José Ioskyn: “Algunas cartas de Plinio el Joven ya son
poemas en sí mismos”
Entrevista
realizada por Rolando Revagliatti
José Ioskyn nació el 20 de
agosto de 1962 en la ciudad de La Plata (donde reside, alternando con la ciudad
de Buenos Aires), la Argentina. Es Licenciado en Psicología (1991) por la
Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de La Plata. Artículos suyos
de psicoanálisis han sido publicados en medios digitales, tales como la revista
de psicoanálisis y filosofía Consecuencias, de la Escuela de la Orientación
Lacaniana, la revista de la NEL de México, el blog Liter-a-tulia de España, y
Acheronta, de su país. Asimismo, un artículo suyo integra el volumen colectivo “Las fórmulas del deseo” (Editorial Tres
Haches). Fue incluido en la antología de ensayos “Viel Temperley” (Ediciones del Dock, 2017) y en la de cuentos “Textos 1” (La Comuna Ediciones, 2017).
Publicó los libros “El mundo después”
(cuatro cuentos largos, Editorial Paradiso, 2013); “Literatura y vacío. Psicoanálisis, escritura, escritores” (ensayo,
Editorial Letra Viva, 2014); “Nunca vi el
mar” (poesía, Editorial Huesos de Jibia, 2014), “Acerca de un imperio” (poesía, Ediciones del Dock, 2016); “Manual de jardinería” (novela,
Editorial Barnacle, 2016), “Un lugar
inalcanzable” (novela, Editorial Griselda García, 2018).
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— ¿Sos de acordarte de tus primeros años…?
JI
— Soy de esas personas que tienen cierto grado de intimidad con su infancia.
Tengo recuerdos nítidos. Como si más allá de esos recuerdos no hubiera grandes
secretos por descubrir. Me asombra cuando alguien dice que no se acuerda casi
nada de sus primeros años. Sin embargo, esa claridad de mis recuerdos son los
picos, momentos recortados por su carga afectiva. Pero de las grandes mesetas
que son la vida cotidiana yo tampoco me acuerdo nada. En esa medianía de lo
cotidiano estaría la tonalidad del conjunto.
Mi familia funcionó como protección
frente a todo lo que pasaba afuera de la casa. Ese cuadro es constante. Por
supuesto estaba la escuela, los parientes, los vecinos; y todo el circuito de
una infancia burguesa donde los chicos salen para aprender un montón de cosas
innecesarias. En casa se hablaba constantemente del afuera y casi nada de
nosotros. La mesa familiar era un discurrir diario sobre lo que les había
pasado durante el día a los mayores. Los adultos eran los protagonistas. La
televisión estaba prohibida en la cena. En cambio, se proyectaba esta serie diaria,
donde aparecían los mismos personajes: el entorno de mis padres. Cuando entraba
un personaje nuevo estaba en relación con los personajes ya conocidos y
aumentaban la potencia de la trama general. Era una narración muy eficaz, ya
que todavía me alimento de esos personajes que no eran en realidad personas, no
podían ser gente de verdad como nosotros, sino una especie de actores que
trabajaban sin parar. Me acuerdo perfectamente de los nombres y las anécdotas. Lo
que palpaba era el tono de burla, de ironía, sobre esa obrita llamada sociedad.
Los otros. La ironía a veces se torcía y apuntaba hacia adentro. Entonces
aprendí a esconder lo que pensaba. Escondía lo que pensaba y sentía, y si bien
había muchos gestos de cariño me sentía expuesto. Pero al mismo tiempo fui muy
mimado por mi familia, mis padres y mis abuelas. Esa ambigüedad fue formativa,
o deformativa. Cuando la sensación de estar adentro de la familia pasó, dejé de
ser un chico. Fue así, como abrupto. Mi mamá me empezó a decir “el extranjero”. Estoy tratando de ver
la infancia como la narración de los otros, tomando ese aspecto repetitivo del
que tomé plena conciencia mucho más tarde. Cuando la infancia terminó, lo único
que quería era salir de ese relato.
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—Y fuiste saliendo de ese relato.
JI
— Escribí un cuento, inédito, sobre el momento bisagra, el del fin del
romance con los padres y la vida que ellos proponían, cuando de repente se me
hizo evidente la presión de tener que ser un hombre, sin saber que era eso
exactamente. Ahora lo veo ridículo. Por supuesto, este es el costado patético
de la cosa. Después vino otra cosa. Me acuerdo de escenas en que no sabía muy
bien qué estaba haciendo, pero iba, un poco ciego. Tenía períodos en los que no
me importaba casi nada. No era alcanzable. Hubo pelo largo, la gran aventura de
años setenta a mi alrededor, una secundaria en los años de la dictadura y
rebeldías contra todo. Música, lectura, cine, noches y noches. Mi ciudad era, y
sigue siendo, universitaria, hippie, rockera, militante. Medianamente culta y
provinciana a la vez. Limitada y también pretenciosa. En un clima social tan
pesado, andaba a cualquier hora con amigos por la calle. Ahora lo veo muy
extraño a eso de andar tan suelto en aquel momento. Escuchabas los tiroteos,
escuchabas que tal o cual había sido llevado por la cana. “Si escuchan balas tírense al piso”, me dijeron en algún momento. En
tu ciudad, a los trece años iba con un primo por la calle cuando dos tipos en
un Falcon nos subieron al auto, nos pegaron, amenazaron y nos dejaron atrás de
la Facultad de Derecho, alertándonos que iban a volver para tirarnos al río.
Era el año 75 o 76. Pero realmente no me importó mucho, porque sentía que me
estaban pasando cosas, a mí, por primera vez. Estaba suelto por el mundo, fuera
de la familia y sus reglas. Había maneras de esquivar un poco un país
militarizado. Creo que lo pude hacer sin tanto riesgo porque en realidad era un
chico de trece años, un poco más. Me acuerdo por ejemplo de un casamiento en
una quinta, los novios caminando por una alfombra larga y angosta en el pasto,
la alfombra pasaba debajo de arcos con flores. En una carpa tocaba una banda de
rock. Suspendieron las clases en el colegio por una bomba que explotó en la
puerta y la destrozó. Me pasaba días escuchando música o leyendo. Cuando salía
podía pasar que me subieran a un micro de la policía, una razzia callejera.
Podía —y me pasó— terminar la noche en
una comisaría.
A esa edad manda el cuerpo. Las emociones
manejando las situaciones, las hormonas y la ambición de autoafirmarse, aunque
no sea más que una mentira. En fin. Cuando terminó mi secundaria y volvió la
democracia me di cuenta que culturalmente estábamos fuera del mundo.
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— ¿Y cuando ahora observás el transcurrir de otros por la adolescencia?
JI
— Cuando ahora veo a otros pasar por su adolescencia, o saliendo a la vida,
me veo a mí mismo en retrospectiva con más empatía y complicidad. Fui uno más
que se refugiaba de los demás al tiempo que los necesitaba. El equilibrio era
difícil. Al final, uno es un misterio al que hay que tratar bien. Pero la
primera juventud, contrariamente a la infancia, no se va del todo. No puedo
hablar del que era a los quince como si fuera otro. Sigo siendo ese. Hay
continuidad. Pero el chico que fui termina siendo un extraño que, sin embargo,
vive en uno. Pero no me reconozco, no soy ese. Lo tengo que deducir. ¿Soy ese,
el de las anécdotas familiares? Cuando hablaban de mi infancia hablaban de
otro. Pero no de mí. Hablaban del hijo que tuvieron alguna vez. Los padres no
se cansan nunca de contar lo mismo, y me pasó igual cuando fui padre, porque la
infancia de los hijos es un idilio apasionante. Para bien o para mal, es así.
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— Ioskyn. Poco común tu apellido por estos lares.
JI — Sí, no hay muchos, y están
todos por La Plata. Mis hijos, por ejemplo: Justina, de veinticinco años, y
Pedro, de diecinueve. Mi papá —abogado— era hijo de inmigrantes rusos; también
mi mamá —docente— era descendiente de rusos. Es decir, cuatro abuelos rusos o
hijos de rusos. Acá, cuando pasaban por migraciones, como se sabe, te ponían la
grafía que se les ocurría o la que escuchaba el oficial de Inmigración, de modo
que hay algunas variantes, pocas sí, de mi apellido. Mis parientes rusos o
ucranianos son Oskin. ¿Cuál es el verdadero? Una prima consiguió una genealogía
del apellido a partir del siglo 16. Pero por el lado de mi mamá se contaba que
venían de una zona de Rusia lindante con China o Mongolia, y siempre se habló
de una foto en las que las mujeres tenían el pelo atado con palitos, a la
usanza china. Así que el origen es un poco remoto, como un punto de fuga. Al
final hay que hacerse a la idea de que el origen se escapa, no se puede
alcanzar.
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— Rockero, dijiste. Y podías pasar varios días escuchando discos. ¿Tenés
formación académica?
JI — En música clásica en el
Conservatorio de Música Gilardo Gilardi, fundado por Alberto Ginastera. También
tocaba la batería en una banda de rock. En el conservatorio me formé en
percusión, algo que todavía suena raro. Siempre estoy acompañado de música, la
que sea, rock, sinfónica, ópera, o lo que me vaya gustando. La música te puede
acompañar siempre, ni siquiera es necesario un soporte físico, puede sonar en
tu cabeza, aunque no quieras. A veces se nos impone una melodía boba que
odiamos. Pero está ahí y no se va.
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— Siendo clase ‘62, acaso hayas tenido que hacer el servicio militar más o
menos cuando lo de la Guerra de las Malvinas.
JI — Lo hice. En Granaderos. Estuve
a pocas horas de ir a Malvinas. No me imagino ahora entregar a un hijo de
dieciocho años para ir a la guerra. Pero en ese momento había una locura
colectiva, una aceptación demente de la situación. Andaba por la calle con el
uniforme, sentía la lástima de los civiles, o el entusiasmo loco por esa guerra
maldita. En las casas de comida me regalaban morfi. Fui a rendir una materia,
me acusaron de querer sacar provecho del uniforme (era cierto), en fin, toda
una confusión. Tal vez todo ese delirio fue solamente una excusa para que
Rodolfo Fogwill escribiera “Los
pichiciegos”. Pero pasó, lamentablemente pasó de verdad.
Una tarde me dejaron salir con la
condición de no irme a más de una hora de distancia. A las tres de la tarde
llamaron a mi casa, tenía que volver urgente, íbamos a Malvinas. Mi mamá fue a
comprar calzoncillos largos, para protegerme del frío austral. Fuimos a cenar,
por lo que llegué al regimiento a eso de las tres de la mañana. Pero no había
nadie. Sorpresa. Casi ninguno de mis compañeros había vuelto. Parece que lo
mismo pasó en todo el regimiento. Alguien pensó que sería buena idea mandar a
los nuevos, los que habían entrado hacía unos días. Chicos sin instrucción
militar. No volvieron nunca.
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— He sabido que antes de decidirte por la Carrera de Psicología, primero en
línea con la profesión de tu padre, estudiaste en la Facultad de Derecho, y
luego probaste durante un tiempo en la Carrera de Filosofía.
JI — Esta es una ciudad
universitaria. La clase media va a la facultad casi siempre. Dicen que la
vocación es como el enamoramiento, y a la edad en la que empecé a estudiar era
demasiado chico. No sabía qué es lo que quería hacer. Estuve en las carreras
que dijiste, hasta que me di cuenta de que el psicoanálisis me interesaba mucho.
Pensé que había encontrado una especie de filosofía que curaba a las personas.
Eso me entusiasmó, aunque por supuesto me equivoqué de plano. Ni es una
filosofía ni es una medicina. Es algo diferente. Pero esa idea me sirvió para
terminar la carrera de un tirón y ponerme a trabajar y tratar de formarme como
analista. De las carreras no me acuerdo casi nada.
Algunos recuerdos sueltos de esa
época: una chica daba una materia en Derecho. Yo miraba sentado en la primera
fila. La chica hablaba bajito para que no la escuchen, pero no se entendía,
porque lloraba. También me acuerdo de ir saliendo disimuladamente del edificio
de la facultad, escapando de un final del que no me sentía seguro. En Filosofía
fumaban marihuana en la terraza o directamente en clase. Me acuerdo de un
profesor de Lógica, un genio, que sin que viniera a cuento se puso a leer a
Sófocles en griego. A medida que leía iba traduciendo al castellano. O sea, una
genialidad traducir sobre la marcha del griego antiguo. Y así, ese tipo de
cosas, algunas sorprendentes. Pero en general la universidad me resultó
anodina, no muy interesante. Un mandato sin sustancia.
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— Y por esos años, ¿trabajabas?
JI — Desde 1986. Trabajé mucho, sí.
Fui perito psicólogo del Poder Judicial de la Provincia de Buenos Aires. La
oficina se llamaba Curaduría Oficial de Alienados. Un nombre medieval, ¿no?
Veía a pacientes sin familiares que se pudieran hacer cargo. Un abandono
absoluto. Pacientes crónicos, muy deteriorados, sin futuro.
Siendo estudiante dirigí los primeros
dispositivos públicos de externación de la provincia. Fue a iniciativa de un
jefe muy animado. Empezamos con una Casa de Pre Alta, donde iban a vivir
pacientes mujeres que sacábamos de los hospitales psiquiátricos. Iban a ese
lugar donde vivían en grupo. Monitoreábamos todo el proceso, con un equipo.
Después hicimos algo que se llamó Casas de Convivencia, lugares a los que las
pacientes ya vivían solas. Era la última etapa de la externación.
Creamos también un Centro de Día.
Funcionaba para juntar a todos los pacientes que circulaban por la ciudad en
distintas etapas de su salida. Había talleres, grupos de distintas actividades
(laborales, de discusión o de capacitación en alguna tarea). Casi ninguno de
los que trabajaron como coordinadores, acompañantes terapéuticos, etc., tenía
formación. Había estudiantes de psicología, un tallerista, alguna que otra
trabajadora social. Yo mismo sin ir más lejos, no era ningún experto. Lo cuento
medio en detalle porque esto no es conocido, pero fue la primera experiencia de
esa clase. Un poco inconscientes también. Te lo cuento también por eso, porque
esto no se sabe, no se enseña, no se tiene registro, y fuimos pioneros casi sin
querer, y sin saber bien lo que estábamos haciendo.
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— En un reciente mail me decías que estabas abocado a traducir poemas de una
autora brasileña. ¿Es tu primera incursión en esa tarea o has traducido ya a
otros poetas?
JI — Estuve traduciendo una selección
de textos de Adélia Prado. La Editorial Griselda García prevé la publicación de
un volumen para el año próximo. Antes había intentado otras traducciones, del
portugués o del inglés, pero fueron cosas sueltas. Lo de Adélia me lo pidieron,
es decir, me puse a full desde el principio, me organicé, le dediqué mucho
tiempo, me apasioné, y ahora ya está lista, esta semana quedó terminada, fue
casi un año entero de trabajo. Adélia es genial, mística, coloquial, carnal.
Pero su poesía está llena de dificultades. Ella dice que el poema le viene
dado, pero parece muy trabajada su poesía, y está plagada de expresiones que no
llegan a entender ni siquiera los hablantes nativos con los que consulté. De
todos modos, me sirvió para sentir la traducción, la pasión que implica, tan
diferente que la de leer o escribir. Lo terminé viviendo como una reescritura,
una versión lo más afinada posible del ritmo y la melodía de otro. Te terminás
metiendo en el estilo de un autor de una manera única, palabra a palabra. Tal
vez debiéramos hacer eso con todos los autores que amamos.
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— ¿Cuáles serían, digamos, las líneas básicas de tu poesía?
JI — Sencillez, ritmo, precisión.
Trato de llegar al sentimiento y la lucidez de algo que viene no sé de donde.
No sé si lo logro. Es más una intención.
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— En un reportaje que Julio Carreras (h) le realizara a Mempo Giardinelli,
publicado en el nº 7 (1991) de la santiagueña revista “Quipu de Cultura”, el
entrevistado manifiesta que un escritor tiene más bien deudas no tanto con
otros autores, sino con determinados libros. Y que cabría distinguir a los
escritores que a uno le gustan, de aquellos a los que se admira y de aquellos
que lo han influenciado. ¿Acordás, sí, no, hasta dónde?
JI — No sé si acuerdo. Cuando me
gusta un estilo o un autor es algo más tipo amoroso, algo como te decía antes,
de descubrimiento y enamoramiento. Me vuelvo a reconciliar con toda la
literatura a través de un autor. Ese. Trato de leer todo lo que pueda de su
obra. Si admirás a James Joyce, por ejemplo, pero no te llega, tampoco te va a
influenciar. Creo que uno ama a ciertos autores, a veces te acompañan un
tiempo, otros toda la vida, se convierten en una especie de amigos, consejeros,
es algo íntimo a pesar de tratarse de libros publicados que han pasado por la
mano de editores, lectores, libreros, etc. La relación es de intimidad, casi de
cuerpo.
12
— ¿Suerte perra, meter el perro, solo como un perro, llevar una vida de perros,
hacer una perrada, estar con un humor de perros, echar como a un perro o tratar
a cara de perro?
JI — A otro perro con ese hueso.
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— ¿Podrías definir los procedimientos narrativos que utilizás?
JI — Hay ideas o argumentos que
perduran durante años, a veces van cambiando, pero empiezo a escribir cuando
tengo escenas concretas, y, sobre todo, una voz encarnada y concreta. Es decir,
cuando establezco un contacto casi físico con lo que voy a escribir, si no no
me sirve, si empiezo algo sin sentirlo, a las pocas páginas se frena. Tiene que
aparecer todo un mundo ficticio que pueda dispararse en varias direcciones sin
mi ayuda, sin mi empuje, debe ir casi solo para adelante. Ejemplo: el libro “Acerca de un imperio”, donde concebí
una poesía que recrea el mundo antiguo, latino y griego, me surgió después de
cierto lapso de recopilar literatura de la época, sobre todo cartas, libros de
historiadores antiguos, filosofía, etc. Fui entrando en ese mundo, tan distinto
al nuestro y a la vez reconocible, como si uno advirtiera algunas marcas de familia,
pero a la vez un poco extranjera. Lo inicié al irme durante unos días a la
costa, fue una temporada solitaria, y el libro vino solo: me hacía el almuerzo
y venían cosas ya hechas, como dictadas, estaba durmiendo y me despertaba un
poema ya listo. Era un poco una tortura, porque quería descansar, estaba de
vacaciones, y el personaje romano que yo fui por entonces no me dejaba en paz.
Por suerte, no demoré en escribirlo, por lo cual mantiene una voz homogénea.
Fue una felicidad hacerlo, una inspiración (esa palabra está tan demodé que ya
se puede volver a usar) y al mismo tiempo un juego con mi propia identidad.
14
— En su libro “Rebeldes exquisitos”
(Inteatro, editorial del Instituto Nacional del Teatro, Buenos Aires, 2009),
José Tcherkaski adujo que Alberto Ure (1940-2017) “representa lo más importante que ocurrió en mi vida como periodista y
autor. Me partió el cerebro a pedazos y gracias a él empecé a barajar de nuevo”.
¿De alguien dirías que influyó en vos, en algún orden, de una manera similar?
JI — A ver, creo que el teatro tiene
esa cosa de maestros y discípulos, un poco esa es también mi experiencia como
psicoanalista. En psicoanálisis pasa eso, seguís a un maestro que te va
enseñando a leer los textos y la clínica de una manera sólida, tal vez como en
la edad media o en la antigüedad griega. Es algo propio de ciertos ambientes. A
mí me pasó con el psicoanálisis, aprendí con una especie de maestro durante
muchos años. Me enseñó a entender la clínica y la teoría, y después de eso
puedo ver a la práctica del psicoanálisis como un mundo al que si no me lo
explicaban y enseñaban no iba entrar nunca del todo. Es una relación rarísima
la de ser discípulo, no es de esta época, pero entiendo que en algunos ámbitos
es necesaria y también reconfortante. En literatura no sé cómo es, porque no
hice talleres, no tuve esa experiencia.
15
— ¿Cuál es tu primer recuerdo de una librería? ¿Y de una biblioteca?
JI — Qué bueno eso. Seguramente no
fue la primera librería, pero sí la primera a la que entré solo. Un verano en
Mar del Plata, yo tendría doce años, encontré plata en la calle. Lo primero que
se me ocurrió fue entrar a una librería. Compré “Las tumbas”, de Enrique Medina, para gran escándalo de mis padres,
por gastar plata que no era mía, y por comprar ese libro escandaloso.
Biblioteca, primera, la de mi casa, con esos tomos de Aguilar con tapa de cuero
y papel arroz o biblia, un papel finito al que había que tratar con cuidado y
usando los dedos y algo de saliva. En esa colección estaban las obras completas
de grandes escritores. Clásicos. Y también leía los libros que apilaba mi mamá,
más contemporáneos. Ella era muy lectora. Fue una mujer culta, con mucho buen
gusto. De los de Aguilar me gustaba el de Shakespeare, supongo que porque no
entendía nada, tal vez porque era teatro y tiene ese lenguaje arcaico que
contribuía a la incomprensión. Hace poco escuché a alguien decir que el placer
que genera leer algo que no se entiende es una cosa infantil. Aunque no creo
que el enigma sea signo de inmadurez, sino algo humano que algunos sentimos
más. Me acuerdo que la bibliotecaria de la escuela primaria vino al aula, nos
habló de la importancia de la lectura, preguntó si leíamos. Yo dije que estaba
leyendo esos tomos, seguramente aproveché para darme corte ante los demás, pero
la buena mujer me desautorizó, me salió el tiro por la culata, dijo que no
estaba bien leer eso, que había libros específicos para cada edad. Literatura
infantil.
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— ¿De quienes te animarías a afirmar que en el campo de la ensayística,
aprendiste?
JI — No sé. La verdad, no sé eso.
Siempre estuve cerca del pensamiento racional, transmisible. Me gusta la transmisión
entendible, lisa. Como dijo alguien, lo complejo tiene que ser la idea, no el
estilo. En ese sentido el siglo veinte fue muy confuso, cierto barroquismo y la
moda de lo abstruso fueron bastante nefastos para el pensamiento. De lo que me
gusta, me viene a la cabeza Freud, que expuso sus ideas de una manera muy
clara, casi escolar, en forma de diálogos consigo mismo o de réplicas, o en
desarrollos bastante simples en su forma. Me gusta también Elias Canetti, que
tiene un estilo potente y muy claro también. Aunque escribí un solo libro de
ensayo, el formato se me da bien; antes de ese libro había redactado bastantes
artículos y me complace esa manera de exponer razonamientos; hay distintas
técnicas, y considero que fui aprendiendo un poco por mí mismo, al principio
tratando de que un artículo fuera como un razonamiento: saliendo desde aquí
llego hasta allá, fundamentando cada paso como si fuera un silogismo. Aunque un
ensayo puede ser de estilo narrativo como una novela, incluyendo a un narrador
en primera persona, y tener también momentos líricos. Hay distintos métodos,
desde luego, y el ensayo se ha vuelto tan interesante, ya que mezcla ahora
distintos formatos: la narrativa, el libro de viajes, el cuento, la poesía, la
autoficción. Es increíble lo que ha sucedido en los últimos años con este
género. La transbiografía, por ejemplo. La renuncia a la verdad absoluta. La
filosofía como epigrama, algo breve y contundente. Es el género más creativo y
tal vez el que llega más al público actual, es consonante con nuestra
sensibilidad.
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— Cuatro cuentos extensos conforman tu único libro de narrativa breve: “El mundo después”. Y el cuentista
Ioskyn después…, ¿escribió otros?...
Y, de paso, ¿qué estás escribiendo ahora?
JI — En realidad, para mí “El mundo después” eran cuatro
nouvelles, pero el editor consideró que eran cuentos. Fue una sorpresa para mí
cuando vi el libro publicado y constaté que eran cuentos. Me desilusionó no ser
novelista. Después aprendí que la extensión no es importante, y la denominación
del género, menos todavía.
Tengo tres libros inéditos, dos de
poesía y uno de relatos. Uno de los de poesía es sobre la revolución rusa, y me
demandó bastante lectura de época, como el de la antigüedad clásica, pero esta
vez en Rusia. Volví a la diversión apasionada de leer correspondencia, y
diarios de intelectuales que visitaron Rusia en esa época. El de relatos se
llama “Cómo hacerse hombre”, tal vez
salga el año que viene; es una especie de retrato un poco demasiado naturalista
para mi estilo, de la época en que me fui a vivir la mitad de la semana a tu
ciudad. El tema ronda lo que ya dice el título, la cuestión de ser un hombre,
cómo serlo, es algo que en este momento de la historia y de la sociedad no está
tan claro, ya que el empuje del feminismo deconstruye el lugar del hombre hasta
tocar su esencia. ¿Quién sabe ahora con exactitud lo que es ser un hombre? De
todas maneras, mis temas no los elijo por interés intelectual, tiene que
aparecer algo de una manera inevitable, sentida y tal vez enigmática para que
me ponga a escribir. Algo que me moleste e incentive lo suficiente.
Ahora mismo, me preguntabas, estoy
escribiendo algo en la onda de “Un lugar
inalcanzable”, el último: fragmentario, tratando de ir a fondo, enfocando
percepciones mínimas, que todos tenemos, pero a las que no les damos entidad.
Dejamos pasar cosas de una riqueza muy grande en nuestro sentir diario. Ese es
mi campo en este momento, lo mínimo, poner la lupa ahí y viajar hacia dentro de
algo que advierto como al pasar, detener la acción y ver adonde lleva. Me
sorprendo a mí mismo cuando la acción del mundo se detiene. En lo
intrascendente está el mundo. Algo así.
18 — ¿Sería factible que nos
expliques cómo está armada, construida tu novela “Manual de jardinería”? ¿En qué aspectos difiere de la última y que
acabás de nombrar, la titulada a partir de una cita de Walter Benjamin, “Un lugar inalcanzable”?
JI — Sí, claro. En realidad, tienen
una base en común, que es el formato del diario personal. Me gusta leer diarios
y correspondencias, esas formas menores de la literatura, o subliteratura, que
consiguen una gran efectividad y verosimilitud. Como sabrás, hay escritores que
solo se desarrollaron en ese formato, como Madame de Sevigné. En “Acerca de un imperio” recurrí a la
correspondencia de Plinio el Joven, algunas de esas cartas ya son poemas en sí
mismos, tal vez sin consciencia de serlo, o tal vez sí, no sé qué habría en la
mente del autor. Nuestro Adolfo Bioy Casares se despliega mejor en sus diarios
y cartas que en el resto de su obra, bueno, esa es mi impresión. Ese es mi
gusto.
En cuanto al “Manual de jardinería”, empezó con anotaciones de charlas que iba
teniendo con dos amigas. En algún momento me encontré con que hablábamos de
cosas que iban más allá de la conversación común, y a mí siempre me interesó la
sensibilidad femenina, la manera que las mujeres tienen de sentir los temas,
sobre todo los emocionales, amorosos, o de la vida en general. Son más
cuidadosas, tiernas, compasivas, es una dimensión que me atrae y que en parte
es la mía. Así que empecé a anotar las conversaciones en un archivo, sin saber
qué iba a pasar con eso. Transcribía porque me agradaba. Parecía un diario, o
un simple registro, que quedó así por algún tiempo. Después, con eso hice un
cuento, pero alguien que lo leyó pescó que la voz del narrador daba para una
extensión más larga, de modo que lo estiré y quedó una novela corta. Lo único
que hice fue introducir un narrador en primera persona, masculino, que interactúa
con las dos mujeres.
“Un
lugar inalcanzable” es más fragmentaria, solamente se puede tomar como una
novela si uno es benévolo con el texto. Tanto el “Manual…” como “Un lugar…”,
portan la intención de obtener un verosímil fuerte; en el “Manual de jardinería” a través del sexo, en “Un lugar inalcanzable” a través del sueño. Lo que hice en “Un lugar…” fue transcribir sueños
propios como si fueran la realidad, con lo cual se disloca el realismo.
Necesitamos pensar variantes nuevas al realismo sin caer en una cosa demasiado
loca.
19
— En una frase o diez: ¿nos armarías tu retrato de ese poeta del que concebiste
tu ensayo “Héctor Viel Temperley, un místico de nuestro tiempo”?
JI — Viel es un fenómeno, tal vez el
último fenómeno de la poesía argentina. Es quien más ha vendido en cantidad,
según escuché. Es un fenómeno post mortem ya que en vida Viel era conocido en
un círculo reducido. Parece una cosa eterna de nuestra literatura la de existir
primero en los márgenes. En algunos casos como el de Viel, otros escritores lo
atesoran como un prodigio y lo hacen circular. En un principio inferí que el
atractivo de Viel era su misticismo, un misticismo tal vez fuera de tiempo ya
que no es algo contemporáneo lanzarse a esas experiencias radicales, fuera del
mundo. Pero ahora no lo veo así, sino que acaso su catolicismo podría haberle
jugado en contra, sobre todo para la clase biempensante que es anti iglesia. O
que cree que debe serlo. Ahora me inclino más a pensar que las experiencias de
comunión o de disolución de Viel han influido en su poesía quebrando la
sintaxis, y así liberando la semántica, logrando que el texto se mueva hacia
otro terreno, hacia un lugar un poco inestable para la poesía convencional. Los
fragmentos que brillan, por ejemplo “Hospital
Británico”, “larga esquina de verano”,
etc., repetidos cada tanto, empiezan a tomar un sentido extranjero, raro, como
de slogan o mantra. Si el mismo fragmento estuviera en un verso una sola vez,
al pasar, no tendría ese efecto. Ese procedimiento, repetido y repetido,
intercalado, y que vuelve a estar en conexión con otras frases, culmina adquiriendo
un clima o un aire que atraviesa al lector y lo confunde.
En su caso, no creo que solamente se
trate de una cuestión de método sino de cómo su experiencia vital rompió su
poesía, que al comienzo era bastante clásica y terminó siendo absolutamente
irregular, innovadora. Las generaciones nuevas reciben de Viel esa autenticidad
y la aprecian. Aun a gente que habitualmente no lee poesía, su obra salió del
guetto y toca a la gente, como antes pasó con muy pocos.
20
— Te traslado un par de interrogantes que se formula el ensayista colombiano
Jaime García Maffla: ¿Cómo y cuándo el lenguaje del habla cotidiana se
convierte en poético? ¿Por cuáles leyes una organización de palabras llega a
ser el poema?
JI — A ver, interesante cuestión.
Vos hablás de una transformación, y eso seguramente no tiene que ver con una
ley. La ley en el sentido de una retórica tipo aristotélica. Lo que sucede en
la poesía lo asimilo a las artes plásticas, pero no tanto a la novela o al
cuento, que en lo formal no han cambiado tanto. Un poco sí, pero no tanto como
en la plástica, que se ha renovado hasta cuestionar el estatus de lo que
pertenece o no a su campo. Ellos lo plantean seriamente. No es fácil a veces
distinguir lo que está dentro, en la plástica. Creo que el estatus de una obra,
plástica o poética, tiene que ver con la intención del autor, después con la
validación de la crítica, y la opinión de los pares. El público acepta esto.
Pero en general me parece que en el salto desde lo más personal, vivido, a la
poesía, tiene que haber una transformación del dato de la realidad. La creación
o la transformación existe. Corrijo lo anterior: es el lector el que acepta o
no. Siente la sintonía, le llega, y recién ahí la cosa se completa. Antes no es
una obra. Es un germen. El lector le da el estatus al incorporarla, cuando lo
que otro hizo pasa a ser parte de su cuerpo. Cuando “larga esquina de verano” es la letanía de un trepanado, ese que
tiene visiones, que agoniza y ve claro. Vos como lector lo acompañás, o más
bien es el autor el que te acompaña o te lleva a un lugar que nunca imaginaste,
pero terminás por entrar y sentirlo. El mundo se transforma, por un rato. Ahí
está el poema vivo, existe. Esto no es una ley, no depende de algo que sepamos
de manera consciente, no sabemos qué es, no se deja atrapar. Si lo hiciera
perdería la magia en un instante.
*
José
Ioskyn selecciona poemas de su autoría —uno, el primero, de “Nunca vi el mar” y
cuatro del libro inédito “Mi revolución rusa”— para acompañar esta entrevista:
Cargamos manzanas
y
libros
los
árboles cuidan
que
nada nos pase
hay
temblores
un
respirar de la bolsa con frutas
al
moverse
con
manzanas y libros
en
lugar de casas y chicos
de
repente
yo
dentro tuyo
y
vos dentro de vos misma
como
dos seres de juguete
nos
enredamos
dos
manzanas rojas, brillantes, jugosas
y
nada más
*
Volkov y yo comíamos medio pan
los
dos sobre mi caballo
la
mañana goteaba como gotea
el
cloroformo sobre la mesa de operaciones
ametralladoras
y carros de combate
Volkov
me pregunta por mi esposa
me
adormilé y la vi en sueños
durmiendo
en una cama negra
el
caballo da tumbos
en
menos de dos verstas nos dejaría a pie
escuché
a mi compañero hablar entre dientes
que
habíamos perdido la campaña
y
que caminar no es de soldado
yo
dije sí, sí, y volví a entrar en mi sueño
*
Al alba – el pillaje
salen
los hombres, prometen volver con alimentos
o
lo que sea
a
la tarde vuelven, cansados, pálidos y rojos
manteca,
oro, paño, paño, oro, manteca
¿y
el vino? No había – dicen
las
mujeres: la patrona, la empleada, la suegra
sirven
la mesa
la
sirvienta canta, dice que tiene miedo de todo
miedo
de agarrar un hacha
cuando
ve el cuello blanco y largo de la patrona
los
hombres le prometen un vagón con harina
palabra
de soldado
ella
cuenta en silencio el botín del día:
dieciocho
libras de mijo, quince libras de harina
cuatro
libras de manteca, ámbar, oro
y
tres muñecas para su hija, cuando la tenga
*
El palacio con los techos
agujereados
las
pinturas con marco de oro, tapadas con trapos rojos
el
salón de ceremonias
unas
cincuenta mujeres cortaban y cosían, cosían y cortaban
banderas
y estandartes
para
los muertos de la revolución
lloraban
mientras hacían su trabajo
en
un pasillo un obrero joven estaba acostado sobre una colchoneta
nadie
le prestaba atención
a
cada latido brotaba sangre del pecho perforado
con
cada respiración decía: viene la paz, viene la paz
en
la Plaza Roja
el
Kremlin temblaba, había ruido
de
palas y picos
cientos
de obreros cavaban fosas a lo largo de los muros
iluminados
por fogatas
cantaban:
enterramos ahora a quinientos
muertos
de la revolución
bajamos
por la Tverskaya, banderas al viento
nada
de popes para los funerales rojos
ningún
sacramento para los muertos
el
canto hizo gritar a la multitud
como
una onda sobre el agua
majestuosa
y solemne
vimos
pasar bajo La Puerta a los obreros
con
sus féretros color sangre
toscos
ataúdes de madera sin cepillar
pintados
de rojo
sobre
los hombros de esos seres rudos que caminaban
y
lloraban
hasta
llegar por fin a las fosas
escalando
con sus cargas los montones de tierra
detrás
venían mujeres, jóvenes y rotas
otras
viejas y arrugadas
lanzando
gritos de animales heridos
queriendo
enterrarse con sus muertos
ya
que esa es la manera de quererse de los pobres
uno
por uno fueron bajados
los
quinientos
la
música subió el volumen
la
masa aumentó los cantos:
mientras
venia la terrible noche
coronas
fueron colgadas de ramas desnudas
como
extrañas flores multicolores
se
escuchó la tierra a montones cayendo sobre los ataúdes
a
los que miraban con aterradora ansiedad
se
les dijo que este era el reino
por
el cual era glorioso morir
la
anestesia, la morfina lavada y roja
*
Fue cuando terminó la batalla de
Berestechko
caminé
entre los cuerpos destripados
los
vivos gritaban la revolución mundial
me
acosté en un pajar dorado como el sol de la molienda
los
haces de trigo volaban por el cielo
no
sé si me dormí o las caricias del heno me volvieron loco
las
puertas del cobertizo se abrieron
y
entre el silbido de la madera una mujer
vestida
para una fiesta se acercó
sacó
un pecho del encaje negro del corsé
lo
puso contra el mío
el
calor sacudió los cimientos de mi alma
gotas
de un sudor vivo hirvieron entre nuestros pezones
quise
gritar, pero mis mandíbulas estaban cerradas
ella
puso dos monedas en mis ojos
se
apartó de mí y de rodillas dijo
Jesús
recibe el alma de este siervo:
de
ese sueño nunca pude despertarme
*
Entrevista
realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de La Plata y Buenos
Aires, José Ioskyn y Rolando Revagliatti.
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