritó el hombre del serel empuñando las armas.
Los cinco soldados se agruparon y corrieron a la defensa. Sí, allí, como saliendo de la nada, un grupo de jinetes armados se abalanzaba sobre la caravana. El viejo Z’Ydagg se puso las manos a los costados de la boca y lanzó el grito de peligro. Los cargadores azuzaron a los animales para ponerlos como escudo entre la gente de la caravana y los atacantes. Pero alguien había gritado al mismo tiempo que el veintero, con una voz poderosa acostumbrada a dar órdenes. ¿Quién había gritado, quién?, se preguntaba el viejo mientras trataba de poner orden en la confusión. Alguien arrebataba el veloz, el elegante caballo del señor Pfalbuss y lo montaba y al galope se lanzaba contra los asaltantes. ¿Quién era, pero quién? ¿De quién eran esas ropas de mujer que volaban ya inútiles, mientras el jinete se ponía a la cabeza de los hombres de armas del gordo Bolbaumis? Pero entonces, se decía el viejo mientras ayudaba a apilar los bultos junto a los animales que coceaban para soltarse, pero entonces yo estaba equivocado, yo no sabía nada, nada. ¿Y El Gato?
—¿Dónde está el chico? —gritó Z’Ydagg.
Los hombres de Bolbaumis y ese otro hombre, el que se había ocultado bajo las ropas de una vieja mujer que se dice comerciante en sedas, luchaban en el camino.
—Aquí estoy, padrecito —dijo El Gato—, pero no por mucho tiempo. ¡Yo también sé pelear! —y corrió por el camino.
—¡Atrás, Gato, atrás! ¡No vayas! —gritó el viejo.
Y el hombre que había viajado con ellos vestido de mujer y que ahora peleaba como un demonio, cubierto de sangre y de sudor, le hizo eco:
—¡Atrás, Alteza, atrás! —decía.
—Son veinte los rumbos del mundo —murmuró Z’dagg, el viejo que conocía el desierto—, son veinte y los veinte llevan al bien y al mal, a lo vacío y a lo lleno, a lo móvil y a lo quieto, a lo blanco y a lo negro, y yo soy solamente un viejo que ha estado a punto de errar el camino.
Cayó muerto uno de los hombres de Bolbaumis. Dos de los atacantes se desprendieron del grupo en lucha y espolearon los caballos hacia los mercaderes. El gordo Bolbaumis desenfundó un arma y se dispuso a defender sus dineros. Alguien, ese hombre, cortó una cabeza que rodó por el camino llena de sangre y barro, con los ojos abiertos aún, y después persiguió a los jinetes que estaban cada vez más cerca de las gentes de la caravana. ¿Dónde estaba El Gato? Los animales piafaban y tiraban de las cuerdas con las que se los sostenía y un vehículo cayó de costado y la rueda libre giró en el aire. El viejo levantó el arma del muerto, se afirmó en el suelo y esperó, y de pronto, serenamente, tranquilamente, atravesó el cuerpo del hombre que se le venía encima. Del otro se ocupó limpiamente Bolbaumis, con una celeridad asombrosa para un hombre de su tamaño. Aquí y allá, cuando podía, Z’Ydagg alcanzaba a ver una figurita que entraba y salía saltando de su campo de visión, disparaba un arma, escapaba, volvía saltando y disparaba otra vez. El demonio ensangrentado que había sido la señora Assyi'Duzmaül retrocedía, tomaba impulso y aullando se hundía otra vez en la pelea y mataba y mataba. El viejo corrió a ponerse junto a él y los soldados, y con Bolbaumis, a pie los dos, apuntaban y herían, una y otra vez.
—¡Se van, se van! ¡Vienen refuerzos! ¡Ahí, ahí, miren, estamos salvados! —gritaban los cargadores y los mercaderes.
Aquel hombre a quien todos habían tomado por una mujer persiguió a los fugitivos y los hubiera alcanzado y qué duda cabe, los hubiera matado, si el caballo que montaba no hubiera caído, rendido o muerto. El hombre se levantó de un salto y volvió corriendo hacia la caravana:
—¿Dónde está? —preguntó a los gritos—. ¿Dónde está ella, idiotas?
—Aquí —dijo El Gato—, pero no tengas miedo, no estoy herida. Yo también sé pelear.
Se observaron extraños acontecimientos y extraños personajes el día en que la princesa Nargenenndia fue coronada Emperatriz. Todo se hizo conforme al protocolo y a la tradición, pero la Regente, hermana del difunto Emperador Louwantes IV, no salió de sus departamentos en palacio para ir a la sala del trono sino que fue llevada hasta allí con custodia desde las mazmorras para que pusiera la corona en la cabeza y el cetro en las manos de la muchacha, y después volvió a la prisión en la que pasaría el resto de su vida sentenciada por tentativa de regicidio. Y en cuanto a los extraños personajes, ahí estaban, rodeando a la Emperatriz, codeándose con ministros y dignatarios y jueces: tres soldados, uno de ellos con una bolsa que indudablemente contenía un serel colgándole del hombro izquierdo, incómodos en sus uniformes nuevos; varios hombres que no eran nobles y que más bien parecían empleados o comerciantes; otro que tenía prendido al pecho el distintivo azul y oro de los cocineros imperiales; el Capitán de la Guardia Personal de la Emperatriz, que estaba bien que estuviera en la sala del trono pero que ya no estaba tan bien que se lo viera ubicado en un lugar de privilegio cerca de la soberana recién coronada; un gordo satisfecho y sonriente vestido con demasiado lujo; y un viejo de sayo gris, calzado con las botas flexibles de los caminantes y los guías, un viejo flaco y plácido que se mantenía muy erguido, a la derecha de la Emperatriz Nargenenndia I, la que pasó a la historia con el extraño sobrenombre de El Gato, aquélla de la que dicen los contadores de cuentos que fue casi tan sabia como la Gran Emperatriz Abderjhalda pero mucho más alegre; casi tan valiente como Ysadellma pero mucho más bella; casi tan fuerte como Eynisdia La Roja pero mucho más compasiva; aquélla que inauguró su reinado con una pregunta dirigida al viejo que estaba de pie a la derecha del trono de oro:
—¿Cuáles son los veinte rumbos del mundo, padrecito?
Dicen los contadores de cuentos que el viejo sonrió apenas, como alguien que no está acostumbrado a las sonrisas palaciegas, y contestó:
—Te lo voy a decir, Señora, siempre que me prometas que lo has de olvidar enseguida.
—Sí —dijo ella—, lo prometo, palabra de gato.
Entonces, dicen, el viejo Z’Ydagg enumeró los veinte rumbos del mundo y la Emperatriz escuchó, y cuando el viejo terminó ella trató de olvidarlos. Y también dicen que lo consiguió, pero no del todo: dicen que hubo uno que no pudo olvidar; pero nadie, ni los contadores de cuentos, nadie parece saber cuál fue.
FIN
Esta edición de 3,000 ejemplares,
se terminó de imprimir en
Compañía Impresora Argentina,
Alsina 2049, Buenos Aires,
en el mes de Marzo de 1984.
martes, 12 de agosto de 2008
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