jueves, 26 de junio de 2014

EL GOZANTE de Manuel J. Castilla

La antología compuesta por Santiago Sylvester sobre la poesía de Manuel J. Castilla se puede leer en Internet en: http://www.colihue.com.ar/fichaLibro?bookId=417 Reseña: La celebración de la tierra y el canto en los versos de este arraigado y entrañable poeta salteño. Su vasta obra -de la que sobre todo se conoce masivamente aquella parte que ha nutrido la cancionística folklórica del Noroeste- es además hija de todo un movimiento cultural surgido en las provincias norteñas en la década del 40. Este movimiento fue el que dio origen al grupo La Carpa, fundado con el propósito manifiesto de celebrar el paisaje, la naturaleza primordial, y dar testimonio del hombre de la región. En Castilla, como destaca en el prólogo Santiago Sylvester, siempre va a estar presente ese deseo de construirse una patria: es "el poeta que funda un lugar para que, a su vez, le sirva de fundamento". Recordemos que sus letras para canciones son numerosísimas, y entre las más difundidas se destacan "La zamba de Balderrama", "La arenosa", "Zamba de Anta", "La pomeña", etc. pero si en el imaginario ha perdurado sobre todo el letrista folklórico, esta selección rescata fundamentalmente al poeta extraordinario y prolífico que fue, relevando creaciones de sus tempranos Luna muerta (1943) y La niebla y el árbol (1946), de ese libro fundamental en su desarrollo poético que es Copajira (1949), y de los sucesivos La tierra de uno (1951), Norte adentro (1954), De solo estar (1957), El cielo lejos (1959), Bajo las lentas nubes (1963), Posesión entre pájaros (1966), Andenes al ocaso (1967), El verde vuelve (1970), Cantos del gozante (1972) -que incluye el poema que da nombre a esta antología-, Triste de la lluvia (1977), y el póstumo Canto del cielo, que a cada instante crece y se derrumba.

lunes, 23 de junio de 2014

PARA PENSAR LA REGIÓN

CONFERENCIA DE RAÚL DORRA PARA PENSAR LA REGIÓN En septiembre de 2012, el narrador y ensayista estudioso de las teorías literarias Raúl Dorra brindó una interesante conferencia en el Complejo de Bibliotecas de nuestra provincia. Radicado en México pero oriundo de San Pedro de Jujuy, visitó el NOA y propuso a su auditorio una serie de “acercamientos” para pensar lo regional. A continuación, compartimos las reflexiones suscitadas: • Podemos acercarnos a la región desde lo conceptual o estrictamente etimológico: región, régimen, regencia… En el campo semántico, a veces se confunde el término con los de “pago” o “nación”. El término “región” se utilizó por primera vez en el campo de la Geografía. Su sema principal, la naturaleza, posibilitaba la clasificación de regiones a partir de lo geográfico. El geógrafo determinaba cuál era el rasgo que definía la región. En simultáneo, en cada región geográfica hay otras regiones dentro, por lo que la región se convierte en tema obligado para la Geografía Social: del territorio geográfico al territorio del espíritu. Cabe preguntarnos, entonces, si la naturaleza sigue determinando hoy la región, o si se trata más bien de una diálectica cultura-natura. Consideremos que en una región cabe tanto lo dado como lo construido; así es como existen clasificaciones que privilegian lo natural y otras lo cultural. Si el punto de vista determina la región, regionalizar implicaría establecer articulaciones y organizaciones. ¿Quién regionaliza y quién resulta regionalizado ante cada mirada? Hablar del NOA implica que pensemos en algo que trasciende lo meramente cartográfico. Existen rasgos míticos que atraviesan, incluso, cuestiones económico-sociales. La Literatura resulta de sumo provecho para reflexionar respecto del NOA como región. El maestro Juan Alfonso Carrizo recorrió sus zonas más alejadas y recopiló cancioneros, configurando un “folklore afirmativo” (en palabras de Dorra). Debemos tener en cuenta que a partir de 1890, la explotación de la tierra y los intercambios comerciales de nuestra región sufrieron un giro clave, y para Carrizo resultaba vital recoger las canciones de una cultura que estaba desapareciendo. En estas compilaciones se relevan dichos valores culturales, fuente indispensable para pensar en el NOA como región, determinada, en última instancia, por la memoria. Carrizo se desenvuelve en el marco de la antinomia memoria/olvido, combatiendo a este último y configurando al NOA como la región de la resistencia y la memoria. Dorra señaló, no obstante, que Carrizo reivindica la hispanidad como “la” cultura por excelencia; es por eso que se nutre, también, de recopiladores españoles como Rodríguez Mariño y Menéndez Pidal. En tanto se erige mero observador, el estudioso resulta conservador para Dorra. Por otro lado, el poeta y militante Atahualpa Yupanqui resulta observador y protagonista (estuvo exiliado). Configura un “folklore de impugnación y de denuncia” ya que problematiza la antinomia campo/ciudad, considerando a Buenos Aires como el foco urbano por excelencia, y presentando, así, a las regiones restantes como saqueadas. • También podemos acercarnos a la región desde la focalización y aplicación del término: así, lo regional se encuentra en estrecha relación con lo universal. De lo universal a lo local y de lo local a lo global. La autorreferencialidad se contempla en el verso: por ejemplo, en el Martín Fierro <>, enunciado antitético de la fórmula ritualizada <>, en tercera persona, allá lejos y hace tiempo. Dorra señaló que el antropólogo Levi-Sträuss explicó el mito de Edipo aplicado a la historia de Brasil, lo que demuestra que el mito de una determinada región puede explicar el mito de otra, incluso distanciada espacial y/o temporalmente, pues comparten una misma “gramática”. Lo universal se aloja en lo particular así como también las particularidades están regidas por leyes universales. El cancionero español posee rasgos universales que se irradian a otros lugares del mundo, y esto funciona en la copla norteña así como también en tantos otros lugares. El inicio de la situación enunciativa parece universal: <>; <>; <> Instala al “yo” (el cantor, elemento fijo) y al interlocutor, su auditorio (elemento móvil). Este auditorio puede estar conformado por un grupo de personas que comparte los valores del cantor, o, más bien, que se distancia y considera el cantar como alegato. A Cosquín, Córdoba, asisten copleros, rockeros, tangueros… con sus particularidades que, a su vez, encuentran unión bajo lo nacional. Las regiones se intersecan; no hay purismo posible ante semejante permeabilidad. Estos cruces culturales pueden crecer y trascender la Nación. Muestra de ello son los festivales internacionales de payadores, por ejemplo.

lunes, 9 de junio de 2014

Juan Carlos Dávalos

(Salta, 1887-1959) fue narrador, poeta, ensayista y ocasional autor de teatro. A los dieciséis años, junto con David Michel Torino, fundó el periódico Sancho Panza. Más tarde, se desempeñó como profesor de Literatura y otras asignaturas en el Colegio Nacional de Salta, del que llegó a ser vicerrector. Fue director del Archivo General de la Provincia y de la Biblioteca Provincial "Dr. Victorino de la Plaza". Falleció en Salta, en 1959. Escribió sus primeros versos entre los trece y catorce años. En 1914 publicó su primer libro: De mi vida y de mi tierra, con prólogo de Carlos Ibarguren, y en 1917 se inicia como dramaturgo con Don Juan de Viniegra. Es autor de La guerra en armas, que narra las luchas del caudillo salteño Martín Güemes, y de diversos ensayos sobre la historia y el paisaje de su provincia: Los gauchos (1924); Los valles de Cachi y Molinos (1937); Salta, su alma y sus paisajes (1947). Su labor de poeta y narrador lo catapultó a la fama y lo ubicó como la figura patriarcal de la literatura salteña. La lírica de Dávalos se nutre de dos corrientes contrapuestas aunque no excluyentes. Por un lado podemos encontrar en su poesía un carácter universal evidenciado por una intención reflexiva y filosófica común a todos los hombres; por otra parte, se observa una corriente regionalista tanto en el paisajismo costumbrista como en la incorporación del lenguaje propio de su tierra. Es en la síntesis de ambas corrientes donde el poeta encuentra su voz, su estilo personal. Observada en su totalidad, la obra de Juan Carlos Dávalos parece oscilar entre un sentido trascendente, universal y un impulso vital afirmativo de la existencia. Se afirma en cierta sabiduría popular, sin desdeñar el humor ni las formas y la intención de los copleros. Su obra poética está conformada por: De mi vida y de mi tierra (1914), Cantos agrestes (1917), Cantos de la montaña (1921), Otoño (1935), Salta, su alma y sus paisajes (1947), Antología poética (1952), Últimos versos (1961). Las mismas características de su poesía se reiteran en la prosa de Dávalos aunque dominadas por la expresión realista y el lenguaje directo. Sus textos narrativos publicados son: Salta (1918), El viento blanco (1922), Airampo (1925), Los casos del zorro (1925), Los buscadores de oro (1928), Los gauchos (1928), Relatos lugareños (1930), Los valles de Cachi y Molinos (1937), Estampas lugareñas (1941), La venus de los barriales (1941), Cuentos y relatos del norte argentino (1946), El sarcófago verde y otros cuentos (1976). En el año 1997, el Senado de la Nación editó, en tres tomos, sus Obras Completas. http://www.bn.gov.ar/abanico/A10407/Davalos.htm .

El viento blanco

El viento blanco Juan Carlos Dávalos Antenor Sánchez dio la voz de alto. Disciplinada por seis días y cinco noches de viaje, la remesa detúvose al mismo tiempo que los arrieros. Incluso el patrón, los hombres eran cuatro; número suficiente para arrear los cien toros de que constaba la tropa. El trabajo de arrear es fatigoso durante el primer día, al salir del valle de Lerma, después de la herrada. Los novillos están entonces en la plenitud de su fuerza, gordos y levantiscos, aquerenciados en los verdes alfalfares de las fincas, donde algunos han invernado hasta cinco meses. Pero una vez encajonados en la Quebrada del Toro, se van acostumbrando gradualmente a caminar despacio y en orden; y como el terreno es áspero y pedregoso, allí se acaban las tentativas de fuga, las pesadas cabriolas en dos patas y el goce de marchar a la loca, merodeando al pasar en las retamas. Ahora, la voz del patrón ha detenido a la remesa junto a una vega, más allá de Cauchari, en el territorio de Los Andes. Lentamente, ahorrando fuerzas, hundiendo las pezuñas en el médano ardiente; las fauces resecas, los ojos llorosos, las ancas enjutas, el testuz vencido, paso ante paso, los toros van apartándose del camino para acercarse al agua. Es un día de pleno sol a fines de junio, un día de invierno en la altiplanicie andina. Son las dos de la tarde. Solo a esta hora empieza el deshielo de las vegas y hay entre las espesas matas de "iros" 1 algunos pocitos de agua cristalina. —Buen sitio es éste para un real —dijo Sánchez, y él y sus hombres echaron pie a tierra. Cada cual sacó de la montura su bolsita de avío, desató de los tientos su barrilito de agua dulce, y luego de aflojar las cinchas, quitar los frenos y asegurar las mulas, sentáronse en corro a preparar la merienda. —¿Qué te parece, Loreto; llegará el hosco a Catua? —preguntó Sánchez. Extrajo de la bolsa unas cucharadas de azúcar, echólas en el jarro, añadió luego el agua y la harina cocida y comenzó a revolver prolijamente el contenido. —De llegar, hay llegar, aunque está medio "despiao". Aquellos hombres hablaban con grave cachaza, meditando las preguntas, reflexionando las respuestas, como si el esfuerzo que exige tal género de vida hiciera necesario reservar todas las energías de que dispone el organismo; y así, eran parcos en el ademán como sobrios de imaginación y de palabras. Mientras gustaban ellos su ración de "ulpada", los novillos andaban dispersos por la vega. Algunos se entretenían sorbiendo el agua de los charcos fangosos, algunos buscaban un sitio limpio donde echarse a descansar. —Baquiana su "moina"2 pa comer, patrón —observó uno de los arrieros. —Van doce viajes que me acompaña. Sabe buscarse la vida —contestó Antenor, mirando a su mula, que manoteaba en una mata de "iro" para darla vuelta de raíz y así comerla sin hincarse el hocico. La atmósfera estaba serena, diáfana, como en los mejores días de enero. Sólo se conocía que era invierno por el tono amarillento del "iro" en los cerros próximos y por la nieve que cubría, hacia occidente, los picos más altos de la cordillera. Una brisa tenue y helada bajaba de las cumbres rasando los médanos, caldeados momentáneamente por el sol. Era sobre las vastas planicies como una leve sensación de escalofrío, tan sutil, que donde una mata hace sombra la escarcha no se derrite, y donde el sol asienta, el aire y la arena vibran como al soplo de una llama. Exhalaban los campos un hálito remoto de jarillas y de tolas3 atormentadas junto a las vegas por la sequedad casi absoluta de la atmósfera. Más de una hora duró el descanso de la tropa. El primer novillo punteó por la huella, unos cuantos le imitaron y al grito de arreo de los peones, poco a poco, toda la remesa se puso en marcha. Iban en simétricas filas, moviendo pesadamente los toscos remos, guardando distancias para no estorbarse con las astas, regimentados por el hábito de andar así, leguas y leguas, uno tras otro. Ocuparon los hombres sus sitios habituales: uno a vanguardia de la tropa, dos a los flancos, y a la zaga el patrón. A intervalos regulares, el grito de ¡huella…! Prolongado, agudo, estimulaba a aquella lenta masa de carne pasiva y melancólica. Veíase hacia delante, extendida a lo largo del campo inmenso, la faja parda y recta del camino, que en suave cuesta ascendente iba a esfumarse en una abra, allá lejos, entre unos cerros chatos y rojizos. De cuando en cuando los arrieros miraban polvear a ras del horizonte esas ligeras nubecillas que levantan, al huir, salvajemente ariscas, las tropas de vicuñas. Antenor Sánchez recordaba, al verlas, sus correrías de Semana Santa en las montañas del Incañán y del Chañe, cuando, acompañado a veces por amigos puebleros de Salta, pasábase los días "cerreando" de cumbre en cumbre, para bajar a su finca con veinte o treinta pieles. A mil metros de la tropilla, en aquellas punas, donde Antenor ponía el ojo, ahí mismo metía la bala. Pero cuando se viaja con hacienda no es bueno perder tiempo en cacerías, ni hay a qué llevar máuser. Andar, andar siempre, caminar noche y día, es el afán constante del arriero, pues a cada legua la novillada merma de peso y es necesario llegar a Chile en las condiciones exigidas por los contratos. Al cerrar la noche se detuvieron en una hoyada. Como arreciara el frío, los hombres hicieron fuego con "cuerno de cabra"4 que traían en las alforjas. El cuerpo les pedía algo caliente. Fabián Martínez rondaba el ganado. Anastasio Cruz aliñaba en una olla pequeña la sopa de harina cocida y "charque". Antenor Sánchez, arrodillado en la arena, defendía el fuego con su poncho, de espaldas al viento. En cuanto a Loreto Peñaloza, permanecía montado, ahí cerca, teniendo las riendas. —¿Qué hacís áhi como fantasma? —preguntole Sánchez. —Me está cascando el chucho —contestó Loreto con voz temblona. El pobre muchacho, dando diente con diente, se sacudía estremecido por el acceso. —Echá pie a tierra. Vení, acostate un rato. Allegate al fuego. —¡Bah!, si ya me hay pasar… Si me acuesto va a ser pa pior. Más decaicido voy a quedar… Más vale déme algún remedio, si hubiera… —¡Sí, hay! Yo tengo quinina. Sánchez le convidó con una pastilla de medio gramo y puso a hervir un jarro de vino con canela. El enfermo echóse al pecho, de un envión, aquel brebaje, y se quedó dormitando, aletargado por la fiebre, inmóvil sobre su mula. Los otros, recostados en la arena, tomaron sopa, galleta, unos tragos de vino y un jarro de café. Comieron en silencio, mirando absortos el encanto del fuego, calentándose las manos y exponiendo sucesivamente al calor de la llama las canillas, los costados y las plantas de los pies. Luego de comer pusieron sendos "acullicos"5, armaron cigarrillos y se pusieron a fumar concienzudamente, imbuidos de la honda laxitud nocturna. Anastasio y Fabián se acomodaron juntos y se durmieron acurrucados como dos perros debajo de sus ponchos. Antenor dormitó unos instantes y se levantó a rondar. De noche, por mucho que se abrigara, se le enfriaban los pies y no podía dormir. Una hora más tarde, Loreto Peñaloza, de espaldas al viento, continuaba plantado en el mismo sitio. Antenor llegose a él: —¿Cómo va el cuerpo? —Ya estoy aliviao, patrón. —¿Te sentó el vino? —Harto me ha hecho sudar. También he dormío. —¿Querís un chilcán6? —No se moleste, patrón. Velay, ya me bajo pa hacérmelo yo. —¡Vaya, hombre! Me alegro que ya estís mejor. Antenor Sánchez hacíase querer de sus peones porque, siendo superior a ellos, los trataba de igual a igual, con afecto de amigo. Lo respetaban porque era más hombre que todos ellos, y lo admiraban porque era capaz de acciones bellas y generosas. Toda su persona respiraba franqueza; sus grandes ojos negros expresaban perspicacia y lealtad. Era hidalgo de raza y gaucho por educación y por temperamento. Sin perder las cualidades de su casta, habíase asimilado todas las aptitudes físicas y espirituales del nativo. Y era sobrio como un indio, aguerrido como un indio, conocedor como un indio de las cosas del campo. Al otro día a media tarde la remesa llegó a Catua. Un peón quedó cuidando los toros en la vega, en tanto que Sánchez con los otros se adelantaron un trecho hasta la casa, la cual era tan rústica que apenas se diferenciaba, por el color y el aspecto, de los barrancos circunvecinos, y de estatura tan chata que el edificio parecía más bien hundirse que levantarse del suelo. Pero la arquitectura correspondía cabalmente a los rigores del clima. Levantábase la casa junto a un manantial de agua dulce y unos barrancos a pique la resguardaban de las nevadas y los vientos. Antenor entró en el patio haciendo cantar las espuelas. Densa humareda y un tufillo de churrasco salían por la puerta de la cocina. En medio del desamparo de la puna, después de caminar treinta leguas sin ver alma viviente, cómo reconforta el ánimo llegar a las vegas de Catua y ver a su sencilla y hospitalaria gente, mirar sus verdes y abundantes pastaderos, sus tolares, olorosos y, como flores vivas, alegrando la desnudez de los cerros, sus inquietas majadas de cabras multicolores. —¡A ver! —gritó Antenor, dando palmadas—. ¡Dónde está la gente! En esto abrióse una cribada puerta de cardón y apareció medio encorvada, bajo el dintel enano, la robusta figura del dueño de casa. —¡El "guatón"7 Calloja! —exclamó Antenor. —¡Velay, pues! ¡Aquí está Sanchecito! —¡Que tal, don Heriberto! Echose éste con zurdo ademán el poncho al pescuezo y avanzó riendo al encuentro del visitante. Y los dos amigos, trenzados en cordial abrazo, se sobaron los lomos enérgicamente a la manera gaucha. Luego entraron en el boliche, pieza en la que había, frente a la puerta única, un mostrador y una estantería de almacén. En los estantes habían riendas y frenos chilenos, sogas de lana, cortes de barracán, botas de arriero, medias y chulos de vicuña, latas de conservas y dulces, gruesas de fósforos, cajas de cigarrillos, un tambor de coca, una ristra de ajos y un blanco sombrero de ovejón para novia, adornado con un tul rosa de mosquitero. El suelo y los rincones estaban atestados de aperos, caronas, cueros salados y pieles de zorros y de vicuña. En las paredes terrosas veíanse pendiendo de unas estacas de palo, correones, cinchas, una guitarra y algunas pieles de "choschoris"8 y de chinchilla ordinaria. Y de todo aquel cúmulo de trastos limpios y sucios, nuevos y viejos, emanaba, con la sequedad, un olor mixto capaz de hacer cejar a cualquiera que no siendo arriero asomare las narices por el boliche. —Aquí se está bien —observó Antenor. —Es la pieza más abrigada de la casa. Calloja brindó con su huésped unos tragos de pisco de una botella que guardaba cuidadosamente oculta en cierto agujero de la pared. Mandó a su hijas que preparasen café, obsequió a los peones con achura fresca para asado y racionó a la mula de su amigo con un morral de maíz. La gente de Catua pasábase el invierno comiendo churrasco. Toro que caía por ahí cerca, de puna o de frío, quedaba para Calloja y la remesa seguía viaje. A trueque de tan valiosos cuanto obligados obsequios, el buen hombre prestaba a los remeseros sus servicios como baqueano. Muchos años hacía que se instalara en Catua, posta ineludible de viajeros, contrabandistas, cazadores y mineros, y como en aquellos tiempos la caza era abundante y no estaba prohibida, el negocio de Calloja comprendía ramos tan importantes como el comercio de pieles de vicuñas y chinchillas. Había realizado con tal fin devastadoras y lucrativas correrías, en las que aprendió a conocer la cordillera como a sus manos, en veinte leguas a la redonda. Predecía con certeza de augur los cambios de tiempo y solo él sabía hallar el rumbo de salida cuando la nieve, tapando las huellas, transformaba por completo los aspectos habituales del camino. A instancias de Calloja, Sánchez habíase acostado a dormir siesta en el aposento de aquél. Era oración cerrada, cuando Heriberto entró a despertarle para ofrecerle un asado. Trajeron una mesa y sobre ella colocaron una fuente de hierro enlozado en la que venían chirriando y oliendo bien un suculento pedazo de "visacara" y un troncho de costilla. Todo lo cual fue devorado con un picante a la moda de Tarija y asentado con dos o tres jarros de excelente vino tinto. Habiendo mandado Sánchez a sus peones que se alistasen para reanudar el viaje, Calloja quiso disuadirlo: —Quédese hasta mañana, don Antenor. —No voy a poder, compañero. El lunes tengo que estar en San Pedro de Atacama. —Pero… ¿qué, no ha divisao pa la cordillera? —El tiempo está lindo nomás. —Sí. Pero esta noche cambia la luna. El otro mes se nos viene encima y todavía no ha nevao. —Pasando pronto al otro lao de Lari, aunque nevara no importa. No es la primera vez que voy a trastornar la cordillera. —Ta güeno, entonces. Pero con "esa" no hay jugarse. Ya los peones pasaban con la tropa por frente a la casa y se oían el ajetreo de la marcha y los gritos: —¡Aióo…! ¡Ah, matrero, buscá la huella! —¡Arre, buey…! —¿Y el hosco? —preguntó Sánchez en alta voz, incorporándose a la tropa. —Estropeao venía —dijo una voz. —Se le ha cambiao callo y va bien nomás. —A la huella, huella… ¡Toroo! Y se adentraron de nuevo lentamente en el sombrío desierto, mientras en la altura infinita las estrellas temblaban como flores de nieve irisadas de luz. Caminaron toda la noche, con pocos descansos en el trayecto. Al rayar el alba sentaron real al pie de una cuesta, junto a un arroyo donde el ganado tenía agua buena y pasto en abundancia. Era en el cañadón de Huatiquina, profundo tajo entre cerros de arenisca roja que destacaban al alto cielo sus ásperos crestones de escoria grisácea. No lejos del arroyo, buscando abrigo en las oquedades de unas rocas, los hombres se habían echado a dormir sobre sus monturas. Andaban los novillos desparramados por los contornos. Rumiaban y dormitaban algunos apaciblemente recostados en tierra. Otros parecían gozar hundiendo las patas en los fangales escarchados. Dos torunos pesados y viejos mirábanse frente a frente con obstinada y muda terquedad. Un corpulento b buey chaqueño, plantado inmóvil en medio camino, levantó las babeantes fauces al viento y lanzó un balido largo, agudo, gemebundo: grito arisco y doliente en que el alma salvaje de la bestia lloraba la ausencia de la fértil pradera natal. Al fondo de la quebrada no llegaban todavía los rayos del sol, pero allá arriba los picachos enhiestos empezaban a teñirse de una intensa claridad anaranjada. Ya se oía a lo lejos el arrullo de los "quegües"9 acompasado y triste. Una hora después la remesa ascendía penosamente por la cuesta rumbo al "alto del polviadero". Iba deteniéndose en masa, a trechos cortos e iguales, envuelta en vaho cálido que exhalaban, al acezar como fuelles, los pulmones distendidos por la asfixia de la altura enorme. Ya no volverían a encontrar, en seis días de camino por tierras de Chile, ni una brizna de hierba, ni una gota de agua, ni un lugar de refugio. Les esperaba la desolación inerte de los yermos de piedra, el desamparo glacial de las cordilleras, en cuyas agrias cimas ni los cóndores se asientan. A mediodía se hallaban en el "losal de Lari ", el punto más elevado de la ruta, a una legua de altura sobre el mar. Una ráfaga de aire tibio los tomó de flanco. Luego sopló una ventolera fría del lado de Chile. Y los cuatro hombres sintieron de golpe que sus rudos corazones se achicaban. —Heriberto Calloja tenía razón —pensó Sánchez, divisando allá abajo, a inmensa distancia, una nube oscura que flotaba revuelta en jirones sobre la cumbre de un cerro. Las ráfagas se hicieron cada vez más fuertes y continuas. El huracán zumbó furiosamente en los peñascos, aventando la arena. En ciertos instantes su violencia fue tal que los arrieros apenas podían sostenerse sobre sus mulas. Las puntas de los ponchos flameantes estallaban al aire como latigazos. Las mulas se encogían y apagaban las orejas. Hostigada por el frío, cegada por los golpes de tierra, la novillada se arremolinó mugiendo, perdido el rumbo. —¡A la huella! —¡A la huella! —comenzaron a gritar los hombres, avanzando encorvados de cara al viento. Por el horizonte del oeste, erizado de conos volcánicos, fueron apareciendo poco a poco montones de nubes que gravitaban como el humo negro de una erupción gigantesca. Y era como si todos aquellos cráteres helados para siempre se hubieran puesto a rememorar, en mudo simulacro, el horror nunca visto de sus antiguas convulsiones. Al comenzar el descenso de Lari, Anastasio Cruz quedose esperando a Sánchez. —¿No le parece mejor que se volvamos? ¡Hay tiempo! Catua está cerca —gritole para hacerse oír. El indio tenía malos presentimientos, porque la noche anterior, al salir de Catua, un zorro se le cruzó por delante, de derecha a izquierda. —Yo tengo contrato y no me vuelvo —contestó Antenor—. Cuando uno se mete en el baile ¡hay que bailar! Anastasio bajó la cabeza, resignado. Picó la mula y fue a ocupar su puesto junto a la tropa. —Yo también tengo trato de palabra con don Antenor —pensó—. No hay más remedio que seguirlo. Como el frío arreciara, los hombres echaron mano de sus abrigos de reserva. Sustituyeron las botas con medias y rodilleras de punto, caláronse guantes y chulos de vicuña, envolviéronse el cuello con bufandas y se pusieron las antiparras de vidrio oscuro. Y después sobrevino lo que temían. Apenas alcanzaron a trastornar la cuesta, cuando el nublado los envolvió y empezó a nevar. Habiendo cesado el viento, ya no sentían tanto frío como en el alto. Un silencio inmenso, un reposo amenazante, una penumbra de sueño reinaron entonces en la Naturaleza, infundiéndose en aquella taciturna recua de almas que una voluntad audaz empujaba a través del hosco desierto. En adelante era preciso avanzar a toda costa, avanzar sin tregua, descansando lo menos posible, para salir cuanto antes de la cordillera. El nublado tapó todos los rumbos, el camino se borró bajo la nieve. Tuvieron que guiarse por las osamentas que en muchos años de tráfico habían ido amojonando el camino con su espanto grotesco. Veíanse, de pasada, montones de costillas y de vértebras, grandes huesos que los zorros habían roído, cornudas calaveras que aún guardaban en el cuero momificado del hocico la mueca torturada de una agonía solitaria, brutal. Caminaron así toda la tarde; caminaron así toda la noche, cruzando llanos, salvando cuestas, bordeando laderas, siempre bajo el mismo cendal de nieve silenciosa, sutil, continua, inacabable. Caminaron hasta el momento en que la cerrazón, cada vez más tupida, se anticipó a la noche del segundo día. La tropa al detenerse fue derritiendo la nieve con el calor de los cuerpos y quedó como encerrada en un corral fantástico. Ahora el trabajo era impedir que los animales se echaran. Tenían que moverlos a gritos y a guascazos. Sánchez recontó el ganado. A Dios gracias, no faltaba ninguno. —La mano es dura —pensó—; pero tal vez el tiempo despeje esta noche. Venía calado hasta el alma. Sentía los labios duros; las orejas, quemadas, le ardían; le dolían los dedos, de tener las riendas; a ratos movía los pies para sentirlos sobre los estribos. Encajado en el apero, encorvado, aterido, soñoliento, iba y venía, paso ante paso, por entre la tropa. De cuando en cuando tomaba de la caramañola un trago de vino para entonarse un poco. Cerró la noche y seguía nevando. Los hombres convinieron en que, por turno, mientras uno dormía, los otros habían de rondar. Descansaban y velaban sin pensar en apearse, y únicamente lo hacían cuando tocaba racionar a las mulas con un morral de maíz. ¡Quién se hubiera atrevido a caminar o tender el ensillado en el suelo! Un suelo penetrado de orines y de estiércol. —¡Toro!… —¡Toritoo! —gritaban "de un tesón" los rondadores. —¡Aquí ha caído uno! ¡Ayudenmé! —clamó la voz de Cruz. En medio de las tinieblas yacía tumbada una gran masa negra que se quejaba y resoplaba. Loreto acudió. Le dieron una soba con las chicoteras. Le buscaron la cola y se la retorcieron. Le picanearon las ancas con las espuelas. ¡No hubo caso! La pesada masa negra quedose por fin inmóvil, muda. La novillada, olfateando la muerte, comenzó a balar. Fueron al principio desgarradores alaridos: luego un clamor quejumbroso, apagado, constante. Todavía nevaba al amanecer del tercer día. Y todo aquel día nevó y en la noche de aquel día. Y el cuarto día amaneció nevando aún. La muralla de nieve ya era tan alta como un toro. Hombres y bestias lloraban. Éstas con un mugido lúgubre; los hombres con una que otra lágrima silenciosa, al recuerdo del hogar, allá muy lejos, en la tierra hermosa y benigna. Antenor Sánchez, mudo de abatimiento, sentía en su conciencia la responsabilidad de aquella aventura absurda. Veíase arruinado por su propia culpa. Habíase empeñado en seguir adelante, más por altiva testarudez que por necesidad, pues al fin y al cabo su contrato preveía en su favor las causas de retardo forzoso. ¿Por qué había desechado con tanta ligereza los pronósticos de Calloja? ¿Por qué éste habíale dejado arrostrar el temporal, sin insistir apenas? Sánchez conocía quizá mejor que el indio la cordillera. Habíala cruzado muchas veces, incluso en invierno; pero a decir verdad, con su optimismo de hombre blanco, nunca la hubiera creído tan brava. Ahora reconocía, aunque tarde, la implacable hostilidad de aquella Naturaleza con quien él habíase familiarizado hasta perder todo recelo. Y recordó las palabras de Calloja: "No hay que jugarse con la cordillera". Consideró la triste situación de los peones, estos seres pasivos y leales en cuyas rudas almas el sufrimiento era un hábito heroico. Ellos no le dijeron ni una palabra de queja, pero Sánchez les había visto en diversos momentos ocultar su aflicción y sacudirse sollozando en silencio. Loreto le inspiraba, más que los otros, una profunda lástima. Como el pobre muchacho venía enfermo, había tenido que prestarle un poncho y en dos ocasiones racionarle la mula para que no pisara el suelo mojado. Esto pensaba cuando fijó su atención en un toro. Le vio los ijares hundidos, las ancas estragadas, el espinazo en arco. El cogote filoso, enclenque, habíase curvado en una contracción tan violenta, que los cuernos tocaban casi el lomo. Mostraba los dientes con la boca abierta, con las narices arremangadas, la lengua rígida, los ojos vueltos al cielo. El pobre animal se tambaleó sobre las patas y cayendo de rodillas se volcó a un costado con un quejido, desfalleciente, profundo. Con éste, iban cinco. Los peones continuaban moviendo a la tropa. Si algún novillo se echaba lo dejaban descansar un poco y lo obligaban pronto a levantarse. A eso de las doce la atmósfera pareció despertar de su sombrío letargo y unos ligeros y helados soplos de brisa comenzaron a reanimar el aire inerte. Poco a poco disminuyó la nieve y no tardó en cesar. Las nubes, enrarecidas, se soliviaron por encima de los cerros, y una clara vislumbre de resolana iluminó la vasta extensión de los páramos abiertos. Los novillos empezaron a mugir con toda la fuerza de sus pulmones, como en los rodeos, cuando mugen y esperan que algún eco lejano les responda. Las mulas, llenas de impaciencia, rebuznaban y tascaban nerviosamente el freno. — Esto es laguna Lejía —dijo Cruz—. Allá está el volcán. ¡Vea, patrón! —Y señaló la escueta mole de ásperas escarpas. Vieron que se hallaban a la orilla misma de la laguna, en un bajío donde la nieve, al caer en suelo parejo, había alcanzado mayor espesor que en las laderas. Sobre la blancura de las nubes y de los montes, resaltaban las líneas de las cumbres sinuosas y negras. —Aquélla es la cuesta —exclamó Antenor, acabando de orientarse—. Allá está la "apacheta"10. Por aquel filo hay salida. —Por ahí va el camino. Pero de aquí… ¿cómo vamos a sacar la tropa? Antenor calculó la distancia que los separaba de la cuesta, que no sería más de diez cuadras, y se le ocurrió un medio: —No hay más que abrir un callejón, quitando la nieve con las caronas. Así la tropa se salvaría… Pero ustedes, por mi culpa, han corrido peligro de dejar aquí los huesos. Yo no puedo exigirles más. Ahora puede empezar a correr viento y en tal caso el peligro sería mayor. Si quieren dejar la tropa, la dejemos y nos salvemos nosotros… Los hombres lo escucharon atentamente. Meditaron un rato, hasta que Anastasio Cruz habló: —Patrón Antenor, usted también ha padecido a la par de nosotros… ¿Cómo cree que vamos a dejarle la tropa botada aquí? Hagamos otro esfuerzo. Por mi parte, yo estoy a lo que usté ordene. —A lo que usté ordene, patrón —afirmaron los otros. —Gracias. En estas ocasiones se prueban los hombres y si son amigos o no son amigos —respondió Antenor—; ¡gracias! No perdamos más tiempo entonces. ¡A desensillar! Y se entregaron a la ardua tarea, desplegando una actividad premiosa, febril. Con las caronas de cuero hicieron palas y empezaron a cavar en la nieve una zanja en línea recta a la cuesta. No sentían la fatiga de la puna, ni el frío cada vez más penetrante. Toda la tarde trabajaron con un ahínco tenaz, desesperado, hasta llegar al pie de la cuesta, donde encontraron en suelo firme la salida que habían previsto. Regresaron al lugar en que la tropa permanecía acorralada, ensillaron las mulas y comenzaron a arrear. Los toros más huelladores puntearon por la zanja; los demás a fuerza de azotes los siguieron. La remesa se salvaba. Pero ya la noche se les venía encima y el cierzo helado de las primeras horas había ido por grados adquiriendo impulsos de ventarrón. De repente oyeron a gran distancia el fragor tremendo de los aludes que se despeñaban. —¡El viento blanco! —¡El viento blanco! —clamaron los hombres. Y vieron que el huracán desnudaba las rocas y que la inmensa sábana blanca se revolvía ondulante, proyectando al espacio raudos jirones de nieve pulverizada que corrían por las laderas, en la penumbra, como legiones de fantasmas enloquecidos. —La ráfaga llegó, cerráronse los bordes de la zanja y la remesa íntegra desapareció de golpe bajo la nieve. En medio de aquel turbión infernalmente blanco, aquí y allá sobresalían como puntos negros los hocicos de los toros. Y se apagaron sin eco su mugidos de zozobra y en sus oscuras pupilas dilatadas por el espanto, se reflejó la luz de las estrellas innumerables. Antenor Sánchez que, como siempre, habíase quedado a retaguardia, fue el último en llegar a un altozano donde los otros ya lo aguardaban, al pie de la cuesta. Los halló como él cubiertos de nieve. Estaban mudos, quietos, anonadados. Daban diente con diente y apenas tenían ánimo para resguardar del viento, con el ala del chambergo, sus caras hinchadas por la quemadura. —¡A componer las cinchas! —ordenó. Maquinalmente, descabalgaron. —Patrón, yo tengo mucho frío —dijo Loreto con voz aniñada. —Espérate, ya voy yo —le respondió Sánchez. Apenas podía moverse, entumecido. Sentía dolores atroces en los dedos de las manos y en los pies. Cuando acabó de cinchar volviose hacia el muchacho, y lo vio en el suelo, sentado en cuclillas, chiquitito, hecho un atado: —¡Loreto! Pero Loreto ni respondió, ni se movió. —¡Vengan!, le demos friegas con nieve gritó Antenor. Se le allegó, quitole el chulo de un tirón; le palpó las mejillas; lo miró en los ojos—. No hay caso —dijo—; ya ha pasao… ¡está muerto! No podían perder tiempo. Le quitaron los ponchos, lo acostaron en sus jergones, le cruzaron las manos sobre el pecho, y la ventisca glacial cubrió su cuerpo como un sudario. Y los tres hombres siguieron viaje, luchando mano a mano con la muerte, aturdidos por el azote que les helaba la sangre, compelidos por la necesidad instintiva de vivir. El viento blanco y otros cuentos - Eudeba - Buenos Aires - 1971 1 Pasto de las punas. 2 Color de mula negra. 3 Arbusto que crece en las laderas de las montañas. 4 Leña del desierto andino. 5 (De acullis). Bolo de coca, que se mantiene en la cavidad bucal. 6 Harina de maíz cocida en agua caliente (voz quichua). 7 Barrigón. Se usa en Salta y Chile. 8 Ratón de piel fina y muy apreciada. 9 Paloma de los Andes. 10 Montón artificial de piedras.

martes, 3 de junio de 2014

¿Cuándo comienza la literatura de Salta?

¿Cuándo comienza la literatura de Salta? Lic. Rafael Gutiérrez Determinar cuándo comienza la literatura de Salta es más una decisión de los investigadores que el reconocimiento de un hito fundacional expreso, porque en una realidad cultural continua debemos buscar la forma de precisar en primer lugar cuándo comienza a existir Salta. Esa necesidad de establecer el parámetro físico es porque la literatura no existe en el vacío, sino en relación con una cultura que se recorta sobre un espacio físico que se construye en la dinámica de la interacción entre sus habitantes y su geografía. En nuestro caso particular Salta comienza a existir desde el encuentro entre distintas culturas que convergen sobre un dilatado territorio que es denominado por los conquistadores españoles como “Salta del Tucumán” que abarcaba desde la actual Bolivia hasta Córdoba. Los investigadores no están todos de acuerdo en cuanto hacia donde remontar el hilo de la historia, hay quienes se refieren a los testimonios orales de las culturas originarias, mientras otros remiten el origen de la literatura a los primeros testimonios escritos. Ambos deben enfrentar problemas relacionados con los objetos que decidieron recortar: los partidarios de la oralidad deben competir con los folklorólogos y con la fragmentariedad de testimonios dispersos entre informantes difíciles de encontrar. Los partidarios de la escritura deben vérsela con un cúmulo de documentos de diversa índole, en su mayoría producidos lejos de los factores que reconocemos como habituales para lo que hoy denominamos literatura. Un problema común a ambos investigadores es una extensión temporal más o menos amplia que abarca los períodos que la historia ha denominado de la “conquista” y parte de la “colonia”. Pues, para que la sociedad haya alcanzado el grado de complejidad para contar con encargados especializados en producir textos destinados al goce estético, hubo que esperar a que la cultura urbana creciera y dispusiera de medios para que tanto escritores como lectores contaran con el tiempo necesario para la práctica de la lectura y la escritura. Por ello recién hacia el siglo XVIII y, principalmente, hacia el XIX hubo ciudades en condiciones de generar la dinámica que requiere la literatura: escritores, lectores, imprentas, escuelas, crítica. Las producciones textuales anteriores a este período, que fluctúa entre el fin de la dominación hispánica y la etapa independentista, fueron rescatadas por los investigadores ya que si bien les reconocen rasgos que les permitirían formar parte del corpus de la literatura, en su momento carecieron de algunos de los componentes que requiere la literatura para funcionar como sistema: la reproducción masiva -no necesariamente de imprenta -, la promoción, la difusión escolar o la intervención de la crítica. Mientras ocurrían estas transformaciones sociales, acontecían simultáneamente otras de índole política, como la emancipación del gobierno hispánico, la fragmentación de la dilatada Gobernación en distintos estados provinciales o nacionales. A partir del ascenso de la dinastía Borbón al reinado de España, las antiguas provincias de ultramar se convirtieron en colonias y se configuró el territorio bajo otra organización con nuevos virreinatos, gobernaciones y capitanías que redistribuyó el equilibrio del poder hasta su violenta transformación a partir de 1809 con el inicio del proceso revolucionario hispanoamericano. Dentro de ese panorama, la ciudad de Salta contaba con una idiosincrasia muy particular, pues si bien estaba dentro de una región que creció a expensas de su comercio con el Alto Perú, contaba con una población muy ilustrada. Los terratenientes y comerciantes enviaban a sus hijos a estudiar en las universidades de Chuquisaca o Córdoba y mientras los señores se ausentaban durante largos períodos por motivos de trabajo, las señoras se hacían cargo de la administración de las casas y los negocios en la ciudad, por lo que eran mujeres no sólo alfabetizadas sino con una amplia cultura. Salta dentro de las letras nacionales Lic. Rafael Gutiérrez En el panorama de la historia de las letras nacionales, los investigadores reconocen que las primeras producciones que tematizan los acontecimientos de mayo aún tienen una estética neoclásica de raíz hispánica y un ejemplo cabal de ello es la misma letra de la Marcha Patriótica, cuyos fragmentos interpretamos actualmente como el Himno Nacional Argentino. Por ello muchos historiadores de la literatura consideran que la emancipación estética se produce a partir del romanticismo, ya que se trata de una corriente que no es legada por España y se vincula a la “Sociedad de Mayo” que se proponía dar continuidad al ideario de la generación que gestó al revolución de 1810. En este período que va desde que Buenos Aires asume una condición de Capital, primero virreinal y luego del estado en ciernes, hay ciudades con las condiciones propicias para la práctica social de la literatura: hay escuelas, universidades, imprentas que editan diarios, revistas y libros, salones, tertulias y un mercado editorial incipiente. La primera generación de escritores románticos se nucleó en torno a un salón y a tertulias literarias que produjeron manifiestos y publicaciones que les permitieron una cohesión estética aún cuando fueron desperdigados y exiliados por motivos políticos. Durante el gobierno de Rosas -que la literatura de los exiliados se encargó de denostar- había una gran producción de diarios, muchos de los cuales eran enviados al extranjero como parte de la propaganda gubernamental y en ellos se reseñaba los textos opositores censurándolos y se publicaba poesía laudatoria al régimen. Dentro de esa generación de escritores románticos está Juana Manuela Gorriti –cuya familia partió al exilio por motivos políticos en 1831- por ello aunque escribe desde Bolivia y Perú, muchos de sus temas retoman motivos argentinos y salteños. Más aún, su producción funda un imaginario que trasciende la misma literatura para fusionarse con la cultura popular salteña, como las imágenes románticas de Martín Miguel de Güemes o de Carmen Puch y su muerte por amor, después del deceso del caudillo. Fue la primera argentina en escribir una novela, La quena (1848). La transformación sufrida por el país a partir de 1810 terminó por poner a Salta en una situación de mediterraneidad que no tuvo durante el período hispánico, postergando el desarrollo cultural que perfilaba hacia fines de esa era. Las nuevas ciudades centrales como Buenos Aires y Córdoba asumieron roles nuevos y entre ellos el de dictaminar los ritmos de la producción cultural. Después del movimiento romántico entra en la escena cultural argentina la generación del ochenta, entre cuyos representantes está el salteño Joaquín Castellanos. Su incorporación a este grupo no es sólo por una cuestión de coetaneidad, sino que su pertenencia se debe a que responde al perfil de sus compañeros generacionales: es un hombre ilustrado, con actividad política y una producción literaria que adhiere a la estética realista-naturalista. Sin embargo nuestro escritor tiene un matiz que lo diferencias de sus pares, pues si ellos escribieron novelas –como era el dictamen de la estética-, Castellanos escribió un largo poema, El Borracho, cuya pertenencia a la lírica fue discutida por la crítica, ya que el carácter reflexivo del borracho que ve el mundo a través de la vidriera del bar, tiene un fuerte componente narrativo. Los grandes movimientos literarios o corrientes estéticas que caracterizan la literatura nacional tuvieron su representación en la producción salteña. Por ejemplo la corriente fantástica tiene sus primeras representaciones en los cuentos de Juana Manuela Gorriti y luego continuidad en la obra de Juan Carlos Dávalos (1887 – 1959) y los cuentos de Víctor Fernández Esteban. La literatura gauchesca tiene uno de sus máximos exponentes en la obra de Federico Gauffin (1884-1937) En tierras de Magú Pelá (1932), una novela de crecimiento que muestra, a través de la historia de un joven que se convierte en hombre, la dura vida de quienes ampliaron las fronteras nacionales a expensas de las naciones indígenas. En las décadas iniciales del siglo XX hay una producción poética femenina notable pero con una temática limitada a lugares prefijados por la sociedad: el casto amor maternal, ligado a lo hogareño, la religión y, a lo sumo, lo nacional idealizado y desvinculado de la política. María Torres Frías, Sara Solá de Castellanos y Emma Solá de Solá son algunos de los nombres de las damas que alabaron la vida hogareña, el amor a la patria o la devoción del Milagro. El único que desentona con ese panorama y que prefigura la presencia del escritor dedicado centralmente a esa actividad es un hijo de familia tradicional y decente que, incapaz de ejercer los negocios familiares o de acogerse a los roles normalmente asignados a su clase, es reubicado socialmente como un pintoresco “escritor”. El díscolo de la familia, que escribe muy bien sobre Salta, su gente y sus costumbres, es Juan Carlos Dávalos. No hay referencia a la literatura de Salta que soslaye el nombre de este personaje e incluso muchos consideran que la historia de la literatura de Salta comienza por él. Su obra también fue objeto del honor de ser editada por el Senado de la Nación en 1996, como parte de ese reconocimiento. Juan Carlos Dávalos fue alentado a dedicarse a la literatura por un precursor, el mismísimo Joaquín Castellanos que lo escuchó en una conferencia que pronunciara en 1921 en el Jockey Club de Buenos Aires. Juan Carlos Dávalos en su carta a Soiza Reilly habla ya de sí, en estos términos: "Mi vocación despertó a los 13 o 14 años. El año que murió mi padre, pasé el verano con mi abuela Isasmendi, en su finca Colomé, en tierras calchaquíes, donde mi bisabuelo había tenido una enorme encomienda: la que hoy es todo el departamento de Molinos. Las originales costumbres, los quehaceres domésticos, morales e industriosos de mi abuela, sus colerones, sus rezos, sus reniegos con la servidumbre, en fin, todos los aspectos de un carácter excepcionalmente apasionado y enérgico, los consigné en un cuaderno escolar, y en secreto. Uno de mis tíos me sorprendió escribiendo, leyó los apuntes y se armó un alboroto. Sofocón de mi abuela, llanto, reprimenda de mis tíos, y por último secuestro y destrucción de las páginas indiscretas e irreverentes". "A los 15 años publiqué versos, muy malos naturalmente, en los diarios de mi pueblo, y artículos periodísticos de diversa índole: crítica social, crítica literaria, actividades estudiantiles, etc. A los 17 años, en compañía de David Michel Torino, actual director de El Intransigente, y de Julio J. Paz, el periódico estudiantil "Sancho Panza" que murió al 5º o 6º número, víctima de su propia insensatez". Más adelante cuenta sobre sus estudios ya sea en el Nacional de Salta, en el San José de Buenos Aires y cuando su madre aspira tener un hijo abogado el poeta a quien estamos honrando en el nuevo aniversario de su muerte, acaecida el 6 de noviembre de 1959, confiesa: "… pero como yo disponía de harto dinero, en vez de estudiar, me dediqué a la vagancia y a la lectura. Después de 3 años de "hacer de estudiante" me vine a Salta, donde compré un aserradero y serruché 80,000 pesos, arruinando, o poco menos, a mi familia que pagaron mis deudas y no me dejaron quebrar". Al concluir su autobiografía -escrita en l933- rinde su homenaje a la esposa, "mi mujercita". "Se llama María Celesia Elena. Yo la llamo "Doña Chela", cariñosamente, porque es la señora de mis pensamientos y la inspiradora de mis versos, y alentadora de mi incurable pereza para escribir…Si fuera posible mentarla -cuenta más adelante- sólo como lo es: un alto y puro espíritu excepcionalmente noble, quedaríamos encantados. Es mujer de su casa y no desea verse en evidencia". (http://www.portaldesalta.gov.ar/jcdavalos.htm) La generación del 40 tuvo exponentes de larga trayectoria cuyos nombres siguen resonando a nivel nacional y que si no fuera por la falta de mercado editorial, tendría proyección hispanoamericana como los nombres de Vallejo o Neruda. La generación del 60 ha mostrado en Salta una literatura capaz de ponerse a la altura de los tiempos absorbiendo los temas, matices y preocupaciones de sus contemporáneos de otras latitudes sin perder los rasgos que los identifican con su lugar de origen, en todos los géneros: la poesía, el cuento, la novela y el teatro. El retorno de la democracia hizo resaltar a los escritores de la generación anterior que sumaron sus voces a los exiliados y silenciados que volvían a tomar la palabra y a ellos se sumaron las de nuevos escritores, no necesariamente jóvenes, sino que se animaban a asumir la literatura como modo de expresión. A esta altura de los tiempos, las complejas relaciones que requiere la literatura se dan plenamente: hay escritores –más o menos profesionales-, lectores ávidos, talleres literarios, imprentas, bibliotecas, premios, crítica e instituciones escolares que mantienen cierto corpus de lecturas.