UNIVERSIDAD CATÓLICA
ARGENTINA
JORNADAS DE HOMENAJE
A RUBÉN DARÍO EN EL AÑO CENTENARIO DE SU MUERTE.
(25-26 de agosto de
2016)
Dra. Graciela Maturo:
Rubén Darío: humanismo y profecía
En 1996, - hace ya veinte años- en el Auditorio de esta misma casa de estudios, -y casi
solitariamente, pues ni el diario La Nación ni otras instituciones
pudieron o quisieron acompañarnos-
celebramos el centenario de dos grandes obras del genial poeta nicaragüense: Los raros y Prosas profanas; ambas habían sido publicadas en 1896 en Buenos
Aires, esa gran aldea que quiso ser
cosmópolis en el auge del modernismo.
Rubén Darío había llegado a ella,
venido de su momotombo natal, como gozne consciente -y más allá de la conciencia personal- de mundos separados en el tiempo, trayendo viejos troncos y nuevos retoños a la comunidad
cultural del Sur de América por la que se sentía curiosamente atraído.
Era un vate sagrado, ajeno a la
austeridad que otros quisieron darle a la dimensión de la sacralidad. Pertenecía
a una nueva y vieja manera de vivir el cristianismo, ligada al humanismo helenocristiano y al movimiento modernista de Alfred Loisy, que proponía la lectura actualizada de la Biblia, la libre interpretación y
cruzamiento de textos, culturas y tradiciones en el crisol de una nueva oleada humanista que fue incomprendida por la Iglesia y hasta por algunos poetas. José Asunción Silva consideró trivial y
demasiado mundano el estro poético de Darío, y más tarde el español Pedro Salinas,
desde una supuesta ortodoxia, llegó a negarle su condición de cristiano. Había demasiado amor a los frescos racimos de la vida
en las prosas que él mismo declaraba profanas, así como una sospechosa admiración por el
irreverente Nietzsche y por los decadentes europeos a los que denominaba raros; eran curiosas sus aproximaciones entre lo
antiguo y lo moderno, entre la
liturgia católica y el hermetismo universal, y llamativa su plural exaltación de la carne, el alma y el
Espíritu. (Estamos en los tiempos finales de un vasto
proceso civilizatorio. Recuerdo ahora al eminente teólogo Hans Urs
von Balthassar, prologando un libro
sobre el Tarot, de autor pretendidamente anónimo. ¿Porqué no pensar que ese autor pueda haber sido él mismo, y que su
prólogo haya sido una manera de evitar el enfrentamiento con sus pares?)
Hace cien años, luego de la muerte
de Rubén, poeta y obras fueron olvidados. Sin embargo, los primeros libros
de
algunos poetas considerados “de
vanguardia” le eran deudores. Me refiero a Los
heraldos negros de César Vallejo, Los
aguiluchos de Leopoldo Marechal, y acaso las primeras obras del chileno Vicente Huidobro, anteriores a sus manifiestos parricidas.
Hace pocos meses, en una modesta y breve recordación de Rubén Darío que hizo
nuestro Centro de Estudios Poéticos
“Alétheia”, recordé aquella frase ambigua del poeta Enrique González Martínez: Tuércele el cuello al cisne, que pudo
ser interpretada como el fin de una
retórica. Era preciso terminar con la
poética de cisnes y castillos,
condenable por irreal, y abocarse a la descripción de la vida moderna en
su vulgaridad. Aquella frase pudo ser
leída como un modo de clausurar el método simbólico, y la
tradicional escucha de los mitos, pero existe
una lectura más profunda: sería
el anuncio del tiempo de oscuridad – el olvido del Ser- que se apoderó de las naciones y aún asfixia a la humanidad. El cisne, antiguo símbolo del espíritu, fecundador de ninfas mitológicas, amante de
Leda, debía morir en nuevo rito de
holocausto, sin que se pensara que habría de renacer nuevamente, como lo
anunció San Juan de Patmos, en el fin de los tiempos. Y además, ¿habría un final de los tiempos de la
orgullosa Modernidad?
No
todos están en condiciones de leer los mitos desde una lectura espiritual, próxima
a la lectio
divina de los medievales. Sí lo hizo admirablemente otro poeta y humanista,
- y como tal clasicista y filólogo- don
Arturo Marasso, cuya lectura señera nos ha
orientado siempre en lides literarias. Le doy la palabra a Marasso cuando comenta el
poema “El cisne”, incluido en Prosas
profanas:
“El cisne es un tema mítico en Rubén Darío.
Tema en ciertos aspectos grandioso, viene de Grecia, está viviente en el
helenismo inextinguible, en Horacio,
en la Edad Media, en la heráldica; se renueva en la pintura del
Renacimiento, adquiere actualidad apasionada en Wagner y en sus críticos, está
presente en la poesía moderna.(…)Darío, poeta simbolista, es wagneriano, como
los adeptos de la orden Rosacruz, entre ellos Péladan, tan leído por el poeta
(…) Darío trae a este soneto el
misterio simbólico”. (Marasso: Rubén Darío y su creación poética, ed.
aumentada, p. 118)
Sabía el maestro riojano que la
síntesis poética permite acumular toda
la tradición en una imagen. EL OLÍMPICO CISNE DE NIEVE/ CON EL ÁGATA
ROSA EN EL PICO… era mucho más que una figura decorativa. La dimensión de la cultura literaria en Darío
era enorme, solo comparable a su privilegiada intuición simbólica, que le
permitió reconocer tempranamente la
sabiduría espiritual de los clásicos griegos y latinos, encubierta en el velo
de figuras y mitos.
Tomando
como emblema la figura de Orfeo, esa corriente se derramó desde Italia hacia los
poetas de Europa y luego de la América
hispánica, alcanzando las décadas finales del siglo XIX con el movimiento modernista, que reclamaba
la más absoluta libertad interpretativa, incluyendo los textos bíblicos. Tal movimiento,
liderado por Darío en el campo literario, pero con una oculta potencialidad
teológica, vio claramente el potencial
del Arte como camino de salvación y autotransformación del hombre. Pero no
había llegado el kairós, el momento
propicio. Apostamos al tiempo actual,
próximo al advenimiento de una nueva etapa que Darío anunció.
El
poeta griego antiguo era esencialmente el músico, inventor e intérprete de
instrumentos de cuerda y viento: el iniciado en los misterios. Su filosofía del
Amor y la Belleza, la filocalia, se
renovó en aquel período que fue llamado por Burckhardt Renacimiento, en que
filósofos y poetas cristianos retomaban esa filosofía con la lectura directa de los
griegos. Ya el propio Santo Tomás, como lo muestra Julio R. Méndez
(1990) había incorporado esa corriente filosófica que hace del Amor el
principio fundamental del Universo: la Belleza es el atributo divino que lo
justifica y hace actuante, dando sentido al mundo y a sus formas. El amor va en
busca de la Belleza, que puede ser llamada uno de los nombres de Dios; y a su vez lo divino, vendrá a decirnos más
adelante Martin Heidegger, se manifiesta al hombre a través de la obra de arte.
Este legado de Diotima a Sócrates había sido enunciado por larga tradición de
poetas cuando el maestro de la Selva Negra lo suscribe. En esa dirección, la naturaleza, marco
primario de la vida, se convierte en “libro” donde el hombre se halla
ineludiblemente destinado a aprender. Natura magistra, dijeron los latinos: la observación y la
contemplación de las criaturas es el comienzo de un camino de sabiduría que
comporta la transformación del contemplador en aquello que es contemplado.
Y
esto tiene aún otra consecuencia en el orden metafísico y religioso: al
hallarse las formas ligadas entre sí por la analogía universal, e
indisolublemente ligadas al Principio que las hace bellas, la contemplación de las criaturas se convierte en
escala mística y vía metafísica hacia lo Uno. Lo intuyó Rubén, desde sus
comienzos lo supo, y sus lecturas lo
ratificaban.
Toda la historia occidental hablaba por la boca del poeta nicaragüense, desde Homero y los grandes trágicos, pasando por el Fedón, hasta culminar en la
lucidez de Baudelaire y Mallarmé, que visualizaron
el drama de la Modernidad llegado a su máxima
exaltación y a su punto más crítico. Era
el tiempo en que se producía el aparente triunfo del hombre prometeico, y de la
máquina creada a su semejanza,
juntamente con el sacrificio del hombre espiritual, el
Cristo, símbolo teándrico. Nada de esto
debería ser tomado como un desvío sino como el cumplimiento sacrificial del
cristianismo, del cual Rubén mismo es un ejemplo.
La condición crística y victimal del
poeta había sido anticipada por el
elegíaco Garcilaso, y el desdeñoso Góngora, pero vino a mostrarse
crudamente con Baudelaire, en la figura
de un majestuoso albatros caído en el
fango.
En 1905, instalado en París, dentro del tiempo al que Jorge Eduardo Arellano denomina su “etapa cosmopolita” (1898- 2016), Darío daba a
conocer sus Cantos de Vida y
Esperanza, en que presenta, a la
manera romántica pero también baudelairiana, -que es como decir un segundo
momento del Romanticismo- su coeur
au nu, vivamente tocado por el mal
del mundo, y por la nítida visión del drama contemporáneo. Es preciso comprender ese nudo trágico del poeta en el límite de la Modernidad occidental: por un lado seguía
creyendo en la vida del Espíritu, y en
su participación en ella a través de la palabra poética; por otro, chocaba
profundamente con su propia época, viendo a los hombres entregados a la codicia, el afán
de poder, el mercantilismo y la
destrucción de la naturaleza, en función
de su propio engrandecimiento.
Es preciso quitar la anteojera
esteticista que nos impide reconocer en los grandes poetas a conductores
éticos, profetas religiosos, maestros de la humanidad. Darío, nutrido en lo más noble de la tradición lírica occidental,
vino a restaurar temporariamente el reinado de la Poesía cuando lanzó sus eufóricas Prosas Profanas, singular
anticipo videncial de su Canto a la Argentina, publicado en 1914,
dos años antes de su muerte.
El poeta nicaragüense– cuya obra teórica y
crítica debería ser estudiada en los cursos de Teoría literaria- pronunció de modo clarividente esta frase, en su novela
autobiográfica El oro de Mallorca: Dios está en el Arte más que en toda ciencia y
conocimiento. Leopoldo Marechal, su preclaro y casi inconfeso discípulo, vendría a confirmar y
hacer explícita esa afirmación cuando escribió su poética metafísica Descenso y ascenso del alma por la Belleza.
(Marechal, 1965).
Por
otra parte, existe una nítida unidad entre la poesía de Darío y los artículos y
ensayos donde se despliega con nitidez su reflexión teórica: Los raros
(1896), España contemporánea (1901), Peregrinaciones (1901), La
caravana pasa (1903), Opiniones (1906), Historia de mis libros
(1909) y Vida de Rubén Darío escrita por él mismo (1915). Como lo han señalado Castagnino, Sáinz de Medrano, Barcia,
Arellano y otros dariistas ( agrego que por mi parte no me considero tal, aunque escribí algunos
artículos, y lo he tratado permanentemente
en cursos y seminarios) toda su
obra despliega una poética, y muestra su capacidad filológica y crítica, confirmando esa doble capacidad
intuitiva y reflexiva que es propia de los grandes creadores.
En Darío se hallan los gérmenes
teóricos de una estética humanista americana que hemos venido rastreando, más
allá del gusto epocal, desde los textos
coloniales o indianos en adelante. Una poética tal comporta el amor a lo bello,
iniciado en la esfera del lenguaje, a la
par que una posición ético-religiosa y una celebración del mundo. Piensa el
poeta que en todo lo existente vive un alma, el anima mundi platónica,
intuición primordial que le
permite enlazar los distintos reinos, invocando una frase que cita por dos
veces -en Historia de mis libros y en el Coloquio de los centauros- : “como dice el divino visionario Juan, hay
tres cosas que dan testimonio en la tierra: el espíritu, el agua y la sangre, y
estos tres no son más que uno.” Ep. B. Joannes Ap. V,8. (Rubén Darío. Autobiografías,
ed. Anderson Imbert, p.168).
Lo
bello, que había sido borrado de los
“universales” por filósofos y teólogos insensibles al arte, es para el
nicaragüense un acceso al misterio real. Y esa condición encarnada de la Belleza pasa – necesariamente- por las formas del mundo. En el seno de tal mentalidad se produce una
valorización de la esfera senso-perceptiva. La producción de la obra artística
se funda en esa relación hombre-mundo, enriquecida y desplegada por la
actividad imaginaria que es r4ecobrada como camino hacia la verdad. Su
estética, no sólo intuitiva sino profundizada por Rubén en largo y constante
estudio, es una estética de la encarnación y la redención, que insume un
permanente aprendizaje en las formas mundanas, en las que esplende y se
manifiesta la belleza. San Juan de la Cruz lo expresó proclamando que, a
las criaturas todas, el Creador "vestidas las dejó de su
hermosura".
Largo
sería hacer la fenomenología del humanismo rubeniano, y la historia de sus
lecturas poéticas antiguas y modernas, en cuya simbólica percibió un imaginario
espiritual capaz de encarnar sus más hondas intuiciones. Su maestro Francisco
Gavidia le había enseñado a reconocer en Victor Hugo las marcas de esa inmensa
herencia poética y filosófica. Y a la
par de los franceses, le había acercado
también a Juan de Mena, Garcilaso,
Góngora y Cervantes. Rubén estudió a los españoles tanto primitivos como
clásicos, antes de abrirse con curiosidad estética e intelectual al pensamiento
y el arte del fin de siglo europeo, que lo movilizó y condujo, en definitiva, a
los orígenes de su propia tradición vernácula.
El Parnaso francés lo remite a la fuente griega (Monner Sans, 1952) pero
asimismo a los clásicos hispánicos. En 1590 habían sido traducidas al
castellano las Metamorfosis de Ovidio, y desde entonces el mito griego,
filosófico en su esencia, no hizo sino afirmarse en la creación literaria de españoles e
hispanoamericanos, marcados por la latina afición a la imagen y la parábola.
Halló esta profunda conexión a través de los poetas de su lengua. Leer los
versos barrocos de Balbuena o de Silvestre de Balboa es anticipar la escritura
triunfante de Rubén Darío.
Rubén
representa a las dos grandes tradiciones culturales de Occidente, que
confluyeron en el humanismo: la helénico- latina y la judeo-cristiana. Helénica
es la imagen del poeta órfico, que pule su arte musical y espiritual. Pero el
poeta hebreo es el profeta de los tiempos, marcado por su reticencia a las
formas plásticas, y su conciencia
contemplativa, ética, abierta a lo sagrado. Darío es ambas cosas: el
poeta órfico, que conociendo el alcance su
lira, la cultiva con sabia destreza despertando todos los
secretos de su arte. Y es también de modo eminente el profeta de una nueva
etapa, aún no alcanzada por América y por la humanidad, en seguimiento del
profetismo judeo cristiano.
Si
Marasso es el gran estudioso del helenismo mítico en la obra de Rubén, es otro
poeta, el bilbaíno Juan Larrea, quien mejor ha
descubierto su vocación profética,
ligada al destino hispanoamericano. Larrea ha señalado especialmente el rol espiritual
de España en la conquista de América (Larrea: Rendición de espíritu). Al comentar la obra de Darío, releva la misión orientadora de todo poeta
pero especialmente de aquellos elegidos, señalados por su fidelidad al Verbo espiritual. Ellos son los heraldos, los transmisores de
una sabiduría oculta, los faros que iluminan territorios desconocidos del
tiempo y del espacio. El poeta debe "ordenar
los números dispersos". En esa
labor realmente misional, su permanente guía es el Amor. Paralelamente el poeta
vasco formula un concepto religioso del
Verbo español, cuyo tratamiento poético conduce a cumbres videnciales y
proféticas. La oscuridad
de los tiempos haría cada vez más difícil el ejercicio poético, la vida misma
del poeta, autoconfigurado como marginal
y mendicante en el festín de
Occidente.
Larrea estudió especialmente El canto errante, obra a la cual
consideró la más intensa y deslumbrante de la etapa visionaria de Darío.
Descubre en ella la presencia de Dante, y la de Carlyle cuya obra Los héroes conmocionó a algunos ambientes intelectuales del final
del siglo XIX. En Dante habría encontrado definitivamente un orden
supervisional, el Natural Supernaturalism
de Sartor resartus que le permitió
ofrecerse como ejemplo para los nuevos poetas de España y América. A la muerte de Mitre retomaría Rubén la
traducción de La Divina Comedia que
hiciera su amigo y protector. Dante no
se había limitado- afirma Larrea- a
localizar la imagen del Purgatorio en el hemisferio Sur, antípoda de Jerusalem.
Había previsto el cielo real de Sudamérica con sus cuatro estrellas
cruciformes, la constelación de la Cruz del Sur…”(Juan Larrea: Intensidad del Canto Errante, 1972)
Darío recoge estas intuiciones en su
poema “Dante”, al que luego dio el nombre de “Visión”.
El sentimiento apocalíptico era innato en él (y de paso recordemos que apocalipsis es un género, y no significa
catástrofe como vulgarmente se dice, sino revelación de lo oculto). A los
diecisiete años había compuesto el poema “El porvenir” y siempre alentó una mirada revelatoria sobre
el tiempo histórico, sobre la realidad
concreta de los hombres. Se apoyaba para
ello en su fe, en su aceptación del sentido del todo. Para que lo eterno aflorara en la Historia
era preciso atravesar el infierno del Mal.
En sus últimos años consignó en cartas y ensayos su convicción
nietzscheana sobre la decadencia de
Europa y el destino sobrenatural de América del Sur, centrado en la Argentina.
Larrea ha afirmado, al comentar el
poema “Israel” - en el citado estudio,
rico en observaciones curiosas y poco difundidas- la relación
que parece establecer Rubén entre el pueblo elegido de la tradición
judeocristiana y el porvenir de América. Dice sobre el particular:“De este modo expresaba el destino paradisíaco de Hispanoamérica: Cuando nuestro príncipe Cristo/ ponga su
blanca mano sobre el infierno rojo…”(Larrea, 1972)
Consciente del tiempo del Anticristo denunciado por Nietzsche, uno de sus maestros, el corazón profético de Rubén confiaba en el advenimiento de la Luz, que
sostiene toda su obra. Creía firmemente
en el advenimiento de Aquel que fue
anunciado por Juan, el de suaves cabellos.
Sus últimos años lo muestran plenamente dueño
de su don profético, anunciando el
fin del reinado del Mal sobre los hombres, , el triunfo de la Verdad y la Poesía
- es decir el Espíritu- sobre
las tinieblas que parecían, y aún hoy lo parecen, imponerse en el mundo. Con la
primera Gran Guerra se produjo un corte abrupto de la cultura humanista, que sobrevivió en algunos poetas y pensadores. Luego sobrevino una Segunda y terrible contienda, y nos hallamos hoy en medio de una encubierta
Tercera Guerra que desgarra
a la humanidad. En la segunda
década del nuevo Milenio, cuando no
hemos alcanzado aún la salida del
Laberinto o Infierno mundano, sentimos que retomar a Darío, releerlo sin prejuicios e incorporar su mirada, es conocernos a nosotros
mismos a través de la palabra de un vate
: un poeta genuino que, como decía Hölderlin, recibe la voz de Dios y está habilitado para transmitirla a otros.
Aproximarse a su palabra sin
prejuicios, es la ocasión de redescubrir el rumbo espiritual
del Nuevo Mundo, preanunciado en el 1600 por Antonio de León Pinelo, explicitado a fin del siglo XVIII por el jesuita Manuel Lacunza (véase reciente
obra de Jorge Torres Roggero) y continuado más tarde por Leonardo Castellani y
por el poeta Leopoldo Marechal.
En medio de dolorosas realidades que
lo vuelve difícil e increíble, no nos queda sino retomar nuestro destino: hallar las semillas
del Tiempo Nuevo, anunciado por Rubén con luminosa firmeza.
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