miércoles, 5 de noviembre de 2014

Juan L. Ortiz según Victoria Robador

Juan Laurentino Ortiz

“Para que los hombres”
Para que los hombres no tengan vergüenza
de la belleza de las flores,
para que las cosas sean ellas mismas: formas sensibles
o profundas de la unidad o espejos de nuestro esfuerzo
por penetrar el mundo,
con el semblante emocionado y pasajero de nuestros sueños,
o la armonía de nuestra paz en la soledad de nuestro pensamiento
para que podamos mirar y tocar sin pudor
las flores, si, todas las flores
y seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada,
para que las cosas no sean mercancías,
y se abra como una flor toda la nobleza del hombre: iremos todos hasta nuestro extremo límite,
nos perderemos en la hora del don con la sonrisa
anónima y segura de una cimiente en la noche de la tierra.

El poeta entrerriano nace en 1896 y vive y crece rodeado de una abundante naturaleza, que luego inundará sus versos. Toda su poesía está marcada por los paisajes de la selva en la cual pasó gran parte de su infancia.
                Juanele estudió filosofía y participó de la bohemia porteña así como de movimientos políticos en su provincia natal, mientras escribía versos influidos por la estética simbolista y la poesía oriental. Su escritura poética se caracteriza por presentar cierta tensión entre el paisaje monótono, de contemplación y los conflictos sociales, por los que mostró una especial sensibilidad, inclinándose por los niños que sufren la pobreza y las injusticias.   
                En este sentido, el poeta siempre tuvo la conciencia de que su escritura debía atender a los aspectos sociales y de que la literatura, la poesía fundamentalmente, son medios poderosos para expresar las dolorosas percepciones del afuera: “No olvidéis que la poesía (…) es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin”
En el poema “Para que los hombres”, se percibe un tono de frescura, de vitalidad junto a cierta delicadeza natural.
El yo lírico comunica en forma de leve arenga una acción futura y plural, un hacer conjunto, colectivo, que implica “perderse en la hora del don, en la noche de la tierra”, ir hacia el extremo límite y en ese gesto de solidaridad quedará expresada la nobleza del hombre como ser viviente, tal como lo hace una flor al abrirse y mostrar su plenitud. En este movimiento hermanado, avanzan sonrientes y cada sonrisa singular se fusiona en una sonrisa anónima, que no ignora el dolor del mundo, pero lo siente como una fuerza que los atraviesa.
Ahora bien esta acción tiene un fin concreto: que seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada; y así se revela esa veta humanista y política del poeta, que intenta una sentida sensibilidad hacia la otredad.
Por otro lado, el yo lirico exalta con delicadeza y seguridad la necesidad de un cambio en la relación con la naturaleza, en el ritmo y el modo de vincularse con la tierra, una vuelta a la unidad del hombre con la naturaleza, de manera que los hombres no tengan vergüenza de la belleza de las flores y entonces podamos tocar y mirar sin pudor todas las flores.
Finalmente puede leerse también una crítica al devastador y devorador avance capitalista y su lógica de lo instantáneo y lo efímero; Ortiz entiende un uso distinto de los objetos según el cual las cosas no sean mercancías, sino que sean ellas mismas concebidas e integradas desde una sensibilidad como: formas sensibles de la unidad o bien, considerando el trabajo del hombre sobre el mundo como: espejos de nuestro esfuerzo por penetrar el mundo. En esto último vemos también una postura política asumida por el poeta, que atiende a la relación del hombre con su entorno natural y comprende a la naturaleza como un imperativo ético para la creación (estética) poética.


“Tarde”
El mundo es un pensamiento
Realizado de la luz.
Un pensamiento dichoso.
De la beatitud. El mundo
Ha brotado. Ha salido
Del éxtasis, de la dicha,
Llenos de si, esta tarde,
Infinita, infinita,
Con árboles y con pájaros
De infancia ¿De qué infancia?
¿De qué sueño de infancia?

En este segundo poema el yo lírico se expresa inicialmente en tono aseverativo y se encamina hacia un cierre interrogativo, característico del estilo de Ortiz.
El poema nace de una actitud contemplativa en la reflexión en torno del acaecer vespertino, la tarde. El poeta canta el goce, la dicha del mundo, concebido éste como pensamiento realizado de la luz… de la beatitud.
Y como bien se señaló en uno de los programas de la cátedra, se observa aquí que su poesía no se limita a describir el paisaje, sino que éste se constituye en punto de partida para transformar en poesía lo que ya ha penetrado en su alma.
Entonces, el mundo que ha surgido, ha brotado a raíz de la meditación y del entre ser en el paisaje, es- en palabras de Juan Jose Saer- “enigma y belleza, pretexto para preguntas y no para exclamaciones, lamento del cosmos por el que la palabra avanza sutil y delicada, adivinando en cada rastro o vestigio aúnen lo más diminuto la magia misteriosa de la materia”
Así, en esta tarde infinita, infinita, el poema realiza una proyección universal y atemporal, una tarde de dicha, éxtasis, plena, brillante¸ de árboles y pájaros de infancia. De una infancia no individualizada, no personalizada, sino de un tiempo humano, común a todos los seres y es por eso que allí se abre la pregunta ¿De qué infancia?
La interpelación al lector, lo mueve también al recuerdo dela suya propia, de aquel tiempo de niñez, de pureza e inocencia… Y entonces ¿de qué infancia? La de todos, podríamos responder.
Como también lo enseña Ortiz en una entrevista: “… Apenas si somos agentes de una voluntad de expresión  y ritmo que está en la vida, en la vida de todos, en la vida del mundo y de las cosas”
                Acá podemos ver la amplitud del poeta que también expresa en el poema, liberándose de las restricciones geográficas e incluso temporales.

                Finalmente el último verso interrogativo ¿De qué sueño de infancia? Conlleva la reflexión sobre cómo pensamos el mundo cuando lo contemplamos con ojos del alma, y entonces ese pensamiento nos crea un mundo semejante al que soñamos cuando niños: un mundo claro, dichoso, melodioso, fresco, nuevo…  Se refleja allí también la actitud mística del autor, la mirada que pasa por la relación entre el afuera y el adentro, en ese salirse hacia afuera de sí y desde se construye el sentido del poema.

Victoria Robador

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