domingo, 11 de septiembre de 2016

Rubén Darío: humanismo y profecía

UNIVERSIDAD CATÓLICA ARGENTINA
JORNADAS DE HOMENAJE A RUBÉN DARÍO EN EL AÑO CENTENARIO DE SU MUERTE.
(25-26 de agosto de 2016)
Dra. Graciela Maturo:
                                   Rubén Darío: humanismo y profecía
            En 1996, - hace ya veinte años-    en el Auditorio  de esta misma casa de estudios, -y casi solitariamente,  pues ni el diario La Nación ni otras instituciones pudieron o quisieron acompañarnos-  celebramos el centenario de dos grandes obras del  genial poeta nicaragüense: Los raros y Prosas profanas; ambas habían sido publicadas en 1896 en Buenos Aires,  esa gran aldea que quiso ser cosmópolis en el auge del modernismo.
            Rubén Darío había llegado a ella, venido de su  momotombo natal,   como gozne consciente  -y más allá de la conciencia personal-   de mundos separados en el tiempo,  trayendo viejos  troncos y nuevos retoños a la comunidad cultural del Sur de América por la que se sentía curiosamente atraído.  
            Era un vate sagrado, ajeno a la austeridad que otros quisieron darle a la dimensión de la sacralidad. Pertenecía  a una nueva y vieja  manera de vivir el cristianismo, ligada  al humanismo helenocristiano  y al movimiento modernista de Alfred Loisy,  que proponía la lectura actualizada  de la Biblia, la libre interpretación y cruzamiento de textos, culturas y tradiciones en el crisol de una nueva oleada  humanista que fue incomprendida por la Iglesia  y hasta por algunos poetas.  José Asunción Silva consideró trivial y demasiado mundano el estro poético de Darío, y más tarde el español Pedro Salinas, desde una supuesta ortodoxia,   llegó  a negarle su condición de cristiano.  Había demasiado amor a los frescos racimos de la  vida  en las  prosas que él mismo declaraba profanas,  así como una sospechosa admiración por el irreverente Nietzsche y por los  decadentes europeos  a los que denominaba  raros;  eran curiosas sus aproximaciones entre lo antiguo y lo moderno,  entre la liturgia  católica  y el hermetismo universal, y llamativa su  plural exaltación de la carne, el alma y el Espíritu.   (Estamos  en los tiempos finales de un vasto proceso  civilizatorio.  Recuerdo ahora al eminente teólogo Hans Urs von Balthassar,  prologando un libro sobre el Tarot, de autor pretendidamente anónimo. ¿Porqué no pensar que  ese autor pueda haber sido él mismo, y que su prólogo haya sido una manera de evitar el enfrentamiento con sus pares?)
            Hace cien años, luego de la muerte de Rubén,  poeta y obras  fueron olvidados. Sin embargo, los primeros libros  de  algunos  poetas considerados “de vanguardia” le eran deudores. Me refiero a Los heraldos negros de César Vallejo, Los aguiluchos de Leopoldo Marechal, y acaso  las primeras obras del chileno  Vicente Huidobro, anteriores a  sus manifiestos parricidas.
             Hace pocos meses, en una modesta  y breve recordación de Rubén Darío que hizo nuestro Centro  de Estudios Poéticos “Alétheia”,  recordé aquella frase ambigua  del poeta Enrique González Martínez: Tuércele el cuello al cisne, que pudo ser interpretada  como el fin de una retórica.  Era preciso terminar con la poética de cisnes y castillos,  condenable por irreal, y abocarse a la descripción de la vida moderna en su vulgaridad.  Aquella frase pudo ser leída como  un modo de  clausurar el método simbólico, y la tradicional escucha de los  mitos, pero existe una  lectura más profunda:  sería  el anuncio del tiempo de oscuridad – el olvido del Ser-  que se apoderó de las naciones  y aún asfixia a la humanidad.  El cisne, antiguo símbolo del espíritu,  fecundador de ninfas mitológicas, amante de Leda,  debía morir en nuevo rito de holocausto, sin que se pensara que habría de renacer nuevamente, como lo anunció San Juan de Patmos, en el fin de los tiempos. Y  además,  ¿habría un final de los tiempos de la orgullosa Modernidad?  
            No todos están en condiciones de leer los mitos desde una lectura espiritual, próxima  a  la lectio divina de los medievales. Sí lo hizo admirablemente otro poeta y humanista, - y como tal clasicista y filólogo-  don Arturo Marasso, cuya lectura señera  nos ha orientado siempre en lides literarias.  Le doy la palabra a Marasso cuando comenta el poema “El cisne”, incluido en Prosas profanas:
             “El cisne es un tema mítico en Rubén Darío. Tema en ciertos aspectos grandioso, viene de Grecia, está viviente en el helenismo inextinguible,  en  Horacio,  en la Edad Media, en la heráldica; se renueva en la pintura del Renacimiento, adquiere actualidad apasionada en Wagner y en sus críticos, está presente en la poesía moderna.(…)Darío, poeta simbolista, es wagneriano, como los adeptos de la orden Rosacruz, entre ellos Péladan, tan leído por el poeta (…)   Darío trae a este soneto el misterio simbólico”.  (Marasso: Rubén Darío y su creación poética, ed. aumentada, p. 118)
            Sabía el maestro riojano que la síntesis poética permite acumular  toda la tradición en una imagen.  EL OLÍMPICO CISNE DE NIEVE/ CON EL ÁGATA ROSA EN EL PICO… era mucho más que una figura decorativa.              La dimensión de la cultura literaria en Darío era enorme, solo comparable a su privilegiada intuición simbólica, que le permitió  reconocer tempranamente la sabiduría espiritual de los clásicos griegos y latinos, encubierta en el velo de figuras y mitos.
            Tomando como emblema la figura de Orfeo, esa corriente se derramó desde Italia hacia los poetas de Europa y luego  de la América hispánica,  alcanzando  las décadas finales del siglo XIX  con el movimiento modernista, que reclamaba la más absoluta libertad interpretativa, incluyendo los textos bíblicos. Tal movimiento, liderado por Darío en el campo literario, pero con una oculta potencialidad teológica,  vio claramente el potencial del Arte como camino de salvación y autotransformación del hombre. Pero no había llegado el kairós, el momento propicio.  Apostamos al tiempo actual, próximo al advenimiento de una  nueva etapa  que Darío anunció.     
            El poeta griego antiguo era esencialmente el músico, inventor e intérprete de instrumentos de cuerda y viento: el iniciado en los misterios. Su filosofía del Amor y la Belleza, la filocalia, se renovó en aquel período que fue llamado por Burckhardt Renacimiento, en que filósofos y poetas cristianos retomaban  esa filosofía con la lectura directa de los griegos. Ya  el propio  Santo Tomás, como lo muestra Julio R. Méndez (1990) había incorporado esa corriente filosófica que hace del Amor el principio fundamental del Universo: la Belleza es el atributo divino que lo justifica y hace actuante, dando sentido al mundo y a sus formas. El amor va en busca de la Belleza, que puede ser llamada uno de los nombres de  Dios; y a su vez lo divino, vendrá a decirnos más adelante Martin Heidegger, se manifiesta al hombre a través de la obra de arte.  Este legado de Diotima a Sócrates  había sido enunciado por larga tradición de poetas cuando el maestro de la Selva Negra lo suscribe.  En esa dirección, la naturaleza, marco primario de la vida, se convierte en “libro” donde el hombre se halla ineludiblemente destinado a aprender. Natura magistra, dijeron  los latinos: la observación y la contemplación de las criaturas es el comienzo de un camino de sabiduría que comporta la transformación del contemplador en aquello que es contemplado.
            Y esto tiene aún otra consecuencia en el orden metafísico y religioso: al hallarse las formas ligadas entre sí por la analogía universal, e indisolublemente ligadas al Principio que las hace bellas, la  contemplación de las criaturas se convierte en escala mística y vía metafísica hacia lo Uno. Lo intuyó Rubén, desde sus comienzos lo supo, y sus lecturas  lo ratificaban.
             Toda la historia occidental hablaba por la  boca del poeta nicaragüense,  desde Homero y los grandes trágicos,  pasando por el Fedón, hasta culminar  en la lucidez de Baudelaire y  Mallarmé, que visualizaron el  drama de la Modernidad llegado a su máxima exaltación y a su punto más crítico.  Era el tiempo en que se producía el aparente triunfo del hombre prometeico, y de la máquina creada a su semejanza,  juntamente  con  el sacrificio del hombre espiritual, el Cristo,  símbolo teándrico. Nada de esto debería ser tomado como un desvío sino como el cumplimiento sacrificial del cristianismo, del cual Rubén mismo es un ejemplo.
            La condición crística y victimal del poeta  había sido anticipada por el elegíaco Garcilaso, y el desdeñoso Góngora, pero vino a mostrarse crudamente  con Baudelaire, en la figura de  un majestuoso albatros caído en el fango.
            En 1905, instalado en París,  dentro del tiempo al que  Jorge Eduardo Arellano denomina  su “etapa cosmopolita”  (1898- 2016),  Darío   daba  a conocer sus Cantos de Vida y Esperanza,  en que presenta, a la manera romántica pero también baudelairiana, -que es como decir un segundo momento del Romanticismo-   su coeur au nu,  vivamente tocado por el mal del mundo, y por la nítida visión del drama contemporáneo. Es preciso  comprender  ese nudo trágico del poeta en el límite  de la Modernidad occidental: por un lado seguía  creyendo en la vida del Espíritu, y en su participación en ella a través de la palabra poética; por otro, chocaba profundamente con su propia época, viendo  a los hombres entregados a la codicia, el afán de poder, el mercantilismo y  la destrucción de la naturaleza,  en función de su propio engrandecimiento.
            Es preciso quitar la anteojera esteticista que nos impide reconocer en los grandes poetas a conductores éticos, profetas religiosos, maestros de la humanidad.  Darío, nutrido en lo más noble de la tradición lírica occidental, vino a restaurar temporariamente el reinado de la Poesía cuando lanzó  sus eufóricas Prosas Profanas,    singular anticipo  videncial de su Canto a la Argentina, publicado en 1914, dos años antes de su muerte. 
             El  poeta nicaragüense– cuya obra teórica y crítica debería ser estudiada en los cursos de Teoría literaria-  pronunció  de modo clarividente  esta frase, en  su novela autobiográfica El oro de Mallorca:   Dios está en el Arte más que en toda ciencia y conocimiento.  Leopoldo  Marechal, su preclaro y casi  inconfeso discípulo, vendría a confirmar y hacer explícita  esa afirmación  cuando escribió su poética metafísica Descenso y ascenso del alma por la Belleza. (Marechal, 1965).
            Por otra parte, existe una nítida unidad entre la poesía de Darío y los artículos y ensayos donde se despliega con nitidez su reflexión teórica: Los raros (1896), España contemporánea (1901), Peregrinaciones (1901), La caravana pasa (1903), Opiniones (1906), Historia de mis libros (1909) y Vida de Rubén Darío escrita por él mismo (1915). Como  lo han señalado Castagnino, Sáinz de Medrano, Barcia, Arellano  y otros dariistas   (  agrego que por mi parte  no me considero tal, aunque escribí algunos artículos,   y lo he tratado permanentemente en cursos y seminarios)  toda su obra   despliega una poética,  y muestra su capacidad filológica y  crítica, confirmando esa doble capacidad intuitiva y reflexiva que es propia de los grandes creadores.
            En Darío se hallan los gérmenes teóricos de una estética humanista americana que hemos venido rastreando, más allá del gusto epocal,  desde los textos coloniales o indianos en adelante. Una poética tal comporta el amor a lo bello, iniciado en la esfera del lenguaje,  a la par que una posición ético-religiosa y una celebración del mundo. Piensa el poeta que en todo lo existente vive un alma, el anima mundi platónica,  intuición primordial que  le permite enlazar los distintos reinos, invocando una frase que cita por dos veces -en Historia de mis libros y en el Coloquio de los centauros- :   “como dice el divino visionario Juan, hay tres cosas que dan testimonio en la tierra: el espíritu, el agua y la sangre, y estos tres no son más que uno.” Ep. B. Joannes Ap. V,8. (Rubén Darío. Autobiografías, ed. Anderson Imbert, p.168).
            Lo bello, que  había sido borrado de los “universales” por filósofos y teólogos insensibles al arte, es para el nicaragüense un  acceso al misterio real.  Y esa condición encarnada de la Belleza   pasa – necesariamente-  por las formas del mundo.  En el seno de tal mentalidad se produce una valorización de la esfera senso-perceptiva. La producción de la obra artística se funda en esa relación hombre-mundo, enriquecida y desplegada por la actividad imaginaria que es r4ecobrada como camino hacia la verdad. Su estética, no sólo intuitiva sino profundizada por Rubén en largo y constante estudio, es una estética de la encarnación y la redención, que insume un permanente aprendizaje en las formas mundanas, en las que esplende y se manifiesta la belleza. San Juan de la Cruz lo expresó proclamando  que,  a las criaturas todas,  el Creador  "vestidas las dejó de su hermosura".
            Largo sería hacer la fenomenología del humanismo rubeniano, y la historia de sus lecturas poéticas antiguas y modernas,  en cuya simbólica percibió un imaginario espiritual capaz de encarnar sus más hondas intuiciones. Su maestro Francisco Gavidia le había enseñado a reconocer en Victor Hugo las marcas de esa inmensa herencia poética y filosófica.  Y a la par  de los franceses, le había acercado también  a Juan de Mena, Garcilaso, Góngora y Cervantes. Rubén estudió a los españoles tanto primitivos como clásicos, antes de abrirse con curiosidad estética e intelectual al pensamiento y el arte del fin de siglo europeo, que lo movilizó y condujo, en definitiva, a los orígenes de su propia tradición vernácula.  El Parnaso francés lo remite a la fuente griega (Monner Sans, 1952) pero asimismo a los clásicos hispánicos. En 1590 habían sido traducidas al castellano las Metamorfosis de Ovidio, y desde entonces el mito griego, filosófico en su esencia, no hizo sino afirmarse en  la creación literaria de españoles e hispanoamericanos, marcados por la latina afición a la imagen y la parábola. Halló esta profunda conexión a través de los poetas de su lengua. Leer los versos barrocos de Balbuena o de Silvestre de Balboa es anticipar la escritura triunfante de Rubén Darío.
            Rubén representa a las dos grandes tradiciones culturales de Occidente, que confluyeron en el humanismo: la helénico- latina y la judeo-cristiana. Helénica es la imagen del poeta órfico, que pule su arte musical y espiritual. Pero el poeta hebreo es el profeta de los tiempos, marcado por su reticencia a las formas plásticas,  y su conciencia contemplativa, ética, abierta a lo sagrado. Darío es ambas cosas:   el poeta órfico, que conociendo el alcance su  lira,  la cultiva  con sabia destreza despertando todos los secretos de su arte. Y es también de modo eminente el profeta de una nueva etapa, aún no alcanzada por América y por la humanidad, en seguimiento del profetismo judeo cristiano.
            Si Marasso es el gran estudioso del helenismo mítico en la obra de Rubén, es otro poeta, el bilbaíno Juan Larrea, quien mejor ha  descubierto  su vocación profética, ligada al destino  hispanoamericano.   Larrea ha señalado especialmente el rol espiritual de España en la conquista de América (Larrea: Rendición de espíritu). Al comentar la obra de Darío,  releva la misión orientadora de todo poeta pero especialmente de aquellos elegidos,  señalados  por su fidelidad al Verbo espiritual.  Ellos son los heraldos, los transmisores de una sabiduría oculta, los faros que iluminan territorios desconocidos del tiempo y del espacio.  El poeta debe "ordenar los números dispersos".  En esa labor realmente misional, su permanente guía es el Amor. Paralelamente el poeta vasco formula un  concepto religioso del Verbo español, cuyo tratamiento poético conduce a cumbres videnciales y proféticas. La oscuridad de los tiempos haría cada vez más difícil el ejercicio poético, la vida misma del poeta,  autoconfigurado como marginal y mendicante en el  festín de Occidente. 
            Larrea estudió especialmente El canto errante, obra a la cual consideró la más intensa y deslumbrante de la etapa visionaria de Darío. Descubre en ella la presencia de Dante, y la de Carlyle cuya obra Los héroes conmocionó  a algunos ambientes intelectuales del final del siglo XIX. En Dante habría encontrado definitivamente un orden supervisional, el Natural Supernaturalism de Sartor resartus que le permitió ofrecerse como ejemplo para los nuevos poetas de España y América.    A la muerte de Mitre retomaría Rubén la traducción de La Divina Comedia que hiciera su amigo y protector.  Dante no se había limitado- afirma Larrea-   a localizar la imagen del Purgatorio en el hemisferio Sur, antípoda de Jerusalem. Había previsto el cielo real de Sudamérica con sus cuatro estrellas cruciformes, la constelación de la Cruz del Sur…”(Juan Larrea: Intensidad del Canto Errante, 1972)
            Darío recoge estas intuiciones en su poema “Dante”, al que luego dio el nombre de  “Visión”.  El sentimiento apocalíptico era innato en él (y de paso recordemos que apocalipsis es un género, y no significa catástrofe como vulgarmente se dice, sino revelación de lo oculto).   A los diecisiete años había compuesto el poema “El porvenir”  y siempre alentó una mirada revelatoria sobre el tiempo histórico,  sobre la realidad concreta de los hombres.  Se apoyaba para ello en su  fe,  en su aceptación del sentido del todo.   Para que lo eterno aflorara en la Historia era preciso atravesar el infierno del Mal.  En sus últimos años consignó en cartas y ensayos su convicción nietzscheana  sobre la decadencia de Europa y el destino sobrenatural de América del Sur, centrado en la Argentina.
            Larrea ha afirmado, al comentar el poema “Israel”  - en el citado estudio, rico en observaciones curiosas y poco difundidas-  la  relación  que parece establecer Rubén entre  el pueblo elegido de la tradición judeocristiana y el porvenir de América. Dice sobre el particular:“De este modo  expresaba  el destino paradisíaco de Hispanoamérica: Cuando nuestro príncipe Cristo/ ponga su blanca mano sobre el infierno rojo…”(Larrea, 1972)
            Consciente del  tiempo del Anticristo denunciado por  Nietzsche, uno de sus maestros,  el corazón profético de Rubén  confiaba en el advenimiento de la Luz, que sostiene toda su obra.  Creía firmemente en el advenimiento de Aquel que fue anunciado por Juan, el de suaves cabellos.
            Sus  últimos años lo muestran plenamente  dueño  de su don profético,  anunciando el fin del reinado del Mal sobre los hombres, , el triunfo de la Verdad y la Poesía -  es decir  el Espíritu-   sobre las tinieblas que parecían, y aún hoy lo parecen,  imponerse en el mundo.  Con la  primera Gran Guerra se produjo un corte abrupto de  la cultura humanista, que sobrevivió en  algunos poetas y pensadores. Luego  sobrevino  una Segunda y terrible contienda,  y nos hallamos hoy en medio de una encubierta Tercera  Guerra  que desgarra  a la humanidad.  En la segunda década del nuevo Milenio, cuando  no hemos alcanzado aún  la salida del Laberinto o Infierno mundano, sentimos que retomar a Darío,  releerlo sin prejuicios  e  incorporar su mirada, es conocernos a nosotros mismos  a través de la palabra de un vate : un poeta genuino que, como decía Hölderlin, recibe  la voz de Dios y está  habilitado para  transmitirla a otros.
            Aproximarse a su palabra sin prejuicios, es la ocasión de   redescubrir  el  rumbo  espiritual del Nuevo Mundo, preanunciado en el 1600 por Antonio de León Pinelo,  explicitado a fin del siglo XVIII  por el jesuita Manuel Lacunza (véase reciente obra de Jorge Torres Roggero) y continuado más tarde por Leonardo Castellani  y  por  el poeta Leopoldo Marechal.
            En medio de dolorosas realidades que lo vuelve  difícil e increíble,  no nos queda sino  retomar nuestro destino: hallar las semillas del Tiempo Nuevo, anunciado por Rubén con luminosa firmeza.  


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