Antonio
Ramón Gutiérrez: “No creo en aquello de
la Diosa Palabra”
Entrevista
realizada por Rolando Revagliatti
Antonio Ramón Gutiérrez nació el
29 de mayo de 1951 en la ciudad de Santiago del Estero, capital de la provincia
homónima, República Argentina, y reside en la ciudad de Salta, capital,
igualmente, de la provincia homónima. Obtuvo su título de Psicólogo en 1982 por
la Universidad Católica de Salta, donde además de desempeñarse como profesor en
diversas cátedras ha sido Profesor Titular de la Cátedra de Psicolingüística, y
es Profesor Emérito desde octubre de 2017. Es docente del Centro de
Investigación y Docencia (CID) del Instituto Oscar Masotta dependiente de la
Escuela de Orientación Lacaniana de Psicoanálisis. En esta materia es autor de “La precipitación de lo real” (2005), “Lingüística y teoría del significante en
psicoanálisis” (2010), e integra el volumen “Soledades y parejas. Luces y sombras”
(2017). Además de concedérsele en 2012 el Premio al Mérito Artístico por
su trayectoria literaria, otorgado por el gobierno de la Provincia de Salta,
recibió, entre otros, el Primer Premio Provincial de Poesía, Poetas Éditos, en
2004, y el Primer Premio Provincial de Ensayo, en 2011, otorgados por la
Secretaría de Cultura de la Provincia de Salta. Ha sido incluido, por ejemplo,
en las siguientes antologías: “Poesía del
noroeste argentino, siglo XX” (compilada por Santiago Sylvester, Fondo
Nacional de las Artes, 2003), “Poesía
argentina contemporánea” (Fundación Argentina para la Poesía, 2008) “Cuatro siglos de poesía salteña”
(volumen II, compilada por María Eugenia Carante, 2011) y “Antología federal de poesía” (CFI, 2017). En el género ensayo
publicó “El más allá de la época”
(1999), “Ensayos” (con su “La exclusión en la cultura”, volumen
compartido con Elisa Moyano y José Agüero Molina, 2011), “Las columnas de Antonio Gutiérrez” (libro de notas originariamente
difundidas por diario “Punto Uno”, 2012) y “Neoliberalismo
y caída de los límites” (Editorial Nueva Generación, 2016), así como en el
género cuento se editó “La casa del
boulevard Guzmán” (1991). Sus poemarios entre 1986 y 2007 se titulan “Las formas de la tarde”, “Linealidad”, “Los reversos”, “Conflagración”,
“La ciudad de los lugares comunes”, “Metamorfosis cotidiana”, “La canción primordial” y “Molde para una metafísica” (Ediciones
Último Reino).
1
— Santiago del Estero, pero también Córdoba, pero también Salta.
ARG — Nací circunstancialmente en la
ciudad de Santiago del Estero. Mis padres se habían trasladado allí por trabajo. Al año regresaron a su ciudad de origen,
Bell Ville, en el sur de la provincia de Córdoba, donde me crié, cursé la
escuela primaria, secundaria y dos años de la carrera de periodismo en un
instituto terciario. En 1973 me radiqué en Salta, aunque siempre estuve
volviendo a Bell Ville, de donde, en cierto modo, nunca me fui. (Toda mi poesía
está marcada por la presencia de la llanura, dictada por mis fantasmas
infantiles y juveniles que aún hoy caminan las calles del pueblo, bajan por el
boulevard Colón y atraviesan el puente Sarmiento hacia el centro.) Uno no es de los lugares donde por azar nace, sino de los
sitios donde están sus fantasmas y sus muertos, donde transcurrió la infancia y
comenzó a tener recuerdos. De mi primera infancia evoco la casa vieja de
mi abuela materna, en la calle Ameghino, a dos cuadras de la plaza principal,
la torre municipal con su gran reloj presidiendo aquel tiempo congelado, el
almacén de la esquina, la modista de la vuelta, el fallecimiento de mi abuela, el rumor de los vecinos
en la vereda el día que derrocaron a Juan Domingo Perón en el ‘55 (suceso que
años después me contaron).
Cursé la primaria en la escuela
Ponciano Vivanco en mi pequeña ciudad de clase media, con una mayoría de
inmigrantes y una minoría de criollos. Había sido antiguamente la posta de
Fraile Muerto, pero, ya convertida en pueblo, vino un día el presidente Domingo
Faustino Sarmiento e impuso el nombre de Bell Ville en homenaje a unos colonos
ingleses de apellido Bell, amigos suyos, de la zona. Recuerdo las galerías de
la escuela, el patio central, las fiestas patrias, las frases “Ay patria mía”, “Muero contento hemos batido al enemigo”, el “Aurora” (nuestra
“Canción a la bandera”) en los días de lluvia, el olor de los cuadernos y
lápices flamantes, el tintero derramado en el bolsillo del guardapolvo blanco,
las plumas “cucharita”, las láminas de la revista “Billiken”, las mañanas
gélidas de los inviernos, la escarcha, los juegos en los recreos. Cuando tenía
siete años nos mudamos de casa con mi familia a un barrio un poco más alejado
del centro, en el que había baldíos y descampados con canchitas de fútbol y
encuentros de amigos en la esquina. De esa época fue mi primera y quizá única
gran obsesión: el fútbol. Mi madre renegaba a perpetuidad porque me pasaba toda
la tarde en el “campito” y no realizaba los deberes de la escuela o no la
ayudaba a barrer el patio o a hacer los “mandados”. Es de esos días la frase “ya vas a ver cuando venga tu padre”.
Mi familia paterna era española. Mis
abuelos provenían de un pequeño pueblo vecino a Sevilla, Lebrija. Habían
arribado a la Argentina alrededor de 1920; venían ya casados y con un hijo
pequeño, de nombre Benito, que luego murió de pulmonía. Mi padre nació en 1921
en Bell Ville, según consta en su acta de nacimiento, aunque antes de morir, en
2006, confesó que en realidad él también había nacido en España y que lo
trajeron de meses en el barco. Eran pequeños agricultores. Mi abuelo murió muy
joven. Mi padre, a los nueve años de edad, tuvo que trabajar en la quinta y
ayudar a mi abuela en la crianza de sus hermanos menores. Efectuó diferentes
tareas laborales; en su pubertad fue dependiente de una casa de ramos
generales, posteriormente se desempeñó como empleado de comercio y luego como
mecánico en un concesionario de tractores. Rememoro los tractores Fiat y
Someca, los viajes con mi padre en la “estanciera Ika” o en el “rastrojero Diesel” al campo, a las chacras, para
realizar los services a los tractores nuevos. Mi padre, un hombre bueno, el
gallego Pitoño, como le decían (aunque su familia proviniera de Andalucía),
retornaba a casa con su mameluco lleno de grasa después de trabajar ocho horas
en el concesionario, se cambiaba de ropa y se iba al club por las noches, cosa
que realizó durante toda su vida. Al regreso, a la medianoche, nos traía
chocolatines y paquetes de vainilla que dejaba en nuestras mesitas de luz,
quizá como una forma de atenuar la culpa que debe haber sentido por dejarnos,
durante algunas horas, solos con mi madre. Mi madre era de familias criollas de
la zona; una bella mujer de carácter estoico y algo autoritario, que nos
trasmitió la responsabilidad y el deber y, en consecuencia, quizá la neurosis.
Al secundario lo hice en la Escuela
Comercial de Bell Ville. Fueron años donde se alternaban los asientos de la
contabilidad con las clases de historia y literatura, la Revolución Francesa
con el Mío Cid y el Siglo de Oro Español o el Modernismo de Rubén Darío. De esa
época fueron mis primeras fascinaciones poéticas. A los trece o catorce años,
una profesora de literatura nos hizo memorizar “Sinfonía en gris mayor” de
Rubén Darío. Ese poema, esa música alada, fue quizá mi primer encuentro con la
poesía y me acompañó por las calles a la salida de clases y hoy, a pesar del
largo tiempo transcurrido, aún me acompaña. Luego vinieron, o quizá volvieron,
las lecturas de los poetas españoles de la generación del ‘27, de Federico
García Lorca principalmente. Escribí entonces, en noches de insomnio, algunos
poemas, o intentos de poemas, rimados y musicales, modernistas, más por un
sentimiento de pérdida y por tristeza adolescente que por una real vocación
poética; poemas de amor en los que me dolía imaginariamente por lo que en
realidad todavía no había perdido, por amores que aún no habían sido pero que
me dolían con anticipación, en un goce con las palabras. Fueron días también
donde prevalecía en la atmósfera la música, las canciones italianas, los
Beatles, el Credence…, los Rolling Stones, el rock nacional con Los Gatos y
Almendra y La Joven Guardia, las confiterías bailables, mezclado todo eso con
las consignas de la revolución, las asambleas de estudiantes, el hombre nuevo,
las ideas de un mundo mejor. Pero me seguía obsesionando el fútbol, los
partidos en el campito cercano a mi casa. Llegué a jugar en las inferiores del
club Bell de Bell Ville, con muchachos que con los años serían figuras
importantes en el fútbol nacional. Dejé de jugar a los diecisiete, después de
una seria lesión con operación en una rodilla. Mi padre siempre decía: “Este chico va a ser profesional”. Él se
refería al fútbol. En cierto modo, yo cumplí con su mandato y fui un
profesional, aunque no por el fútbol, sino por el título de psicólogo.
Cierro los ojos y evoco los juegos
con mis hermanos en el gran patio de la casa: Diego Alberto, dos años menor que
yo, Sergio Eduardo, cuatro años menor y Myriam, la más pequeña, que falleció a
los veinticuatro años.
2
— Y ya nos estaríamos acercando a la década del ‘70.
ARG — A comienzos de esa década, en Bell
Ville, en el instituto donde había entrado a estudiar la carrera de periodismo,
conocí y me hice amigo de unos muchachos que venían de una localidad vecina,
Marcos Juárez. Al tiempo ellos abandonaron los estudios y se radicaron en la
ciudad de Salta. Se sintieron atraídos por esta provincia. Eran años en que el
norte argentino representaba para los jóvenes la búsqueda de las raíces, la
hermandad latinoamericana, el hombre nuevo y cosas por el estilo. A los meses
vine de vacaciones y, tal vez, escapando del destino que me aguardaba en Bell
Ville, me quedé a vivir en Salta. Esta ciudad me brindó un ámbito propicio para
la poesía. Descubrí que estaba escribiendo sin proponérmelo, casi
inevitablemente, ocasionales poemas reflexivos y obsesivos. Trabajé al comienzo
en una imprenta y en el Diario El Tribuno, luego en una agencia de viajes. A
los tres años de estar radicado, comencé a estudiar la carrera de psicología en
la Universidad Católica de Salta. Me recibí en 1982 e inmediatamente ingresé
como docente en esa Universidad. Me desempeñé como profesor en diversas
cátedras y fui profesor de Lingüística y Psicolingüística durante treinta y
cinco años.
Fue en Salta donde conocí a Liliana
Bellone, mi esposa. Ella estudiaba la carrera de letras en la Universidad
Nacional de Salta y ya era escritora. Liliana me introdujo en un mundo
literario del que no pude escapar y que hoy considero un feliz destino. En 1982
nació nuestra única hija, María Verónica, que es Licenciada en Letras y abrazó
la causa de la crítica literaria y los libros. Por entonces sobrevino el grupo
Retorno, conformado por poetas que produjimos algunas publicaciones, escritores que compartíamos una
estética que nos alejaba de la poesía celebratoria, del canto a la tierra, de
esa poesía desarrollada con maestría por la generación del ‘40, y nos
acercaba a formas más universales, más independizadas de una correspondencia
regional, donde se alternaban las influencias del mito griego y latino, el
simbolismo francés, las vanguardias, la generación del ‘27 española, la
poesía norteamericana e italiana del siglo XX. En el caso particular
de mi poesía, hubo y hay una presencia del psicoanálisis, pero también una
lucha permanente por librarme de esa influencia. Es que del psicoanálisis, una
vez que se ha entrado en su territorio, ya no se vuelve. Los temas centrales en
mi poesía son el vacío, la falta estructural en la condición humana, la
imposibilidad de atrapar con palabras lo real, y de decir aquello de lo que
realmente se trata. Se escribe no sólo gracias a las palabras, sino
fundamentalmente a pesar de ellas, luchando contra la resistencia del lenguaje
a dar en el blanco. No creo en aquello de la Diosa Palabra, sino en el intento,
siempre fallido por otra parte, de hacerles decir a las palabras más de lo
que éstas pueden decir. Por eso existe la metáfora. De ese modo mi poesía
se inscribiría en una línea conceptual, poesía del pensamiento, inclusive de
preocupación, motivada no por una disposición contemplativa o emotiva sino
por necesidad reflexiva frente a lo real. Mi catálogo de naves literarias
es ecléctico y allí están Jorge Luis Borges a quien leía y releía una y
mil veces y que ahora empiezo a perder, Roberto Juarroz y su Poesía
Vertical, el simbolismo francés, especialmente Paul Verlaine, el creacionismo
de Vicente Huidobro y la poesía norteamericana. Entre los narradores, además de
Borges, por supuesto, leí (como la mayoría de los escritores de mi generación)
a Julio Cortázar, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Marguerite Yourcenar,
Roberto Arlt, Thomas Mann, Edgar Allan Poe, Jean Paul Sartre, y de un modo obsesivo y siempre renovado, pues cada lectura
es un acto de habla, a Albert
Camus, a Gustave Flaubert y a Marcel Proust y, a veces, a James
Joyce. Esas lecturas
motivaron algunos artículos que publiqué en revistas de literatura y
psicoanálisis. En esos
años alternamos con los poetas Joaquín Giannuzzi, quien veraneaba en Campo
Quijano con su mujer, la novelista Libertad Demitrópulos, y con Néstor Groppa,
de la provincia de Jujuy, quien nos dejó el ejemplo de laboriosidad y
compromiso.
3 —
Sigamos con tu escritura.
ARG
— Es extraño lo que me ha sucedido: continué escribiendo a pesar de
reiterados intentos por dejar de hacerlo. Escribí sin darme mayormente cuenta,
como en un sonambulismo, sin demasiada conciencia de hacerlo. Varias veces, por
ejemplo, en medio de un congreso de psicoanálisis, mientras escuchaba a los
expositores, sus conferencias me iban sugiriendo o inspirando no cuestiones de
la teoría, sino poemas. Los otros trataban de articular los conceptos en la teoría,
yo de rescatarlos en un poema. Siempre encontré poesía en los textos de
psicoanálisis o de filosofía o de física (quizá por un problema de falta de
concentración o de aburrimiento, tendía a traducir los textos de las teorías a
la poesía). Además la poesía me pareció la única manera posible de decir las
cosas y de entenderlas. La poesía como lo más real, como aquello que más se
aproxima al hueso de lo que se trata. Bueno, mi desvarío no era tan
inconducente. Ya Martin Heidegger habló de la necesaria relación entre la
filosofía y la poesía, de la referencia a Friedrich Hölderlin específicamente.
Jacques Lacan, por su parte, mandó hacer
un esfuerzo de poesía. También dijo que la verdad
tiene estructura de ficción.
Después se agolparon los años, el trabajo en el consultorio, la muerte
de mis padres en Bell Ville. Continué siempre escribiendo poesía y encontré en
el género del ensayo un arma, una forma de dar batalla, de asestar una
estocada. En 1999 publiqué “El más allá
de la época”, en 2005 “La precipitación
de lo real”, en 2010 “Lingüística y
teoría del significante en psicoanálisis”, en 2011 “La exclusión en la cultura” y en 2016 “Neoliberalismo
y caída de los límites”. En este momento alterno la poesía con la escritura
del ensayo psicoanalítico sobre las condiciones de la época y sus malestares. Tengo inédita una novela ambientada
en Bell Ville, una ciudad de la pampa argentina, muy arquetípica, como dije,
texto que en definitiva quizá no sea más que mi propia novela familiar del
neurótico y que se anticipa en un libro de cuentos, “La casa del Boulevard Guzmán”, ambientados en la ciudad de
Córdoba, algunos en Salta y en especial en la pampa argentina.
Desde comienzos de los ‘80 he formado parte de diversos y
sucesivos grupos de psicoanálisis en el noroeste argentino y actualmente soy
docente del Centro de Investigación y Docencia del Instituto Oscar Masotta en
Salta, aunque, por el hecho de ser escritor, o quizá por no poder ceñirme a una
disciplina institucional, la institución nunca ha sido mi fuerte. Hay en mí un
cierto estado de inadecuación en lo institucional, una coartación, una especie
de constante desacuerdo. Sin embargo he permanecido y he trabajado porque lo
considero un deber marcado por mi práctica del psicoanálisis y por mi necesidad
de proseguir en contacto con la teoría.
Gracias a la literatura he viajado
con Liliana un par de veces a Italia y ya
muchas a Cuba, pude participar en recitales de poesía, en congresos de
literatura o dictar algunos cursos y un postgrado en la Universidad de la
Habana, publicar en revistas, etc. Sobre todo hice amigos, conocí a escritores
de otros países y advertí que la literatura es una patria
universal que suprime las distancias geográficas y culturales y que escribir
es en mi caso el destino “que Dios supo
desde el principio”, parafraseando a Borges.
4
— Hablemos de ese libro de notas difundidas por el diario “Punto Uno”.
ARG
— Siempre he sentido una preocupación por las
condiciones del país y la realidad, por esa especie de marca o designio oscuro
que lleva a los argentinos a la eterna repetición inconsciente y a una
insistencia en la desdicha. Además he adoptado una posición muy crítica hacia
la fase actual del capitalismo y hacia todo lo que ella implica; la
deshumanización, el entronamiento del mercado como nuevo dios sobre la tierra,
la proliferación de las mafias de la especulación financiera, la degradación de
la idea de democracia, la rotura del lazo social, el aumento de la violencia,
etc. Mis notas en el diario “Punto Uno” fueron (y siguen siendo aunque hoy las
escriba con menor frecuencia) una forma de combate a través de la única arma
con la que cuento y quizá sepa utilizar medianamente: la palabra, mi única
posibilidad de militancia. Y ahora advierto que también portan un intento
didáctico, siempre fallido por otra parte, una especie de inútil prédica en el
multitudinario desierto de nuestra época. Escribir notas sobre la realidad
social y cultural, desde una visión psicoanalítica de las cosas, desde los
aportes que el psicoanálisis puede ofrecer a la política, es para mi una manera
de asumir un compromiso.
5 — Cercados, enchastrados de
neoliberalismo como estamos, te has ocupado el año pasado de la “caída de los
límites”.
ARG — Es
un tema muy preocupante. Jacques Lacan a principio de los ‘70 definió al
capitalismo como un discurso circular sin pérdida, capaz de reabsorber y
transformar en mercancía y ganancia hasta sus propios desechos y calamidades.
Hoy esa sentencia de Lacan cobra especial vigencia. El capitalismo, en su fase
actual neoliberal, especulativa financiera, se presenta como una totalidad sin
bordes que se ha adueñado del Estado, del Poder Judicial y del conjunto de la
cultura y sus producciones. En ese sentido no hay límites, sino exceso,
desproporción, desmesura, mandato a un goce incondicional e irrestricto, en un
ir por el todo. La pregunta que debemos hacernos y que deben hacerse
especialmente los creadores, los artistas, los filósofos, los políticos es:
¿cómo escapar a esa circularidad que todo lo recicla y lo reintroduce en su
recorrido?, ¿cómo introducir ahí un punto de falta, de descompletamiento? Esto
me llevó en 2016 a publicar el libro “Neoliberalismo
y caída de los límites”, que es la continuidad de otros libros que sobre el
tema he venido escribiendo.
6 — Mencionaste (pero podemos
regresar, quedarnos en ellas) a Cuba e Italia: ¿y en Bolivia?
ARG — Liliana Bellone, mi
compañera en la vida y en las letras, obtuvo en 1993 el Premio Casa de las
Américas de Cuba por su novela “Augustus”,
gracias a lo cual estableció un vínculo literario y de amistad con Casa de las
Américas y con algunos escritores cubanos: Mirta Yáñez, Roberto Fernández
Retamar, Nancy Alonso, Luis Toledo Sande, Juanita Conejero, Roberto Manzano,
Susana Haug, Jesús David Curbelo, Ernesto Sierra, entre tantos otros. Para mí,
viajar a Cuba, recorrer una y otra vez las calles de la mágica Habana, escuchar
su música, percibir su ritmo, conversar con nuestros amigos poetas, reunirnos
en sus casas, beber litros de mojito, vivenciar el espíritu cubano que nos
evoca la literatura de José Martí, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Guillermo
Cabrera Infante y tantos otros, es quizá lo que más se aproxima a la felicidad.
Hay una canción folklórica argentina —cuya letra es del mendocino Armando
Tejada Gómez [1929-1992]— que dice: “Uno
vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”. Hay algo en Cuba del
orden de lo onírico, del regreso al pasado, de lo subconsciente, de los sueños.
A Italia viajamos porque
a Liliana la Editorial Oedipus de Salerno-Milán, le tradujo y le editó dos
novelas. Estuvimos durante dos meses —en 2014— en varias ciudades italianas
presentando uno de los libros en universidades y centros de estudios
literarios. Luego volvimos en 2016 con motivo de la otra novela. Fui invitado a
leer poemas en la Festa della Letteratura di Salerno y en la Universidad de La
Sapienza en Roma. En Italia me sucedió algo curioso: caminando por las calles
de algunas ciudades, principalmente en Roma, de pronto me olvidaba que estaba
en un país extranjero y me sentía por momentos más integrado y cómodo que en
Salta o Buenos Aires. No tengo ascendencia italiana, pero las ciudades
italianas, no obstante su arquitectura diferente de las nuestras, me resultaban
familiares como si ya antes hubiera estado en ellas. Una especie de “dejavu”.
Quizá haya estado efectivamente y lo haya olvidado, o mejor dicho, haya estado
ahí a través de la literatura, de las lecturas de Giuseppe Ungaretti, de Cesare
Pavese, de las películas de Federico Fellini o Pier Paolo Pasolini o del
neorrealismo italiano, de los textos de la historia, etc. La primera novela que
leí en mi vida, en la infancia, fue “Corazón”
de Edmundo de Amicis. Esa novela me transportó imaginariamente a un universo
subjetivo vivencial trascendente. Las ciudades, además de ser conglomerados de
edificaciones, son esencialmente fantasmas, representaciones mentales,
fijaciones. Pero no debo ser injusto y olvidarme de mis vecinos bellvillenses.
En la infancia y la adolescencia tenía vecinos de origen italiano, compañeros
de la escuela y amigos de juegos cuyos padres o abuelos eran italianos,
pronunciaban frases en italiano, amasaban comidas italianas, bailaban
tarantelas, etc. Pero si hasta mi madre que era criolla solía amasar “ravioli e
gnochi”. De modo tal que ir a Italia fue
como reencontrarme con algún fantasma de los años felices de la infancia, de una
Argentina que todos hemos perdido.
En Bolivia, por la
proximidad geográfica con Salta, he estado varias veces. En alguna ocasión
viajé a La Paz invitado a dictar un módulo en un curso de postgrado en la
Universidad de San Andrés, en la carrera de Psicología. De ese viaje recuerdo
la hospitalidad, la fascinación que me produjo la ciudad con sus calles
empinadas y populosas y, sobre todo, mi apunamiento por la altura, mi
desconcierto al no encontrar bares donde sirvieran café de máquina, los cafés,
esos ámbitos tan argentinos y europeos donde uno entra para reacomodarse
subjetivamente, para rearmarse y organizar las ideas. No concibo las ciudades
sin bares. También estuve en la bella ciudad de Cochabamba, y una vez en su
Feria del Libro, con Liliana y amigos escritores.
Los viajes son muy
importantes, pero no sólo por los países que uno visita o las actividades que
realiza, sino porque nos permiten por un tiempo descentrarnos de uno mismo,
salirnos un poco de la inercia y de la insistencia monocorde de la propia
existencia, que nos cansa y a veces nos harta. En algunos viajes he sentido una
especie de liberación, el transitorio alivio de no ser el mismo, la sensación
de que perdía mi memoria fantasmática y huían las figuras superyoicas, esa
memoria que nos ata a la repetición y a la neurosis.
7 — Néstor Groppa (1928-2011),
cordobés (casi como vos, en quien la condición de santiagueño no tuvo arraigo), también se radicó en otra provincia. Ya algo
esbozaste sobre él.
ARG — A Néstor Groppa lo hemos
visitado varias veces en su casa en Jujuy, gracias a la escritora jujeña Susana
Quiroga, quien sucedió a Groppa en la dirección de la página cultural del
diario “Pregón”. Lo hemos encontrado también en casa de algún amigo en común y
fue a la presentación de uno de mis libros de poesía en esa provincia. Era
ostensible su bondad y su hospitalidad, su generosidad, su mundo de libros, su
universo de citas y autores, sus referencias literarias, sus revistas, sus
obras publicadas en bellísimas ediciones que él mismo imprimía y cuidaba como
un orfebre, como un escultor, atendiendo a cada detalle de la edición, en un
afán casi pictórico. Además de un poeta imprescindible, fue un trabajador
incansable, un laborioso de la literatura que marcó un rumbo, el maestro de los
jujeños, un escritor de relevancia en la literatura del noroeste argentino. Me
ayudó, sin saberlo, a ser menos pesimista con el género humano.
8 — ¿Qué pintor, qué músico, qué
director de cine, te hubiera gustado ser? Pero sobre todo, ¿qué jugador de
fútbol?
ARG — En pintura me hubiera
gustado ser Eugène Delacroix y pintar “La Libertad guiando al pueblo”, pero no
podría esgrimir la razón. En el Museo del Louvre encontré ese cuadro que siempre
me atrajo y me quedé diez minutos mirándolo. Vaya a saber qué cosas hallaron
mis fijaciones inconscientes en esa pintura. También me atrae mucho la pintura
de Giorgio de Chirico y especialmente de René Magritte, quizá porque el
surrealismo de este último es caro a la presencia del inconsciente.
En música me
hubiera gustado ser Mozart, porque su música dice más que todas las palabras y
se aproxima a ese punto inatrapable que es lo real, el núcleo de la condición
humana, aunque no podamos decirlo. En Mozart está todo.
En cine pienso en
Ettore Scola, en su genial capacidad metafórica de equiparar, en una película,
una sala de baile al transcurrir de la vida humana, al devenir cotidiano de los
seres con sus grandezas y miserias, sus lógicas amorosas, sus dichas y
frustraciones, sus ideales y desesperanzas.
En el fútbol me
hubiera encantado ser el jugador que tenía en mi cabeza, en mi imaginación
futbolera a manera de síntoma obsesivo, un jugador capaz de gambetear una y
otra vez a todo un equipo, llegar hasta el arco rival y marcar los goles más
espectaculares, realizar las jugadas más asombrosas, un gladiador sin falta,
una especie de dios de la cancha que todo lo puede. Ese jugador infalible, por
supuesto, no podía existir, salvo en mi fantasía. De niño pensaba en Pelé como
en una aproximación a ese ideal y se me representaba su equipo, el Santos del
Brasil, como un cuadro imbatible y mágico con su vestimenta completamente
blanca como la perfección.
9 — ¿Qué te pasa con aquellos
creadores de obras que tienden a romper con fórmulas o a imponer alguna
peculiaridad?
ARG — Como afirmaba Jorge Luis
Borges: “Toda poesía es misteriosa, nadie
sabe del todo lo que le ha sido dado escribir”. Es decir, nadie puede
proponerse realizar una ruptura o imponer una estética, sino que son la ruptura
y las estéticas las que se imponen independientemente de la voluntad o la
intención conciente del autor. El escritor no es más que una especie de médium,
alguien que pone la mano blanda para que los otros, a través de él, puedan
decir sus fantasmas. Decía Borges: “No
soy yo quien escribe, son mis mayores”. Cuando hoy algunos escritores se
autoimponen ser innovadores, transgresores, rupturistas, muchas veces no hacen
otra cosa que repetir lo que ya estaba realizado y hasta trillado, por ejemplo,
por las vanguardias. Eso sucede cuando algunos creadores creen que se puede
partir de borrón y cuenta nueva, desconociendo lo anterior. Las rupturas nunca
son totales, siempre conservan algo de lo precedente, suponen un algo que
existe previamente con lo cual romper. Por otro lado, da la impresión de que
hoy la transgresión ya no transgrede nada. Además, si todos somos rupturistas,
no hay ruptura.
10 — ¿Podrías referirte a tu propio
estilo? ¿Se hace, un estilo?
ARG — No soy el más indicado
para hablar de mi estilo literario, tarea que corresponde más a los críticos
que a los autores. Pero pienso que mi escritura se inscribe, como antes referí,
en una línea conceptual, de pensamiento, no por una búsqueda intencional, sino
por necesidad personal, por inevitabilidad, una poesía que se aproxima a una
preocupación filosófica, que revela un estado de perplejidad y azoro frente a
un punto de indecible. Lo cierto es que al cabo de los años, o mejor dicho de
los libros, he ido edificando quizá un estilo. Alguien me hizo caer en cuenta
que en mis poemas, de verso libre, prevalecen los elementos arquitectónicos, el
vacío, el espacio, las columnas, la piedra, el mármol, la referencia a los
mitos griegos, las metáforas bélicas. También está plagada de referencias a la
cultura popular, al tango, los refranes, al habla corriente. Se suceden, por
ejemplo, las marcas de productos comerciales de una época, los nombres de
bebidas, canciones, automóviles, acontecimientos históricos. Mi mujer suele
decirme, irónicamente, que soy “nacional
y popular”. Mi poesía es una poesía de la llanura y de una época, que
expresa el sentimiento de vastedad, la presencia fantasmática del espacio, lo
inconmensurable de la pampa, una escritura del devenir, del paso del tiempo, de
la historia cotidiana y, fundamentalmente, de la pérdida.
11 — ¿Muchas gracias, muchas ínfulas,
muchas dotes, muchas expectativas o mucho resentimiento?...
ARG — Algo
de todo eso seguramente hay en esta época de resquebrajamiento del lazo social
y caída de las referencias simbólicas, aunque en distintas dosis y
combinaciones, con sus excepciones y casos particulares. En algún momento me he
preguntado si la literatura y la poesía todavía existen, si la literatura y la
poesía aún pueden ser salvadas de esa gran boca, el capitalismo actual, que
todo lo masifica, lo transforma y desvirtúa.
12 — En un reportaje efectuado a
Ricardo Bartis por Rosaura Berencoechea, Laura Mazzacchi y Jorge Hardmeier y
publicado en el número 3, marzo 2000, de la revista “El Anartista”,
refiriéndose principalmente a la labor actoral declara: “No es que uno actúa para ser otro, otro psicológico. No es que el placer
está en ser otro, el placer es en no ser. La actuación, su goce (no sé si es un
placer) está en la dilución de los límites de la identidad psicológica. Y ser
pura pulsión.” ¿Dirías que lo que Bartis discierne es aplicable, de alguna
manera, a la labor del escritor?
ARG — Totalmente. Uno carga
consigo mismo al hombro como con un acompañante pegajoso. Librarnos por algún
lapso de esa pesada carga puede ser muy placentero. Además, esa destitución
yoica le permite al escritor vivenciar más fácilmente otras realidades
diferentes de la suya propia, identificarse con personajes disímiles y
distantes, ponerse en la piel de los otros, abrirse mejor a las historias que
quiere narrar. Es por ello que suele decirse que el escritor no tiene clase
social, que es un desclasado y que puede estar en varios sitios al mismo
tiempo, atravesar las fronteras subjetivas. Como Eros, no es rico ni pobre.
Pero por otro lado la identidad psicológica, su pertenencia concreta a un
lugar, su fijación a un tiempo y a una historia personal, también son
necesarias para expresar los fantasmas y la subjetividad de un lugar y una
época. De manera tal que el escritor y el poeta, deben ir y regresar todo el
tiempo de la identidad, si es que existe alguna identidad, salirse de ella y volver
a ingresar, ser por un momento, por ejemplo, un loco, pero retornar luego a la
cordura, si la hay realmente...
13 — Siendo
chico, ¿recordás instancias en las que no soportaras a los adultos?
ARG — Yo he vivido en una
especie de inadecuación permanente con los otros y ello me ha generado no poco
sufrimiento y soledad. De niño, respecto de los adultos, he sentido a veces
temor, temor a ser reprendido por faltas que ni siquiera había cometido ni sabía
en qué consistían, pero por las cuales me sentía inevitablemente culpable. Mi
padre nunca fue un hombre severo ni violento, sino, por el contrario, bondadoso
y sacrificado, pero ese hecho, aumentaba mis vivencias de culpa en lugar de
atenuarlas. Lo veía llegar del trabajo con el mameluco lleno de grasa, cansado,
después de trabajar ocho horas en aquel concesionario de autos y tractores y
sentía a esa temprana edad una especie de compasión por él y angustia por su
esfuerzo y por el paso del tiempo, por los sueños no realizados. Mi madre sí
era un poco más autoritaria, aunque en forma sutil y mucho más efectiva. Ella
siempre decía que yo hacía renegar, que me pasaba peleando, pateando esa
dichosa pelota, que me trenzaba todos los días a las piñas en la calle y frases
por el estilo. Y para mí no era importante la verdad de los hechos, sino las
frases y sentencias que mi madre pronunciaba. Los psicoanalistas podrían decir
que he tenido, y que aun tengo, un superyó demasiado feroz. En los otros
adultos, de niño he percibido la arrogancia, la pedantería y, no pocas veces,
la estupidez humana. En conclusión, he sido y aún soy bastante fóbico, aunque
no todo el tiempo, por supuesto, ni en todos los lugares y circunstancias, sino
más bien en relación con las figuras de autoridad, imperativas o crueles,
muchas veces frente a lo institucional, pero no así en la literatura ni el amor
que se parecen bastante y que han sido generosas conmigo.
14 — ¿A qué hechos, objetos, sabores,
costumbres, circunstancias, le atribuís una insoslayable importancia o
trascendencia íntima o abarcativo alcance? ¿Con qué personajes del pasado, para
vos insoslayables, trascendentes y hasta abarcativos, te agradaría encontrarte?
ARG — Los hechos que considero
importantes en mi vida han sido muchos y diversos y no podría establecer una
jerarquía entre ellos. Recuerdo, por ejemplo, el fallecimiento de mi abuela
materna, una mujer estoica y sabia, a mis tres o cuatro años de edad, los
sonidos y fragancias de esa mañana, ese primer contacto con la muerte en la
infancia. O mi primer día de clases en la escuela primaria, mis sensaciones y
percepciones en el aula. Los objetos: una pelota de fútbol que saqué en un
juego en la Kermesse en Bell Ville donde a mis cinco años había concurrido con
mis padres, una pelota de cuero color marrón, cuya esfera imaginaria aún me
acompaña. Siempre me fascinaron los automóviles, los diseños, los conjuntos
arquitectónicos de las ciudades (quizá he sido arquitecto en alguna de mis
reencarnaciones). Los sabores: las pastas con vino tinto, el café, las granadas
del patio en la niñez. Las costumbres: el caminar por la ciudad, entrar en
todos los bares, leer y releer los mismos libros, aferrarme demasiado a las
cosas, volver y permanecer demasiado tiempo en los mismos lugares, efectuar
centenares de viajes entre Salta y Bell Ville en ómnibus en horas de la noche.
Una circunstancia: haber encontrado, con Liliana, al otro día de nuestro
casamiento, a Jorge Luis Borges, por casualidad, en el vestíbulo del Hotel
Bauen en Buenos Aires, y conversar con él durante cinco minutos y que nos haya
puesto su firma en la libreta de casamiento, creyendo que se trataba de un
pasaporte, mientras nos decía: “Con esta
firma van a viajar por el mundo”. Personajes: si existiera la máquina del
tiempo me complacería ver al General José de San Martín, a Manuel Belgrano, a
Sigmund Freud, aunque, por supuesto, no sabría qué decirles.
15 — Reunamos (otra vez) a “las tres
poetisas del Sur”, quienes en 1938, en Uruguay, ofrecieron una conferencia
conjunta sobre el rol de la mujer en la literatura: ¿Juana de Ibarbourou
(1892-1979), Alfonsina Storni (1892-1938) o Gabriela Mistral (1889-1957)?...
ARG — Tres grandes voces de la
poesía americana (como prefiero decir para restituir el alcance del gentilicio
del cual los norteamericanos se han apropiado), las tres de América del Sur:
Uruguay, Argentina y Chile; cada una con su filiación modernista y con su
camino hacia las vanguardias. En la célebre reunión de 1938 (año del suicidio
de Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones) las tres escritoras mostraron, sin
duda, provenir de la progenie de Sor Juana Inés de la Cruz. Cada una marcó un
derrotero que va desde la voz mesiánica de Gabriela en sus poemas a América,
por ejemplo en “Tala”, hasta el
despojamiento y desesperación de Alfonsina. Gabriela alcanzó el reconocimiento
mundial con el Premio Nobel en 1945; Juana, el de toda América; y Alfonsina, el
del corazón de los pobres y marginados, el de los tristes. Su prematuro fin por
propia voluntad, anunciado en su poesía desde siempre, en las aguas de Mar del
Plata en octubre de 1938 (ese mismo año, el 18 de febrero, se había suicidado
con cianuro su entrañable amigo Leopoldo Lugones, y un año antes, un 19 de febrero, había bebido cianuro Horacio Quiroga,
su otro gran amigo), saca a la luz una problemática, la de la mujer y el
arte. Las tres poetas tuvieron la
recepción que la época reservaba a la poesía: fueron leídas de manera masiva
por generaciones, como ocurriera con Rubén Darío y Amado Nervo. Además, si bien
es cierto que sus temas y textos son universales, las marcas de “americanidad”
en ellas es constitutiva. El fantasma del sufrimiento del poeta se filtró sin
duda en Alfonsina, la nuestra, la que desafió desde su fragilidad el destino de
las que se atrevieron contra una sociedad rígida y conservadora, como Virginia
Woolf, Alejandra Pizarnik o Sylvia Plath. Por su origen y por la leyenda que la
rodea, siento a Alfonsina más cercana. No puedo dejar de recordar un bello
poema de Joaquín Giannuzzi dedicado a ella.
16 — El narrador de la novela “La música del azar” de Paul Auster dice
por allí: “En cierto punto la música de
ambos [Wolfgang Amadeus Mozart y Joseph Haydn] parecía encontrarse y ya no era posible distinguirlas.” ¿Te
promueve esta frase algún otro “encuentro” artístico de una índole semejante?
ARG — En el arte todo es
encuentro, relaciones, entramado de textos y códigos. Gérard Genette habla de
palimpsesto, esto es, escritura sobre escritura, constante repetición. Julia
Kristeva habla de intertextualidades para referirse a esa repetida cualidad de
la literatura. Borges nos ha dado un ejemplo magnífico en el cuento “Pierre
Menard, autor del Quijote”. Cada poema, cada novela provienen de un ritmo misterioso,
a veces remoto, a veces más cercano, que es el ritmo de un Otro que narra y
compone, el lenguaje mismo, la condición humana. Esos encuentros a veces son
notables, algún oído avezado puede descubrirlo (como el narrador de la novela
de Paul Auster), pero a veces nadie los descubre, ni siquiera el artista que
los produce. En Borges están los poetas ingleses y norteamericanos, están las
voces de Dante Alighieri, William Shakespeare y Miguel de Cervantes, como en un
devenir que se impone al escritor. En “Orlando”
de Virginia Woolf está el “Orlando
furioso” de Ludovico Ariosto; en “Pedro
Páramo” está “La Odisea”,
especialmente en lo que se conoce como la telemaquia, el peregrinaje de
Telémaco en busca de su padre, voces a veces audibles, a veces, ocultas.
17 — Sabemos que tenés sin socializar
tu primera novela. ¿Cómo es para vos, autor de varios libros en otros géneros,
esperar que ocurra?... ¿Poemarios inéditos, Antonio?...
ARG — Tengo esa pobre novela
sin publicar desde hace más de quince años. Se titula “Los nombres de la llanura”. La presenté, sin éxito, en varios
concursos nacionales y extranjeros de editoriales que prefieren hoy la novela
ultra realista, descarnada, de hechura lineal y fácil por motivos de mercado.
Inclusive varias veces la quise destruir porque ya no me satisfacía, me parecía
demasiado personal y existencialista y, sobre todo, obsesiva. Liliana,
compadeciéndose del texto, evitó que eso ocurriera. En 2016 pensé que la única
manera de que sobreviviera era reescribirla, podarla, suprimirle algunos
capítulos. Pero esa novela es para mí un punto fantasmático complejo, una deuda
pendiente, un mandato inconcluso y hasta una frustración. Siento que hasta que
no la publique no podré escribir más narrativa, que estoy inhibido para
escribir otra novela o libro de cuentos y que me la tengo que sacar de encima.
De manera tal que tendré que tomar la decisión de publicarla por mi cuenta o,
quizá mejor, volver a análisis.
Tengo un libro de poemas
inédito: “Orquesta típica”; tiene
también ya algunos años. Ese poemario es la síntesis y la confluencia de mis
poemarios anteriores. Se trata del baile y la música del tango, pero no como
danza efectiva, sino como excusa poética, como metáfora del transcurrir de la
vida en la llanura. De chico me dormía arrullado por el sonido de la música de
esas orquestas (“típicas” o “características”) que surcaban las leguas en la
pampa y tocaban en los clubes de los pequeños pueblos donde concurrían los
colonos y algunos criollos. Esa música para mí representaba en una pista de
baile la travesía humana, el júbilo y el dolor de la existencia. “El Baile”, la
película de (volvamos a nombrarlo) Ettore Scola, desencadenó mi reminiscencia y
me inspiró en parte el libro que también se compone de algunos otros poemas
que, aunque no están asociados directamente con el tango, conllevan quizá el
movimiento, el ritmo, el deslizarse de las vidas cotidianas.
*
Antonio Ramón Gutiérrez selecciona poemas de su autoría para
acompañar esta entrevista:
LA CANCIÓN PRIMORDIAL
Escribo
en esta noche
mientras
un motor se oye en la ruta
como
una canción primordial.
Es
el cortejo de los amores que no fueron,
las
bocas que no besé, las palabras que no dije,
los
lugares donde no estuve, los libros que no leí,
los
cabellos que no acaricié, el rumor
de
las noches de verano en Bell Ville, la juventud
que
fue quedando atrás como nidos de hormeros,
los
años como una melodía que insiste
y
que me trae la nostalgia de unos ojos,
el
sabor de unos labios que aún me hieren el alma,
el
recuerdo del paso del tren de las doce.
Escribo
en esta noche,
mientras
un motor se oye en la ruta
como
una canción primordial.
(de “La canción
primordial”)
*
MOLDE PARA UNA METAFÍSICA
Para
crear una existencia sólo hay que retirar
los
sobrantes, la materia que le rodea,
llegar
con el martillo hasta las galaxias
y
continuar sacando mundo, cavando sombra,
hasta
dar con la forma justa y definitiva,
separada
de todo lo que la trasciende.
Obtenido
ese modelo de piedra temblorosa,
hay
que volver a llenar el universo,
colocar
en sus órbitas los planetas,
las
estrellas en sus constelaciones,
los
ríos en su cauce, los peces en su espina,
jardines
alrededor de los brazos,
huertas
que broten en el afuera vacante.
Por
último, del centro de todo lo posible,
retirar
la pieza de mármol, ahuecar ese espacio,
para
dar cabida a la nada,
es
decir, a un hombre repleto de vacío
con
la mirada puesta en todo lo que le falta.
(de “Molde para una metafísica”)
*
EL BAILE DEL SER
Esta
danza y todos aquí
sobre
la inclinada llanura.
Los
cuerpos sangran lento y dan
un
solo giro en el patio absurdo
mientras
se oye la orquesta típica,
sus
bandoneones gastados, su dolor bailable.
¿Acaso
Dios mira la escena?
Esta
pareja ya ha dado sus pasos
por
las tablas de su turno y se retira
a
un costado de la fecha,
aquella
otra tuvo a su tiempo los hijos
que
han salido a la vez a danzar
y
avanzan resueltos entre los caídos.
Danzan
la memoria, las tardes felices,
las
estaciones, los niños ya viejos danzan,
Todos
cruzan en diagonal el patio
y
el baile parece un éxodo.
No
han de bailar dos veces el mismo tango.
Las
notas atraviesan los pechos
de
los ágiles moribundos.
(de “Molde para
una metafísica”)
*
ESCRITURA
DEL ÁRBOL
Hasta
el cuello en las horas,
de
pie en mi cabeza,
del
lado interno de esta tarde
que
se va por el punto corrido de su hechura,
escribo
este poema que no da en el árbol
y
que vuelve su boca de fuego hacia mi frente,
mientras
el árbol (no este que digo,
sino
aquel otro que insiste en ser árbol)
permanece
no escrito, intacto en su centro.
Nada
de lo que aquí diga dará en el blanco,
nada
de todo esto es de lo que se trata,
sólo
es mi cabeza la que aquí rueda escrita,
siempre
a punto de estallar y acabar con el mundo.
La
tarde no es la tarde que digo, sino aquella otra
en
la que lo imposible hace cumbre en el hueso.
(del
libro inédito “Orquesta típica”)
*
TODOS BAILABAN
Todos
bailaban esa noche
en
la cubierta de la llanura,
los
padres, los hijos, los nietos
y
eran sus rasgos los que bailaban,
amados
fragmentos familiares
reunidos
en un patio de baile:
el
color de los ojos de la abuela,
los
mentones tan característicos,
la
nariz heredada, el corte idéntico de cara,
la
manera de sonreír del abuelo,
la
risa igual a la del primo,
los
mismos gestos del padre,
el
carácter de la madre,
el
parecido con el tío Luís,
los
defectos que vienen de familia,
el
mechón sobre la frente, el lunar, la ceja,
la
cicatriz, los dos remolinos, el párpado
y
la manera particular de todos ellos
de
caminar hacia la muerte.
(del libro inédito “Orquesta típica”)
*
ENUMERACIÓN
La
obra en el escenario de tierra,
los
actores de paso, los trajes deshabitados
de
los equilibristas, sus viejos carromatos
acampados
bajo Orión, los niños corriendo
detrás
de los carruajes la tarde en que arribamos
a
la aldea, los mensajeros y las campanas,
las
multitudes en el palco, sus miserias en escena,
los
oficios, las posadas, los hoteles de mala muerte,
la
ciudad en sí misma actuando su caso,
el
actor que encarna su propia doblez,
los
personajes representando sus existencias
al
pie de la letra, el titiritero que en su mano vestida
se
prolonga como un atuendo hueco
para
júbilo de los que quieren ver su angustia,
el
que se saca los ojos para verse desde las gradas,
los
comediantes interrumpiendo con sus cuerpos
la
totalidad, los perros ladrando a lo que los desdice,
la
cruz del sur, la indecible bóveda, la honda noche,
la
leyenda del circo que se hundió en el océano,
los
caídos desde el trapecio, el equilibrista
que
se quebró el cuello contra su época,
ese
otro que hace malabares para sobrevivir,
las
sombras de los amantes deslizándose
como
prófugos bajo la confidente luna,
el
público aclamando al trapecista y su riesgo,
el
alfarero que encierra en su copa su propio vacío,
el
planeta dando contra la cabeza del acróbata,
el
bandoneonista que le pone ritmo a su declinación,
el
pintor que mezcla su sangre en la paleta
para
tener alguna perspectiva, para ser horizonte
y
el poeta que fracasa una vez más en decir lo real.
(del libro inédito “Orquesta típica”)
*
Entrevista
realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Salta y Buenos
Aires, distantes entre sí unos 1500 kilómetros, Antonio Ramón Gutiérrez y Rolando
Revagliatti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario