miércoles, 28 de mayo de 2014

EL CONCEPTO DE CANON EN LITERATURA

jueves, 17 de abril de 2008 EL CONCEPTO DE CANON EN LITERATURA Hacia una definición de la Literatura Nacional “El canon argentino” Tomás Eloy Martínez Suplemento Cultura del diario La Nación 10 de Noviembre de 1996 En estos finales de siglo, después de incontables y caprichosas variaciones del canon impuestas por la crítica o las cátedras de literatura argentina, son los lectores -parece- los que están reorganizando el mapa de los grandes textos y los que deciden qué se puede dejar de lado. Cada lector, después de todo, va elaborando su propio canon a lo largo de la vida, teniéndolo con los libros que relee por pasión o por deseo, a sabiendas de que otros libros canónicos se le irán quedando en el camino. Cualquier argentino más o menos ilustrado sabe que El Matadero, Facundo, Recuerdo de provincia, Una excursión a los indios ranqueles y Martín Fierro son los textos ineludibles del siglo XIX, pero la mayoría empieza acercándose a ellos por obligación, porque en toda lectura hay un principio de placer pero también de necesidad y de urgencia. ¿Qué se entiende por canon, después de todo? Según el Diccionario de Autoridades (1726), la palabra viene del griego y significa "regla o alguna cosa que se debe creer u observar en adelante". Canon sería, por lo tanto, una variante de dogma; es decir, de algo que está en las antípodas de la libertad encarnada por la literatura. Pero esa definición tiene que ver con los docentes, no con los lectores. Para todo lector, el canon es un ancla, una certeza: aquello de lo que no se puede prescindir porque en los textos del canon hay conocimientos y respuestas sin los cuales uno se perdería algo importante. El canon confiere cierta seguridad a los lectores, les permite saber dónde están parados, cómo es la realidad a la que pertenecen, cuáles son los textos que no deben ignorar. Un canon argentino basado sobre tal principio no podría excluir -en este fin de siglo posterior a Borges, Bioy Casares, Cortázar, Bianco y Manuel Puig- los poemas de Juan Gelman y de Néstor Perlongher, los cuentos de Rodolfo Walsh, las tres primeras y la última novela de Osvaldo Soriano, Respiración artificial y Crítica y ficción de Ricardo Piglia, La vida entera y La máquina de escribir de Juan Martini, El entenado y los poemas de Juan José Saer, Canon de alcoba de Tununa Mercado, La revolución es un sueño eterno de Andrés Rivera, Fuegia de Eduardo Belgrano Rawson, Luz de las crueles provincias de Héctor Tizón y los poemas de Enrique Molina, Olga Orozco y Amelia Biagioni, por citar sólo autores que han pasado ya los cincuenta años o que -en un par de casos- han alcanzado reconocimiento póstumo. Muy pocos de esos libros van a prevalecer, sin embargo, en la memoria implacable de los lectores. Menos aún van a ser releídos. Un personaje de Respiración artificial exponía la duda de manera más explícita: "¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?" Hay otro modo de formular la misma pregunta: ¿Cuál de esos textos tendrá el destino central que aún tiene el Facundo? Desde el Centenario, la literatura argentina dispuso siempre de una obra dominante, a menudo inimitable, a partir de la cual se organizaban todas las demás. Harold Bloom ha escrito que el último de nuestros grandes escritores canónicos, Borges, tiene más "fuerza de contaminación que casi ningún otro en este siglo[...] Si se lee a Borges con atención y con frecuencia, cualquiera se convierte en borgiano, porque cuando se lo lee se activa una conciencia de la literatura en la que él ha ido más lejos que ningún otro". Este es uno de los problemas centrales que me propongo analizar en este artículo: el del canon argentino dominado por la sombra terrible de Borges. No estaría de más, sin embargo, intentar antes un ligero repaso de los precursores. El primer libro canonizado fue Martín Fierro, al que Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones compararon con el Mio Cid y la Chanson de Roland. Lugones quería elegir un texto que, además de su importancia literaria, tuviera un valor patriótico instrumental y expresara "la vida heroica de la raza" o las esencias argentinas amenazadas por los aluviones migratorios. Ese fue el objetivo de las seis conferencias que dictó en el teatro Odeón, a mediados de junio de 1913, a las que asistieron todos los que eran algo o alguien en Buenos Aires, incluyendo a Roque Sáenz Peña, presidente de la República. La cultura, en esos tiempos (y no la economía, que andaba sola), era el punto de inflexión para entender el país, el elemento que permitía tomar conciencia de quiénes o qué éramos. Desde su cátedra de literatura argentina en la Universidad de Buenos Aires, Ricardo Rojas situó también a Martín Fierro en el núcleo de su propio canon y, en los ocho tomos de La literatura argentina que comenzaron a publicarse en 1917, y además incluyó en la lista de lecturas obligatorias a escritores valiosos que, si bien habían tenido el infortunio de publicar sus obras en la provincia, parecían formar parte de la misma tradición. Rojas fue el primero y el último que se atrevió a ensanchar los márgenes de las letras nacionales. Después de él -y todavía ahora- la enseñanza de la literatura se concentra sólo en los que escriben o publican en la pampa húmeda, como si no hubiera país más allá de esa frontera imprecisa. Buscar el centro, situarse junto al centro aunque uno camine por el costado: tal era -y sigue siendo- la idea del poder en la literatura argentina. Borges tenía razón al decir que los escritores de verdad no buscan el éxito. Si lo hicieran, nunca lo encontrarían. Pero también es verdad que hay una cierta sintonía entre los libros que van a sobrevivir y la época en que se publican: esa coincidencia deriva, a veces, en ventas masivas, como sucedió con todos los grandes textos argentinos del siglo XIX y como sigue sucediendo con Arlt, con Don Segundo Sombra, con La invención de Morel de Bioy y con la obra entera de Borges. Las listas de best sellers no son -ni por asomo- brújulas del canon pero, a la inversa, es raro el libro canónico que, al menos en la Argentina, no haya logrado la aceptación de los lectores. Sucedió con textos difíciles como Los lanzallamas, El hacedor, El informe de Brodie, Rayuela, La traición de Rita Hayworth, y está sucediendo ahora con El farmer, al que nadie podría acusar de seducción demagógica. Ese texto, así como los relatos de Soriano, Martini, Piglia, Belgrano Rawson, Tizón y los poemas de Gelman, han empezado a disolver el tejido que separaba la literatura argentina de su público natural y a restablecer el contacto perdido desde que las Obras Completas de Borges, precisamente, agotaron en pocas semanas su primera edición de diez mil ejemplares. Un libro canónico no es sólo el que se busca para releer sino el que provoca la relectura. Lejos de someterse al lector, lo estimula, excita su inteligencia, lo llena de preguntas. Si al cabo de diez años ya nadie quiere volver a él, puede que nadie vuelva nunca más. Ese rechazo ha sucedido con autores que parecían haber nacido canónicos, como Arturo Capdevila, Manuel Gálvez, Eduardo Mallea, H. A. Murena, a los que el tiempo va convirtiendo en cenizas. Sucede ahora con otros que hace dos o tres décadas parecían candidatos seguros a la celebridad. El canon -sobre todo en la inestable Argentina- es una pregunta perpetua, algo que cada lector hace y rehace día tras día. Tiene un tronco estable, en el que están Sarmiento, Hernández, Lugones y Borges, pero las ramas caen y se levantan al compás de cualquier viento. No hay que lamentarse por esas incertidumbres, puesto que son un signo de libertad. ¿Acaso la libertad, al fin de cuentas, no ha sido siempre el otro nombre de la literatura? (Cfr. Tomás Eloy Martínez, para el suplemento "Cultura" de La Nación,10 de noviembre de 1996). Nota : El canon es más conjunto de obras / autores en cuyo establecimiento pueden intervenir diversos actores sociales: autores, la crítica literaria (periodístico y/o especializada) y el estado y puede centrarse en tres dimensiones: catálogo, modelo y precepto. Los estudios sobre el canon actual pretenden establecer cuáles obras / autores forman parte del canon (catálogo). Pero conforme se pretende cuestionar o transformar este canon, se pasa de un simple listado a abocarse a la tarea de explicitar categorías que permiten la inclusión / exclusión de obras / autores (modelo). Por último, aquellos estudios que desmitifican la canonicidad de obras, como las novelas del siglo XIX, o que pretenden establecer un nuevo sistema de canonicidad, evidencian, con mayor o menor claridad, que todo canon literario es el resultado "artificial" de criterios de un grupo social que fueron impuestos como verdaderos para la sociedad en general (precepto). El canon literario varía obviamente -y también de manera no tan obvia- de época en época y de un lector a otro. Lo que causa una fuerte impresión al público en un momento, deja de interesarle en otro... y cada época, en literatura moderna, podría, quizás, admitir una nueva calificación, dividiéndola en sus períodos de literatura de moda. Sin embargo, a menudo se dice del canon oficial que es bastante estable, si no "totalmente coherente". Y la idea de canon ciertamente implica una colección de obras que sean consideradas en exclusiva como el "completo" (al menos durante un tiempo). El canon oficial, se institucionaliza mediante la educación, el patrocinio, y el periodismo. Pero cada individuo tiene también su canon personal, obras que ha tenido ocasión de conocer y valorar. Estos dos conjuntos no mantienen una simple relación de inclusión. De los muchos factores que determinan nuestro canon literario, el género se encuentra sin duda entre los más decisivos. No sólo hay ciertos géneros que, a primera vista se consideran más canónicos que otros, sino que obras o pasajes individuales pueden ser estimados en mayor o menor grado de acuerdo con la categoría de su género. ************** LEER también “Hacia una definición del canon en Literatura Argentina” en Lea por favor y el texto crítico “Los avatares de lo nacional” de Roberto Retamoso Publicado por El Ciclo en 03:47 Etiquetas: Canon nacional, Textos

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