Entrevista realizada por Oriele Benavides y
Eduardo Cobos a fines de 2007,
en ocasión de la visita de Ricardo Piglia a Caracas
La tradición y el oficio
¿Cómo ves el contexto de la literatura
latinoamericana?
Diría que es un contexto incierto. El ser escritor
latinoamericano es una posición de cierta incomodidad porque supone tradiciones
muy diversas, que se han unificado de una forma un poco externa. Fue unificada,
por una parte, al construirse la noción de “cultura latinoamericana”. Ésta se
elaboró partiendo de la política de los españoles posterior a la pérdida total
de las colonias, cuando empezaron a decir: ellos son hispanoamericanos. O,
desde otra perspectiva, que en un sentido es la nuestra, esa tradición se
constituyó como un objetivo político de unidad. Sin embargo, estoy convencido,
cada vez más, que tenemos que empezar a hablar de áreas. Y estoy insistiendo
mucho en esto; es decir, hay que hablar del Caribe, de la zona Andina, del Río
de la Plata. Y
eso supone, de alguna manera, una versión de la tradición colonial, la
tradición prehispánica. Entonces, hay que impulsar, me parece, esa diversidad
de tradiciones y avanzar un poco para que ese contexto de “lo latinoamericano”
no sea tan rígido.
Así mismo, ¿cómo te insertas en la tradición reciente,
incluso desde tus inicios?
Nosotros estábamos, y por supuesto hablo de mi
generación, muy conectados con lo que se escribía. Yo estaba, por ejemplo, muy
cerca de lo que escribían los mexicanos. En ese momento, recuerdo, se publica
una novela de José Emilio Pacheco y mi primer libro; también estaban comenzando
Gustavo Sainz y José Agustín. Igualmente estábamos cerca de lo que circulaba en
el Río de la Plata ,
muy cerca de Roa Bastos, de Onetti, que eran como más latinoamericanos que
Borges, en el sentido de relacionarse con otra tradición. Y también estaban los
escritores venezolanos en el horizonte, sobre todo Adriano González León.
Estamos hablando de la década de los años 60.
Sí. El modo en que un escritor empezaba en los sesenta
tenía que ver con la experiencia cubana. Y había la idea de que lo
latinoamericano era el centro de muchas cosas. Es cuando gano el premio “Casa
de las Américas” y los cubanos me invitan, porque publican el libro, y allí
tuve la oportunidad de conocer a Julio Cortázar y a Virgilio Piñera. Lo que
quiero señalar es que en aquellos años la noción de lo latinoamericano, se
estaba construyendo de un modo distinto a como había sido pensado hasta entonces.
Me acuerdo, especialmente, de cuando leímos La ciudad y los perros, que salió
en el ‘62; o sea, había todo un interés por lo que se estaba escribiendo, que
me parece se ha modificado. Ese sería un poco cómo contestaría la pregunta.
¿Y dentro del contexto, propiamente, de la literatura
argentina?
Bueno, ustedes saben, he insistido mucho sobre eso.
Cuando nosotros empezamos a discutir la literatura estaban Arlt y Borges como
si fueran dos territorios antagónicos. Y empezamos a juntarlos. Era más bien un
antagonismo de poéticas, pero también un antagonismo político, uno de izquierda
y otro de derecha. Ellos eran como emblemas de cuestiones que los excedían.
Entonces, la lectura de Arlt fue realizada con una óptica más cercana a cómo se
estaba leyendo a Borges. Es decir, qué cultura había en Arlt, qué relación
tenía con la lengua, qué tipo de elaboración cultural existía en él. De igual
modo, leímos a Borges como un escritor argentino, que incluía la política en
Borges. Y empezamos a hacer ese tipo de cosas.
Es interesante ese contexto; y, a su vez, hablamos de
Arlt y ese gran fantasma que fue para la época Witold Gombrowitz. ¿Estás
preparando un libro, al parecer, sobre Gombrowitz?
No le voy a dedicar un libro. En realidad es una
conferencia que di, que es una entrada, digamos, a la obra de Gombrowitz. En
todo caso, siempre me ha interesado mucho su obra y he escrito algunas cosas
más sobre ella. No lo conocí personalmente, pero yo era muy amigo de uno de los
más cercanos a él, que aparece en su Diario varias veces, Jorge di Paola, un
muy buen escritor, autor de Minga,
una excelente novela que les recomiendo.
Este amigo fue el que me dio Pornografía
en la edición italiana y que leí por primera vez. Debe haber sido en 1963.
¿En ese momento Roberto Arlt no era tan leído?
Venía siendo leído, pero no tenía el lugar que
nosotros ayudamos a darle. Cuando empecé a escribir, para mí fue más importante
Arlt que Borges. Porque Arlt nos salvó de cierto esteticismo aristocratizante.
No la literatura de Borges, sino el mundo que circulaba alrededor de Bioy y él.
Y muchos escritores, que se fascinaron con ellos y trataron de acercarse a ese
mundo, se perdieron. Aún estamos hablando de los sesenta; ese mundo donde se
construía una tradición que no fuera necesariamente la de Borges y no fuera la
dominante. Ésa era un poco la lógica. Pensábamos, más bien, que ser un escritor
era ser como Arlt.
¿En qué sentido?
Más ligado a otro tipo de experiencia, que no tenía
que ver, forzosamente, con el origen de clase, y que se relacionaba con una
serie de cuestiones que no considerábamos fueran condición de la literatura de
Borges. En todo caso, la literatura de Borges era una especie de milagro que se
pudo producir ahí, pero no por esas condiciones y las que circulaban. Y
empezamos a ver que él se había ganado la vida haciendo antologías,
traducciones, haciendo los trabajos que, de alguna manera, hemos hecho todos
los escritores.
Y que ha sido tu oficio de editor, ¿no?
Sí, claro. Yo terminé la carrera en el ‘65, y me fui a
Buenos Aires a dar clases de Historia Argentina. Era uno de los jóvenes que
estaban ahí, al lado de los maestros. Entonces, los militares dieron el golpe
en el ‘66, la universidad fue intervenida y quedó cerrada como acceso para toda
mi generación. Eso nos ayudó muchísimo porque empezamos a ganarnos la vida de
otra forma. Allí comencé como editor. El dueño de la editorial, cuando le llevé
los libros, me dijo: te voy a dar un trabajo para que tengas tiempo libre. Ese
editor publicó los primeros libros de Manuel Puig, de Rodolfo Walsh. Sin duda,
era un editor notable.
¿A quién te refieres?
Se llamaba Jorge Álvarez. A él le dije: vamos a hacer
una colección de clásicos. Y empecé, me acuerdo, con Memorias del subsuelo, que me interesaba mucho y que, además, no
circulaba como libro autónomo, porque sólo se podía comprar el tomo de las
obras de Dostoievski. Estuvo también en el catálogo el Robinson Crusoe traducido por Cortázar, cosas así. Después le
propuse a Jorge Álvarez la colección de serie negra. Por eso, entre el ‘68 y el
golpe de Estado del ‘76 viví de hacer esa colección y de otro tipo de libros
como editor.
¿Viviste en Argentina durante la última dictadura?
Sí. Es una pregunta rara porque en Buenos Aires no
pensábamos que todo el mundo se tenía que ir. Desde luego las clases populares
no se pueden exiliar. Tienen que resistir de otro modo. Creíamos que había una
primera fila de gente que estaba en alto riesgo. Bueno, todos estábamos en
riesgo, pero había gente que estaba muy comprometida con organizaciones guerrilleras,
o eran intelectuales más notorios. Estaba, por ejemplo, el mismo Walsh. En mi
caso había otras cuestiones en juego que me decidieron a permanecer en Buenos Aires. Cuestiones
políticas y cuestiones personales.
Igualmente, tú pudiste viajar e ir a otros lugares.
¿Cómo fue esa experiencia?
En el ‘77 fui por primera vez a Estados Unidos, a la Universidad de
California, en San Diego. Cuando volví, en el ‘78, hicimos con Carlos
Altamirano y Beatriz Sarlo la revista Punto
de vista (por cierto ahora sigue saliendo) y que fue muy importante en ese
momento. Importante porque hicimos una conexión con el exilio, al publicar a
escritores que estaban desterrados. También empezamos a cuestionar la tradición
argentina como una forma de pensar lo que estaba pasando. Y, sobre todo, la
revista sirvió para que la gente que estaba en Buenos Aires, no pensara que
sólo por verse con un amigo los iban a matar. Porque los militares habían
creado un ambiente donde se temía ese tipo de cosas.
Debe haber sido una época muy difícil.
La irracionalidad de la represión era muy grande, pero
era fundamental que los intelectuales críticos se empezaran a juntar. La
revista, asimismo, sirvió como un lugar de reunión. Por otro lado, en Buenos
Aires se produjo un fenómeno que después vi en Checoslovaquia y Hungría, el
cual consistió en realizar grupos privados de estudio. Gente venía a estudiar
con nosotros porque no había universidad que funcionara. Entonces, se formaban
en lo que se llamó la universidad de las catacumbas. Y eso fue una experiencia
extraordinaria, sobre la que habría que escribir alguna vez. Nos reuníamos y
discutíamos de literatura y de historia
en ese contexto. Era una manera de estar ahí y hacer cosas. Fue una
especie de mundo secreto. Y creo que no habría escrito Respiración artificial si no hubiera estado ahí. Porque, ¿quién soy
en esa novela? Soy el senador. Es curioso, no me di cuenta de ello cuando
estaba escribiéndola, pero el tipo que está ahí, como un loco, paralítico,
encerrado, es como una representación imaginaria que no me había dado cuenta
que era eso, siendo incluso más autobiográfico que Renzi. Renzi funcionaba como
una voz.
Historia, biografía y ficción
Ahora que nombrabas a Renzi y hacías mención de tu
vida y la ficción narrativa, ¿cómo ha funcionado para ti biografía y ficción?
Creo que siempre hay elementos autobiográficos en la
ficción. Hay algo que a uno le pasó, que está en el origen de lo que se
escribe. Aunque eso después en la novela no se vea. Yo tenía, por ejemplo, un
tío como Maggi, a quien no le sucedió exactamente lo del personaje de Respiración artificial, pero mi tío dejó
a una mujer que se llamaba Esperancita para irse con una puta que le decían
Coca. En este sentido, lo que define a la novela se pierde convirtiéndose sólo
en el punto de partida. Así, hay siempre un elemento que me interesa, en el
sentido de cómo se construye una vida posible. Es decir, me doy cuenta que me
interesa cierta autoridad de la voz narrativa y con esto desarrollar la idea de
que el que está narrando está contando una historia personal. Allí hay un modo
de construir esa autoridad. Porque creo que lo autobiográfico es una forma de
construir la voz narrativa. Esto supone que uno tiene con ese sujeto una
relación irónica, y habitualmente uno cuenta esa historia cuando ya la historia
se terminó y mira lo que hizo ese tipo con cierta ironía. Ahí está, sin duda,
el modo de construir un relato interesante.
¿Eso incluye la posibilidad del archivo en Respiración artificial?
Efectivamente, eso para mí es muy importante, porque,
creo que alguna vez lo dije, la primera idea era hacer todo un archivo de la
novela. Por ello, tuvo mucho que ver en mí la experiencia de un archivo real y
trabajar en un archivo, esa idea de que nunca sabes bien lo que vas a
encontrar.
Y, digamos, está la biblioteca borgiana. ¿La
utilización del archivo, con esos materiales, con esa documentación, sería una
vuelta de tuerca a la biblioteca borgiana?
Borges nos ayudó en eso y en muchas otras cosas. Nos
ayudó a ver que se podía trabajar con materiales diversos; que un relato se
podía construir así. Siempre, eso sí, que el relato tuviese la estructura de
una investigación, la cual es una estructura narrativa muy básica, y que a mí
me interesa muchísimo. En lo que escribo, en realidad, alguien está siempre
investigando algo, siendo el que lo hace el que trae los materiales, porque a
veces son muchos los que están investigando y, por lo tanto, cada uno trae su
universo: ahí está la relación con el policial, ¿no?
En todo caso, está la utilización que has hecho de los
géneros y también de los formatos. La nouvelle en “Nombre falso”, por ejemplo,
que es una historia compuesta por materiales diversos. Están los cuentos, por
otra parte, de tu libro La invasión, donde hay una elaboración de muchas formas
narrativas. ¿Qué piensas de la reescritura? ¿Por qué retomar los cuentos de ese
libro después de tanto tiempo?
Siempre me resistí a reeditar La invasión, porque pensaba que era necesario revisar el libro y
agregar otros cuentos. Cuando terminé la primera versión, me puse a escribir
una novela y, mientras tanto, había otros cuentos que escribía, y que formaban
parte del libro. Me dije: bueno, para publicar ese volumen tengo que poner esos
cuentos que yo había publicado en revistas. Nunca me decidía. De pronto, por
esas cosas que uno nunca sabe por qué, me di el tiempo para trabajarlos. En
todo caso, allí la reescritura es relativa, he tratado más bien de ajustar
algunos elementos. Si ustedes comparan ambos libros verán eso. Lo que sí me
pareció importante fue incorporar dos cuentos que ya tenía listos, los cuales
había empezado a escribir en el ‘69-‘70. La experiencia era ver si podía
escribir ahora como lo hacía en aquel momento, es decir, tratar de escribir con
la concepción de la literatura que entonces tenía.
¿Y qué tal resultó la experiencia?
Interesante, muy interesante. Encontré aciertos y
cosas que yo no recordaba, cosas que no estaban bien, pero, en general, esa fue
la idea.
Has señalado que estudiaste historia y posteriormente
tuviste la oportunidad de enseñarla. En este sentido, ¿te ha servido de alguna
manera ese aprendizaje para la elaboración de tu obra ficcional? Y, asimismo,
¿habría una separación tajante entre historia y ficción?
No creo que la historia sea ficción, como así lo han
afirmado Hayden White y los que están con esa idea de que no hay nada probable.
En principio, estoy totalmente en contra de eso. Más bien creo que hay una
posibilidad de utilización de las técnicas narrativas, de los materiales y de
la construcción de los argumentos, en el sentido de los ejemplos que aparecen
en la historia. Y, además, hay un material narrativo muy importante. De igual
modo, debo advertir que a mí no me interesa la novela histórica como tal. Me
interesa el uso de la historia como una de las posibilidades narrativas, muy
fuertes y con una gran tradición. Donde está el archivo, la investigación y el
uso de fuentes múltiples. Incluso, donde está la incertidumbre de si vas a
encontrar eso que estás buscando. Y también me interesa la temporalidad. El tipo
de temporalidad que se discute en la historia es interesante.
¿Te refieres a la periodización?
Claro, esa cuestión de que hay tiempos distintos,
temporalidades distintas. Eso me ayudó mucho a pensar la literatura.
Las periodizaciones siempre parecieran ser
planteamientos abarcadores y abstractos. ¿En el caso de Respiración artificial
cómo se manejaría esa periodización?
Bueno, hay una periodización larga, que tiene que ver
con la historia de Ossorio. Después hay una periodización intermedia, que es la
de Tardewski. Y, finalmente, hay una periodización corta, que es la de Renzi.
Porque la novela no sé cuánto tiempo dura, me refiero al tiempo real de la
acción, debe durar, no sé, dos meses. En este sentido es que digo que hay
tiempos. Por ello, la velocidad de cada una de esas situaciones es diversa.
Una periodización braudeliana, ¿no?
Sí, a mí me gusta mucho Braudel.
Asimismo, ¿todo esto tendría que ver con la
elaboración de la verosimilitud narrativa?
Me parece, generalizando, que la aparición de la
no-ficción produjo un cambio en las nociones de lo que era la verosimilitud.
Para dar un ejemplo: antes un novelista, supongamos, investigaba un tema
relacionado con el problema del tráfico en Caracas y después escribía una
novela a partir de esa situación. Hoy ese trabajo lo hace un periodista que
escribe un libro de no-ficción y determina, digamos, lo que pasa con los
automovilistas que se quedan atascados. De este modo los novelistas estamos más
libres de cuestiones que antes la novela se hacía cargo desde la investigación,
porque de eso se están haciendo cargo mal o bien otros. Y tengo la sensación de
que los novelistas quedamos más libres para inventar historias. Ahora, lo que
técnicamente llamamos verosímil, es lo que yo llamo la convicción del narrador.
Cada vez estoy más interesado en esa cuestión. Uno tiene que creerle al que
habla. Para mí esto supone un tono; supone una serie de cuestiones muy
literarias, pero tienen que ver con el efecto de verdad que puede producir una
voz narrativa, y no necesariamente en primera persona.
En Plata quemada
parecieras forzar aún más la verosimilitud, al apuntar, en el epílogo, que la
historia narrada está basada en un hecho real.
Por su puesto, el epílogo es falso y está construido
para hacer posible un giro en el género.
En primer lugar, no encontré nunca a esa chica en el tren, ni nada parecido.
Quise jugar con el género, en el sentido de hacer una novela diciendo que era
de no-ficción. Allí hay momentos muy delirantes. Por ejemplo: ¿cómo podía hacer
para transcribir la voz de lo que estaban diciendo adentro del departamento si
era una novela? En esa situación inventé un personaje loco que es imposible.
Inventé una especie de radio aficionado que estaba escuchando, que desde luego
no existió, y que, supuestamente, había grabado las conversaciones. Creo que
todavía no se ha dicho eso de la novela. Es decir, que esa novela es un intento
de poner en crisis el verosímil de la novela verdadera. Y con estos recursos se
pueden contar las situaciones más delirantes. Porque en esa novela se cuentan
hechos que son casi imposibles.
Sin embargo, algunos hechos de esa novela fueron
sacados de las páginas de sucesos.
Algunos hechos son reales: el robo al banco, la fuga,
el que los acorralaran en ese departamento y resistieran, el que quemaran el
dinero. Pero el modo en que funciona el imaginario de los personajes, todo eso,
desde luego es imposible hacerlo en un libro de no-ficción. La estrategia era
ésa y escribí la novela porque me parecía interesante ver si uno podía entrar
en la conciencia de un criminal, porque yo estaba acostumbrado a entrar en
conciencias que se encontraban próximas a mi experiencia cotidiana.
En el caso de Truman Capote es la exhaustiva
documentación de los hechos la que funciona para estructurar el relato en A sangre fría. ¿Pensaste, si se quiere,
en la estrategia narrativa a lo Capote para Plata
quemada?
Es al revés de Capote. Porque éste creó la posibilidad
de escribir una novela que se apoya casi totalmente en hechos reales. En mi
caso, un amigo que estaba en Montevideo en ese momento, juntó algunos diarios y
desde allí inventé toda la historia. Digamos que leí los diarios, eso fue todo
lo que hice. Inventé, desde luego, el verosímil de las actas judiciales, el
encuentro con la chica, todas esas cosas. De todas maneras, ya había hecho algo
así en el cuento “Mata Hari”, que está contado como si fuera un relato real, el
cual había sido grabado. O sea, que esa historia yo la tenía desde aquel
tiempo.
Hay algo singular que propone en su narrativa Roberto
Bolaño, que es “ritualizar” cierta oralidad. ¿Qué te parece Bolaño?
Me interesa por todo lo que decimos. Porque es muy
literario y trabaja con escritores como tema. En Respiración artificial hago una especie de chiste con lo de la
oralidad. Es cuando Renzi va a comprar cigarrillos y empiezan a contar una
historia con una especie de lengua argentina. Igualmente, he trabajado la
oralidad en Plata quemada, que es una
oralidad, como decía, totalmente inventada. No es el intento de reflejar una
lengua que se hablaría en el año de los hechos donde se ubica la novela, ni en
el año en que estoy escribiéndola, sino que es un habla que no es real. Es lo
que me gusta de la narrativa de Rulfo, de sus personajes, porque no vayan a
creer que los campesinos mexicanos hablaban así. En todo caso, no sé muy bien
lo que decía Bolaño de eso. Me parece que el estilo literario tiene relación
con la lengua que se habla en las ciudades. El modo en que se cuentan los
relatos en una ciudad, cómo circulan y los intercambios de historias. Eso ha
sido muy importante para mí, así como los espacios donde esas historias
circulan.
Desde otra perspectiva, no del todo distinta, se
ubicaría El último lector, que sería
una ficcionalización, si cabe, del sujeto que lee y obviamente de la
experiencia lectora a través de tu experiencia intelectual.
Bueno, me interesó mucho la idea del lector como
personaje. Eso fue el punto de partida. Después está la idea de trabajar con un
libro de ensayo, que tuviera la forma de la argumentación por los ejemplos.
Esto quiere decir, argumentar con ejemplos que sean en su mayor parte
ficcionales. Y de ese modo establecer un sistema de argumentación que esté
basado en un caso ficcional: Ana Karénina.
Después incorporé casos reales, que también se relacionan con la ficción:
Guevara, London, Kafka. Pero el punto de partida del libro fue tratar de
escribir un libro que argumente narrativamente. Que trabaje con ejemplos en el
sentido clásico. Y que esos ejemplos no fuesen inventados por mí. En algún momento
pensé inventar los ejemplos, pero no se me ocurrían.
¿Cómo trabaja Ricardo Piglia sus escritos?
Tengo un método que es el único que conozco: me
levanto temprano, según donde esté, en Princeton muy temprano, seis, seis y
media, allá en Buenos Aires, un poco más tarde. El requisito es no hacer nada,
tomar un café y sentarme a escribir. No dejar, digamos, que la realidad
interfiera con ninguna preocupación externa: hay que pagar tal cosa o hay que
hacer tal cosa, hasta después de las dos de la tarde. Es decir, tener la mañana
sin ningún tipo de preocupación en relación con lo real, que es lo que siempre
interfiere: “Ah, tengo que salir tal
cosa”, eso lo borro, no atiendo el teléfono, no leo los mails. Eso es todo. Y
después me pongo a trabajar. Ahora, ¿cómo es el trabajo mismo? En general estoy
trabajando con versiones: hago una primera versión completa, luego hago otra
versión, entonces, a veces las versiones tienen capítulos que están ya listos y
otros donde están anotadas las situaciones, o fragmentos del diálogo. Si veo
que la situación no se resuelve rápido anoto cómo va a ser y sigo adelante. No
me detengo. Me interesa tener el relato completo.
¿Tomas notas?
Sí. Pero la novela funciona cuando la estoy
escribiendo. Lo que más trabajo me da, es encontrar esa voz, ese tono. Eso me
da mucho trabajo. Hasta que no encuentro ese tono, la novela no funciona,
porque no se trata de redactarla, sino de que tenga un estilo propio, es decir,
lo que yo llamo una convicción.
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