Homenaje
de la Provincia de Salta y de la Nación a
Manuel J. Castilla en su año centenario. Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 5 de
julio, 2018
Dra.
Graciela Maturo: Manuel
J. Castilla: de lo americano a lo universal.
Es un gran honor para mí el haber
sido invitada por la Secretaría de Cultura de la Provincia de Salta a
participar de este Homenaje nacional y provincial a Manuel Castilla, un homenaje del pensamiento y la cultura,
respaldado por el consenso de la comunidad poética, que venera al poeta como a uno
de sus grandes maestros.
Estamos ante un homenaje largamente
esperado y muy significativo, en el año centenario de Manuel Castilla. La
cultura argentina está de fiesta ante este reconocimiento nacional a un poeta
eminente que proviene del Norte Argentino pero representa a la Nación entera y
a la Patria Grande americana. Manuel
Castilla alcanza la categoría de poeta universal desde su americanismo y no a
pesar de éste, como intentaré señalar en estas palabras pedidas por el Profesor
Sergio Bravo, a quien agradezco el honor de su invitación. Trataré de cumplir
con esta responsabilidad en nombre de la Poesía, y de la crítica del poetizar y
la cultura –o al menos lo que entiendo como tal.
La obra poética de Manuel Castilla
es total, deslumbrante en su forma siempre cuidada sin haber sido reducida al
mero artificio, intensa en su mensaje humanista y revelador. Su idioma poético, aquel caudal propio que algunos críticos
llaman idiolecto, es de una riqueza y
austeridad que se balancean, en su equilibrio
de afectividad, penetración
intelectual y sabiduría poética, magistral en sus modulaciones y mensaje. Ha cultivado todos los metros y formas de la poética greco-latina
e hispánica con inclusión de los antiguos metros de origen
oriental- coplas, dísticos y tercetos que están en la raíz de
ese poetizar y perduran en la poesía popular de distintos tiempos, sin omitir
la refinada forma del soneto trabajando
con destreza sin par, en alternancia con coplas y romances. Incluso inserta hasta sus últimas obras, coplas
propias y del cancionero norteño- hispanoamericano,
en textos más extensos y de otra factura, que se abren al lenguaje poético
versicular o incluso al verso libre, siempre de particular ritmo y
melodía. En sus últimos libros se revela
como un maestro del versículo, de particular intensidad, cadencia y ritmo. También
escribe prosa poética, una joya que nos ha sido revelada hace pocos años a través de la publicación de
algunas obras inéditas. No hay
rupturas o saltos en su labor sino un acrecentamiento paulatino desde los núcleos
esenciales de percepción, experiencia y reflexión. La calidad y coherencia, la adecuación de forma y
mensaje, están dados desde el comienzo.
Esa etapa inicial de su obra ha sido
relacionada, a mi ver con justicia, con la afamada y discutida generación del 40. La crítica tiene el
derecho de hacer apreciaciones y relaciones históricas como el reconocimiento
generacional de grupos que surgen simultáneamente en distintos lugares de la
Argentina y se reconocen entre sí a través de revistas y publicaciones, e
incluso promueven manifestaciones en común, como ocurrió por esos años.
Básicamente en Tucumán, Entre Ríos, Buenos Aires, La Plata, Salta, Jujuy y
Santiago del Estero - acaso también en otras provincias, en figuras aisladas y
con menores repercusiones - surgía
un reclamo unánime a favor de un humanismo poético ajeno a las modas, el
vedetismo, el brillo del ingenio metafórico, en suma la trivialización de la cultura. Hechos conmocionantes
como la guerra civil española, de tan profundos ecos en la Argentina, y los
anuncios de una segunda guerra mundial, afectaban a jóvenes poetas de veinte a treinta años que
proclamaban su fe en una poesía adentrada
en el corazón del hombre. Fue un momento
ciertamente único al que cabe el nombre de generación, vanamente propuesto
para otros momentos de poéticas formales y variadas.
También reivindico a la generación
como humanista: muchos de sus poetas se volcaron a la recuperación del
humanismo europeo y también de la
cultura propia; por dar un solo ejemplo
mencionaré a León Benarós, estudioso y cultor
del cancionero bonaerense. No digo que
después no brillara en muchos poetas el humanismo, la pertenencia a la tierra y
el cielo, dejando de lado el juego fácil
y la ambición de impactar a un lector. Lo que digo es que tal vez por única
vez, grupos de poetas de todo el país coincidían en una toma de conciencia de
la situación mundial y regional, de la necesidad de volver a las fuentes y la legitimidad de recoger el legado de sus
pueblos. (Este movimiento cultural, “El
cuarenta”, merece ser careado y relacionado con los grupos Orígenes de Cuba, Contemporáneos
de México y varios más a lo largo del subcontinente americano. Surgían voces que no representaban solamente
a Occidente sino a los pueblos autóctonos, marginados, al criollismo fundacional, a la cultura
mestiza americana en consonancia con los estallidos políticos de una América
que despertaba a sí misma y al mundo).
Considero válido que se incluya a
Manuel Castilla en este movimiento poético generacional, si se tiene en cuenta
que la afectividad, el sueño, la
pertenencia a su comarca, la
continuidad vida-muerte, el hablar con
naturalidad como lo hace el pueblo de Dios y de los ángeles, en suma la
aproximación a lo sagrado- conforman ese
núcleo esencial de la poesía de Manuel que es también el núcleo de una
generación que fue llamada neo-romántica. Interpretada desde nuevas categorías
filosóficas (por ejemplo Heidegger, quien es sin duda el que devuelve al poetizar su condición de pensar poético) hablaríamos
de un habitar-el-mundo, o del simple “estar” del que hablaba Rodolfo Kusch,
filósofo heideggeriano, que tanto resuena en la poesía de los cuarentistas y
especialmente de Castilla al punto que leyendo a la par los libros de ambos,
llega a preguntarnos si el poeta leyó a
Kusch o si éste tuvo a la vista los poemas de Castilla cuando elaboraba sus
categorías del estar-en-el-mundo.
Los distintos grupos argentinos no eran iguales, obviamente, aunque
corresponda a la crítica descubrir su trasfondo común. Respondían a regiones
con su fisonomía propia que tuvieron
desarrollos singulares, y especialmente
lo hizo el grupo norteño que representaba a una amplia región. En 1944
se presentó una muestra colectiva del grupo La
carpa, alentado por Raúl Galán y Mario Busignani, que aglutinaba a los
poetas del Norte. Traigo estas menciones porque es una perspectiva legítima
para la crítica el establecer lazos históricos en el campo de la cultura. Pero la trayectoria de un poeta, sin ignorar
los estímulos del medio, es siempre una trayectoria personal e intransferible,
aunque formativa e irradiante. El
grupo La Carpa reconocía la fuerte
idiosincrasia de la cultura en el Norte argentino, lugar de una
vasta población indígena, criolla y mestiza. Sin embargo –y tal es la complejidad
del fenómeno poético americano- tuvieron
contacto con vanguardias de Perú y Bolivia que a su turno revaloraban la base
indígena, como lo ha estudiado María
Eugenia Carante. Hay que subrayar, con una mirada más amplia, que en su
conjunto las vanguardias americanas tuvieron una impronta indigenista, negrista
e incluso criollista, como se pudo observar en la vanguardia porteña, de modo
que ese humanismo del que hablamos puede extenderse con mayor alcance a otros
momentos, mostrando la idiosincrasia humanista del subcontinente mestizo.
Dentro de esa amplitud, los norteños redescubrían
el rico tesoro de la cultura popular, alejándose del folklore repetitivo y
comercial, e indagando seriamente en géneros antiguos como la copla y el
romance, a los que agregaron la baguala, la canción, el carnaval, los cantos
celebratorios y funerarios, etc. A la par de expresar su evolución interior,
los poetas del Norte iniciaban un rumbo hacia el origen, hacia su propia realidad,
hacia la música y los ritmos de su entorno. Se
dio en ese formidable movimiento una labor que tuvo muchas facetas: por un lado
reconstruían la totalidad de la cultura, superando las vallas entre lo popular
y lo ilustrado, haciendo un trabajo antropológico y filosófico que redundaba en
su propia creatividad; por otro se sentían motivados a reafirmar su pertenencia
a una cultura con fueros propios. Mucho hay de ello en la obra de Castilla sin
que por mi parte pueda suscribir la expresión de algún crítico que ha dicho que
su obra es la realización del programa cultural de La Carpa.
Su desarrollo personal se va dando
en consonancia con su afirmación del habitar,
en una obra singular compuesta de unos veinte títulos – entre ellos algunas
plaquetas- que encierran el itinerario espiritual de un hombre, el fondo
inagotable de un pueblo, y la sabiduría alcanzada por la humanidad en su trato
con el lenguaje, trato que no es solamente el del artífice sino el del
discípulo. Nadie podrá negar que los poetas, en pleno siglo del conocimiento tecno-científico,
son deudores de una donación transformadora que les viene de su propio trato
con el lenguaje.
Escuchemos al poeta, presentándose
en su palabra:
y
siento por mi sangre / como por una yema / arenosa, pasar la eternidad.
E invitaremos a seguir escuchándolo, mientras intercalamos pálidos
comentarios, que acaso se vuelvan superfluos ante el canto. Porque Manuel Castilla es un poeta del canto, y no solo lo es por la continuidad de sus
poemas con la poesía cantada en ritmos
populares, sino por su esencia
musical manifiesta desde sus primeros libros
AGUA DE LLUVIA, LUNA MUERTA y LA NIEBLA Y EL ÁRBOL. Son tres libros que
nada tienen de bisoños o principiantes, muestran al poeta consciente de su
interioridad y de su pródigo lenguaje, marcado por la nota afectiva que le será característica. AGUA DE LLUVIA inicia
esa trayectoria con el ejercicio de coplas y romances, géneros que siempre lo acompañarán.
Los versos de su segundo libro, LUNA MUERTA, dirigidos a los indígenas del
Chaco salteño, muestran tempranas preocupaciones sociales, una mirada sobre el
otro, los otros, que será otra constante de Manuel. Pero no se trata de la mera denuncia social sin
ahondamiento en la cultura del otro: Castilla , en este libro, comprende la cultura
de Palenque como cultura arcaica,
próxima a lo sagrado, destruida por el
civilizador que avanzó sobre ella a dentelladas . En LA NIEBLA Y
EL ÁRBOL asoma el amor en forma más
próxima y encarnada, que es una constante suya, dirigido a la madre y el padre,
a su mujer, sus hijos, sus amigos poetas, además de campesinos y lugareños, con nombre propio o sin él. La
mirada al otro se desenvuelve profundamente como un amar, comprender, interpretar y com-padecer. Es también acto de pertenencia a lo
popular por un poeta que conoce muy bien las aventuras del arte occidental en los últimos siglos.
Al final de esa década aparece
COPAJIRA (1949), que se prolonga en los años ‘50 mostrando nuevos elementos que integran la comarca, explorada desde adentro, desde la
pertenencia. El poeta es plenamente consciente de la originalidad y el papel histórico de su región y de a amplia
región americana. Ese libro, junto con
LA TIERRA DE UNO Y NORTE ADENTRO integran una segunda trilogía centrada en el
Norte Argentino, no solo ni principalmente por la poetización descriptiva, sino por la honda
penetración de la idiosincrasia moral y cultural del hombre norteño.
Nunca fue Castilla lo que suele
llamarse un poeta intimista. Su visión es la del poeta cósmico, nunca
desprendido de su faceta social y familiar, que inscribe su vida personal en el
conjunto de su comunidad y del marco natural, y hallando en esta conjunción los
rastros del sentido. Desde el comienzo, junto a su calidad poética expresiva, se da la
primacía del hallazgo sobre la búsqueda. Vemos
iniciarse también un lirismo que trae imágenes de su vida pasada, lo cual es
signo de esa madurez espiritual que desafía
la entropía del tiempo. En esta línea, que arranca de la anamnesis platónica, se encuentran EL CIELO LEJOS, POSESIÓN ENTRE
PÁJAROS, ANDENES AL OCASO y varias plaquetas intermedias, coronadas por una
obra elegíaca, EL VERDE VUELVE (1970). A
la alegría del vivir se sobrepone, sin desgarramientos, una suave nostalgia por
la pérdida de los seres queridos, y por el paso del tiempo. Pero rememorar es
también recuperar, triunfar sobre la entropía, tal como lo intuye y lo interpreta nuestro poeta.
Soñar
lo conecta con el cielo y los ángeles, con esa naturalidad con que lo vive el
hombre sencillo y el poeta, popular e ilustrado, lo reafirma. El
sueño es la antigua puerta de marfil que comunica al tiempo con la eternidad y
activa la comunicación con los muertos, que se vuelve habitual en nuestro
poeta metapsíquico.
En los años ‘70 alcanza su plenitud espiritual. No se trata ya solo de su madurez poética y
filosófica, suma a ellas un acceso a la dimensión mística que no todos los poetas alcanzan. . Por estos
años Manuel Castilla publica sonetos, y cantos del tipo de la Oda clásica como
los incluidos en CANTOS DEL GOZANTE (1972) y TRISTE DE LA LLUVIA (1977). Vienen
a integrarse en esta etapa de alta espiritualidad, la poesía y prosa inéditas
contenidas en CAMPOS DEL CIELO, DE SOLO ESTAR y CÓMO ERA?
Estamos ante el poeta iluminado por
su propia apertura a niveles no ordinarios de conciencia, dueño del lenguaje
poético en sus más variadas versiones, y de una sapiencia poco común que le
permite avizorar la continuidad vida-muerte. Si la primera parte de la obra de
Manuel Castilla puede considerarse como afirmación y penetración de su comarca,
ineludible en toda exploración humana, podría hablarse de una segunda como acceso
al nivel espiritual, en que el poeta vive la doble dimensión del tiempo y la
eternidad.
Quise compartir con ustedes la
lectura del poema “El Gozante”, que define así desde su título al escritor; no
se trata ya del goce del mundo sino de una conexión con lo sagrado por intermediación
de la naturaleza, experiencia sensible y a la vez metafísica que continúa la lección de otros poetas
argentinos, entre ellos Enrique Banchs y
el entrerriano Juan L. Ortiz, compenetrado con el paisaje de su provincia. Aunque
la experiencia de fusión cósmica o
del no-tiempo spinoziano sea la misma en Juanele y en Manuel, el primero
no habla de acceso a la eternidad (sinque eso nos impida a nosotros
hacerlo) mientras que sí lo hace
Castilla, acaso por su compenetración con la cultura popular, que le permite
aceptar un orden sobrenatural:
aquello que el cubano Lezama Lima llama sobrenaturaleza.
En un sueño ha visto la imagen
simbólica del Centauro, que remite a
la Tradición, y presenta plásticamente: En mi
sueño/ pasó un centauro blanco/ como de mármol era/ como de leche seca/ al
fondo había/ una pared bermeja.
En suma, sostengo que hay una
paulatina maduración en el poeta, desde su propia identidad tempranamente
asumida, que pasa del ahondamiento en la cultura de su pueblo a una etapa más
filosófica e interpretativa, y luego al
acceso místico que deriva en iluminación y sabiduría poética. No vacilo en utilizar
el nombre de mística para la experiencia cósmica, pese a que algunos colegas
ilustrados a quienes mucho respeto la reducen a la vida monástica. Pienso que
los poetas alcanzan – no todos ni en todo momento- a convertirse en heraldos del
Ser, iluminados por su presencia. (No todos aceptarán esta afirmación pero la
hago respetuosamente, en función de mis propias convicciones. No se asombrarán
quienes conocen mi visión desde y sobre la poesía)
(Leamos el poema El Gozante, que he pedido sea puesto
en la pantalla)
Es el poeta mismo quien se
autodefine desde el título y primer verso, describiendo la experiencia de fusión cósmica, vivida por algunos poetas (y por personas que no intentan la
tarea de la escritura). Castilla va describiendo su experiencia como un
encuentro amoroso en que descubre su “femineidad” receptiva, por decirlo de
algún modo, como lo han hecho otros poetas místicos. Ocurre que ciertas experiencias solo son susceptibles
de ser abordadas por analogía. Y cabe leer
en aquello a lo que damos en llamar “Naturaleza”, lo dado del mundo, la misteriosa entrega al
hombre de ese marco ineludible del que
forma parte: es el libro en que aprende su destino. Por su mediación, como lo ha dicho Spinoza, “sentimos y experimentamos que somos
eternos”. El poeta se convierte en
profeta, el que deja hablar a otro por su lengua. (No quiero irme del tema, que voy cerrando, pero sí señalar que en nuestros días, hay
filósofos como Michel Henry y Jean- Luc
Marion que hablan de la donación como
principio de la cultura). Si bien la lectura de Castilla, nos muestra que
utiliza a menudo el vocablo Dios, no lo hace en este poema, donde la experiencia
misma ocupa todo, sin explicación o interpretación alguna. Incluye un
comentario coloquial referido a su muerte, pidiendo en forma amigable
que echen agua a sus restos, como si se tratasen de una semilla, pero al
nombrarse a sí mismo como “gozante” da
cuenta de una actitud y no solo de una vivencia aislada o casual. La valoración del lenguaje como misterio, o
camino a las revelaciones, completa ese itinerario
creativo que ha sido llevado a sus
últimas instancias por el Poeta. En el nivel de conciencia alcanzado, ajeno a
dogmas y prejuicios, se deja estar para
ser visitado por el Ser, participa de la felicidad de entregarse al
Uno-Todo, de celebrarlo en su palabra y así transmitirlo como lo hace un
verdadero maestro, que no solo habla desde la vida sino que lo hace desde la muerte.
Aunque
la región haya sido un núcleo semántico importante en su obra, es el despliegue
de su persona, desde su plano más
profundo, el que le permite descubrir su
ipseidad. Ha alcanzado la transformación espiritual largamente predicada por tradiciones
ilustradas o populares, aquella metánoia que nos muestra a Narciso y
Dafne convertidos en flor y en laurel. Siguiendo
su genuina vocación poética, y sin ignorar el estímulo epocal, a Manuel Castilla le
correspondió ser acaso el mayor vocero de la cultura del Norte, y en
consecuencia de la Argentina profunda, ajena a modas estéticas pasajeras. Y es
legítimo pensar que al rescatar esa Argentina profunda recobra el perfil de
toda cultura capaz de integrar las
diversas dimensiones de lo humano. Al
exponer ese espectro, desde lo comarcano, expresa también un modo de ser y de pensar
sumergido bajo la altanería racionalista de la Modernidad, en un tiempo que
Heidegger ha llamado del “olvido del
Ser”.
Por lo
aducido en esta breve e imperfecta revisión de la poesía de Manuel j. Castilla, pienso que estamos ante un
acontecimiento cultural, que es la recepción y homenaje –en Buenos Aires- de un poeta que representa a
la gran poesía, siempre de un modo u otro portadora de aquella vieja herencia que asociaba lo Bueno, lo Bello y lo
Verdadero, como lo recordara John Keats hace doscientos años. Tengamos al poeta con nosotros cuando dice, casi despidiéndose. en un momento de su obra:
y
como un sueño que anda me fundo en el crepúsculo.
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